martes, 15 de diciembre de 2015

LINCOLN DEFIENDE A UN REO DE 15 AÑOS Mary Raymond Shipman Andrews Abril de 1943

LINCOLN DEFIENDE 
A UN REO
DE 15 AÑOS
Mary Raymond Shipman Andrews
Abril de 1943
Un episodio de la vida de Lincoln en el que resplandecen la generosidad   de su carácter y su sagacidad
para juzgar a  los hombres.

El venerable anciano de cuyos labios se tuvo el relato que va a leerse, había conocido casualmente a su interlocutor, un caballero norteamericano, en un hotel de Bermuda. De esto hace ya años. Alto, erguido, de mirada penetrante, el narrador revelaba al punto, aun ante el más superficial observador, distinción y refinamiento.
Hablaba de episodios, viajes, aventuras, pero con más entusiasmo que todo, de su propia profesión: la abogacía. Bríllábanle los negros ojos cuando evocaba el recuerdo de los grandes juristas...
Es una necedad—exclamaba golpeando el brazo de la silla con su gran mano huesosa de erudito—esa idea de que el Derecho vuelve a los hombres duros de corazón, de que los abogados no tienen más aliciente en la vida que el bolsillo de sus clientes. Viejo soy ya; he visto actos nobilísimos realizados por médicos y sacerdotes; mas ninguno tan notable como el de cierto abogado, en el ejercicio de su profesión.
Y sin más preámbulo, dió así comienzo a su relato:
El presidente del comité político local se detuvo ante la puerta del despacho para observar a sus anchas al candidato a diputado que en ese momento estaba embebido, al parecer, en la lectura de una carta. Podía compararse el rostro de este hombre al de un granítico picacho de la montaña: recio, inexpugnable, ceñudo, solitario y, sin embargo, amable, con la hermosura de las cosas ingenuas. Plegó, por fin, la carta y, revolviéndose en su silla, se dirigió al visitante:
_Siento haberle hecho esperar, Tom. Trataba de descubrir si hay algún medio para estar en dos sitios a la vez. Pero no lo hallo; y parece que no podré hablar aquí el viernes.
—      ¿Que no puede pronunciar su discurso? Seguramente lo dice usted en broma...
No; no estoy bromeando—replicó el candidato subrayando sus palabras con un movimiento negativo de cabeza. Púsose luego en pie y empezó a medir la habitación a grandes zancadas. El presidente del comité político lo acosaba con argumentos de peso:
—Bien sabe usted que Cartright nos puede derrotar. No hay que desperdiciar esta oportunidad; la elección está ya encima
Detuvo entonces el candidato sus enormes pasos, y con enigmática sonrisa en los labios y cierto fulgor especial en los ojos vivaces de idealista, puso punto final a la discusión:
No puedo explicarle el motivo, Tom, y preferiría que no me lo preguntara; mas ello es que no podré hablar aquí el viernes.
En efecto, al amanecer del viernes, la alta figura del candidato atravesaba las calles desiertas de aquella ciudad del Oeste, antes que hubieran salido de sus casas los más madrugadores habitantes. Marchando siempre a pie, ganó pronto la campiña; continuó andando con paso rápido y soltura infatigables hasta llegar, justamente en el momento en que daban las nueve de la mañana, a una pequeña población, distante treinta y dos kilómetros de su punto de partida.
Había comenzado ya la audiencia, a puerta abierta, en una sala colmada de espectadores. Era una tibia mañana de verano. El candidato a diputado entró sin ser notado y ocupó asiento en la última fila.
Familiarizado con el ambiente, el recién llegado no había de sorprenderse gran cosa ante el interior excesivamente modesto del salón, con sus paredes blanqueadas, tablas sin pintura y duros bancos de madera. . Prestó, en cambio, mucha atención a los abogados y al juez, como si los estuviera estudiando, y no perdió una sílaba de los comentarios del público en torno a un juicio por hurto que se ventilaba en aquellos momentos. Terminado el caso, el fiscal del distrito pidió al tribunal que se iniciara inmediatamente el juicio por asesinato contra John Wilson.
¿Tienes abogado?—le preguntó. El muchacho movió negativamente la desordenada cabeza rubia:
No—balbució—. No conozco... a nadie... No tengo... con qué... pagar.
— ¿Quieres que el tribunal te nombre un defensor?
El rumor de una pesada bota que raspaba el piso rompió el profundo silencio del salón. El candidato a diputado hablase levantado de su puesto en la última fila para dirigirse lentamente hacia el estrado del juez.
..Con la venia de Su Señoría. —dijo—. Soy abogado. Gustoso serviré como representante de la defensa.
El magistrado contempló por un momento la figura desgarbada y altísima de quien así hablaba.
¿Cómo se llama usted?—le preguntó. A lo que él contestó tranquilamente:
Abrahám Lincoln.
Unos pocos espectadores volviéronse a mirar al abogado. Conque ¡aquél era el candidato a una curul en el Congreso!
Más allá de esta trivial consideración, nada les importaba el recién llegado.
Ninguno de aquellos campesinos, ninguno de esos vigorosos taladores de los grandes bosques del Oeste que vestían de dril tejido en el hogar, ni las mujeres en sus trajes de zaraza y tocadas con papalinas, podrían haber soñado, al oír aquel nombre, que correspondía al de quien estaba destinado a llenar una de las páginas más grandes de la historia.
Lo conozco de nombre, señor Lincoln—replicó el juez—, y tengo mucho gusto en nombrarlo defensor del acusado.
Se sortearon los jurados. A cada uno lo observaba detenidamente Lincoln con esa su mirada penetrante, pero no quiso recusar a ninguno. El público comenzaba a mostrar impaciencia, porque si bien es cierto que la opinión estaba ya formada y era definitivamente adversa al acusado, los circunstantes querían, a pesar de todo, que hubiera alguna lucha en su favor.
El fiscal del distrito abrió el juicio, como agente del Ministerio Público, narrando en pocas palabras los hechos del caso. El acusado había estado trabajando en la finca de un tal Amos Berry, en el otoño anterior, en 1845. Trabajaba allí también un irlandés llamado Shaughnessy, que se complacía siempre en molestar al muchacho, hasta que llegó a hacerse odiar de éste. El 28 de octubre, iba el chico conduciendo una carreta cargada de heno, destinada a la hacienda vecina. En la puerta encontró a Shaughnessy, Berry y otros dos hombres. El muchacho le pidió a Berry que le abriera la puerta, y cuando éste iba a complacerlo, intervino Shaughnessy para impedirlo, afirmando que el conductor del carro debía bajarse y abrir él mismo la puerta, para que aprendiera a no ser perezoso. El irlandés, no contento con esto, le arrebató al muchacho la horquilla del heno, y lo pinchó con ella para obligarlo a saltar al suelo. El muchacho, enfurecido, logró quitarle la horquilla a su agresor, y lanzándose sobre él le enterró una de las puntas del arma en la cabeza. El irlandés murió al cabo de una hora. Tal era la historia.
A mediodía se suspendió el juicio oral. El juez y los abogados se encaminaron a la fonda que quedaba al cruzar la calle. Nadie reparó en que el abogado defensor, que no los había acompañado, echaba calle abajo, con la infeliz mujer pobremente vestida que, durante toda la audiencia, había permanecido llorando en silencio en un rincón de la sala.
—Esa es la madre del acusado—murmuró una mujer cuando, reanudada la audiencia, el abogado de la defensa la acompañó hasta un escaño, antes de dirigirse a ocupar su propio puesto. El fiscal del distrito hizo comparecer a los testigos presenciales del hecho, quienes corroboraron los deta­lles del crimen. Al parecer, no había la menor duda de la culpabilidad del acusado. Este, mientras tanto, permanecía en silencio, descolorido a consecuencia de los largos meses de encierro, hundido en la desesperanza: ¡Un asesino de quince años!
La tarde pasaba. La voz nasal del agente del Ministerio Público se alzaba y descendía por turnos, a medida que examinaba a los testigos. Pero el abogado defensor permanecía  sentado, sin despegar los labios, ni siquiera para refutar algunas declaraciones en extremo perjudiciales para su cliente. Contentabase con observar al juez y a los jurados, como si tratara de adivinar el carácter de cada uno. Por fin, el fiscal dio por terminada su intervención en nombre del Estado, y el juicio se suspendió nuevamente, mientras los protagonistas iban a cenar.
La opinión estaba de acuerdo en que el chico sería condenado irremediablemente. Ni siquiera un abogado «hábil» lo podría salvar ya, después de semejantes atestaciones no desmentidas.
Según esa opinión general, el curioso y altísimo personaje no debía de ser buen abogado, porque, de otro modo, ya hubiera intervenido muchas veces en defensa de su cliente, siquiera para ir preparando el terreno en su favor. Por lo demás, el público estaba convencido de la necesidad de condenar al acusado. Matar, a los quince años, revelaba una perversión tal, que era mejor para la sociedad librarse de una vez de un sujeto tan peligroso.
Tornó a abrirse la sala a las 7:30. No había un solo asiento desocupado. La infeliz madre, que vestía un traje de zaraza raído, se sentó esta vez próxima al foro, para estar cerca de su hijo. El juez entró; y luego Abraham Lincoln atravesó lentamente entre el silencio de los espectadores, para poner una inmensa mano sobre el hombro débil del acusado. El chico tembló nerviosamente. Lincoln se inclinó y le dijo pausadamente, pero en tono que pudo oír toda la concurrencia:
Nada temas, chiquillo. Voy a sacarte de este enredo. Trata de tener valor para alentar a tu madre.- El muchacho volvió a mirar a la desconsolada mujer, que forzó una sonrisa para darle ánimo, y entonces trató también él de sonreír. El público se .dió cuenta del esfuerzo de ambos; también lo vió el juez y lo comprendieron los jurados. Y la rápida mirada de Lincoln, que todo lo captaba bajo sus cejas pobladas, observó en más de un rostro una expresión de piedad. El abogado de la defensa se quitó la chaqueta, que colgó en el espaldar de una silla, para quedarse en mangas de camisa.
«Señores del jurado» comenzó Lincoln: «Voy a hacer la defensa de este caso en una forma no acostumbrada ante los tribunales
No voy a llamar testigos; no quiero más testigo que este pequeño reo. Tampoco presentaré argumentos. Voy a limitarme a contarles a ustedes un cuento y a dejar luego el caso en sus manos.»
Hubo sensación entre los oyentes. La voz del abogado, dura y desagradable en un principio, continuó así:
«Usted, Jim Beck... usted, Jack Armstrong», señalando con el índice nudoso a dos de los miembros del jurado, «ustedes dos recordarán... y usted también, Luke Green, que hace quince años, allá en 1831, llegó a estas tierras desde Indiana un individuo largo y desaliñado. Tan estrafalaria era su facha, que me atrevo a asegurar que quienes lo vieron entonces no han podido olvidarlo. Vestía cutí de fabricación casera y llevaba los pantalones atollados dentro de unas grandes botas de cuero crudo. Señores del jurado, creo que algunos de ustedes se acordarán de ese joven. Se llamaba Abraham Lincoln. »
El orador se detuvo un momento para arremangarse un poco más las mangas de la camisa, exhibiendo a la vista de los jurados las velludas muñecas y los acerados músculos de la mano y el antebrazo. i Oh!, sí! Algunos de ellos recordaban bien al gigante, campeón de todas las proezas fisicas Permanecieron en expectativa.
«Lo mejor en la vida de un hombre son sus amistades» _prosiguió la fuerte voz del orador, mientras se hacía más suave su mirada, como si estuviera observando un largo camino recorrido. «Por estos contornos no faltan los buenos amigos. Aquel joven que vino de Indiana toscamente vestido de cutí azul, encontró unos cuantos. Lo que les voy a contar se refiere a una familia que lo ayudó.
«El joven Abraham Lincoln dejó el hogar a los veintidós años para ganarse la vida. En aquellos tiempos dificiles, no siempre encontraba trabajo. Cierto día de otoño, al caer la tarde y después de haber caminado muchas leguas buscando qué hacer, oyó el ruido de un hacha que le orientó hacia una cabaña. Era bien pobre aquella choza, aun para ser de colonos; en las ventanas, a guisa de vidrios, se extendían pedazos de tela. Sólo había una habitación, con un desván encima. Abraham avanzó hasta la cabaña, con la esperanza de encontrar abrigo.»
Otra vez hizo una pausa la voz, y apuntó en los labios una sonrisa de grato recuerdo.
. «Señores del jurado, jamás se dio a un rey mejor bienvenida. El propietario de la cabaña puso cuanto tenía a la disposición del visitante. Dos niños jugaban en el suelo, mientras una mujer de pequeña estatura arrullaba al chiquitín, sentada cerca del hogar. El visitante subió por una escalerilla al desván, después de la cena.
«A la mañana siguiente, después de ayudar a las faenas domésticas, preguntó si no habría algún oficio que él pudiera desempeñar. El propietario le contestó afirmativamente; siempre que fuera capaz de rajar madera y hacer otras labores no menos suaves, no faltaría qué hacer. Y luego le preguntó: ¿Le gusta a usted trabajar?
«Abraham tuvo que confesarle que no podía entusiasmarlo tanto el trabajo como acabar con las culebras, por ejemplo, pero sin embargo... En fin, el resultado de todo aquello fué que se quedó y demostró que era capaz de ejecutar el trabajo de un hombre.
«Cinco semanas vivió Abraham en la cabaña, ayudando al padre a cortar árboles, a la madre en las faenas domésticas, y hasta jugando a menudo con el chiquitín alegre de cabellos de oro. Ninguna época de su vida había sido más alegre que aquélla.»
El abogado tomó la chaqueta, y mientras todos los ojos del salón se fijaban en él, buscó en los bolsillos hasta dar con una carta.
«El joven que tan obligado quedó con esa familia, prosperó años después. Con buena suerte y con la bendición de Dios, logró conquistar cierta posición en la comunidad. Hasta donde ha podido,—o he podido—me he mantenido en contacto con esos viejos amigos. Mas, llevado y traído por los azares de una vida agitada, no había tenido últimamente noticia de ellos. Apenas el lunes pasado me llegó estoy enseñó la carta que tenía en la mano—me llegó esto a Springfield.
«Es una carta de la madre que acogió en su humilde cabaña al fatigado joven de hace quince años. Su marido murió ya, seguido poco después por los dos hijos mayores. La madre que arrullaba a su      chiquitín aquella tarde—el
abogado giró rápidamente sobre los talones para señalar a la pequeña mujer hundida  en un banco  de la primera   fila—esa madre está allí.»
 Dejó caer el brazo. Su mirada luminosa se dirigió hacia la   inclinada cabeza rubia del pequeño  criminal. Sílaba  por  sílaba escucharon todos los asistentes  la   frase siguiente , dicha con honda  voz conmovedora:
«El chiquitín es el niño que ahora ocupa el banquillo de los acusados
En la atmósfera caldeada del salón repleto de gente, el silencio, turbado apenas por el leve roce de un traje femenino o la tos contenida de algún varón, debía completar el trabajo del abogado defensor, modelando la opinión de los circunstantes mejor que lo hubieran hecho las palabras. En todo el ámbito de la sala, hombres y mujeres se movían y suspiraban, acaso vencidos sus ánimos por la solemnidad del silencio.
En el momento culminante volvió a oírse la voz del abogado de la defensa, que tuvo entonces el efecto de recoger en un haz las puntas crispadas de los nervios de todos, asi como el cochero recoge con fuerte puño las varias riendas de sus indómitos caballos.
«Muchas veces,» hablaba como si estuviera pensando en alta voz, «muchas veces he recordado aquellas semanas en que fuí objeto de tantas bondades por parte de esa pobre gente, y le he rogado a Dios que me deparara el momento de demostrar mi gratitud. Cuando recibí el lunes la carta en que se me pedía auxilio, comprendí que Dios había oído mi ruego.
«La respuesta a una oración suele venirnos acompañada de la exigencia de un sacrificio.
Así ocurrió en este caso. Esta noche debía haberme llegado el momento culminante de muchos años de ambición. Esta noche debía haber pronunciado un discurso decisivo de mi carrera. Pero esa ambición y el posible fracaso que he de sufrir como consecuencia, los depongo gustoso en aras de la seguridad de este muchacho
Les corresponde a ustedes,» agregó mirando fijamente a los miembros del jurado,  “garantizarle esa seguridad.
 «Señores del jurado: al comenzar hice a ustedes la advertencia de que defendería al acusado en una forma no acostumbrada ante los tribunales, que no presentaría argumento alguno. No he hecho más que narrar un episodio. Ustedes saben que en la edad en que las manos de este niño debieran estar entre­tenidas con la cartilla o el anzuelo de pescar, estaban manejando el instrumento de trabajo de un adulto, y eso fué su perdición ustedes saben bien cómo el chico se vió acosado por un hombre hasta que, desesperado, hizo uso del apero que en la mano tenía. Todo eso lo saben tan bien como yo. Lo único que les pido es que traten a este niño como quisieran que los demás hombres trataran a los hijos de ustedes en su propio hogar.
Confío su vida a esa prueba. Señores del jurado, he dicho. » Abraham Lincoln se sentó.
Poco después salían los miembros del jurado para instalarse a deliberar en una habitación del hotelito cercano. Transcurrió media hora. Luego, los espectadores que habían abandonado el salón de  audiencia La madre del acusado, casi exhausta, mantenía las enjutas manos entrelazadas nerviosamente. Los miembros del jurado tomaron a ocupar sus puestos, y el secretario del tribunal les dirigió las preguntas consabidas —Señores del jurado ¿han acordado ustedes el veredicto:----contestó el que presidía.
— ¿Cuál es el veredicto, culpable o inocente?
Durante un segundo quizás, todo el mundo contuvo la respiración. La pequeña mujer sostenía los ojos fijos en el vocero del jurado, centro en aquel momento de todas las miradas. Sólo el chico de la cabeza de oro permanecía agachado, como si no estuviera oyendo.
—¡Inocente!--declaró el jurado.
Al oír este veredicto se desbordaron las reprimidas emociones del público. Los hombres hablaban a gritos, golpeaban el suelo, agitaban los brazos y aun tiraban por alto los sombreros; las mujeres lloraban, una o dos lanzaban gritos de júbilo. Abraham Lincoln alcanzó a ver que el pequeño prisionero se caía de bruces; en dos zancadas estuvo a su lado para tomarlo en los brazos vigorosos y pasarlo, por encima de la barandilla, a los de la madre, quien pareció querer devorarlo a besos y caricias. Todo el mundo se agolpó en torno del grupo, pero Lincoln los contuvo, diciendo:
Este chico se ha desmayado. Dénle aire—. Y luego, con una sonrisa, agregó—: Ya la madre ha recobrado a su hijo. Todo está bien, amigos míos, pero traigan un vaso de agua para el niño.
Así terminó el anciano su relato. Dejó transcurrir unos minutos en silencio, para tornar a hablar, como si quisiera anticiparse a alguna objeción de su interlocutor.
Claro está--dijo—que un caso como el que le acabo de relatar no podría ocurrir hoy día, ni hubiera ocurrido tampoco en esa época en esa época en ningún tribunal del Este del país. Quizás se necesitaba un Lincoln para poder realizar esa proeza. Lo cierto es que él sí conocía el corazón del pueblo y de los jurados, y aquilató exactamente el carácter del juez. El episodio sucedió tal como se lo he narrado. Es un hecho real.
El que escuchaba miró con gran curiosidad al anciano. Al fin le inte­rrogó:
Permítame usted que le pregunte cómo llegó a su conocimiento este episodio. Lo ha narrado usted con tanta Precisión de detalle y tanta emoción como si lo hubiera presenciado. ¿Será posible que usted hubiera tomado parte en aquel juicio?
Con un fulgor en los negros ojos y una sonrisa de añoranza, como si estuviera sonriendo a través de medio siglo de su vida a rostros que ha mucho tiempo volvieron al polvo, el anciano abogado contestó simplemente:
—¡yo era el juez!
 


domingo, 29 de noviembre de 2015

PABLO BURGESS _FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO Por Anna Marie Dahiquist

FIEL AL LLAMAMIENTO DIVINO
Por Anna Marie Dahiquist
Capítulo once
En la Cárcel
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_Los misioneros sentían renovadas sus fuerzas, pero la situación internacional había empeorado. Incluso la familia de Pablo fue afectada, pues el esposo de Anita, su hermana, murió en el frente de batalla, al otro lado del Atlántico. Fallecieron también en la guerra varios compañeros de estudio, un primo llamado Alberto Hertz; y quince jóvenes de la congregación alemana de Quezaltenango fueron llama­dos a filas y a batalla en ultramar.
"Ya estamos cansados de la guerra," escribió Pablo en sus apuntes.
Al poco tiempo, Guatemala rompió relaciones diplomáti­cas con Alemania, y reclutó tropas para enviarlas a la fron­tera mexicana. Alemania procuraba que México se pusiera de su lado.
Pablo estaba dedicando una capilla nueva en el frío pueblo de Sija, cuando entraron unos policías, agarraron a dos jóvenes que hasta entonces se habían escondido, y los reclu­taron en el instante.
¡Cómo había sufrido la iglesia de Sija! Primero había sido azotada por la persecusión religiosa; y ahora, cuando los creyentes al fin habían logrado construir una capilla propia, el pueblo quedaba reducido a mujeres y niños indefensos. ¿Quiénes se encargarían de trabajar en las siembras y las cosechas?
¿Cuándo se acabará este militarismo alemán?— se pre­guntaba Pablo una y otra vez.
¡Tanto dolor que han causado los alemanes!— agregó Dora. —Sin embargo, tengo muchas amigas alemanas; y seguirán siendo mis amigas, pase lo que pase.
¡Bravo! Sigue invitándolas a tomar té. Yo seguiré predi­cando en los servicios en alemán. Debemos ser fieles a nues­tras responsabilidades, aunque no sea popular tener amis­tad con ellos— replicó Pablo.
Tenían muchos amigos alemanes. Uno de ellos vivía en una enorme mansión sobre una colina; tenía quince sirvien­tes solo para la casa, y empleaba a mil hombres para traba­jar en sus sembríos de café. Sin embargo, Pablo decía que no se sentía inferior al finquero, pues le había ganado en ajedrez.
Pero no todos los alemanes eran amigables. Cierto día, se había ido a trabajar en la finca El -Reposo. Se fue a pie. Había dejado de viajar a caballo, desde que se dio cuenta de que al ir a pie tenía más oportunidades para evangelizar en el camino.
Como a mediodía Pablo llegó a la finca. Se acercó con cautela a la puerta de hierro. Una mujer delgada, de largas trenzas, le abrió la puerta.
Cuando la señora se enteró del propósito que traía al misionero, sonrió y dijo: —¡Yo conozco a esa familia! Yo también soy creyente. Pero le advierto que el patrón es muy raro, y que no le gustan las visitas. Pase usted adelante.
Pablo la siguió hasta la casa de hacienda. Dos inmensos perros salieron ladrando furiosamente, seguidos por un hombre corpulento y rubio.

—¿Y quién es usted?— preguntó a gritos el dueño de la finca.
—Pablo Burgess, a sus órdenes.
Hablaremos después de que yo almuerce,— dijo el fin­quero bruscamente. Con eso cerró la puerta, dejando al misionero afuera. La brisa le traía el aroma de la carne asada y del pan recién horneado. ¡Claro! Era la hora del almuerzo, pero era obvio que no se le iba a ofrecer nada.
Pasado un buen rato, el finquero se asomó de nuevo, pre­guntando ásperamente: —Y bien, ¿qué quiere?
Quisiera pedir permiso para tener un servicio para los evangélicos— respondió Pablo en alemán.
—El finquero frunció el ceño. —La religión católica es mala, pero la protestante es peor. ¿Sabe usted cuál es la religión nuestra? Es el trabajo. No se permite nada de música ni de bulla.
—Pero la gente tiene derecho de adorar a Dios. No pueden estar trabajando todo el tiempo. ¿No cree usted que tienen alma?
El hombre se puso furioso. —Si tienen almas, ¡que las salven por medio del trabajo! No le permitiré ni siquiera que eleve una oración en sus chozas. ¡Fuera!
Pablo retrocedió, y consideró que era mejor retirarse. Desde luego, señor. Esta finca es suya. Buenas tardes._
Saliendo de la finca, el misionero se encaminó hacia el pueblo más cercano. Casi podía saborear las tortillas calien­tos y la deliciosa carne de venado que se vendía en un pequeño comedor allí. Pero antes de que llegara al pueblo, un grupo de soldados armados le salió al paso.
¡Usted está detenido! le dijeron, secamente.
—¿Por qué?— preguntó Pablo, procurando reponerse de la sorpresa.
El dueño de El Reposo nos telegrafió. Lo acusa de ser un norteamericano subversivo, que trata de soliviantar a su gente.
Pablo no tuvo más remedio que seguir a los soldados. Después de varias horas de camino llegaron a la cárcel mili­tar. El misionero miró su reloj. Eran las cuatro de la tarde, y no había probado bocado desde el desayuno.
—El teniente se fue a Coatepeque a reparar su sable,— le explicó un soldado. —Usted tendrá que pasar la noche aquí, y mañana puede presentarle su caso. A ver qué hace con usted.
Cansado, Pablo se puso de cuclillas en el patio, y sacó del bolsillo su Nuevo Testamento.
Al poco rato, un grupo de presos y de soldados se le acercó, preguntándole con curiosidad: —¿Qué libro es ese?
Es el evangelio de Cristo— respondió el misionero. —Permítanme contarles acerca de El.
Con eso, el misionero pasó dos horas hablándoles del evangelio. Hasta se olvidó del hambre que traía. Por fin los hombres dejaron de hacerle preguntas, y se retiraron.
`Pablo se sentía a punto de desmayarse. —¿Hay algo para comer?— le preguntó a un soldado delgado y nervioso.
—Esa anciana vende comida— dijo el guarda, señalando hacia una mujer encorvada; —si es que usted tiene dinero con qué comprar.
Pablo se sentía mareado. Haciendo un esfuerzo se acercó a la mujer. Ella le sirvió, en una hoja de banano, un poco de yuca hervida. Luego lavó una taza mugrienta en una palan­gana de agua turbia, y le sirvió café negro y espeso.

Era lo único disponible, así que Pablo tuvo que confor­marse.
Para cuando terminó de comer, el sol ya se había puesto. Los presos fueron llevados a un cuarto grande y sin venta­nas, para que pasaran la noche. El piso estaba húmedo, y olía mal. No había camas.
Pablo se acostó en el suelo. Tenía la mente turbada. Sesentía confuso. Aquel finquero se había portado muy mal. Por un breve momento le dieron ganas de reunir a los solda­dos y marchar hacia El Reposo para demandar, en nombre de la ley, que el dueño respetara la libertad de culto de los trabajadores.
No obstante, Pablo sabía que nunca lograría nada si tra­taba de vengarse. Sabía que, más bien, debía perdonar al finquero, de la manera como Cristo perdonó a Sus verdugos. Mientras daba vueltas sobre el piso, oró en silencio: "Perdó­nanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Oh, Señor, yo perdono al finquero."
No podía dormir; el piso estaba demasiado húmedo. Entonces se dio cuenta de que se le acercaba alguien que olía a aguardiente. ¿Quién sería? ¿Algún despiadado criminal?
Yo ... yo eshtoy aquí por eshtar borrasho— explicó el hombre con palabras entrecortadas. —No sé por qué eshtá usted aquí, pero veo que no tiene chamarra. Mire, usted puede acoshtarse shobre eshte coshtal que tengo aquí.
—Gracias— murmuró Pablo. —Que Dios le bendiga, amigo.
Con el saco de cáñamo entre su cuerpo y el suelo, Pablo no sentía tanto la humedad; pero ni aun así podía dormir. Miles de pulgas le picaban, y tenía comezón en todo el cuerpo. Parecía que nunca amanecería.
Por fin llegó el amanecer, y también el teniente. Cuando éste se enteró de lo ocurrido, sus negros ojos ardieron en cólera. ¡Esos alemanes creen que Guatemala les pertenece! dijo furioso. —Usted puede salir libre, si promete regresar directamente a Quezaltenango.
Unas semanas más tarde, Pablo estaba conversando en su casa con un amigo. —De paso,— comentó el amigo, —hay un finquero alemán que han puesto preso aquí en la cárcel de Quezaltenango.
¿Quién es?— preguntó Pablo.
Es el dueño de la finca El Reposo. Dicen que insultó a un sargento, y que le dio de bofetadas; así que lo trajeron acá a Quezaltenango, y lo encarcelaron.
Pobre de él; debe tener hambre— dijo Pablo pensativo. Me acuerdo de cómo me sentí yo en la cárcel.
Cuando el amigó se despidió Pablo fue a la cocina. —Dora— dijo, —¿Dónde está aquel pudín de arroz tan deli‑cioso que hiciste? Tengo a un conocido en la cárcel, y quiero llevarle un poco.
El finquero, brusco como siempre, aceptó el pudín sin la menor seña de agradecimiento. El misionero dio media vuelta pora volver a su casa. De pronto, le sobrevino un presentimiento. ¿Cuántas veces estaría él preso detrás de paredes como aquellas? Recordó que Jesús había prometido que todo el que quisiera ser fiel al llamamiento divino, enfrentaría persecusión y sufrimientos.

 

ENTRADA DESTACADA

LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY; *1-9- *1855*

  ALECK,   Y LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY ; O, INCIDENTES EMOCIONANTES DE LA VIDA EN EL OCÉANO.   SIENDO LA HISTORIA DE LA ISLA ...