Por Anna Marie Dahiquist
Capítulo once
En la Cárcel
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_Los misioneros sentían renovadas sus fuerzas, pero la situación internacional había empeorado. Incluso la familia de Pablo fue afectada, pues el esposo de Anita, su hermana, murió en el frente de batalla, al otro lado del Atlántico. Fallecieron también en la guerra varios compañeros de estudio, un primo llamado Alberto Hertz; y quince jóvenes de la congregación alemana de Quezaltenango fueron llamados a filas y a batalla en ultramar.
"Ya estamos cansados de la
guerra," escribió Pablo en sus apuntes.
Al poco
tiempo, Guatemala rompió relaciones diplomáticas con
Alemania, y reclutó tropas para enviarlas a la frontera
mexicana. Alemania procuraba que México se pusiera de su lado.
Pablo
estaba dedicando una capilla nueva en el frío pueblo de Sija,
cuando entraron unos policías, agarraron a dos jóvenes que
hasta entonces se habían escondido, y los reclutaron en el instante.
¡Cómo había
sufrido la iglesia de Sija! Primero había sido azotada por
la persecusión religiosa; y ahora, cuando los creyentes al
fin habían logrado construir una capilla propia, el pueblo
quedaba reducido a mujeres y niños indefensos. ¿Quiénes se encargarían de
trabajar en las siembras y las cosechas?
—¿Cuándo se acabará
este militarismo alemán?— se preguntaba Pablo una y otra vez.
—¡Tanto
dolor que han causado los alemanes!— agregó Dora. —Sin
embargo, tengo muchas amigas alemanas; y seguirán siendo mis amigas, pase
lo que pase.
—¡Bravo! Sigue invitándolas a tomar té. Yo seguiré predicando en los servicios en alemán. Debemos ser fieles a nuestras responsabilidades, aunque no sea popular tener amistad con
ellos— replicó Pablo.
Tenían
muchos amigos alemanes. Uno de ellos vivía en una enorme
mansión sobre una colina; tenía quince sirvientes solo
para la casa, y empleaba a mil hombres para trabajar en sus
sembríos de café. Sin embargo, Pablo decía que no se sentía
inferior al finquero, pues le había ganado en ajedrez.
Pero no todos los alemanes eran
amigables. Cierto día, se había
ido a trabajar en la finca El -Reposo. Se fue a pie. Había dejado de viajar a caballo, desde que se dio cuenta de que al ir a pie tenía más oportunidades para evangelizar en el camino.
Como a
mediodía Pablo llegó a la finca. Se acercó con cautela a la
puerta de hierro. Una mujer delgada, de largas trenzas, le abrió la puerta.
Cuando la
señora se enteró del propósito que traía al misionero,
sonrió y dijo: —¡Yo conozco a esa familia! Yo también soy
creyente. Pero le advierto que el patrón es muy raro, y que no le gustan las
visitas. Pase usted adelante.
Pablo la
siguió hasta la casa de hacienda. Dos inmensos perros
salieron ladrando furiosamente, seguidos por un hombre corpulento y rubio.
—¿Y quién
es usted?— preguntó a gritos el dueño de la finca.
—Pablo Burgess, a sus órdenes.
—Hablaremos
después de que yo almuerce,— dijo el finquero
bruscamente. Con eso cerró la puerta, dejando al misionero
afuera. La brisa le traía el aroma de la carne asada y del
pan recién horneado. ¡Claro! Era la hora del almuerzo, pero era obvio que no
se le iba a ofrecer nada.
Pasado un buen rato, el finquero
se asomó de nuevo, preguntando ásperamente: —Y bien, ¿qué quiere?
—Quisiera pedir permiso para
tener un servicio para los evangélicos— respondió Pablo en alemán.
—El finquero
frunció el ceño. —La religión católica es mala, pero
la protestante es peor. ¿Sabe usted cuál es la religión
nuestra? Es el trabajo. No se permite nada de música ni de bulla.
—Pero la gente
tiene derecho de adorar a Dios. No pueden estar
trabajando todo el tiempo. ¿No cree usted que tienen alma?
El hombre
se puso furioso. —Si tienen almas, ¡que las salven por
medio del trabajo! No le permitiré ni siquiera que eleve una oración en sus chozas.
¡Fuera!
Pablo
retrocedió, y consideró que era mejor retirarse. —Desde luego, señor. Esta finca
es suya. Buenas tardes._
Saliendo de la finca, el
misionero se encaminó hacia el pueblo más
cercano. Casi podía saborear las tortillas calientos y la deliciosa
carne de venado que se vendía en un pequeño comedor allí. Pero antes
de que llegara al pueblo, un grupo de soldados armados le salió al paso.
—¡Usted está
detenido! le dijeron, secamente.
—¿Por qué?— preguntó Pablo,
procurando reponerse de la sorpresa.
—El dueño de
El Reposo nos telegrafió. Lo acusa de ser un norteamericano subversivo, que trata de soliviantar a su gente.
Pablo no
tuvo más remedio que seguir a los soldados. Después de
varias horas de camino llegaron a la cárcel militar. El
misionero miró su reloj. Eran las cuatro de la tarde, y no había
probado bocado desde el desayuno.
—El
teniente se fue a Coatepeque a reparar su sable,— le explicó un
soldado. —Usted tendrá que pasar la noche aquí, y mañana
puede presentarle su caso. A ver qué hace con usted.
Cansado, Pablo se puso de
cuclillas en el patio, y sacó del bolsillo su Nuevo Testamento.
Al poco rato, un grupo de presos
y de soldados se le acercó, preguntándole con curiosidad: —¿Qué libro es ese?
—Es el
evangelio de Cristo— respondió el misionero. —Permítanme contarles acerca de
El.
Con eso, el
misionero pasó dos horas hablándoles del evangelio.
Hasta se olvidó del hambre que traía. Por fin los hombres dejaron de hacerle
preguntas, y se retiraron.
`Pablo se
sentía a punto de desmayarse. —¿Hay algo para comer?— le preguntó a un soldado
delgado y nervioso.
—Esa
anciana vende comida— dijo el guarda, señalando hacia una mujer encorvada; —si
es que usted tiene dinero con qué comprar.
Pablo se
sentía mareado. Haciendo un esfuerzo se acercó a la mujer.
Ella le sirvió, en una hoja de banano, un poco de yuca hervida. Luego lavó una
taza mugrienta en una palangana de agua turbia, y le sirvió café negro y
espeso.
Era lo
único disponible, así que Pablo tuvo que conformarse.
Para cuando
terminó de comer, el sol ya se había puesto. Los presos
fueron llevados a un cuarto grande y sin ventanas, para que pasaran la noche.
El piso estaba húmedo, y olía mal. No había camas.
Pablo se acostó en el suelo.
Tenía la mente turbada. Sesentía
confuso. Aquel finquero se había portado muy mal. Por un breve
momento le dieron ganas de reunir a los soldados y
marchar hacia El Reposo para demandar, en nombre de la ley,
que el dueño respetara la libertad de culto de los trabajadores.
No obstante,
Pablo sabía que nunca lograría nada si trataba de
vengarse. Sabía que, más bien, debía perdonar al finquero, de la manera como
Cristo perdonó a Sus verdugos. Mientras daba
vueltas sobre el piso, oró en silencio: "Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Oh, Señor, yo sí perdono al
finquero."
No podía
dormir; el piso estaba demasiado húmedo. Entonces se
dio cuenta de que se le acercaba alguien que olía a aguardiente. ¿Quién sería?
¿Algún despiadado criminal?
—Yo ... yo eshtoy aquí por eshtar borrasho— explicó el hombre con
palabras entrecortadas. —No sé por qué eshtá usted aquí,
pero veo que no tiene chamarra. Mire, usted puede acoshtarse shobre eshte
coshtal que tengo aquí.
—Gracias— murmuró Pablo. —Que
Dios le bendiga, amigo.
Con el saco de cáñamo entre su
cuerpo y el suelo, Pablo no sentía tanto la
humedad; pero ni aun así podía dormir. Miles de pulgas le picaban, y tenía comezón en todo el cuerpo. Parecía
que nunca amanecería.
Por fin
llegó el amanecer, y también el teniente. Cuando éste se
enteró de lo ocurrido, sus negros ojos ardieron en cólera.
—¡Esos alemanes creen que Guatemala les pertenece! dijo furioso. —Usted puede salir
libre, si promete regresar directamente a Quezaltenango.
Unas
semanas más tarde, Pablo estaba conversando en su casa con un amigo. —De paso,—
comentó el amigo, —hay un finquero alemán que han puesto preso aquí en la
cárcel de Quezaltenango.
—¿Quién es?—
preguntó Pablo.
—Es el dueño
de la finca El Reposo. Dicen que insultó a un sargento, y que le dio de
bofetadas; así que lo trajeron acá a Quezaltenango, y lo encarcelaron.
—Pobre de él; debe tener hambre— dijo Pablo pensativo. Me acuerdo
de cómo me sentí yo en la cárcel.
Cuando el amigó se despidió
Pablo fue a la cocina. —Dora— dijo, —¿Dónde está aquel
pudín de arroz tan deli‑cioso que hiciste? Tengo a un conocido en la cárcel, y
quiero llevarle un poco.
El finquero, brusco como
siempre, aceptó el pudín sin la menor seña de
agradecimiento. El misionero dio media vuelta pora
volver a su casa. De pronto, le sobrevino un presentimiento.
¿Cuántas veces estaría él preso detrás de paredes como aquellas? Recordó que Jesús había prometido que todo el que quisiera ser fiel al llamamiento
divino, enfrentaría persecusión y sufrimientos.