lunes, 5 de julio de 2021

MI DESCONOCIDA AMIGA INOLVIDABLE

Las cartas de aquella mujer contenían toda la música de la vida. . . y una de sus más grandes lecciones.

MI AMIGA DESCONOCIDA

Selecciones del Reader´s Digest Octubre de 1883

POR G. SRINIVAS RAO

¡CUÁNTAS veces, de ini­cios modestos, surgen grandes experiencias! Esta verdad se me reveló en una lección de la vida que tardó veinte años en cristalizar.

Empezó una mañana en que yo, entonces estudiante universitario de veintiún años, leí al acaso una página de una popular revista de Bombay, que publicaba direcciones de jóvenes de todo el mundo en busca de ami­gos por correspondencia en la India. Había visto a muchachos y mucha­chas de mi clase recibir voluminosas cartas de amigos a los que nunca ha­bían visto. ¿Por qué no intentarlo yo también?

Así pues, elegí la dirección de una tal Alice H., de Los Ángeles, Esta­dos Unidos, y compré un costoso bloc de papel para cartas.

"Querida amiga", empecé, tan nervioso como un escolar en su pri­mer examen. No había mucho que decir, y mi pluma rasgaba el papel con mucha lentitud, cuando se me ocurría algo. Al echar la carta en el buzón, me sentí como ante las balas del enemigo.

La contestación llegó de la remota California antes de lo esperado: "No sé cómo llegaría mi dirección a la columna de amigos por correspon­dencia de su país, sobre todo porque no he solicitado un amigo corres­ponsal", decía Alice. "Pero, ¡es tan agradable recibir noticias de alguien a quien nunca se ha visto y de quien nunca se ha oído hablar! En todo caso, deseas que yo sea tu amiga por correo, y aquí me tienes".

He perdido la cuenta de las veces que leí esa breve misiva. Poseía to­da la música de la vida, ¡y yo me sentía en el séptimo cielo!

Cuidé mucho, en mis mensajes, no escribir nada que pudiera moles­tar a una chica norteamericana desconocida. A Alice el inglés le fluía con naturalidad; en cambio, para mí era una lengua extranjera, aprendida con muchos trabajos. En mis pala­bras y frases era yo sentimental, in­cluso tímido; pero, escondido en al­gún rincón de mi corazón, había un elemento idílico que no me atrevía a manifestar. Alice me escribía lar­gas cartas, pero revelaba muy poco de su persona.

Desde, miles de kilómetros me llegaban grandes sobres que contenían libros  y revistas, así como pequeños recuerdos. No me cabía duda de que Alice era una rica estadunidense, y la suponía tan hermosa como sus presentes,nuestra amistad por co­rrespondencia constituía un éxito.

Sin embargo, me obsesionaba un enigma: sería de pésima educación preguntarle la edad a una chica; más, ¿qué había de malo en pedirle una fotografía? Escribí este anhelo, y por fin llegó la respuesta. Alice decía que no tenía fotografías suyas en ese momento, aunque quizá me enviara una, algún día. Añadía: "Una chica norteamericana común" sería más guapa que ella.

¿Estaría jugando al escondite? ¡Ah, los ardides femeninos!

Volaron los años. Mi correspon­dencia con Alice se tornó menos emocionante, más irregular, pero no se extinguió. Seguí enviándole men­sajes de mis mejores votos por su salud, cuando me decía que estaba enferma; tarjetas de Navidad y, a mi humilde modo, ocasionales regalitos. Mientras, me convertí en un hom­bre de mundo, maduré, conseguí tra­bajo, me casé y tuve hijos. Le ense­ñaba las cartas de Alice a mi esposa. El deseo de conocerla alentaba en mí, y también en mi familia.

Un buen día recibí un paquete grande, en el que aparecían los datos del destinatario escritos con letra desconocida, aunque, a todas luces, femenina. Llegó por correo aéreo, desde la vieja y querida América, desde el pueblo de Alice. ¿Quién sería aquella nueva amiga por co­rrespondencia?, me preguntaba, mientras abría el paquete.

Contenía varias revistas, y esta breve carta: "Como íntima amiga de Alice H., a quien usted conocía tan bien, siento comunicarle que murió el domingo pasado en un accidente automovilístico, al volver a casa de la iglesia, después de haber hecho algunas compras. Como era de edad avanzada ( cumplió 78 años el pasa­do abril) no vio el otro coche, que iba a gran velocidad. Alice me con­taba a menudo cuán feliz la hacía recibir noticias suyas. Mujer solita­ria, su pasión consistía en ayudar a sus prójimos, tanto a los que trataba de cerca como a los distantes".

La autora de la carta terminaba pidiéndome que aceptara la adjunta fotografía de Alice, pues la difunta dispuso me la enviaran sólo después de su deceso.

Es un rostro que irradia belleza y compasión; un rostro que yo ha­bría amado tiernamente, incluso cuando era yo un tímido estudiante, y ella, una mujer mayor.

(D 1980. POR G. SRINIVAS RAO. CONDENSADO DEL —TIMES- - DE LOS ÁNGELES (10-111-1980)

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