Urge que actuemos ahora si queremos conservar la letra impresa. Es nuestra única esperanza de recordar la historia y proteger el legado cultural de las futuras generaciones.
¡AUXILIO! ¡LOS LIBROS PELIGRAN!
POR ROBERT WERNICIK
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo de 1990
“NUESTROS LIBROS se están muriendo", deploraba la bibliotecaria Jacqueline Sanson mientras me guiaba por los 11 pisos de la Biblioteca Nacional (BN) de París, que alberga unos diez millones de volúmenes. En cada estante señaló por lo menos un sobre de color café con una etiqueta roja que decía: "No sacar". Cada sobre contiene los restos de un libro que ya no resiste ser hojeado. "Estos libros están muertos", explicó, "y estas son sus tumbas".
Conforme avanzábamos entre los anaqueles, la señorita Sanson iba sacando volúmenes al azar. Algunos tenían páginas que empezaban a tornarse amarillentas en los cantos; otros, presentaban las hojas desgastadas y resquebrajadas. Varios ejemplares se deshacían al abrirlos. "Esta es una de las grandes epidemias de los tiempos modernos", apuntó. "Nos enteramos de que un libro está enfermo sólo cuando se le saca de su estante; y muchos libros jamás se tocan. Con todo, calculamos que una tercera parte de nuestras obras están en grave peligro".
Otras personas me presentaron cálculos igualmente pesimistas. Una tercera parte de los 152 millones de volúmenes de las bibliotecas de investigación de Alemania Occidental, y un 90 por ciento de los 17 millones de libros de las bibliotecas suizas, están deteriorándose. La revista Science informa que casi 80 millones de obras en las bibliotecas estadunidenses también se están convirtiendo en confeti.
El problema no es nuevo. Ya en 1900, el director de la BN, Léopold Delisle, había dicho en una conferencia internacional: "La mala calidad del papel ha condenado a miles de libros a la inutilidad en un futuro no muy lejano".
Por desgracia, los bibliotecarios no hicieron caso de la advertencia, y siguieron buscando otras explica‑ insectos, a la luz solar, a la humedad, a los vapores sulfurosos de la industria y de los automóviles, y al número cada día mayor de lectores. Todos estos peligros han provocado, y seguirán provocando, daños considerables a los libros; es cierto; pero el verdadero culpable fue identificado en la década de los cincuentas: el ácido; la composición química del papel moderno hacía que se devorara a sí mismo.
Inventados en el siglo 1, los libros fueron originalmente artículos de lujo, escritos e ilustrados a mano, y hechos de valioso pergamino y vitela. Con un proceso de elaboración sumamente lento, eran a la vez objetos de lucimiento y herramientas de aprendizaje. En el siglo xiv, el papel hecho de fibras y trapo era de uso común en Europa.
En el siglo xix se extendió la alfabetización, con lo cual la demanda de libros, revistas y periódicos aumentó considerablemente. No hubo suficiente trapo para satisfacer las necesidades de papel, sobre todo cuando, en el decenio de 1860 a 1869, la Guerra de Secesión norteamericana interrumpió el principal abasto mundial de algodón. Ante esta urgencia, los científicos encontraron una nueva forma de fabricar papel con pulpa de madera, menos cara y mucho más fácil de obtener; por primera vez, los libros estuvieron al alcance de todos.
Como el papel de pulpa no absorbía la tinta, los ingenieros le agregaron alumbre y resina para darle una buena superficie. Lo que no previeron fue que, con el paso de los años, el alumbre y la resina se combinarían con el oxígeno para formar compuestos ácidos que desgastan el papel. Mientras que el papel de trapo puede permanecer intacto durante siglos, el de pulpa se torna quebradizo en un tiempo relativamente breve, según la manera en que se haya hecho y el ambiente en que se guarde.
Durante años los desesperados bibliotecarios fueron meros espectadores ante este proceso de destrucción. "Pero ahora estamos avanzando en dos frentes importantes", anuncia Hans Retimann, erudito suizo que se halla en Estados Unidos con la misión de promover la colaboración internacional en favor del rescate de los libros. "Uno de ellos es lograr que las bibliotecas más grandes del mundo intercambien información sobre la mejor forma de salvar los libros. El otro es despertar la conciencia pública de modo que haga posible a los gobiernos financiar el esfuerzo".
Gran parte del mérito de crear esa conciencia corresponde a la escritora norteamericana Barbara Goldsmith, quien hace diez años inició sus investigaciones sobre la familia Vanderbilt, cuando preparaba su libro acerca de Gloria Vanderbilt, dama de la alta sociedad norteamericana. Al consultar los documentos de la familia, descubrió que aquellos que se habían impreso antes de 1850 en general estaban en buenas condiciones, en tanto que los posteriores a esa fecha tendían a resquebrajarse y a pulverizarse al tacto.
Goldsmith se enteró de que los fabricantes de papel conocían los efectos del ácido, pero no les preocupaba tanto, ya que sólo alrededor del uno por ciento del papel que se fabrica en el mundo se destina a libros de gran calidad. También supo que, a partir del trabajo del archivista estadunidense William Barroca en los años cincuentas, ha sido posible producir un papel libre de ácido, es decir alcalino, el cual dura indefinidamente, y se obtiene casi al mismo precio que el papel ácido. La lluvia de discursos y artículos suscritos por Goldsmith fomentaron una protesta general. Sus colegas, alarmados al enterarse de que sus obras se estaban haciendo polvo, empezaron a presionar a las casas editoras. Y en marzo de 1989, en un anuncio de toda una plana en el Times de Nueva York, cerca de 100 de los más connotados escritores y editores de Estados Unidos anunciaron su compromiso de "usar papel sin ácido para todas las primeras ediciones de libros comerciales de calidad, encuadernados en pasta dura". Asimismo, otros grupos empezaron a darse cuenta de que sus intereses estaban en juego, como los abogados, que se inquietaron al pensar en el peligro que los archivos de jurisprudencia pudieran correr, y también los científicos y los eruditos, que no pueden trabajar si carecen de testimonios del pasado.
Los gobiernos y las empresas han empezado poco a poco a tomar medidas. En Gran Bretaña, todos los documentos parlamentarios que deben archivarse se imprimen en papel resistente. Y el Congreso de Estados Unidos ha considerado una resolución según la cual todos los documentos del Gobierno se han de imprimir en papel sin ácido, y en la que se recomienda que los editores privados hagan lo mismo.
Por lo menos 45 grandes fábricas de papel en el Occidente industrializado ya producen papel alcalino. En Noruega, la mayor parte del papel fino en lo futuro será alcalino. "A fin de cuentas", dice Goldsmith, "la constante exigencia de que se emplee papel no deteriorable lo convertirá en la única opción económica y moral. Tenemos la obligación de proteger la letra impresa, pues en ella reside nuestra única esperanza de recordar el pasado, de beneficiar el presente y de asegurar nuestro legado cultural".
No obstante, la conversión de una sola fábrica costaría millones de dólares. La Unión Soviética, la India, Argentina, Brasil y otras naciones que son grandes productoras de libros, no disponen de medios para mejorar la calidad de su fabricación. Si se examina a contraluz una hoja de alguno de los muchos ejemplares producidos actualmente en la India o en la Unión Soviética, se percibirán fragmentos de fibra de madera, indicio de una fabricación barata y de la breve expectativa de vida del volumen.
Incluso si todos los impresores del mundo hacen la conversión a papel sin ácido, millones de volúmenes --el ingenio y la sabiduría acumulados en el último siglo y medio—tal vez queden muy lejos de toda posibilidad de salvación. Hay muchísimos más que no pueden conservarse en su forma actual, sino que deben copiarse.
La única forma de copiar que resulta factible en gran escalo es la microfilmación, en cuyo largo y caro proceso por lo general se desprenden una por una las hojas de los libros para procesarlas en la cámara. El costo promedio es de 50 a 100 dólares por volumen y cuando se habla de millones de libros, las cifras resultan astronómicas; incluso cuando se cuenta con fondos, la tarea presenta problemas casi insuperables. La Biblioteca del Congreso, en Washington, D.C, a pesar de que tiene el equipo más moderno, sólo puede microfilmar 11,000 de los 70,000 libros que se clasifican como quebradizos cada año, sin mencionar los 3.5 millones de libros de su acervo ya deteriorados.
En los próximos diez a 20 años, las tecnologías avanzadas facilitarán la preservación de los libros. Por ejemplo: los sistemas electrónicos podrán "digitalizar" palabras y trasferirlas a discos ópticos o flexibles, o a cintas magnéticas, de los que luego será posible obtener la copia de una página o de todo un libro.
Empero, lo que se necesita con urgencia son nuevas y mejores técnicas de conservación. Tal vez la BN de París haya progresado más en la restauración de libros que cualquiera de las grandes bibliotecas europeas. En los talleres de su centro de conservación, en Sablésur-Sarthe, al sudoeste de París, observé a hombres y mujeres jóvenes trabajar con pinceles, navajas, tintas y pegamentos, reparando páginas Y pastas mutiladas. Siguiendo técnicas antiguas y modernas, pueden restaurar papel arrugado y roído por los gusanos y devolverle el fresco aspecto que tenía cuando salió de la prensa. En 900 horas-hombre de trabajo, los artesanos de la BN restauraron el manuscrito original de Los miserables de Víctor Hugo.
Obviamente, para rescatar el gran acopio de libros de temas generales se requieren medidas más ágiles. Por suerte, ya se pueden reforzar libros y documentos recubriendo sus hojas por ambos lados con una fina y trasparente película de poliamida. En Sablé, antes de someterlos a este procedimiento, los volúmenes se liberan de ácidos siguiendo un método descubierto y desarrollado en Canadá y adaptado para la BN por el Centro Francés de Investigación para la Conservación de Documentos Gráficos. Se meten unos 50 libros a un horno para restarles humedad, y después se sumergen en un baño de metoximetilo carbonato de magnesio, que neutraliza los ácidos presentes en el papel y forma una base alcalina para evitar que se formen nuevamente. JeanMarie Arnoult, que dirige las operaciones, espera tratar dentro de poco, con este método, hasta 1000 volúmenes diarios.
A mediados de los años ochentas, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos desarrolló un programa más ambicioso, en el cual se colocan miles de libros a la vez en cámaras de vacío. Se extraer con una bomba aspirante el aire y la mayor parte de la humedad, y se limpia la cámara con gas nitrógeno puro, para luego llenarla con gas de zinc dietílico, que neutraliza los ácidos y reacciona con la humedad restante en los libros formando una delgada capa de óxido de zinc, con la que se protege al papel de un futuro deterioro causado por el ácido. Para terminar, se aplica vapor de agua, que devuelve humedad y flexibilidad a los libros. Después del tratamiento, que dura unas 55 horas, los libros regresan sanos a sus estantes. Para finales de 1992, la Biblioteca del Congreso espera librar de ácidos sus volúmenes, al ritmo de un millón por año: el programa más ambicioso de su tipo.
La investigación de técnicas avanzadas prosigue su marcha. David Clements, director de conservación de la Biblioteca Británica, experimenta con un proceso que consiste en tratar libros enteros con sustancias y bombardearlos con rayos gamma, para hacer el papel diez veces más resistente y agregarle años de vida. Gerhard Banik, responsable de las tareas de conservación en la Biblioteca Nacional de Austria, congela los periódicos durante unas 60 horas después de un baño químico, y trata hasta 100,000 páginas por semana. En el Deutsche Becherei, de Leipzig, los conservadores han dado con un método automatizado para partir una hoja en dos e insertar entre ambas mitades un refuerzo de papel de seda.
Todas las técnicas de conservación son vitales. Pero los lectores también tenemos un papel que desempeñar. "Un libro nos habla desde el pasado y, por nosotros, al futuro", dice el jefe de restauradores de la BN, Jean-Marie Arnoult. "Y merece ser tratado con respeto".
FranQoise Flieder, jefa del centro francés de conservación de documentos, conviene en las siguientes sugerencias, nacidas del sentido común, para quienes suelen hacer uso de las bibliotecas: no introduzca alimentos ni bebidas en las salas de lectura; no desprenda las hojas de los volúmenes, ni escriba comentaríos en los márgenes de las páginas; no estropee la encuadernación al aplanar el libro para fotocopiarlo.
Si seguimos estas sencillas reglas, aportaremos nuestro granito de arena a la protección de nuestros libros, y prolongaremos la vida de nuestro legado cultural.
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