10 = Alef. = Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas.
11 = Bet. = En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho.
12 = Guímel. = Le produce el bien, no el mal, todos los días de su vida.
13 = Dálet. = Se busca lana y lino y lo trabaja con manos diligentes.
14 = He. = Es como nave de mercader que de lejos trae su provisión.
15 = Vau. = Se levanta cuando aún es de noche da de comer a sus domésticos y órdenes a su servidumbre.
16 = Zain. = Hace cálculos sobre un campo y lo compra; con el fruto de sus manos planta una viña.
17 = Jet. = Se ciñe con fuerza sus lomos y vigoriza sus brazos.
18 = Tet. = Siente que va bien su trabajo, no se apaga por la noche su lámpara.
19 = Tod. = Echa mano a la rueca, sus palmas toman el huso.
20 = Kaf. = Alarga su palma al desvalido, y tiende sus manos al pobre.
21 = Lámed. = No teme por su casa a la nieve, pues todos los suyos tienen vestido doble.
22 = Mem. = Para sí se hace mantos, y su vestido es de lino y púrpura.
23 = Nun. = Su marido es considerado en las puertas, cuando se sienta con los ancianos del país.
24 = Sámek. = Hace túnicas de lino y las vende, entrega al comerciante ceñidores.
25 = Ain. = Se viste de fuerza y dignidad, y se ríe del día de mañana.
26 = Pe. = Abre su boca con sabiduría, lección de amor hay en su lengua.
27 = Sade. = Está atenta a la marcha de su casa, y no come pan de ociosidad.
28 = Qof. = Se levantan sus hijos y la llaman dichosa; su marido, y hace su elogio:
29 = Res. = «¡Muchas mujeres hicieron proezas, pero tú las superas a todas!»
30 = Sin. = Engañosa es la gracia, vana la hermosura, la mujer que teme a Yahveh, ésa será alabada.
31 = Tau. = Dadle del fruto de sus manos y que en las puertas la alaben sus obras.
Como tenía poco que darme, me dio el mundo.
- LA MUJER EN LA COCINA
Por Gary Allen Sledge -
M1
MADRE era una mujer de huesos delicados, y de ojos profundos y oscuros,
como heridos de tristeza. No obstante, hoy, diez años después de su
muerte, me doy cuenta del excepcional valor que poseía; de la
determinación que tuvo para trasformar una vida que otros llamarían
ordinaria, en algo maravilloso para los que tuvimos la fortuna de
llamarla hija, hermana, esposa y madre.
Jamás permitió que el desaliento se apoderara de nosotros. Aunque su propia existencia estuvo plagada de dificultades, siempre confió, con la misma intensidad de su fe en Dios, en que el futuro sería mejor. Nos manifestó esta convicción cada día, pese a que el primer relato que le oí sobre sí misma fue el de una niñita que tuvo que renunciar a lo que más quería. Esta es la primera historia del —Cuento de las tres estufas" de mi madre:
—Joanna —dijo su madre en húngaro—, debes escoger. Puedes llevarte sólo un juguete. No hay lugar para más.
La niña tiene ocho años; quizás nueve, y por su delgadez parece famélica. Reflexiona con gran seriedad y asiente:
—Sí, mamá.
Su
hermano y su hermana mayor, que entran y salen corriendo de la modesta
cabaña de tablas, están encantados porque mañana el tren se los llevará
para siempre lejos de estas montañas de Virginia Occidental.
Su
hermano, John, entra en la cocina y se lleva la escopeta del padre. La
coloca detrás de la puerta principal, para no olvidarla. "Date prisa,
gansito—, le indica a Joanna, que examina una muñeca de trapo y una
estufa de juguete de hierro fundido negro.
Son sus únicos juguetes de
verdad, y los ama entrañablemente. Le fueron comprados por su padre,
cada uno de ellos en las últimas dos Navidades. Ahora tendrá que
conservar sólo uno, porque la familia llevará todo cuanto posee a
California, y se le cobrará por peso.
Corre el año de 1929, y el
pueblo que dejan se llama Monclo. Allí, una aldea de húngaros trabaja en
las minas de hulla al final de la vía férrea, donde el tren no puede
dar vuelta y tiene que retroceder para salir.
El suyo era un mundo de cosas sencillas: un par de zapatos, un tipo de cereal, un lápiz, un libro de texto escolar,
un abrigo de invierno. Era un mundo donde las alternativas eran pocas;
las decisiones, cruciales; y la pérdida, una espantosa posibilidad.
—¿Cuál escogiste, mamá? —solía yo preguntarle, aun después de conocer la historia.
—La muñeca.
—¿Porque te gustaba más?
—No;
porque la estufa era más pesada y temí que no hubiera lugar para las
cosas que mi madre necesitaba llevar. Pero me gustaba más la estufa.
—¿Qué hiciste con ella?
—La
noche antes de partir nos quedamos con unos vecinos, los Demjen. Mary
tenía mi misma edad y era mi mejor amiga. Solíamos jugar juntas y
cocíamos pasteles de lodo en mi estufa. Pensé que la cuidaría bien, así
que se la regalé.
Mamá extendió ambas manos y recreó la mítica trasferencia.
—Y el tío John dejó la escopeta detrás de la puerta y recibió una azotaina, ¿no?
—Así fue.
Me
relató esta y otras historias para enseñarme las virtudes de la
renunciación cuando está en juego la supervivencia; para que jamás
temiera a las carencias. Pero también me alimentó con cereal de trigo
caliente, rollos de col y un prodigioso banquete de libros, y la Biblia, para que nunca me sintiera vacío. Su héroe bíblico predilecto era José, quien ascendió desde la miseria hasta la cumbre porque aprendió a servir.
Durante
tres años, mientras mi padre peleaba en el Pacífico durante la Segunda
Guerra Mundial, mi madre me crió sin ayuda alguna. En este largo periodo
de soledad y a guisa de
recuerdo familiar, escribió la historia de la estufa para su vieja amiga
Mary. La escribió a lápiz sobre bolsas de papel de estraza, porque el papel escaseaba durante la guerra.
Al
volver mi padre de la guerra, él y un par de amigos emprendedores
consiguieron dinero prestado para adquirir un pequeño bosquecillo
maderable en una cordillera sobre el río Ruso, en la costa septentrional
de California. Juntos, se dedicaron a la explotación forestal.
Mi
madre y yo los acompañamos. Era una situación ideal para un chiquillo de
seis años. Dormíamos en tiendas de campaña de los excedentes del
Ejército, y usábamos una letrina cavada detrás de un pinar. Al lado
opuesto del campamento había un cobertizo donde se almacenaban los
detonadores y la dinamita. Se me advirtió mil veces que no me acercara a
él... pero mil veces me sentí seducido por el peligro.
Mientras trepaba yo por los árboles y jugaba en el impetuoso riachuelo, mi madre cocinaba para media docena de leñadores en una estufa de gas portátil, subía 57 empinados escalones acarreando agua del arroyo para beber y lavarse, y planchaba camisas de trabajo con planchas calentadas en carbón de leña.
Durante los cuatro años que lucharon en esas colinas, mi madre creó un reino mágico para un niño. Al caer la noche, ella y yo caminábamos hasta la loma y observábamos desde allí a las gamas traer a sus cervatos a beber agua en nuestro arroyo.
Y entonces comentaba nuestras vidas. "¿Recuerdas la noche en que el
puma saltó por encima de nuestra tienda? ¿Y qué me dices de aquella
lluvia que duró una semana, cuando nuestros catres se hundieron en el
lodo? Seguramente no has olvidado aquella ocasión en que te picaron las
garrapatas y te dio fiebre".
La idea de mi padre era buena.
California estaba construyendo miles de casas modestas. Pero los
aserraderos más grandes de la región recurrían a las amenazas y a la
extorsión para dejar sin trabajo a los pequeños. Aquel proyecto,
supongo, estaba destinado al fracaso desde el principio. Y con él, en
cierta medida, se malograron las ilusiones juveniles de mis padres. Papá
consiguió empleo en las fábricas que surgieron en la posguerra a lo
largo del río San Joaquín. La adaptación constituyó un importante
sacrificio para ellos dos. Representó la cancelación de sus sueños en
aras de un futuro tranquilo para mí y para Roben, mi hermano recién
nacido. Jamás pensaron en evadir esta responsabilidad. Hicieron lo que
tenían que hacer, lo cual me recuerda la historia de la segunda estufa
de mi madre.
UNA MAÑANA mi madre cocinaba en su estufa portátil, que
reposaba sobre una mesa de tablones, bajo un árbol. El tanque de
gasolina debe de haber tenido demasiada presión, porque las llamas se
elevaban en el aire. Una rama baja del árbol se encendió y empezó a
quemarse; luego, cayó en el césped seco, y el fuego se
propagó. ¡Apártate! ¡Corre a pedir ayuda! -, me gritó. Pero no podía
moverme. ¿ Qué pasará si el fuego llega hasta el cobertizo de la
dinamita? Me quedé tieso, con una taza de agua y un cepillo de dientes
en la mano, lamentando mi cobardía e inutilidad. Mi madre, que no llegaba a los 45 kilos, arrojaba paletada tras paletada de tierra sobre la creciente muralla de llamas. Yo temía que la gasolina estallara y que ella desapareciera en una bola de fuego. Pero siguió arrojando tierra a la mesa y a la estufa, y finalmente el incendio se extinguió.
Después,
se acercó a darme un beso en la mejilla, donde la crema dental había
dejado una huella seca. Sólo entonces dio rienda suelta a su temor y a
su alivio. Fue la única ocasión en que la vi llorar.
Cuando tuve edad
suficiente para asistir a la escuela, ella y yo nos mudamos a Antioch
mientras mi padre se quedaba en la montaña. Tomó en alquiler dos
habitaciones en una casa centenaria y ruinosa, por diez dólares
mensuales.
Quince metros nos separaban del río, y el ferrocarril de la Southern Pacific atravesaba ese tramo. Al caer la tarde solíamos dar un paseo a lo largo de la vía.
Nos sentábamos sobre las enormes piedras del malecón y mamá me hacía relatos sobre
los barcos cargueros que se desplazaban río arriba hacia Sacramento. En
ocasiones, algún tripulante se asomaba por la barandilla y agitaba el
brazo en señal de saludo. "Ese hombre probablemente respiró el aire de China o caminó por las playas de las Filipinas", me explicaba, "donde hay selvas de palmeras y las mariposas son tan grandes como las cometas—.
Algunos
domingos visitábamos a mi abuela, que vivía en las afueras de la
ciudad, donde las antiguas montañas submarinas se elevaban hasta las
faldas de uno de los picos más altos de la cordillera de la costa. Mamá y
yo ascendíamos al primer cerro, y desde allí nos deteníamos a contemplar la ciudad.
En momentos como ese había algo en su actitud que decía: un día todo esto será tuyo. Como tenía poco que darme, me dio el mundo. Creo que fue en esa época cuando empecé a percibirla como una criatura melancólica; una de esas doncellas a quienes se encierra en alguna torre oscura, o se envía a trabajar en las cocinas de un patriarca que jamás se percata de su existencia.
LA
RECUERDO ahora en una cena ofrecida por nuestra Iglesia, con la tercera
estufa del cuento. Yo era ya un adolescente, y empezaba a abrirme
camino en la vida; me sentía muy satisfecho con el panorama que tenía
ante mí, por el que ella y mi padre se habían sacrificado tanto. De
pronto, tuve una de esas vislumbres de la realidad del mundo adulto que
llegan a los jóvenes como una revelación especial.
Se celebraba un
luan (fiesta hawaiana) en nuestro templo, y el menú constaba de piña con
esto y coco con aquello, además de fuyong (huevos cocinados con
germinados de soya, cebolla y carne de puerco picada). Como
representante de la juventud, tomé asiento en la mesa principal, con el pastor y los dirigentes de la Iglesia. Entré en la cocina para servirme más comida. Estaba repleta de señoras agitadas y sudorosas, y allí, afanándose ante la caliente estufa de seis quemadores, estaba mi madre, con la cara húmeda y enrojecida, ocupada en voltear huevos sobre una larga sartén. Con la inmadurez característica de los adolescentes, me avergoncé al verla trabajar en ese lugar. De puntillas, salí de la cocina.
.
Terminada la cena y retirado el servicio de los hombres y mujeres que
ocupaban la mesa principal, el ministro dio comienzo a sus
declaraciones. —Antes que nada, traigamos aquí a las señoras que hicieron posible esto".
Hubo una salva de aplausos. En seguida, hizo su aparición una hilera de mujeres titubeantes. Al final de todas ellas estaba mi madre, la más pequeña, pegada a la puerta. Sentí una nueva conmoción al darme cuenta de que mi madre —que ante mis ojos lo era todo— no se contaba entre aquellas señoras que ocupaban un lugar en el estrado, sino que era una de las sirvientes de la cocina.
¿Por qué nunca se le reconocía o recompensaba según sus méritos? Me embargó una extraña mezcla de resentimiento hacia los funcionarios de la Iglesia y un nuevo aprecio por aquella mujer que tanto había dado de sí toda su vida. Al no sentirse digna de ocupar una cabecera, prefirió servir. El ministro tenía más razón de lo que creía; ella era, para mí, "una de esas señoras que hicieron posible todo".
Jamás tuvo la oportunidad de convertir sus sueños en algo enteramente propio. Escribió su historia sobre bolsas de papel, a lápiz, y jamás la vio impresa. Pero gracias a la riqueza imaginativa que vertió en nosotros, mi hermano y yo disfrutamos del amor, la seguridad y las recompensas que ella y mi padre lograron extraer de sus limitados recursos.
Años
después fui a la universidad, me casé y me mudé a Nueva York. Al poco
tiempo, mi madre enfermó. Era un mal del sistema inmunitario. Su hígado
se rebelaba contra sí mismo.
Unos años antes de morir, planeó un
viaje a Nueva York para visitarnos. Entonces empezó a soñar. Quizás
pudiera hacer un viaje más extenso; regresar a Virginia Occidental.
Sería la primera vez en casi 50 años que vería las montañas de su niñez. Todo se dispuso en un breve intercambio epistolar con su vieja amiga de la infancia, Mary Demjen.
La-reunión cerró un ciclo para mi madre.
Hubo pastel y café, mantelería de lino blanco y cubiertos de plata
antigua, y una charla de sobremesa en torno de personas y lugares del
pasado. Las dos mujeres alargaron el momento, como compañeras de juego
que no quieren poner fin a su gozo bajo el sol de las últimas horas de
la tarde.
Casi a punto de despedirse, Mary fingió recordar algo. Fue
al cuarto contiguo y salió de él con una pequeña caja envuelta en papel
blanco.
Mi madre empezó a protestar, creyendo que se trataba de un
recuerdo de aquella maravillosa ocasión. Pero al desenvolver el paquete,
las manos le empezaron a temblar. Una forma que habitaba en su memoria
se descubrió ante sus ojos: una estufita negra. Aún tenía las tapizas de
los quemadores y una sartén para cocer pasteles de lodo.
Los
ojos se le llenaron de lágrimas, pero su rostro estaba radiante. —Mary,
no lo olvidaste —dijo quedamente—. Es tal como la recordaba. ¡Lo que
siempre quise!
—Mi madre la guardó todos estos años —repuso Mary amablemente—. Tú sabes cómo son las madres.
Ambas mujeres lloraron, una en brazos de la otra.
ES DIFICIL saber qué cuenta más en este mundo. A la mayoría nos importa el prestigio, el honor, el dinero.
Pero al llegar a la crítica mitad de mi vida, empiezo a ver que las
cosas que realmente valen no tienen lugar en las salas de juntas,
sino en las cocinas. Algunas de esas cosas son los recuerdos, la
imaginación, el amor. Otra es el servicio a Dios y a los que amamos.
Una vez pregunté a mi madre:
—Si pudieras tener cualquier cosa que desearas, ¿qué pedirías?
—Nada
—me respondió, tocándome la cabeza en esa especie de bendición
juguetona que las madres suelen dar a sus hijos preguntones—. Ya te tengo a ti, a Rob y a Papá. Lo tengo todo.
En ese momento no se lo creí. Pero soy padre de dos hijos, y ahora sí lo sé.
Tengo
una instantánea mental: mi madre, en sus últimos meses de vida, sentada
afuera, tomando el sol, con sus hinchadas piernas apoyadas en un
almohadón. La silla se hunde en el césped mojado. Su cabeza, tocada con
un sombrero rojo ondulante, sube y baja. Pero muy cerca, casi a su
alcance, en el sendero de concreto que relumbra bajo la resolana de la
tarde, hay una estufita negra con tapizas en los quemadores y una sartén
para cocer pasteles de lodo.
Mi hermano, Robert, es ahora el dueño de ese objeto. Ocupa un sitio de honor en su casa de Oakland, sobre una repisa en el porche para tomar el sol. Representa la sencillez, el valor, la delicadeza y el servicio. Simboliza a la mujer en la cocina.
ANTE mis ojos se alza un telón. El tiempo vuelve sobre sí mismo. Veo el ciclo completo de su vida como una danza; una ceremonia de bondad y abnegación.
En mi imaginación la veo junto ala puerta. No te detengas ahora, no bajes es los ojos oscuros. Sal de la cocina. Ven a la mesa, Mamá, y preside en la cabecera
.Selecciones del Reader´s Digest Mayo de 1990
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