miércoles, 14 de julio de 2021

SOY LA NARIZ DE JUAN

 

Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras;
Estoy maravillado,
Y mi alma lo sabe muy bien.

SALMOS 139. 14-16

`Juan tiene 47 años de edad y es un próspero hombre de negocios. Otros órganos de su cuerpo ya han contado su historia en números anteriores de SELECCIONES.

Como "construcción" quizá no sea muy hermosa, pero soy uno de los órganos más complejos de Juan, y le sirvo en formas que él ni siquiera sospecha.

SOY LA NARIZ DE JUAN

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

OCTUBRE DE 1983

POR J.D. RARCLIFF

SOY LA prominencia que se eleva en el centro de la cara de Juan:* su nariz. Así como a los ojos, a los oídos y al tubo digestivo les presta Juan mucha atención, a mí me considera sólo una molestia. En invierno me escurre líquido, estor­nudo en los momentos más inopor­tunos, me tapono con los catarros y suelo salir aplastada en los acciden­tes. Hay alusiones poéticas y llenas de colorido a otros rasgos faciales, como los ojos, las orejas, los labios. A mí me cantan con mucho menor frecuencia. Suele decirse de alguien (podría ser el mismo Juan) que no ve más allá de sus narices o que lo dejaron con un palmo de narices, o bien que me mete a mí en todo.

Como órgano importante del cuer­po de Juan, creo que merezco mejor suerte. Cumplo muchas tareas de las que Juan ni siquiera se percata. Si se acuesta sobre el lado izquierdo, por ejemplo, se me tapa poco a poco la ventana izquierda. Al cabo de dos horas, más o menos, envío una señal silenciosa (pues no quiero desper­tarlo) que lo hace volverse. Este es uno de varios mecanismos que utili­zo para lograr que se mueva, lo que evita que sus músculos estén acalam­brados por la mañana.

Automáticamente olfateo los ali­mentos de Juan antes de que los co­ma, para protegerlo de los descom­puestos, que podrían intoxicarlo. Una gran parte del placer que Juan encuentra en la comida me lo debe a mí. En cuanto huelo un bistec a la parrilla, movilizo las glándulas salivales de Juan (es decir, "se le hace agua la boca") y hago que segregue jugos digestivos. Como ya Juan ha notado, cuando mis facultades se hallan embotadas a causa de una en­fermedad, como el catarro, por ejemplo, la comida le resulta insípi­da, pierde el apetito y enflaquece. Sin mi estímulo, Juan nada más pica de aquí y de allá, pero no come.

Otra cosa: la voz de Juan es agra­dable, profunda. En gran parte me la debe a mí. Yo favorezco su reso­nancia. Si se aprieta la nariz al ha­blar, posiblemente se dará cuenta de la diferencia de que soy causa.

Desde el punto de vista de mi for­ma y constitución, no soy algo de qué presumir. Mi parte interna está metida entre el paladar de Juan y su cerebro. En realidad soy dos na­rices, ya que un tabique me divide' por la mitad. Encima de la boca de Juan está una parte interna, más bien cavernosa: es mi taller. También tengo unos huecos pequeños en los huesos de ambos lados (en las me­jillas) y en los huesos frontales, situados encima de los ojos, en la pared que me separa de estos y al fondo de mi cavidad principal. Es­tos espacios huecos componen mis ocho senos, que aportan algo del lí­quido necesario para humedecer el aire, modulan ligeramente la voz y aligeran el cráneo de Juan, pero, so­bre todo, son causa de dificultades. Las bacterias se introducen en ellos y ocasionan infecciones y el bloqueo de los estrechos canales que desem­bocan en mis principales conductos. En tales circunstancias, a Juan le es­peran las molestias típicas del dolor de cabeza.

Una de mis tareas principales consiste en limpiar y acondicionar el aire que pasa a los pulmones de Juan. Todos los días debo filtrar aproximadamente quince metros cú­bicos de aire; es decir, el que contie­ne una habitación pequeña. Si Juan está a la intemperie un día frío y seco, a sus pulmones no les agrada el aire que aspiran. Prefieren el que se encontraría en un húmedo día de verano: con un 75 a un 80 por cien­to de humedad, a la temperatura de 30 a 35 grados C. También requieren aire exento casi totalmente de bac­terias, de polvo, de humo y de otros agentes irritantes. El aparato para acondicionar el aire en una habita­ción de medianas proporciones tiene el tamaño de un baúl pequeño. Mi sistema para el acondicionamiento del aire está reducido a una superfi­cie mínima de sólo unos centímetros de largo.

Para cumplir mi labor de humec­tación, segrego diariamente cerca de un litro de líquido. La mayor parte es una mucosidad pegajosa produci­da por la membrana roja y esponjosa que tapiza mis conductos. Aunque el pesado trabajo de limpieza está a cargo de los vellos que hay en mi in­terior, es el moco el que desempeña la labor más importante, pues cum­ple las funciones de una especie de papel para atrapar moscas; esto es, detiene las bacterias y partículas que atraviesan la barrera de los vellos. Naturalmente, no puedo permitir que esta capa de moco se estanque, pués en pocas horas estaría contami­nada totalmente. Por eso, cada vein­te minutos, poco más o menos, fa­brico una nueva capa de mucosidad limpia.

Para eliminar el moco ya usado, tengo cientos de miles de escobas microscópicas: los cilios. Estos di­minutos vellos empujan la capa de mucosidad otra vez hacia la gargan­ta para que Juan la trague, y luego vuelven lentamente a su posición original. Los fuertes ácidos del estó­mago destruyen casi cualquier bac­teria que se ingiera. Mis incansables cilios ejecutan ese movimiento unas diez veces por segundo. Juan, por supuesto, no tiene conciencia de esta actividad, que continúa noche y día. Sólo cuando hace frío se percata de ella, porque las temperaturas muy bajas paralizan mis cilios par­cialmente y provocan una excesiva acumulación de moco. Entonces, en vez de ir el líquido hacia la garganta, pasa hacia adelante, y escurre por mis ventanas.

Además de atrapar mecánicamen­te las bacterias, dispongo de otra protección contra ellas: una sustan­cia que las mata, llamada endolisina, y que es la misma que protege los ojos de Juan de las infecciones. La endolisina hace de mí uno de los órganos más limpios; tan limpio, en verdad, que se pueden practicar muchas operaciones de la nariz sin necesidad de complicados preparati­vos antisépticos.

También resulta una tarea labo­riosa calentar el aire que respira Juan. Esto lo hago en gran parte con ayuda de mis cornetes. Tres de estas laminitas óseas, la mayor de unos tres centímetros de longitud, sobre­salen de las paredes laterales de ca­da una de mis mitades. En realidad, esos cornetes funcionan como radia­dores pequeños. Están cubiertos de un tejido eréctil con una provisión sanguínea relativamente enorme, que podríamos considerar como el vapor de mis radiadores. La sangre fluye generalmente por arterias di­minutas y por un lecho capilar pasa hasta las venas. En mis cornetes los capilares están conectados por una especie de cisternas diminutas de mi tejido eréctil. Al almacenarse más sangre, se hinchan esas cisternas. Es lo que sucede cuando Juan aspira aire frío: me hincho, y así propor­ciono una mayor superficie de calen­tamiento.

Mi otra misión importante, por supuesto, es percibir los olores. Juan, como la mayoría de las perso­nas, puede reconocer 4,000 000 olores diferentes. Y una nariz realmente sensible puede llegar a distinguir hasta 10,000. Como en la actualidad la supervivencia rara vez depende de mí, mis grandes facultades se en­cuentran adormecidas, desaprove­chadas. Si Juan hubiera nacido sordo y ciego, habría apreciado mis enor­mes posibilidades. Como ínstrumento esencial de identificación, yo hu­biera podido reconocer personas y habitaciones por el olor.

¿Cómo percibo los olores? En la parte superior de cada una de mis cavidades nasales tengo una mancha de tejido pardo amarillento, del ta­maño aproximado de un sello de co­rreos. En cada mancha tengo unos diez Millones de células receptoras, de las que salen de seis a ocho deli­cados vellos sensorios. Todo este aparato está conectado por fibras nerviosas al cerebro de Juan, que se encuentra a unos dos centímetros de distancia.

Esta es, pues, mi organización, que no explica, sin embargo, cómo identifica Juan el olor de un bistec a la parrilla. Sólo tenemos teorías al respecto. Se sabe que cualquier cosa olorosa tiene olor porque despide moléculas. La sopa de cebolla ca­liente las despide en abundancia; el acero frío, casi ninguna. Una de las teorías sostiene que mis células re­ceptoras pueden distinguir el tama­ño y forma de diferentes moléculas. La diferencia se registra de algún modo y se genera una diminuta co­rriente de electricidad que se tras­mite al cerebro. La señal eléctrica resulta familiar al cerebro de Juan, que da su fallo: vinagre, o rosa, o caucho quemado.

En realidad esto no es tan sen­cillo. Es posible que existan olores primarios, lo mismo que hay tres colores primarios. En el cerebro, co­mo en una paleta, se mezclan los olo­res y producen uno solo ya conocido.

Sí me siento envuelta en un olor determinado, al poco tiempo no pue­do ya percibirlo. Pasados los pri­meros momentos, la mujer de Juan apenas nota el perfume que lleva. Si Juan consigue un trabajo en una curtiduría, en una fábrica de cola o en un corral de ganado, al principio le molestarán mucho los olores. Sin embargo, pronto estará tan agobia­do por el áspero tufo, que apenas lo percibirá. Pero conservará su sensi­bilidad a otros olores. Aun en medio de la pestilencia de una curtiduría, el aroma de una rosa resulta tan deli­cioso como siempre.

Como soy uno de los órganos del cuerpo más expuestos al medio ex­terior, no es raro que sea blanco de una larga serie de padecimientos. Algunos microbios ( especialmente los de la sífilis y de la tuberculosis ) pueden atacar mi cartílago y estro­pearme la forma. En mí membrana mucosa brotan pólipos o protube­rancias pequeñas que pueden tener desde el tamaño de un guisante has­ta el de una uva. A veces, bloquean el paso de aire o los canales de mis senos y causan una gran variedad de molestias.

Los alergenos, el humo del tabaco y el polvo, irritan mis mucosas: se hinchan y producen líquido excesivo que gotea hacia la garganta. Este es el escurrimiento retronasal; otras veces los conductos del aire se infla­man y se tapan con un catarro. Juan trata a menudo de destapárselos so­nándose con fuerza. Esto resulta pe­ligroso, pues podría hacer llegar la infección a mis senos o, por la trom­pa de Eustaquio, hasta el oído medio. También a veces recurre Juan a las gotas nasales, sustancias diversas que hacen que se contraigan los te­jidos. Más vale que tenga cuidado, porque esas gotas provocan el efecto contrario: a la temporal contracción de los tejidos sigue una hinchazón mayor que la original. Los especia­listas recomiendan abstenerse de usar gotas nasales, pues agravan el trastorno, en vez de curarlo.

Juan tiene ahora 47 años de edad y mi agudeza está empezando na­turalmente a declinar. El café ya no le huele tan bien como antes, y otros olores ya no le resultan tan molestos. Todo esto es perfectamente nor­mal y, aunque puede haber sido un estorbo en cierta fase de la evolución del ser humano, ya no lo es. Mientras siga yo calentando y lim­piando hasta el último aliento de Juan, continuaré desempeñando mis funciones en bien suyo. Y en defensa de mi modesta condición, añadiré que, cuando Juan sea viejo, seguiré cumpliendo con mis obligaciones mucho mejor que sus ojos o sus oídos.

ESTE ARTICULO corresponde a la serie de órganos de Juan y María, y se publicó por primera vez en noviembre de 1972.

2 comentarios:

  1. Es bueno que se conserve un registro de los artículos, pues es difícil ubicarlos de manera manual. Muchas gracias!!!

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    1. Agradezco su comentario , saludos a los lectores que aprecian estos temas.

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