LAZOS QUE EL TIEMPO NO ROMPIÓ
De niños, y más tarde convertidos en hombres, enfrentaron juntos la adversidad.
Por COLLIN PERRY SELECCIONES DEL READER'S DIGEST SEPTIEMBRE 1998
El médico titubeó. A pesar del aire acondicionado, estaba bañado en sudor. Había hecho un largo recorrido, pero se preguntaba para qué. ¿Podría una amistad forjada en la infancia renacer después de tantos años?
ALAN CONOCIÓ A BOYCE un día de verano en los años 50, cuando ambos tenían unos cinco años. Aquél estaba jugando a la orilla del riachuelo que delimitaba la parte posterior de la finca de su familia —a encajar una vara en unos agujeros que le parecieron muy interesantes— cuando advirtió que un niño negro lo estaba observando en la otra orilla.
—¿Qué no sabes que esos hoyos son nidos de culebra? —le dijo éste.
Aunque ese riachuelo era lo único que separaba las fincas de sus familias, entre ellos se interponía un océano de prejuicios e intolerancia. Con todo, los niños se volvieron inseparables. Cazaban, pescaban y acampaban juntos, y Boyce, que era más fuerte y conocía mejor el campo, le enseñaba cosas a su amigo.
Un día empezó a llamarlo "Zeke".
—Por qué? —preguntó Alan.
—Porque me parece que tienes cara de Zeke —dijo Boyce por toda explicación.
Y así comenzaron a decirle también sus demás amigos.
Boyce, cuya familia era creyente y conservadora, solía ser más cauto que Alan en sus travesuras. Un día, a pesar de las advertencias de su amigo, a Zeke se le ocurrió verter gasolina en un pozo seco que había en su granja y prenderle fuego. La explosión alcanzó a Boyce en pleno rostro y lo arrojó de espaldas.
En seguida apareció el padre de Zeke, cargó en brazos al niño, quien estaba sangrando, y se apresuró a entrar en la casa.
Ve a llamar a la señora Ruth —fue lo único que le dijo a Alan.
Zeke corrió a llamar a la madre de Boyce.
—Lo siento, señora. Yo tuve la culpa —admitió.
—Son un par de diablillos —dijo la mujer, meneando la cabeza—. Alcancé a oír la explosión desde la casa.
El castigo de Zeke consistió en recoger piedras durante un mes y dejarlas caer una por una en el pozo, de 18 metros de profundidad, hasta cegarlo. No llevaba más de un día haciéndolo, bajo un sol abrasador, cuando Boyce se apareció para ayudarlo.
Mundos separados. La finca de los Stoudemire era fértil, y la casa, muy cómoda. Zeke tenía un cuarto propio e incluso un caballo.
Al otro lado del riachuelo, los Blake y sus 12 hijos vivían hacinados en una cabaña sin agua corriente, en unas cuantas hectáreas de tierra improductiva. Sin embargo, bajo la autoridad matriarcal de la señora Ruth, el piso siempre estaba limpio y los niños vestidos con pulcritud. Eran una de las pocas familias negras que poseían tierras (una concesión de un latifundista al señor Blake por servicios prestados al ejército).
Al principio, a Zeke y Boyce les parecía natural vivir en esos mundos distantes, pero un verano se hicieron conscientes de lo que era la injusticia.
A diferencia de otros niños blancos, que jugaban al beisbol en un impecable campo de juego, Zeke prefería jugar con sus amigos negros en un pastizal. Un caluroso día, después de jugar un partido agotador, Zeke montó en su caballo para ir a refrescarse en la única piscina que había en el condado. Al despedirse de sus amigos, vio que estaban compartiendo un refresco tibio.: y eso era señal de que tenían tanto calor como él.
La piscina era para ex combatientes, así como para sus familias y amigos, pero aunque el padre de Boyce, al igual que el de Alan, había combatido en la Segunda Guerra Mundial, no le permitían usarla, como tampoco a ningún otro negro. Zeke ató su caballo a la cerca, pasó frente a un letrero que decía "Sólo para socios" y le preguntó en tono respetuoso al administrador por qué no podía traer a sus amigos negros a nadar.
—Bueno, hijo, no son socios, ¿verdad? —respondió el hombre. Zeke señaló la piscina y dijo: —¿Acaso son socios todos esos niños blancos?
La expresión del administrador se volvió de enfado.
—¿Qué demonios te importa, niño? —contestó.
Enfurecido, Zeke se dijo que si sus amigos no podían nadar, él tampoco lo haría. En el camino a casa, mientras su caballo cruzaba el riachuelo, se le ocurrió una idea. Entonces regresó a todo galope al pastizal.
—¿Qué les parece si hacemos una represa en el riachuelo para nadar? —propuso emocionado a sus amigos.
Fue una tarea ardua y tediosa, pero a los pocos días habían construido una represa. Era rudimentaria, pero lo bastante profunda para ir a zambullirse el resto del verano después de los juegos de pelota.
Pasaron los años. Cada primavera la represa desaparecía y cada verano los muchachos la reconstruían. En otoño, Zeke jugaba al futbol con sus amigos.
Un domingo, después de asistir a la iglesia, Boyce y sus tres hermanos invitaron a Zeke a jugar al whist.
—Es la primera vez que se permite participar en este juego a un chico blanco —le dijo aquél en tono solemne.
Zeke se unió al veloz juego de sutiles señales y apuestas, mientras los Blake le hacían bromas a causa de su inexperiencia. Jugar al whist se convirtió en un rito semanal.
Rompiendo un circulo. En septiembre de 1968, la integración racial llegó a la escuela de enseñanza media de Lincolnton, que era exclusiva para blancos. Boyce bajó del autobús y contempló un mar de ceñudos rostros blancos. Los chicos negros que llegaron con él se apretujaron junto al autobús y los blancos los rodearon. Ambos grupos se quedaron inmóviles unos instantes, en medio de un ominoso silencio. El espacio que los separaba estaba cargado de tensión y contenida violencia.
Zeke se acercó al círculo de los blancos. Por entre las cabezas alcanzó a ver a su amigo, cuyo rostro revelaba algo que lo hizo estremecerse: quizá por primera vez en su vida, Boyce parecía tener miedo.
—Con permiso, por favor —dijo Zeke en tanto se abría paso hacia el grupo de muchachos negros.
Entonces, mientras todas las miradas se posaban en él, se acercó a Boyce sonriendo con nerviosismo.
—Oye, amigo, te he estado buscando por todas partes —le dijo al tiempo que le estrechaba la mano Bienvenido a la escuela.
Boyce permaneció callado mientras rompían el círculo para pasar. Entonces, seguidos de cerca por los demás estudiantes negros, subieron los escalones para comenzar el primer día de clases.
Cambios de rumbo. Los años pasaron y los jóvenes amigos se fueron adaptando a las difíciles primeras etapas de la integración. Después de graduarse, Zeke ingresó en la Universidad de Carolina del Norte, con-tinuó sus estudios en una facultad de medicina y practicó como residente en el Centro Médico de la Universidad de Colorado.
Boyce fue el primero de los Blake en cursar estudios superiores, un motivo de inmenso orgullo para su familia. Después de estudiar dos años en el colegio universitario básico local, consiguió un empleo en la fábrica de papel de Lincolnton, donde llegó a ser supervisor. Con el correr del tiempo, tanto él como Zeke se casaron y dejaron de verse.
Un día, cuando tenía 28 años, a Alan le diagnosticaron cáncer óseo. Tuvieron que amputarle la pierna derecha arriba de la rodilla y someterlo a una quimioterapia que lo hizo perder casi 15 kilos.
Empezó a usar una pierna artificial y muletas. Como sus "amigos" dejaron de telefonearle, se sentía muy solo. Ni su trabajo ni el amoroso apoyo de su esposa le infundían ánimos. La promisoria vida que hasta hacía poco tenía por delante parecía haber terminado de repente.
Entonces recibió un telefonema inesperado.
— Oye, camarada, estamos buscando un cuarto jugador para un partida de whist y creo que tú juegas bien.
La voz de Blake fue como un bálsamo. Se había enterado de la desgracia de su amigo por medio de la familia. Charlaron una hora. Antes de colgar, Boyce hizo que su viejo amigo le prometiera subirse al primer avión y volver a casa .UNA VEZ QUE ESTACIONÓ el coche frente a la cabaña, el doctor Stoudemire se volvió a mirar los rostros de los Blake hasta que reconoció a Boyce. Se veía tal como lo recordaba: fornido, rebosante de salud y alegría.
Seguramente ya no tenemos nada en común, pensó, aún receloso. Quizá no haya sido buena idea venir.
Finalmente abrió la portezuela del auto, tomó las muletas y caminó hacia el jardín.
—¡Oye, Zeke! —lo recibió Boyce con la generosa sonrisa de siempre—. Acerca aquí una silla.
En cuanto Alan se sentó, la señora Ruth apareció para darle un vaso de limonada fría y llevarse las muletas.
—¿Sabes?, antes siempre reservábamos un sitio en la mesa para ti, por si acaso venías a cenar —le dijo, poniéndole una mano en el hombro—. Supongo que tendremos que hacer eso de nuevo. Bienvenido a casa, Zeke.
Alan asintió con la cabeza, a punto de llorar.
Tengan cuidado con él —dijo Boyce para aliviar la tensión—Apuesto a que trae escondidas varias cartas en esa pata de palo.
Todos se echaron a reír. Era un placer estar de nuevo en casa.
Apoyo mutuo. Durante su estancia en el pueblo Alan comenzó a recobrar el optimismo, y una vez de regreso en Colorado encauzó su vida profesional hacia otro rumbo: la ayuda psiquiátrica a enfermos incurables. Consiguió un puesto de profesor en la Universidad Duke, en Durham, Carolina del Norte, y de nuevo se mudó al sur con su esposa. Más tarde lo transfirieron a la Universidad Emory, en Atlanta.
Nunca más perdió el contacto con su amigo. Se llamaban por teléfono cada semana y se visitaban con frecuencia.
Una noche de septiembre de 1995, Boyce salió cojeando de la cancha de basquetbol. Como la debilidad y el dolor no cedían, y dado que un médico de Lincolnton no pudo determinar cuál era la causa, Alan, preocupado, le pidió a su amigo que se trasladara a Atlanta en seguida.
En la Universidad Emory, unos médicos le diagnosticaron a Boyce la enfermedad de Lou Gehrig, un trastorno nervioso degenerativo llamado también esclerosis lateral amiotrófica. Era una sentencia de muerte. Esta vez fue Alan quien dio apoyo y consejos. Hablaba con él casi todos los días.
Un día de octubre de 1997 fue a visitarlo al hospital. Casi paralizado, Boyce apenas pudo alzar la mano para estrechar la de su amigo, pero en sus ojos aún fulguraba su espíritu.
—Zeke —susurró, y Alan se inclinó para oírlo—. Hay algo que siempre quise decirte: eres el peor jugador de whist que he conocido.
Alan sonrió y le dijo que ya lo sabía.
—Pero no importa —añadió después Boyce—. Aun así voy a reser varte un sitio en la mesa allá arriba.
Entonces empezó a respirar con dificultad mientras poco a poco se quedaba dormido. Con mucha delicadeza, Alan soltó las manos de su amigo; las manos que Boyce tantas veces le tendió cuando eran niños, las que lo enseñaron a pescar y las que lo defendían de los grandullones; eran las manos en que se apoyó cuando su cuerpo y su espíritu estaban quebrantados.
Bueno, viejo amigo, dijo para sus adentros, siempre hemos contado el uno con el otro, ¿o no? Quizá tus manos han perdido fuerza, pero la fuerza de nuestra amistad y el recuerdo de tu valentía se quedarán siempre conmigo.
Boyce Blake murió horas después. A Alan Stoudemire se le desarrollaron otros tumores cancerosos, pero después de someterse a varias operaciones y a un tratamiento con una vacuna experimental, sus probabilidades de supervivencia son alentadoras.
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