miércoles, 1 de mayo de 2024

"UN JOCÓN VERDE DE ALLÁ POR HUEHUETENANGO..."

 PATRIA EN EL PALADAR

Por MANUEL JOSE ARCE

DIARIO DE UN ESCRIBIENTE

EDITORIAL PIEDRA SANTA 1979

—I-

Estaban sentados sobre un cúmulo de escombros. Había caliente alegría en la risa y sereno amor en la mirada. El se había enjugado el sudor con su pañuelo colorado. Ella había levantado cuidadosamente la pulcra servilleta que cubría el contenido de la canasta con un gesto simple y ceremonial a la vez, como quien devela una placa conmemorativa, como quien abre el telón de una portentosa pieza teatral.

Y ahí, entre la ternura de la canasta, redondos soles de albura nutricia, el rimero de tortillas que del aplauso saltaron al comal, del comal a las hojas conservadoras del calor. Y al lado, la ollita tripona, sudorosa, preñada de aromas entrañables y milagrosos.

¡Santo pepián! Los trozos del pollo sacrificados en el ritual culinario, con su blancura de nube sólida, con sus pellejitos erizos de pluma ausentes, con sus huesos tiernos todavía medio cartílagos; los trozos de verduras perfumadas, de suave consistencia que han juntado sus jugos de savia quíntaesenciada a las grasas del pollo para conjura deliciosa del caldo; hierbas de mi tierra y mi monte, escandalosas, de sabores gritones, que pasan desapercibidas a la vera del camino, pero que transfiguradas en la cocina, adquieren prestigio y dignidad señoriales.

Y todo ello, nadando en la callosa salsa oscura del pepián, en donde fueron convocadas las pepitas de la pepitoria, tostada previamente en el comal para mejor sacarle punta a los sabores; fritas cuidadosamente en grasa de buen marrano montaraz, para que penetraran hasta la médula del pollo hasta la más profunda fibra del guisquil de tierno verdor, de la subversiva zanahoria, del explosivo nabo escandaloso.

Con el amoroso cuidado de la madre que envuelve al niño en el pañal, así él y ella envolvían al condumio en la eucarística beatitud de la tortilla. Y con el gesto de quien consagra o bendice, derramaban sobre el sublime envoltorio las llamas pentecosteses del polvillo rojo que agrede la lengua, exalta el paladar y abona desmesuradamente el apetito: el chile seco.

Fiesta de aromas y sabores. Liturgia vital. Asamblea de los sentidos. Santo pepián de mi tierra y mi gente, mestizo de viejos cuscuses africanos en el que el arroz criollo --chiquita y crecedor- sustituye a la sémola, y terrestres exaltaciones pituitarias que aun se miran en la panza satisfecha de los viejos sacerdotes, detenidos en las estelas de Tikal.

Santo pepián: nada pudieron contra ti los terremotos ni las traslaciones ni el hot-dog industrial y alienante. Santo pepián popular que les tuerces las tripas a los que quieren conocerte con vísceras turísticas, con ascos y remilgos drycleanados, pero que al paladar que creció y se afirmó en tus sabores lo, premias con tus gloriosas agresiones felices.

Santo pepián de mi pueblo, de la olla de barro, la leña y el amor compartido.

PATRIA EN EL PALADAR

— II —

Perdón: empecé ayer y no puedo callar algunas verdades. Cierto es que vivo renegando de Guatemala y de los malos chapines. Cierto es que a veces pienso que mi país tiene cinco millones de defectos que somos sus habitantes. Y que no me gusta la cara que está "agarrando" la ciudad y tantas cosas. Pero hay un rasgo de Guatemala que me hace ser patriota a morir, nacionalista a rabiar, chauvinista a la enésima potencia: la cocina de mi gente.

Hablaba ayer del Santo Pepián. Y se me pusieron celosas las Hilachas ilustres, y Su Excelencia el Revolcado, y el Honorabilísmo Jocón, y el Perínclito Cakic, y el dignísimo gremio de los Tamales - más que gremio, familia de las más ilustres -

Porque un Jocón verde de allá por Huehuetenango, o un Revolcado de cabeza con trocitos de oreja todavía con pelo o un plato de buenas Tiras con su recado de miltomate y chile, o las estilizadas Hilachas bañadas en su salsita colorada y caliente.... Porque el meterse entre las juruneras de la Antigua o de Cobán o de Xcla, para darle al gaznate una de esas obras de arte --verdaderos alardes sinfónicos-- con todo el sazón en su mero punto... Porque juntar el hambre y empezar a saborear con los ojos, con la nariz, es la mera y viva gloria para el buen chapín gastrónomo.

Para eso se pinta sola nuestra tierra. Hasta los montecitos más humildes -el apazote, el chipilín, los pitos, los lorocos -todo puede entrar a la olla magnífica y, al arrimo perezoso del carbón en rescoldo, volverse delicia y placer de Dioses.

Por eso nuestros campesinos tienen tanta dignidad de filósofos antiguos. No me presenten filósofos ni poetas con hambre; no me den gente que vea en los alimentos sólo el medio pragmático de conservar la vida y recuperar las energías; no propongan cerca a los ascetas, a los macrobióticos, a los que se castran el goce del paladar.

En este país --del sacrosanto frijol omnipresente, protéico—, en donde hasta el sabor del barro de la olla o del comal, en donde hasta el paso de la mano de la tortillera en la masa del maíz pueden detectarse "a simple vista", la dieta resulta el más terrible de los castigos, la pena más dolorosa.

Y eso que no hablamos ni del boj, ni del caldo de frutas, ni del gato de monte, ni del ojo de sapo, ni del San Chorro, ni de ninguno de esos licores mártires,, perseguidos y clandestinos, que florecen sus encantos en los barrancos propicios, en los ziguanes cómplices, a la orilla del delito y de la defraudación fiscal.

Y eso que no hablamos de los aguacates, ni de las cincuyas, ni de las anonas, ni de la seca explosión del guapinol polvoriento, ni de los chicozapotes, ni de tanta fruta excelsa.

Perdón: pero a medida que escribo se me ha desatado un hambre feroz.

PATRIA EN EL PALADAR

— III—

Si en algún momento me produce ternura el ser humano es cuando lo veo que está comiendo. No sé que tiene la actitud del que se alimenta, pero me emociona a veces hasta las lágrimas. Me siento solidario con él, me dan ganas de abrazarlo y decirle, de todo corazón, el "bon apetít" francés previo y el "buen provecho" nuestro posterior.

Y más me emociona mientras más es la gana de comer que le veo. Y depende también de qué es lo que come.

Si algo me llega al alma es ver al que se está comiendo un tamal.

Ah, los tamales. El strip-tease estimulante que, al desnudarlo de las hojas, deja el desnudo bocado a la vista, en toda su magnificencia.

El señorial tamal de Nochebuena, que se nos vuelve cosmopolita con su carne de pavo, las aceitunas y las pasas, verdadero "bocatto di cardenal¡" --con perdón de las sencillas mojarritas de Monseñor—, que hace una suntuosa fiesta de cada mesa, hasta el sencillo subán que reemplaza la tortilla en los tónicos climas de Los Altos; desde el tamalito de elote, espigado, dulzón y aromático en su limpia sencillez de carne núbil, hasta el agresivo "pache" quetzalteco con un chilote así de largo y más bravo que la gran chucha; desde el "chuchito" con su trocito de marrano y su recadito colocarado, hasta el dulce tamalito de cambray, coqueto y femenino con su cintura de avispa y sus chapas pintadas de rosicler...

El ilustre tamal latinoamericano, tiene sus variantes en cada país, en cada región: porque no es lo mismo un "poche" cobanero, que un nacatamal nicaragüense, de tamaño familiar y hecho para compartirlo con toda la tribu y en el que a veces, además de papas y arroz y arvejas, va carne de marisco junto a la del chancho; o el tamal santanderino de Colombia, redondo, rechoncho, amarrado como con "cola de macho" en la cabeza; o los tamalitos ticos, cuadraditos y apachados como tarjetas de felicitación.

El susto de mi vida me lo llevé en Francia cuando, conversando con una amiga senegalesa, me enteré de que el tamal —según la descripción hecha por ella— ha llegado hasta África. Y serias sospechas de un traslado de apariencias tuve al saborear las hojas de vid rellenas de arroz y de cierto caldillo con sabor de carne, tan frecuentes en la cocina balcánica y griega en particular.

Sí. mi corazón se emociona cuando veo o cuando vivo ese momento del que mete la mano en la olla, aparta las ásperas hojas de xocón y, quemándose los dedos, hace salir uno de esos paquetitos perfumados, desata el mecate de corteza de platanar, aparta y desdobla las hojas de banano con erotismo gástrico, y deja caer una mirada enamorada en la masa de maíz, carne de nuestra carne que nos dio el Corazón del Cielo...

lunes, 29 de abril de 2024

EL HACHA, LA CUERDA Y EL FUEGO -Guido de Bress (2)

Capítulo I

EL HACHA, LA CUERDA Y EL FUEGO

El anciano rey estaba traspasando su corona v todo el pueblo de Bruselas se preparaba para los festejos. Las banderas ondeaban al viento, las tiendas estaban cerradas y los ciudadanos vestidos con largos vestidos de seda y pomposos lazos, se agolpaban por las calles. Era en el mes de octubre del año 1555.

Carlos V, el anciano emperador, había decidido cambiar su Imperio por la celda de un monasterio.

Nadie conocía la razón; pero todo el mundo estaba contento de tener una fiesta. Algunos eran incluso bastante ilusos para pensar que el nuevo rey Felipe pudiera ser más tolerante que su padre.

Las estrechas calles de Bruselas ascienden desde el río hasta el palacio en la cresta de la colina.

Allí. en el gran salón principal se habían juntado los príncipes v nobles para oír el discurso de despedida del rey; quien hizo de la ocasión un gran espectáculo. Cojeando por la gota y respirando con dificultad por el asma, Carlos V se apoyaba en el fuerte brazo del príncipe de Orange, mientras contaba la historia de sus cuarenta años como emperador Era un muchacho de negros cabellos, en sus 15 abriles, cuando recibió el cetro v la corona.

Pronto, mediante victoriosas batallas y astuta política, vino a ser el más poderoso gobernante de su tiempo. Emperador de Alemania, de España y los Países Bajos, (Holanda, Belgica) y señor de todos los países conocidos en África, Asia y América, montando su magnífico caballo blanco, había dirigido sus ejércitos en cuarenta expediciones guerreras, desde Inglaterra al África.

¡Qué César había sido!, ¡Qué hombre tan poderoso presidiendo parlamentos o Dietas, firmando tratados y proclamando edictos que. tenían que ver con la vida de todos los súbditos de su granImperio!

«Ha sido un largo y duro camino el de estas victorias -dijo el elocuente v anciano emperador convoz temblorosa, que trajo lágrimas a los ojos de los príncipes.- Y ahora, por amor a mi pueblo y al Imperio corono a mi bien amado hijo Felipe, como rey en mi lugar».

Hubo unas pocas cosas que el emperador de blancos cabellos prefirió omitir en su discurso de

despedida. Podía haber hablado de las derrotas de sus últimos años. De como el joven príncipe alemán, Mauricio le había atacado por sorpresa v hecho huir en un carromato labriego a través de la baja neblina en las montañas. Como el rey francés le había hecho retroceder en una derrota que le costó sesenta mil guerreros. Asimismo su majestad el rey Carlos podía haber contado la sanguinaria historia de como sus edictos contra la herejía, habían llevado al cadalso y a la hoguera a 50.000 protestantes que creyeron en las verdades re-descubiertas en la Biblia.

Pero esto no lo dijo el Emperador. Por el contrario, con su amabilidad usual refirió a sus príncipes v nobles cuanto les amaba y como desecha que ellos sirvieran a su hijo con la misma

lealtad ore le habían servido a El.

domingo, 28 de abril de 2024

LA PRIMERA LLUVIA

LA PRIMERA LLUVIA

Hoy Domingo, 28 de Abril de 2024,a las cuatro de la tarde, previos sonoros rugidos y luz deslumbrante del trueno en la bóveda celeste, está  cayendo la primera lluvia sobre  nuestra ciudad de Huehuetenango.

Tanto los relámpagos, los truenos, y ahora la lluvia, sabiéndolos escuchar, son sonidos relajantes al alma  y al espíritu.

Si sabemos incorporar específicamente estos sonidos de forma  correcta a nuestro ser, con armonía d ela bella naturaleza,  obtendremos  una maravillosa sensación de paz, libertad, alegría…etc. Lo cual traerá salud mental y física a nosotros.

Tú visitas la tierra y la riegas en abundancia, en gran manera la enriqueces; el río de Dios rebosa de agua; tú les preparas su grano, porque así preparas la tierra Salmo 65.9

 

EL ARROYUELO AMIGO - Junio de 1947

Si de sus ondas el murmullo oyeres, no desoigas la voz con que te llama
 EL ARROYUELO AMIGO
(Condensado de «The Ave Maria»)
Por Arthur Wallace Peach
Seleccines del Reader´s Digest
Junio de 1947
POR LA VIDA de todo hombre debiera cruzar—en alguna ocasión, en alguna época—el encanto de un 
arroyuelo. Podrá ser el arroyuelo que, oculto entre la yerba, le acarició inesperadamente el oído aquella tarde de vacaciones en que vagaba por un sendero;
o el arroyuelo compañero de su niñez, ése cuyo recuerdo no han borrado los años. Acaso sea un ensoñado arroyuelo, semejante al que, en el poema de Ténnyson, pasa con murmullo apaciguador por la mente fatigada de la lucha y el tumulto cotidianos. Dondequiera y en cualquier tiempo que lo encuentre, el hombre debe dejar que el arroyuelo llene con su encanto unos momentos o unos años de su vida.
« ¿Has reparado tú en que no hay dos arroyuelos que suenen lo mismo; que en cada cual canta el agua de diversa manera?»
A esta pregunta de un sagaz escritor amigo mío, no supe qué responder. Los arroyuelos y yo éramos amigos desde hacía años. Pero nunca había prestado mayor atención al ruido de sus aguas; ni sospechaba que hubiese diferencia de unos a otros.
Desde aquel día empecé a oír a los arroyuelos, a escucharlos con nuevo conocimiento. Percibí la suavidad con que uno de ellos acompañaba, a la caída de la tarde, el canto del zorzal; sorprendí a otro murmurándoles a los alisos maravillosos cuentos para decir los cuales nos faltarían palabras a los hombres. Un arroyuelo conozco que, al correr monte abajo, finge, a veces, música melancólica de campanas; otro que, en la sombría catedral del pinar, parece que tañera dulces arpas místicas al deslizarse por sobre la arena de los remansos. He seguido—escuchándolo en todo su curso—al arroyuelo juguetón y bullicioso que, por la ladera, llenaba el bosque con el ruido de sus aguas, e intentaba luego turbar el silencio del prado, en el cual se veía obligado, al fin, a sosegar el tumulto de sus ondas y a convertir su estrépito en murmullo. Hoy, a más de saber que no hay dos arroyuelos que suenen lo mismo, sé también que cada arroyuelo tiene su individualidad, pues no hay dos que puedan llamarse iguales.
Aseguran que Thoreau decía que, para aprender todo cuanto puede enseñar un solo roble, tendría un hombre que pasarse estudiando la vida entera. Me atrevo a creer que lo mismo puede decirse de cualquier arroyuelo. En cada palmo de su curso iremos hallando, sea cual fuere la estación del año, variadísimas manifestaciones de la vida. En la orilla misma de un remanso, unas leves huellas nos hablarán de la perdiz—sombra que se desprendió de la espesura del monte, y, mirando recelosa en torno, atento el oído, se llegó a beber, con rápidos y graciosos movimientos de cabeza, el agua límpida y fría. Las guijas del fondo nos invitarán al ensueño, acaso a la meditación. Tendidos en el soleado, verdeante pradillo que baja hacia el cauce en blando declive, bien podremos, al ver cuán sosegada va deslizándose el agua, recordar a Santayana cuando dice que «el único alivio para el nacimiento y la muerte es gozar del tiempo que media entre uno y otra».
La alegría de la primavera vuelve al arroyuelo retozón y cantarín en todo su curso; en el ardor del verano, sus aguas amodorradas dialogan en voz baja con las piedras; reflejando en sus ondas la púrpura y el oro del otoño, resbalan hervorosas por sobre lajas y entre peñas; y en el invierno, cuando el arroyuelo enmudece bajo su manto de nieve, guarda fielmente en el helado silencio del cauce las notas del canto con que responderá al reclamo de las primeras brisas primaverales.
Una mañana de otoño en que paseaba por los cerros de mi tierra nativa, tropecé con un granjero amigo y uno de sus peones, ambos muy ocupados en ahondar, con pala y azada, el seco cauce de un arroyuelo. Había formado la humilde corriente parte de la vida de cinco generaciones. Cuando el granjero era niño, el rumor del arroyuelo llegaba por la noche, como una voz cariñosa, hasta su cama, y le hacía compañía—de igual modo que la hizo antes al padre y al abuelo. Pero, recientemente, lluvias torrenciales, sacando de madre a ese arroyuelo, desviaron su curso y lo alejaron de la granja. Por esto trabajaban con tanto ahínco los dos hombres, para que volviese a correr «por donde Dios quiso que corriese », según se limitó a explicarme el granjero. Sabía él, de igual modo que lo sé yo, y conmigo cuantos tienen amistad con un arroyuelo, que las emociones que éste despierta en nosotros se sienten mejor que se expresan.
Ofrecen los arroyuelos, así en su aspecto como en su modo de ser, diversidad no menor que los hombres. Quien desee hacerse amigo de alguno, hará bien en no buscarlo entre los que corren por el monte, a menos que sea él mismo persona algo montaraz. De lo contrario, el monte, viendo en el que pretende entrarse por su espesura un intruso, hará correr la voz de alarma. Toda actividad cesará como por encanto; enmudecerán los trinos que alegraban el ramaje; aun los mismos peces tratarán de esconderse. Otra cosa será si hay en ese hombre que va en busca de un arroyo alguna afinidad con el monte. Pues, entonces, la liebre se contentará con acechar al forastero por entre las hojas de una mata; el venado levantará la cabeza y se quedará mirándolo, sin apartarse del lugar donde estaba paciendo; el castor seguirá tranquilamente en su faena; la .vocinglera guacharaca continuará atronando el aire desde su rama; y hasta puede que, desde una ladera, lance un gato montés un maullido, con el cual parecerá saludar a ese hombre a quien se siente unido por una vaga relación que data de la época del troglodita y sus noches llenas de espanto.
Lo mejor que cabe aconsejarles a los que se propongan buscar un arroyuelo, es que limiten el campo de sus exploraciones a parajes frecuentados por el hombre. Allí hallarán el arroyuelo que, alejándose de las cumbres donde nació, vino a pasar sus días entre la gente de la sierra; o al que, en el valle, atravesando por tierras de labor, prados y arboledas, es imagen de nuestra propia suerte, en sus alternativas de luz y de oscuridad. Tampoco faltará el arroyuelo filósofo, ése que, amigo de la meditación, gusta de recogerse en la silenciosa paz de los remansos, o se desliza con lentitud, ajeno al tiempo y sus afanes.
Es sorprendente lo que puede durar en nosotros el encanto de un arroyuelo. El otro día, hojeando uno de los libros embeleso de mi niñez, hallé entre sus olvidadas páginas una hojita de yerbabuena. Como si hubiesen descorrido un telón, apareció ante mis entornados ojos el niño que fui yo hace años. Estaba cerca del viaducto de una carretera. Debajo del viaducto, se abría la charca formada por el arroyuelo. Crecían con profusión por toda la orilla el cálamo aromático y la yerbabuena; había juncales poblados de ranas; en la charca misma, unas, pocas truchas vivían peligrosamente. ¡Qué lugar tan fascinador para las aventuras de un chiquillo! La hojita de yerbabuena había perdido su olor casi por completo; pero tenía el de los recuerdos que no morirán mientras yo viva.
En la vida por la cual cruzó el encanto de un arroyuelo, habrá siempre algo que no envejece ni se marchita nunca.

ÉMULOS DE LOS CONQUISTADORES -Lewis y Clark- 1804

Lewis y Clark no sabían a dónde iban, pero llegaron al desconocido lugar de su destino y clavaron allí la bandera de los Estados Unidos.
ÉMULOS DE LOS CONQUISTADORES   
 Condensado de
«The American Legion Magazine»)
Por Richard L. Neuberger
 RICHARD L. NEUBERGER es un joven que lleva en el corazón el Noroeste donde nació. Ha escrito un libro sobre su tierra amada —Nuestra tierra prometida — y tiene otro en preparación. Trepa por sus montañas, acampa en las márgenes de sus ríos y ha marchado sobre muchas de las huellas que, en la ruta hacia el Pacífico, dejaron Lewis y Clark. Neuberger nació en Portland hace 28 años y ha sido periodista y escritor desde los 16. Actualmente es corresponsal en el Noroeste del Times de Nueva York; envía artículos de colaboración fija al Oregonian de Portland, y colabora con frecuencia en las principales revistas norteamericanas. En noviembre último fué elegido miembro del poder legislativo en Oregón.

 JOHN ORDWAY, sargento del Ejército de los Estados Unidos, escribía a sus padres, residentes en New Hampshire, desde San Luis, límite final de la civilización norteamericana: «Queridos padres: formo parte de una expedición que va a aventurarse en el interior de Norteamérica para explorar el Oeste. La dirigen el Capitán Lewis y el Teniente Clark, que han sido nombrados por el mismo Presidente Jefferson. Tenemos que remontar el río Misurí para seguir después por tierra hasta el Océano Occidental».
Un correo pasó por el campamento recogiendo mensajes parecidos de aquellos hombres que ninguna seguridad tenían de que volviera a saberse de ellos.
 Después, ya avanzada la lluviosa tarde del 14 de mayo de 1804, los 29 miembros de la partida embarcaban en dos largas lanchas remeras y en una especie de gabarra de 17 metros. Se habían lanzado hacia lo desconocido.
En San Luis la geografía se acababa y empezaba el mito. ¿Era una leyenda lo que cuchicheaban los indios acerca de las enhiestas montañas coronadas de perpetua nieve? ¿qué habría en realidad de lo que ellos contaban de esas Montañas Rocosas o Resplandecientes cuyas cumbres se hundían en el cielo? Cuando Jefferson desempeñó la Embajada de Francia, había oído a los marinos que navegaron con el capitán Cook en sus viajes por el Pacífico, descripciones de bosques inmensos como el mar y como él eternamente verdes, y de picos altos como los Alpes, en la costa occidental de América. ¿Que había de cierto en aquellas narraciones? La viva imaginación de Jefferson, encendida por aquellos relatos, le había hecho soñar en una expedición de hombres decididos que «explorasen la vasta selva de allende el Misisipí y trazaran una línea de comunicación entre uno y otro mar».
Luego que sus enviados hubieron comprado a Napoleón en quince millones de dólares el millón de millas cuadradas que Francia reclamaba como suyas al poniente del Misisipí, Jefferson pidió al Congreso un crédito de dos mil quinientos dólares para la expedición. «Y descubramos lo que hay al otro lado», fué la frase final de su dicurso.
El Presidente escogió para dirigir la expedición a su secretario particular, el capitán del Ejército Meriwether Lewis, que frisaba en los 29 años y en cuya invencible decisión tenía Jefferson absoluta fe. Se necesitaba un hombre de temple; podían presentarse otros peligros que la selva virgen e infinitas tentaciones de volverse atrás. Se jugaba el porvenir de los Estados Unidos, puesto que los ingleses habían hablado de enviar tropas e izar el Union Jack en la desembocadura del Columbia.
Jefferson le indicó a Lewis la conveniencia de que la expedición llevara un segundo jefe, y Lewis, a quien se dejó en libertad de elegir la persona que debiera serio, designó para el cargo a su mejor amigo, William Clark, hombre de 34 años y teniente de artillería.
Los dos hacían fuerte contraste. Lewis, delgado, de provocadora mandíbula y ojos de un gris pizarra, era taciturno, casi sombrío. Clark, coloradote, de rojizos cabellos, jamás estaba serio ni callado. Su alegre parloteo reanimaba muchas veces el espíritu de la cansada tropa en la incesante marcha. Le gustaba escabullirse de entre los oficiales para comer el rancho con los soldados y llamaba por su nombre de pila lo mismo a los coroneles que a los cabos. Se entendió con los indios mejor que ningún otro norteamericano, probablemente porque los trataba como a iguales.
Clark anduvo de uno a otro puesto fronterizo, buscando hombres escogidos que quisieran llevar la bandera de su patria al Océano Occidental. Lewis se encargó de los bastimentos, que comprendían espejos, telas rojas, agujas, abalorios, camisas de percal y otras baratijas para regalar a los indios.
Los hombres elegidos para la expedición fueron alistados en el Ejército con una soldada de diez dólares para cada individuo de tropa, de quince para cada uno de los tres sargentos, y de ochenta por cabeza para Lewis y Clark, más una adehala de parcelas de tierra. Era dudoso que sobrevivieran para gozar las recompensas. Su destino eventual era algo tan indefinido que Jefferson les dió cartas de recomendación para «los cónsules norteamericanos en Batavia, Java y el Cabo de Buena Esperanza».
La partida era una avanzada de la expansión nacional que remontaba a remo el lento curso del Misurí, bajo la bandera de las quince estrellas. Su miembro más viejo era Patrick Gass, que tenía 33 años; el más joven era John Colter, que contaba 16. Junto a los naturales de Kentucky, escogidos por su pericia forestal, había cazadores de Virginia, carpinteros de Pensilvania, hombres venidos de Irlanda, Escocia, Holanda y Francia. En el primer bote, se sentaba en cuclillas cerca del teniente Clark su criado negro, York.
No necesitaron los exploradores alejarse mucho para darse cuenta de la inutilidad del mapa que les había facilitado el Presidente; ni siquiera indicaba la dirección exacta del río. Todo lo que podían hacer era seguir el Misurí hasta sus fuentes. De allí un cálculo de rumbo podía llevarlos al mar.
Durante algunos meses el viaje fué idílico — cómodos campamentos nocturnos, días sin más ocurrencias que el goce del paisaje. A la luz de la hoguera los dos jefes trabajaban afanosamente en sus diarios para satisfacer los deseos de completa información del Presidente y el Congreso sobre plantas, árboles, bestias, aves e indios. Una noche, Lewis escribió: «Además del ciervo común, que abunda mucho, vimos cabras, alces, búfalos, antílopes, ciervos de cola negra, y corpulentos lobos». Un día contaron 52 rebaños de bisontes.
A los tres meses de haber salido de San Luis los aventureros habían viajado 1360 kilómetros y se encontraban a no gran distancia del lugar en que hoy se alza Sioux City, en el Estado de Iowa. Entonces empezó lo más duro. La desgarbada gabarra encallaba constantemente en bancos de arena. Un hombre sufrió una insolación. El sargento Charles Floyd murió de cólico una sofocante tarde de agosto. Era el primer soldado norteamericano que moría al Oeste del Misisipí. Le dieron sepultura en lo alto de un cerro. Partieron las barcas. Los hombres iban silenciosos y Lewis ensimismado en sus pensamientos. Un hombre muerto, varios enfermos. El verdadero peligro empezaba ahora.
Aquella noche, en vez de nombrar un nuevo sargento, Lewis facultó a los hombres para designar el sucesor de Floyd. Tras muchas discusiones, nombraron tres candidatos; de los cuales fué el elegido Patrick Gass. A la mañana siguiente la partida tornó a las barcas con renovado celo. Lewis había logrado alejar del espíritu de sus hombres las cavilaciones sobre la pérdida del compañero.
Las desventuras se multiplicaron.
READER'S DIGEST    Mayo
George Shannon , un muchacho de 19 años, se extravió en servicio de reconocimiento y estuvo a punto de morirse de hambre. Un desprendimiento de tierra en una de las orillas casi destruyó las preciosas provisiones. Lewis, que normalmente se adelantaba para reconocer el terreno, tuvo que escapar a varias acometidas de espantados búfalos.
Solían hacer amistad con los indios que encontraban, quienes gruñían de contento ante las baratijas y se deleitaban con el whisky administrado en prudentes dosis. Donde podían, citaban a los jefes de las tribus cercanas y celebraban consejo, bajo el dosel de velas marineras y con la bandera desplegada, para hablarles del Gran Padre Blanco de Wáshington a quien debían ahora lealtad. La ciudad de Council Bluffs debe este nombre a haberse celebrado allí una de estas juntas.
Un vagabundo mestizo, Toussaint Charbonneau, a quien la partida había recogido en ruta, les servía de intérprete. Le acompañaba su esposa, una india de 19 años, llamada Sacajawea, de esbelta figura, largas trenzas y oscuros ojos. Seis años atrás, unos atrevidos merodeadores la habían robado a los indios shoshones y Charbonneau se la había ganado a los raptores en una partida de juego. Lewis y Clark vacilaron mucho para admitir una mujer en la expedición, pero se decidieron ante la desesperada necesidad que tenían de Charbonneau. Por otra parte, se decía que la tribu de Sacajawea vivía al otro lado de las altas montañas; y cabía esperar que la india reconociera el camino.
A praderas y vegas sucedieron colinas ondulantes y a éstas, duras mesetas. Pero siempre quedaba la tierra al horizonte. Dónde se acababa? ¿Dónde estaba el Océano Occidental?
Las primeras grandes nevadas cayeron en noviembre, encerrando a la partida cerca del lugar que hoy ocupa Bismarck, en la Dakota del Norte. En medio año habían recorrido 2575 kilómetros Misurí arriba. Habían llegado hasta allí algunos mercaderes pero ningún hombre blanco había ido más lejos. Construyeron una empalizada a la que llamaron Fort Mandan, por amistad con los indios de este nombre, y allí dió a luz Sacajawea un niño durante el invierno.
El 7 de abril, la corriente arrastró los últimos hielos y la partida abandonó a Fort Mandan. También hubo que abandonar la gabarra, demasiado grande para el Misurí, que se iba estrechando, la cual no era ya indispensable, dado lo reducido de las provisiones. La sustituyeron seis canoas hechas con pieles de bufalo y ramas de mimbre.
La naturaleza se iba haciendo cada vez más salvaje y menos hospitalaria. Los mosquitos y jejenes eran una maldición. Escaseaba el búfalo, sin cuya piel no había modo de remendar ropas y calzado, que se caían a pedazos.
Pero era entonces cuando los harapientos expedicionarios empezaban a descubrir secretos. Encontraron enormes osos pardos para matar los cuales era menester una docena de balas de mosquete. Pasaron semanas enteras transportando a lomo efectos y botes, y bordeando atronadoras cataratas que bautizaron con el nombre de Grandes Cataratas del Misurí. El 26 de mayo, Lewis, que se había adelantado, como de costumbre, para efectuar un reconocimiento, volvió al campo entusiasmado. ¡Acababa de columbrar majestuosas montañas!
El Día de la Independencia de 1805, lo celebraron al pie de las Rocosas a 4000 kilómetros y a 14 meses de distancia de San Luis. Bebieron con avidez su último aguardiente. También escaseaban las otras provisiones. Lewis escribió en su diario: «Todos creemos que estamos a punto de entrar en la parte más peligrosa de nuestro viaje».
Solamente la muchacha india, con su niño amarrado a la espalda, tenía una noción muy vaga del lugar donde se encontraban. Desenterrando recuerdos de su niñez, Sacajawea reconoció una cala en la que su tribu había recogido greda para pintarrajearse, según lo acostumbraban al guerrear. Cuando el mermado Misurí se dividió súbitamente en tres brazos, la buena memoria de la india volvió a ser útil, pues gracias a ella pudo guiar a los expedicionarios por el brazo de corriente más viva, al que llamaron río Jefferson.
El río torcía a través de un laberinto de muros volcánicos en los que clavaba sus garras de espuma. A veces zozobraban los botes y la carga, arrastrada por la corriente, se iba río abajo. Los hombres vadeaban tirando de sus mojadas embarcaciones con largas cuerdas y sin poder caminar por las escarpadas orillas. «Los hombres se están debilitando a causa de la continua mojadura», anotó el capitán. Guijos de dura piedra que les quedaban en las abarcas les herían los pies, que goteaban sangre. Habían alcanzado el punto más alto de la vertiente a que podía llegarse remontando el río. Doquiera que miraban, la línea del cielo era una fila mellada de pináculos, «montañas apiladas sobre montañas», picachos tales como nunca habían visto ojos norteamericanos. Cada loma subida traía la visión de otra loma más alta. Así llegaron a la región en que hoy día se juntan los estados de Montana e Idaho, donde las Rocosas y las Bitter Root corren paralelas. Lewis envió exploradores en diversas direcciones en busca de alguna salida. Volvieron desconcertados y cuatro de ellos heridos a consecuencia de caídas.
Para entonces Lewis se había dado cuenta de que le era menester encontrar a los shoshones o desistir de continuar la expedición.
Sus fatigados hombres no podían ascender aquellas montañas; necesitaban caballos. Las raciones eran cortas y no hubieran sobrevivido a un invierno en las Rocosas. Pronto empezarían las nieves y no podrían volver. No habían visto un indio durante cuatro meses, aunque Sacajawea había reconocido dos veces las señales de humo de su pueblo.
Lewis escogió tres hombres y avanzó. Todas las mañanas al abandonar el campamento dejaban abalorios y espejos, muestras de amistad para cualquier indio que acertara a tropezar con las cenizas de las hogueras. Al fin, desgarrados y exhaustos, alcanzaron la cima de una elevada loma y vieron la vertiente de las Rocosas que da hacia el Pacífico. Allí desplegaron la bandera. Les quedaban dos libras de harina.
CUANDO el cacique Cameahwait y 60 jinetes shoshones subieron a trote corto a la cima del Paso de Lemhi al atardecer del 13 de agosto, vieron dirigirse hacia ellos tambaleante a un extranjero alto y harapiento, de pálida piel. Llevaba en la mano derecha una tela roja, blanca y azul. Cincuenta pasos detrás había otros tres extranjeros con largos palos negros. «Taba bone (hombre blanco)», dijo el ojeroso extranjero.
«¡A jai i! (¡me alegro mucho!) »,replicó gravemente el joven cacique. Allí, en lo más alto del continente, el empenachado salvaje y el caballero de Virginia se abrazaron y se dieron mutua palmada en la espalda.
La caza había sido escasa aquel año y los shoshones tenían hambre, pero compartieron lo que tenían con los hombres blancos. El pulso del capitán se aceleró cuando el jefe le ofreció salmón asado. ¡Salmón del mar! Lewis cambió adornos, chupas, mantas y cuchillos por 38 caballos que envió para traer al resto de la partida. Cuando todos se reunieron, hubo un incidente dramático. Sacajawea saludó a Cameahwait con afectuosos gritos. ¡Eran hermanos! Sin embargo, cuando los indios se fueron Sacajawea prefirió continuar con su marido a volver con su gente.
Un anciano shoshone de blancos cabellos, a quien Clark bautizó con el nombre de Toby, se ofreció para guía. Sirvió para muy poco. Erraron por las Bitter Root como hombres en una fortaleza cerrada, mientras la nieve empezó a cerrarles el paso. Las provisiones se acabaron. Tuvieron que matar algunos caballos que también se morían de hambre en la tierra desnuda de vegetación. Un día sólo hubo un par de faisanes para 32 bocas. Registraron la cala de Hungry Creek en busca de cangrejos; buscaron raíces que arrancar. Una noche tuvieron por cena la carne de un lobo que había matado el capitán. Lewis dió su montura a uno de los hombres y continuó adelante, a pie. Un caballo cargado de ropa de invierno resbaló, se asustó y cayó a un precipicio.
Al fin, llegaron a campo abierto. Parecían esqueletos y hasta el inexorable jefe, Lewls, desfalleció. Mientras yacía enfermo a orillas del río Clearwater, el resto de la partida desbastó más troncos de pino, los vació por medio de fuego y trató de darles la forma de unas toscas canoas. Era una tarea demasiado dura para aquellos hombres extenuados y progresaba muy lentamente.
Pero llegó un día en que las canoas flotaron río abajo por el Clearwater hasta su confluencia con el Snake, en el lugar donde hoy se alza Lewlston, en el Estado de Idaho. Bogaron descendiendo el curso del Snake y hacia mediados de octubre llegaron a un gran río que venía del Norte y se dirigía hacia Occidente. ¡Era el Columbia, el «gran río Oregón», que almas aventureras venían soñando con explorar desde hacía dos generaciones!
Durante tres semanas más siguieron remando en las voluminosas canoas, entre verdes montañas, praderas herbosas y bosques de abetos. Una noche tranquila llegó un bramar lejano a sus oídos. Vieron luego que las aguas del río se encrespaban en olas que llevaban dirección contraria a la de la corriente; que volaban, como mensajeras de buenas noticias, las gaviotas; que el río estaba lleno de salmones. El aire tenía un regusto de sal.
La niebla cubría el Columbia la mañana del 7 de noviembre de 1805, pero aclaró hacia mediodía y se vió a distancia una vasta expansión sacudida por el oleaje. Durante un momento la partida contempló silenciosamente el mar y de pronto prorrumpieron en vítores. Clark garrapateó en su a ratos extravagante diario: «¡Océano a la vista! ¡Qué alegría! ¡Tenemos delante el Océano, el gran Océano que hace tanto tiempo ansiábamos ver!»
Por primera vez, los norteamericanos habían cruzado de costa a costa el país que poblarían más adelante. En aquella solitaria orilla, el capitán Lewis, con la bandera flotante a su espalda, dió gracias a los soldados en nombre del Presidente Jefferson. Habían alcanzado su meta, adelantándose a cualquiera otra nación rival, habían recorrido 6560 kilómetros en año y medio.
Cerca de la Astoria de nuestro tiempo la expedición construyó una empalizada, Fort Clatsop, que los abrigara durante el segundo invierno, y el Teniente Clark grabó en la corteza de un alto pino que miraba al mar, la siguiente inscripción:
WM. CLARK 3 DE DICIEMBRE
 DE 1805 POR TIERRA DESDE 
LOS ESTADOSUNIDOS EN 1804 Y 1805
A FINES de marzo de 1806 la expedi-ión emprendió el largo viaje de regreso. Costó solamente una tercera parte del tiempo empleado en la marcha a Occidente: ahora tenían señales. Sacajawea volvió a ser inapreciable, siempre a la cabeza de la columna, con Lewis, señalando el camino sin errar. «Tiene la misma fortaleza y resolución que cualquier hombre de la partida», escribió Lewis. Llegaron a San Luis el 23 de septiembre de 1806, a los seis meses del día en que salieron de Fort Clatsop.
La nación los había dado por muertos. Habían estado ausentes dos años y cuatro meses. La entusiasmada multitud les dió escolta en San Luis. Jefferson les escribió congratulándolos e informó triunfalmente al Congreso del éxito de la expedición. Habían viajado 12,900 kilómetros a través de lo desconocido, habían alcanzado su objetivo y vuelto con la pérdida de un solo hombre. La gente se asombraba de las informaciones que habían traído: osos feroces que pesan 500 kilos, cordilleras de montañas tres veces más altas que las Alleghanys, rebaños de búfalos mensurables por horizontes, carneros salvajes con cuernos en forma de cornucopias, cabras que dan saltos increíbles de risco en risco.
La Gazette de Nueva York predijo que probablemente no volvería a viajarse por aquella región, pero el Presidente Jefferson tuvo la visión de «una nación grande, libre e independiente sobre las márgenes del río Columbia».
La expedición de Lewis y Clark continúa siendo la más importante que han emprendido los Estados Unidos.
Lewis fué nombrado gobernador de Luisiana, y Clark, ascendido a brigadier y designado administrador de los indios de la región. Solitario, reconcentrado, no corrió con fortuna en su cargo político. En el otoño de 1809, yendo a Wáshington para responder a las críticas de que habían sido objeto sus métodos administrativos, se detuvo una noche en una posada, cerca de Nashville, en Tennessee. Poco después de media noche un tiro de pistola despertó a las gentes de la casa y el posadero encontró al explorador en el suelo con una herida en el costado. Murió al alborear. Jefferson, abrumado por el pesar, creyó siempre que Lewis se había suicidado. El pueblo de Tennessee mantuvo que lo habían asesinado. El misterio de su muerte no llegó a aclararse nunca. No lejos de donde murió  Lewis, se alza una columna de granito que tiene grabadas las palabras del Presidente cuando le envió al Oeste:
Su valor era infinito. 
Su firmeza y perseverancia sólo
se rendían a lo imposible.
Los árboles inclinan sus ramas sobre la tumba; en las noches tormentosas, el bramido del viento que los sacude recuerda el de las olas que se estrellan contra la distante costa del Pacífico.
      
Copyright 1941, The American Legion, 15 W. 48 Sí., Nueva York. 68    (The American Legion Magazine, Marzo, 1941) SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo de 19

 

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