martes, 13 de julio de 2021

¡AUXILIO! ¡LOS LIBROS PELIGRAN!

 

Urge que actuemos ahora si queremos conservar la letra impresa. Es nuestra única esperanza de recordar la historia y proteger el legado cultural de las futuras generaciones.

¡AUXILIO! ¡LOS LIBROS PELIGRAN!

POR ROBERT WERNICIK

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo de 1990

NUESTROS LIBROS se están muriendo", deploraba la biblio­tecaria Jacqueline Sanson mientras me guiaba por los 11 pi­sos de la Biblioteca Nacional (BN) de París, que alberga unos diez mi­llones de volúmenes. En cada es­tante señaló por lo menos un sobre de color café con una etiqueta roja que decía: "No sacar". Cada sobre contiene los restos de un libro que ya no resiste ser hojeado. "Estos li­bros están muertos", explicó, "y estas son sus tumbas".

Conforme avanzábamos entre los anaqueles, la señorita Sanson iba sacando volúmenes al azar. Algunos tenían páginas que empezaban a tornarse amarillentas en los cantos; otros, presentaban las hojas desgas­tadas y resquebrajadas. Varios ejem­plares se deshacían al abrirlos. "Es­ta es una de las grandes epidemias de los tiempos modernos", apuntó. "Nos enteramos de que un libro está enfermo sólo cuando se le saca de su estante; y muchos libros jamás se tocan. Con todo, calcula­mos que una tercera parte de nuestras obras están en grave peligro".

Otras personas me presentaron cálculos igualmente pesimistas. Una tercera parte de los 152 millones de volúmenes de las bibliotecas de in­vestigación de Alemania Occidental, y un 90 por ciento de los 17 millones de libros de las bibliotecas suizas, están deteriorándose. La re­vista Science informa que casi 80 millones de obras en las bibliotecas estadunidenses también se están convirtiendo en confeti.

El problema no es nuevo. Ya en 1900, el director de la BN, Léopold Delisle, había dicho en una confe­rencia internacional: "La mala ca­lidad del papel ha condenado a mi­les de libros a la inutilidad en un futuro no muy lejano".

Por desgracia, los bibliotecarios no hicieron caso de la advertencia, y siguieron buscando otras explica insectos, a la luz solar, a la hume­dad, a los vapores sulfurosos de la industria y de los automóviles, y al número cada día mayor de lectores. Todos estos peligros han provoca­do, y seguirán provocando, daños considerables a los libros; es cierto; pero el verdadero culpable fue iden­tificado en la década de los cincuen­tas: el ácido; la composición quí­mica del papel moderno hacía que se devorara a sí mismo.

Inventados en el siglo 1, los li­bros fueron originalmente artículos de lujo, escritos e ilustrados a ma­no, y hechos de valioso pergamino y vitela. Con un proceso de elabo­ración sumamente lento, eran a la vez objetos de lucimiento y herra­mientas de aprendizaje. En el siglo xiv, el papel hecho de fibras y tra­po era de uso común en Europa.

En el siglo xix se extendió la al­fabetización, con lo cual la demanda de libros, revistas y periódicos au­mentó considerablemente. No hubo suficiente trapo para satisfacer las necesidades de papel, sobre todo cuando, en el decenio de 1860 a 1869, la Guerra de Secesión norte­americana interrumpió el principal abasto mundial de algodón. Ante esta urgencia, los científicos encon­traron una nueva forma de fabricar papel con pulpa de madera, menos cara y mucho más fácil de obtener; por primera vez, los libros estuvie­ron al alcance de todos.

Como el papel de pulpa no ab­sorbía la tinta, los ingenieros le agregaron alumbre y resina para darle una buena superficie. Lo que no previeron fue que, con el paso de los años, el alumbre y la resina se combinarían con el oxígeno para formar compuestos ácidos que des­gastan el papel. Mientras que el papel de trapo puede permanecer intacto durante siglos, el de pulpa se torna quebradizo en un tiempo relativamente breve, según la ma­nera en que se haya hecho y el am­biente en que se guarde.

Durante años los desesperados bibliotecarios fueron meros especta­dores ante este proceso de destruc­ción. "Pero ahora estamos avanzan­do en dos frentes importantes", anuncia Hans Retimann, erudito suizo que se halla en Estados Uni­dos con la misión de promover la colaboración internacional en favor del rescate de los libros. "Uno de ellos es lograr que las bibliotecas más grandes del mundo intercam­bien información sobre la mejor forma de salvar los libros. El otro es despertar la conciencia pública de modo que haga posible a los go­biernos financiar el esfuerzo".

Gran parte del mérito de crear esa conciencia corresponde a la es­critora norteamericana Barbara Goldsmith, quien hace diez años inició sus investigaciones sobre la familia Vanderbilt, cuando prepara­ba su libro acerca de Gloria Van­derbilt, dama de la alta sociedad norteamericana. Al consultar los do­cumentos de la familia, descubrió que aquellos que se habían impre­so antes de 1850 en general esta­ban en buenas condiciones, en tanto que los posteriores a esa fecha tendían a resquebrajarse y a pulve­rizarse al tacto.

Goldsmith se enteró de que los fabricantes de papel conocían los efectos del ácido, pero no les preocupaba tanto, ya que sólo al­rededor del uno por ciento del pa­pel que se fabrica en el mundo se destina a libros de gran calidad. También supo que, a partir del tra­bajo del archivista estadunidense William Barroca en los años cin­cuentas, ha sido posible producir un papel libre de ácido, es decir alcalino, el cual dura indefinidamen­te, y se obtiene casi al mismo pre­cio que el papel ácido. La lluvia de discursos y artículos suscritos por Goldsmith fomentaron una protes­ta general. Sus colegas, alarmados al enterarse de que sus obras se estaban haciendo polvo, empeza­ron a presionar a las casas editoras. Y en marzo de 1989, en un anun­cio de toda una plana en el Times de Nueva York, cerca de 100 de los más connotados escritores y edi­tores de Estados Unidos anunciaron su compromiso de "usar papel sin ácido para todas las primeras edi­ciones de libros comerciales de cali­dad, encuadernados en pasta dura". Asimismo, otros grupos empeza­ron a darse cuenta de que sus inte­reses estaban en juego, como los abogados, que se inquietaron al pen­sar en el peligro que los archivos de jurisprudencia pudieran correr, y también los científicos y los eru­ditos, que no pueden trabajar si carecen de testimonios del pasado.

Los gobiernos y las empresas han empezado poco a poco a tomar me­didas. En Gran Bretaña, todos los documentos parlamentarios que de­ben archivarse se imprimen en pa­pel resistente. Y el Congreso de Estados Unidos ha considerado una resolución según la cual todos los documentos del Gobierno se han de imprimir en papel sin ácido, y en la que se recomienda que los edi­tores privados hagan lo mismo.

Por lo menos 45 grandes fábricas de papel en el Occidente industria­lizado ya producen papel alcalino. En Noruega, la mayor parte del pa­pel fino en lo futuro será alcalino. "A fin de cuentas", dice Goldsmith, "la constante exigencia de que se emplee papel no deteriorable lo con­vertirá en la única opción económi­ca y moral. Tenemos la obligación de proteger la letra impresa, pues en ella reside nuestra única espe­ranza de recordar el pasado, de be­neficiar el presente y de asegurar nuestro legado cultural".

No obstante, la conversión de una sola fábrica costaría millones de dólares. La Unión Soviética, la India, Argentina, Brasil y otras na­ciones que son grandes productoras de libros, no disponen de medios para mejorar la calidad de su fabri­cación. Si se examina a contraluz una hoja de alguno de los muchos ejemplares producidos actualmente en la India o en la Unión Soviética, se percibirán fragmentos de fibra de madera, indicio de una fabrica­ción barata y de la breve expecta­tiva de vida del volumen.

Incluso si todos los impresores del mundo hacen la conversión a pa­pel sin ácido, millones de volúmenes --el ingenio y la sabiduría acumu­lados en el último siglo y mediotal vez queden muy lejos de toda posibilidad de salvación. Hay mu­chísimos más que no pueden con­servarse en su forma actual, sino que deben copiarse.

La única forma de copiar que re­sulta factible en gran escalo es la microfilmación, en cuyo largo y ca­ro proceso por lo general se des­prenden una por una las hojas de los libros para procesarlas en la cá­mara. El costo promedio es de 50 a 100 dólares por volumen y cuando se habla de millones de libros, las cifras resultan astronómicas; incluso cuando se cuenta con fondos, la tarea presenta problemas casi insu­perables. La Biblioteca del Congre­so, en Washington, D.C, a pesar de que tiene el equipo más moder­no, sólo puede microfilmar 11,000 de los 70,000 libros que se clasifi­can como quebradizos cada año, sin mencionar los 3.5 millones de li­bros de su acervo ya deteriorados.

En los próximos diez a 20 años, las tecnologías avanzadas facilitarán la preservación de los libros. Por ejemplo: los sistemas electrónicos podrán "digitalizar" palabras y tras­ferirlas a discos ópticos o flexibles, o a cintas magnéticas, de los que luego será posible obtener la copia de una página o de todo un libro.

Empero, lo que se necesita con urgencia son nuevas y mejores téc­nicas de conservación. Tal vez la BN de París haya progresado más en la restauración de libros que cualquiera de las grandes bibliote­cas europeas. En los talleres de su centro de conservación, en Sablé­sur-Sarthe, al sudoeste de París, ob­servé a hombres y mujeres jóvenes trabajar con pinceles, navajas, tin­tas y pegamentos, reparando páginas Y pastas mutiladas. Siguiendo téc­nicas antiguas y modernas, pueden restaurar papel arrugado y roído por los gusanos y devolverle el fresco aspecto que tenía cuando salió de la prensa. En 900 horas-hombre de trabajo, los artesanos de la BN restauraron el manuscrito original de Los miserables de Víctor Hugo.

Obviamente, para rescatar el gran acopio de libros de temas generales se requieren medidas más ágiles. Por suerte, ya se pueden reforzar libros y documentos recubriendo sus hojas por ambos lados con una fina y trasparente película de poli­amida. En Sablé, antes de so­meterlos a este procedimiento, los volúmenes se liberan de ácidos si­guiendo un método descubierto y desarrollado en Canadá y adaptado para la BN por el Centro Francés de Investigación para la Conservación de Documentos Gráficos. Se meten unos 50 libros a un horno para res­tarles humedad, y después se sumer­gen en un baño de metoximetilo carbonato de magnesio, que neutra­liza los ácidos presentes en el papel y forma una base alcalina para evi­tar que se formen nuevamente. Jean­Marie Arnoult, que dirige las ope­raciones, espera tratar dentro de poco, con este método, hasta 1000 volúmenes diarios.

A mediados de los años ochen­tas, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos desarrolló un pro­grama más ambicioso, en el cual se colocan miles de libros a la vez en cámaras de vacío. Se extraer con una bomba aspirante el aire y la ma­yor parte de la humedad, y se lim­pia la cámara con gas nitrógeno pu­ro, para luego llenarla con gas de zinc dietílico, que neutraliza los áci­dos y reacciona con la humedad res­tante en los libros formando una delgada capa de óxido de zinc, con la que se protege al papel de un futuro deterioro causado por el áci­do. Para terminar, se aplica vapor de agua, que devuelve humedad y flexibilidad a los libros. Después del tratamiento, que dura unas 55 ho­ras, los libros regresan sanos a sus estantes. Para finales de 1992, la Biblioteca del Congreso espera li­brar de ácidos sus volúmenes, al rit­mo de un millón por año: el pro­grama más ambicioso de su tipo.

La investigación de técnicas avan­zadas prosigue su marcha. David Clements, director de conservación de la Biblioteca Británica, experi­menta con un proceso que consiste en tratar libros enteros con sustan­cias y bombardearlos con rayos gamma, para hacer el papel diez veces más resistente y agregarle años de vida. Gerhard Banik, res­ponsable de las tareas de conserva­ción en la Biblioteca Nacional de Austria, congela los periódicos durante unas 60 horas después de un baño químico, y trata hasta 100,000 páginas por semana. En el Deut­sche Becherei, de Leipzig, los con­servadores han dado con un método automatizado para partir una hoja en dos e insertar entre ambas mita­des un refuerzo de papel de seda.

Todas las técnicas de conserva­ción son vitales. Pero los lectores también tenemos un papel que des­empeñar. "Un libro nos habla des­de el pasado y, por nosotros, al fu­turo", dice el jefe de restauradores de la BN, Jean-Marie Arnoult. "Y merece ser tratado con respeto".

FranQoise Flieder, jefa del centro francés de conservación de docu­mentos, conviene en las siguientes sugerencias, nacidas del sentido co­mún, para quienes suelen hacer uso de las bibliotecas: no introduzca ali­mentos ni bebidas en las salas de lectura; no desprenda las hojas de los volúmenes, ni escriba comentaríos en los márgenes de las páginas; no estropee la encuadernación al aplanar el libro para fotocopiarlo.

Si seguimos estas sencillas reglas, aportaremos nuestro granito de are­na a la protección de nuestros li­bros, y prolongaremos la vida de nuestro legado cultural.

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