martes, 13 de julio de 2021

DETECTIVES DE LA MEDICINA

Estos jóvenes galenos, que forman la élite de los Centros de Control de Enfermedades de Estados Unidos, están siempre dispuestos a viajar a cualquier parte del mundo para descifrar misterios médicos.

DETECTIVES DE LA MEDICINA

POR JOHN TOMPKINS

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST         Agosto de 1988

LA MAÑANA del 15 de agosto de 1986, el doctor Andrew Pavia, epidemiólogo de 30 años de edad que trabaja en los Centros de Control de Enfer‑
medades (CDC, por sus siglas en inglés) en Atlanta, Georgia, emprendió el vuelo a Nueva Orleáns, Loui­siana, para ayudar a investigar un misterioso brote de cólera. Después de que los CDC confirmaron un caso, el doctor Philip Lowry se reunió ahí con Pavia. Al surgir otros dos casos, resultó evidente que las autoridades de salud pública tenían un grave problema.

Las posibilidades del mal eran espantosas. El cólera, que se propaga más comúnmente a través del agua pota­ble o de los alimentos contaminados por excremento de personas infectadas, es raro en Estados Unidos. No obs­tante, la última epidemia importante, en 1866, mató a 50,000 víctimas. Aun ahora, la tasa de mortalidad puede sobrepasar el 50 por ciento. En general, los po­cos casos descubiertos se deben a viajeros procedentes de Asia, África y, a veces, Oriente Medio.

Aquella tarde, Pavia y Lowry fueron en auto a la región del delta del río Mississippi para ver a una de las víctimas, un trabajador petrolero jubilado. Allí le hi­cieron una serie de preguntas predeterminadas: cuándo enfermó, qué había comido, a quién había visto la se­mana anterior, sí había viajado él o alguno de sus parien­tes o amigos, sí conocía a una persona que también es­tuviera enferma, y si había estado en contacto con ella.

Mientras ambos médicos trabajaban, aparecieron más casos. Sólo dos enfermos de cólera vivían en Nueva Orleáns; los demás estaban dispersos, fuera de la ciu­dad. Resultó obvio, entonces, que no encontrarían un solo foco de in­fección, como un pozo, un restau­rante o una tienda de comestibles.

Los infectados conocidos estaban ya hospitalizados. Por tanto, Pavia y sus colegas tendrían que localizar a quienes no habían requerido de tratamiento clínico de urgencia. Una manera de localizar a estas perso­nas consistía en revisar los sistemas de alcantarillado. Esto implicaba col­gar una bola de gasa envuelta en alambre dentro de un conducto del alcantarillado durante 24 horas, y llevarla después al laboratorio para analizarla. De este modo, si alguien que usaba ese desagüe tenía cólera, las bacterias aparecerían en la gasa.

El procedimiento fue eficaz; por lo menos una persona excretaba el cólera al sistema de alcantarillado. Con un directorio telefónico de Nue­va Orleáns por calles, el equipo de Pavia llamó a todos los números den­tro de un radio de diez manzanas. Tras varios días, localizaron a una mujer cuya prueba del cólera resultó Positiva.

Durante las seis semanas siguien­tes, Pavia y su equipo entrevistaron a más de 150 personas: todos los pacientes conocidos y sus familias, aparte de un grupo testigo, de los vecinos que no estaban enfermos. Lo que vinculaba a las víctimas —y ya eran 12 para entonces— era que to­das habían comido camarones o can­grejos en las 48 horas previas a enfermar. Un brote anterior, en 1978, había suscitado la sospecha de que el cólera podía vivir en los mariscos capturados en el golfo de México. Las bacterias viven latentes la ma­yor parte del tiempo; pero, en cier­tas condiciones de temperatura y en determinadas temporadas, pueden multiplicarse lo bastante para infec­tar a la gente. Y los investigadores en Nueva Orleáns consideraron que el nuevo brote se debía al mismo fenómeno.

UNA LABOR de esmerados detec­tives, cuando la salud y la vida de miles de personas están en peligro, es la especialidad médica de los Cen­tros de Control de Enfermedades. Este pequeño organismo del Gobier­no estadunidense, con unos 5000 empleados y un presupuesto de esca­sos 771.8 millones de dólares anua­les, nació de un programa de la Se­gunda Guerra Mundial para contro­lar el paludismo y otras enfermeda­des tropicales. Ciento veinte médicos constituyen la élite del Servicio de Inteligencia Epidémica (EIS, por sus siglas en inglés) de los CDC, produc­to de la preocupación por la ame­naza de la guerra bacteriológica surgida con la Guerra Fría. En 1951 se resolvió que Estados Unidos necesitaba un cuadro de epidemió­logos: médicos especializados en de­tectar insólitos brotes de enferme­dad, y capacitados para aconsejar sobre su control. Se instrumentó entonces un programa de adiestra­miento: un curso intensivo de epi­demiología y bioestadística, con sólo tres semanas de duración, seguido de dos años de práctica bajo la su­pervisión de un experto detective de la medicina.

El 85 por ciento de los especia­listas del EIS preparados en Atlanta son doctores en medicina con dos a cinco años de práctica, tras haber egresado de la facultad. El seis por ciento corresponde a veterinarios, y el resto lo integran enfermeras, mi­crobiólogos y bioestadísticos. Algu­nos países, impresionados por su ac­tuación, han solicitado a los CDC su apoyo para establecer programas de adiestramiento similares. Desde 1984, los CDC han impartido cursos en Francia, que han producido 80 jóvenes detectives de la medicina.

En Tailandia ya se ha completado uno de esos programas, y otros se están impartiendo actualmente en México, Indonesia, Taiwán y Ara­bia Saudita. Asimismo, se han pues­to en marcha sendos programas en la India y en Filipinas, y uno más está previsto para Malawi.

Aunque el EIS constituye el co­razón de los CDC, el plural de este nombre refleja una misión que va más allá de la detección de padeci­mientos. Además del Centro Nacio­nal de Estadística Sanitaria, con sede en Hyattsville, Maryland, existen otros cinco centros especializados en las siguientes áreas: asuntos ecoló­gicos, higiene y seguridad industrial, enfermedades infecciosas, servicios preventivos, y promoción y educa­ción sanitarias.

Los CDC, conjunto de edificios situado en las afueras de Atlanta,reciben generalmente muchas llama­das telefónicas de urgencia. Por ejemplo: el Hospital Cochin de Pa­rís informa  de 325 enfermos de tri­quinosis por comer carne de caballo. En otro caso, una aerolínea interna­cional descubre que 104 pasajeros de 13 vuelos han presentado intoxi­cación por alimentos; los CDC inves­tigan y detectan fácilmente la causa: contaminación por Salmonella. A veces, los servicios del EIS se solici­tan para evaluar los aspectos sani­tarios relacionados con un desastre u otros acontecimientos explica­bles: el desastre de la central de energía nuclear de Three Mile Island; la fuga de gas tóxico en Bho­pal, India; un programa de inmu­nización de niños en China; el te­rremoto de 1985 en la Ciudad de México.

Pero, una o dos veces por sema­na, algunas solicitudes propician la investigación de casos verdadera­mente desconcertantes: un virus des­conocido mata gente en Sierra Leo­na, África; en Tennessee, Estados Unidos, 54 excursionistas proceden­tes de Arizona caen víctimas de una rara enfermedad pulmonar relacio­nada con aves. Los médicos del EIS, como el doctor Pavia, están prepa­rados para viajar a cualquier parte del mundo y pasar semanas o meses trabajando, a menudo en condicio­nes rudimentarias, para descifrar es­tos misterios de la medicina.

El detective médico parte de una hipótesis razonable, y luego dedica semanas a "gastar la suela de los za­patos en la epidemiología": entre‑vista a las víctimas y a sus familias, husmeando en sus hogares y en su vida privada. Luego, los datos reu­nidos alimentan a una computadora Portátil, en busca de pautas y rela­ciones significativas.

Ocasionalmente, descubrir que no existe una auténtica epidemia puede ser tan importante como demostrar que sí la hay. En 1983, la doctora Bess Miller, especialista del Eis, fue enviada con el doctor Philip Lan­drigan a investigar el misterioso bro­te de una enfermedad entre cente­nares de colegialas palestinas de la Faja Occidental, ocupada por los israelíes.

Una joven de 17 años, de la Es­cuela de Niñas Arrabah, cerca de Je­nin, sufrió de pronto un colapso, acompañado de un intenso dolor de estómago; estaba mareada y tenía dificultad para respirar. El mismo día, otras 25 muchachas presentaron síntomas semejantes. Una semana después, en el pueblo de Jenin y en dos aldeas vecinas, ya habían caído enfermas 246 estudiantes y emplea­das de seis centros escolares. La ter­cera oleada fue peor: 518 estudian­tes afectadas en cinco escuelas de Hebrón y Tulkarem. Al llegar los doctores Miller y Landrigan, ya ha­bía 949 víctimas.

Primero, examinaron a 30 pa­cientes hospitalizadas. "Yo tenía un intérprete palestino", explica Bess, "y las jóvenes que vi estaban asusta­das. Pensaban que quizá habían sido envenenadas". Algunos perió­dicos palestinos de la región comen­taron que se sospechaba la presencia de un veneno que atacaba al sistema nervioso; se insinuaba, además, que el envenenamiento hubiese sido in­tencional. Así, Bess Miller y Philip Landrigan comprendieron que, aun­que los ísraelíes ya habían investi­gado la enfermedad, querían contar Con los CDc en el caso, para elaborar un diagnóstico independiente, aceptable para los palestinos.

La doctora Miller empezó a ha­cer preguntas. Además de las habi­tuales acerca de alimentos y bebidas, deseaba saber si alguien había ad­vertido un olor extraño en el aire. "El aula olía a huevos podridos", señaló una joven víctima. El olor a huevos podridos indicaba la presen­cia de ácido sulfhídrico, cuyos va­pores tienen efectos tóxicos y pue­den provocar náusea y ardor en ojos, nariz y garganta. Algunas otras chicas recordaron el mismo olor nau­seabundo. La doctora tomó muestras de la sangre de unas diez jóvenes, y también de un grupo testigo que no había enfermado.

Las muestras se enviaron a Atlan­ta para someterlas a análisis toxi­cológicos. Se obtuvieron, además, muestras del aire en las escuelas afec­tadas, y se analizaron. Igual se hizo con suelo, polvo y agua, y un extra­ño polvo amarillo, hallado en los patios de recreo-, todo ello se ana­lizó en busca de muchos indicios, incluso fosfatos orgánicos, que son componentes potencialmente tóxicos de pesticidas letales.

Miller y Landrigan examinaron a otras pacientes y encontraron más síntomas: visión borrosa, dificultad para andar, y aun cierta parálisis en brazos y piernas. Recorrieron las al­deas, efectuaron entrevistas de casa en casa con las familias afectadas, y emplearon a los vecinos como pa­trón de comparación. Luego, ambos galenos reunieron todos los datos obtenidos a partir de los análisis y entrevistas. No hallaron sustancias tóxicas en la sangre, ni venenos o pesticidas en suelo, aire o agua. El extraño polvo era polen. Su con­clusión, pues, fue que la epidemia era una "enfermedad psicogénica masiva"; un numeroso grupo de personas presentó en realidad diver­sos síntomas, pero sin estar clínica­mente enfermas. Probablemente, la epidemia se desencadenó con la pri­mera muchacha que enfermó por las emanaciones del ácido sulfhídrico. Después, la "enfermedad" se propa­gó con los rumores e informes de la radio y los periódicos. De no haber sido por la tranquila y minuciosa investigación de los CDC, la descon­fianza y el resentimiento que im­pregnan la región habrían desembo­cado en la violencia.

Aunque el porcentaje de aciertos del lEs resulta elevado, en uno de cada diez casos no se obtiene un diagnóstico seguro. A veces, se hace un diagnóstico, pero la causa per­manece en el misterio. Tal fue la si­tuación a la que se enfrentó el doc­tor Seth Berkley, joven experto del lEs que habla portugués, al ser en­viado a Promissáo, Brasil, a solici­tud del Instituto Biológico Brasile­ño. El brote de una enfermedad en esa población había matado a varios niños, de tres meses a ocho años de edad. Los síntomas eran fiebre in­tensa, vómitos y dolor de estómago, seguidos de la aparición de man­chas purpúreas por sangrado debajo de la piel. Las autoridades brasileñas sospechaban que se trataba de algún tipo desconocido de meningitis, pero el doctor Berkley no encontró ras­tros de este padecimiento.

Una constante que observó, sin embargo, fue que en las dos sema­nas previas a la aparición de la fa­tal enfermedad, la mayoría de los niños había contraído una infección ocular a causa de una bacteria lla­mada Haemophilus aegyptius. En unos cuantos casos, la bacteria si­guió produciendo lo que al cabo se identificó como una nueva enferme­dad, a la que se denominó fiebre púrpura brasileña. La infección ocu­lar es muy común, y los insectos la propagan con facilidad de un niño a otro. Con todo, aún no se logra explicar por qué, después de la leve infección ocular, algunos niños con­traen la fiebre mortal.

El doctor Michael Gregg, de la Oficina de Programas de Epidemio­logía, recuerda la misteriosa apari­ción de una infección respiratoria entre 144 residentes y visitantes de Pontiac, Michigan, en el verano de 1968. "Estábamos ante un microor­ganismo que no podíamos identifi­car", señala Gregg. "Diez años des­pués, descubrimos que se trataba de la enfermedad de los Legionarios". Finalmente, los CDC pudieron cerrar el caso de Pontiac, porque la sangre obtenida durante la epidemia se había conservado, congelada, entre el cuarto de millón de muestras del banco de sueros y tejidos de Atlan­ta. De manera semejante, aunque los CDC identificaron el Síndrome de In­munodeficiencia Adquirida (SIDA) por primera vez en Los Ángeles, en 1981, las pruebas encontradas en el banco de sueros demostraron que el SIDA había infectado a los homo­sexuales de San Francisco tres años antes, por lo menos. Originalmente, las muestras de sangre se habían recogido para un estudio sobre la hepatitis B.

HACE POCO,lOS CDC y otras instituciones de salud pública compar­tían el ideal de erradicar todas las enfermedades infecciosas importan­tes. Se creía que la tuberculosis ya era cosa del pasado, y la vacuna Salk parecía eliminar a la poliomielitis. Drogas prodigiosas derrotaban a la mayoría de los azotes de la huma­nidad. Pero el aumento del turismo, la afluencia de inmigrantes y refu­giados, la extensión de la civiliza­ción moderna a lugares antes despo­blados, y la revolución sexual, han dado lugar, en conjunto, a un entor­no donde las enfermedades trasmi­sibles pueden controlarse, mas no eliminarse. Para nuestra tranquili­dad, no obstante, los investigadores médicos de los Centros de Control de Enfermedades proseguirán su tra­bajo de día y de noche, los siete días de la semana, hasta descubrir el origen de misteriosos brotes de enfermedades, y hacer todo lo posi­ble por contenerlas.

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