VIVIMOS EN LA
CARCEL CON PAPA
CARCEL CON PAPA
Por Ernestina Venegas
Redacción de Murray Teigh Bloom4
SELECCIONES DEL READEYS DIGEST Febrero
1959 VIVIMOS EN LA CÁRCEL CON PAPÁ
15
Redacción de Murray Teigh Bloom4
SELECCIONES DEL READEYS DIGEST Febrero
1959 VIVIMOS EN LA CÁRCEL CON PAPÁ
15
En María Madre —una de las colonias penales más curiosas del mundo— pasó Ernestina los primeros 17 años de su vida
EL 22 DE JUNIO de 1958, mi hermano Ramón y yo dejamos la Isla de María Madre en el Pacífico, donde habíamos vivido desde que llegamos a este mundo.
Ramón tenía 18 años; yo, 17. Buen rato hacía que el guardacostas
mejicano que nos llevaba había despegado del muelle de Balleto (puerto y
población principal de la isla) y todavía nosotros agitábamos los
pañuelos diciendo adiós a los amigos que salieron a despedirnos: Ramón a
sus compañeros del equipo de béisbol, del que había sido famoso shortstop; yo a mis condiscípulas. Papá hacía señas con la mano a sus amigos, los presos cuyas sentencias duraban aún.
Después de cumplir una condena de 27 años en la isla prisión ¡papá salía libre! Tenía 46 y nos llevaba al norte de México en busca de una granja para comenzar nueva vida.
Al alejarse el barco pude tender la vista sobre todos aquellos lugares memorables en mi vida. Ahi estaba el edificio de la administración donde una vez averigüé la razón por la cual mi padre estaba preso. Más allá, a la derecha, la casita de la Calle Benito Juárez que nosotros mismos construimos; la iglesia de Balletodonde papá y mamá se casaron y, cerca de ella, el pequeño cementerio donde enterraron a mamá una primavera, poco después de mi nacimiento.
Llevábamos a bordo del guardacostas tres de nuestros animales consentidos: «Amigo,» el perro de papá, un podenco delgado y ágil que se procuraba su propia alimentación cazando lagartos y conejos; «María,» el loro de Ramón, regalo de su mejor amigo, quien lo había atrapado al dejarlo sin sentido de un hondazo; y por último, «Mimí,» mi gata, que también se alimentaba de la caza de lagartijos e insectos.
Pero tuvimos que dejar a un miembro de familia mucho más importante aún: a «Siete Leguas,» el borrico que vivió con nosotros durante cinco años. Yo le puse ese nombre en honor del caballo legendario de Pancho Villa. No es que fuera nuestro burro tan ligero como el viento; más propio sería compararlo con el céfiro inconstante; pero soportaba enormes cargas de estacas que traía desde la montaña y que papá vendía como leña o utilizaba para hacer cercas.
Al décir «isla prisión» la gente piensa en algo así como la Isla del Diablo, con una humedad y un clima mortíferos. María Madre es muy distinta. Mide unos 20 kilómetros de largo por ocho de ancho; está situada a poca distancia de la costa de México y tiene un clima excelente, exento de enfermedades tropicales..Es una de cuatro islas, mal llamadas las «Tres» Marías, ocupada en 1905 por el dictador Porfirio Díaz y destinada por él para confinar a sus presos políticos. Más tarde se enviaron a la isla presos de toda clase y poco a poco se fue estableciendo la costumbre de permitir que los sentenciados a largas condenas llevaran consigo sus familias. Con el tiempo, las autoridades reconocieron que esto no sólo ejercía benéfica influencia sobre los prisioneros que vivían con los suyos, sino que contribuía a que los otros se mostraran más dóciles y más contentos.
No hay barrotes de hierro en María Madre, ni uniformes de presidiarios, y a los reclusos se les llama discretamente «colonos.» Cuando llegan visitantes a Balleto —muchos de ellos expertos en cárceles de otras tierras— y se encuentran con nuestro malecón bordeado de palmeras, con su hilera de casas y de tiendas; con la iglesia y la bonita escuela, y ven mujeres y niños transitando por las calles con toda libertad, se miran y se preguntan : «¿ Es posible que esto sea un penal ?»
Hasta los 10 años crecí convencida de que vivía en uno de tantos pueblos mejicanos. Pero ese año, mi mejor amiga, Esther Ovalle, estuvo de visita en el continente y, de las preguntas que yo le hice, dedujo que yo ignoraba por qué razón María Madre era un lugar diferente.
—Tina —me dijo—: esta isla es un presidio.
Yo no sabía lo que era un presidio, pero presentí que debía ser algo muy malo. Más tarde, cuando tuve 12 años, tropecé accidentalmente con un cajoncito de madera donde mi padre guardaba sus cosas, y de él cayó un recorte de periódico amarillento. Era el retrato de una muchacha, con una leyenda que decía cómo había sido asesinada por su pretendiente, un granjero, cerca de Xochimilco. Antes no había querido enterarme del motivo por el cual estaba papá aquí; mas ahora quise averiguarlo. Fui a la oficina de la administración y le pregunté a una empleada si podía hacerme el gran favor de enseñarme la hoja de registro de mi padre.
—No hay inconveniente —respondió—. A veces es muy duro para un padre hablar de su pasado.
Esto diciendo, sacó del archivo una tarjeta larga. Terminé de leerla pálida y temblorosa.
En 1931, cuando tenía 19 años, Baldomero Venegas había dado muerte a su novia en un acceso de celos. Lo juzgaron y lo condenaron a 27 años de presidio.
Inmediatamente corrí a casa y entre sollozos le conté a Ramón lo que acababa de descubrir. El me dio unas cariñosas palmaditas y me dijo:
—Yo ya lo sabía.
—Pero, Ramón, por Dios ¿ por qué no me lo habías dicho?
—Ojalá no lo hubiera sabido nunca — respondió malhumorado —. Desde que lo supe he deseado irme de la isla, escaparme ...
Entonces le dije algo de lo cual todavía me avergüenzo: —Nosotros no tenemos por qué estar aquí, Ramón; nosotros no somos presidiarios. Papá sí.
Apenas pronuncié aquellas palabras, me di cuenta de mi deslealtad y al punto me desdije:
—No, no podemos dejar a papá, Ramón. Somos lo único que él tiene en la vida. Nuestra deber es quedarnos aquí con él hasta que cumpla la sentencia.
No pensamos más en ello hasta un mes después, cuando Ramón sacó de la biblioteca El Conde de Montecristo. Lo leimos Juntos y a poco comenzamos a soñar en hallar un gran tesoro, como el héroe de la novela, y en emprender luego la fuga con papá para empezar nueva vida, con otros nombres y grandes riquezas.
Después de cumplir una condena de 27 años en la isla prisión ¡papá salía libre! Tenía 46 y nos llevaba al norte de México en busca de una granja para comenzar nueva vida.
Al alejarse el barco pude tender la vista sobre todos aquellos lugares memorables en mi vida. Ahi estaba el edificio de la administración donde una vez averigüé la razón por la cual mi padre estaba preso. Más allá, a la derecha, la casita de la Calle Benito Juárez que nosotros mismos construimos; la iglesia de Balletodonde papá y mamá se casaron y, cerca de ella, el pequeño cementerio donde enterraron a mamá una primavera, poco después de mi nacimiento.
Llevábamos a bordo del guardacostas tres de nuestros animales consentidos: «Amigo,» el perro de papá, un podenco delgado y ágil que se procuraba su propia alimentación cazando lagartos y conejos; «María,» el loro de Ramón, regalo de su mejor amigo, quien lo había atrapado al dejarlo sin sentido de un hondazo; y por último, «Mimí,» mi gata, que también se alimentaba de la caza de lagartijos e insectos.
Pero tuvimos que dejar a un miembro de familia mucho más importante aún: a «Siete Leguas,» el borrico que vivió con nosotros durante cinco años. Yo le puse ese nombre en honor del caballo legendario de Pancho Villa. No es que fuera nuestro burro tan ligero como el viento; más propio sería compararlo con el céfiro inconstante; pero soportaba enormes cargas de estacas que traía desde la montaña y que papá vendía como leña o utilizaba para hacer cercas.
Al décir «isla prisión» la gente piensa en algo así como la Isla del Diablo, con una humedad y un clima mortíferos. María Madre es muy distinta. Mide unos 20 kilómetros de largo por ocho de ancho; está situada a poca distancia de la costa de México y tiene un clima excelente, exento de enfermedades tropicales..Es una de cuatro islas, mal llamadas las «Tres» Marías, ocupada en 1905 por el dictador Porfirio Díaz y destinada por él para confinar a sus presos políticos. Más tarde se enviaron a la isla presos de toda clase y poco a poco se fue estableciendo la costumbre de permitir que los sentenciados a largas condenas llevaran consigo sus familias. Con el tiempo, las autoridades reconocieron que esto no sólo ejercía benéfica influencia sobre los prisioneros que vivían con los suyos, sino que contribuía a que los otros se mostraran más dóciles y más contentos.
No hay barrotes de hierro en María Madre, ni uniformes de presidiarios, y a los reclusos se les llama discretamente «colonos.» Cuando llegan visitantes a Balleto —muchos de ellos expertos en cárceles de otras tierras— y se encuentran con nuestro malecón bordeado de palmeras, con su hilera de casas y de tiendas; con la iglesia y la bonita escuela, y ven mujeres y niños transitando por las calles con toda libertad, se miran y se preguntan : «¿ Es posible que esto sea un penal ?»
Hasta los 10 años crecí convencida de que vivía en uno de tantos pueblos mejicanos. Pero ese año, mi mejor amiga, Esther Ovalle, estuvo de visita en el continente y, de las preguntas que yo le hice, dedujo que yo ignoraba por qué razón María Madre era un lugar diferente.
—Tina —me dijo—: esta isla es un presidio.
Yo no sabía lo que era un presidio, pero presentí que debía ser algo muy malo. Más tarde, cuando tuve 12 años, tropecé accidentalmente con un cajoncito de madera donde mi padre guardaba sus cosas, y de él cayó un recorte de periódico amarillento. Era el retrato de una muchacha, con una leyenda que decía cómo había sido asesinada por su pretendiente, un granjero, cerca de Xochimilco. Antes no había querido enterarme del motivo por el cual estaba papá aquí; mas ahora quise averiguarlo. Fui a la oficina de la administración y le pregunté a una empleada si podía hacerme el gran favor de enseñarme la hoja de registro de mi padre.
—No hay inconveniente —respondió—. A veces es muy duro para un padre hablar de su pasado.
Esto diciendo, sacó del archivo una tarjeta larga. Terminé de leerla pálida y temblorosa.
En 1931, cuando tenía 19 años, Baldomero Venegas había dado muerte a su novia en un acceso de celos. Lo juzgaron y lo condenaron a 27 años de presidio.
Inmediatamente corrí a casa y entre sollozos le conté a Ramón lo que acababa de descubrir. El me dio unas cariñosas palmaditas y me dijo:
—Yo ya lo sabía.
—Pero, Ramón, por Dios ¿ por qué no me lo habías dicho?
—Ojalá no lo hubiera sabido nunca — respondió malhumorado —. Desde que lo supe he deseado irme de la isla, escaparme ...
Entonces le dije algo de lo cual todavía me avergüenzo: —Nosotros no tenemos por qué estar aquí, Ramón; nosotros no somos presidiarios. Papá sí.
Apenas pronuncié aquellas palabras, me di cuenta de mi deslealtad y al punto me desdije:
—No, no podemos dejar a papá, Ramón. Somos lo único que él tiene en la vida. Nuestra deber es quedarnos aquí con él hasta que cumpla la sentencia.
No pensamos más en ello hasta un mes después, cuando Ramón sacó de la biblioteca El Conde de Montecristo. Lo leimos Juntos y a poco comenzamos a soñar en hallar un gran tesoro, como el héroe de la novela, y en emprender luego la fuga con papá para empezar nueva vida, con otros nombres y grandes riquezas.
Un
día salimos en busca de nuestro tesoro. Ramón se acordaba de haber
visto algo que relucía como la plata entre las rocas de las montañas. Al
subir la empinada senda, tropezamos con un objeto escondido detrás de
unas matas de maguey: resultó ser un mal acabado bote de remos. Con el
encuentro del bote terminaron nuestros sueños. Sin duda había sido hecho
por presos que preparaban la fuga y era posible que en ese preciso
momento estuvieran espiándonos. Comprendimos que el haber descubierto su
secreto constituía un peligro para nosotros y nos volvimos a casa a
toda prisa.
Dos noches después, me despertaron unos ruidos extraños y salí al patio en puntillas. Vi que dos hombres arrastraban el bote hacia la playa. Los reconocí: eran nuestros vecinos, Pablo el electricista y Ezequiel el mecánico. Les faltaban unos 15 metros para llegar al borde del agua cuando los prendieron los guardas que habían estado apostados esperándolos. Los soldados les dieron de culatazos. Más tarde, los presuntos prófugos volvieron al trabajo, después de un buen sermón sobre la locura de pretender escapar, pero sin que les aumentaran el castigo ni les prolongaran la condena.
Cada dos años, poco más o menos, ocurre una intentona de fuga. Cuando falta algún penado a la lista que se pasa a las seis de la mañana, se revisan inmediatamente los cuarteles o su casa de habitación. Si no se le encuentra, se pide por inalámbrico a la fuerza aérea un avión de reconocimiento. Como la tierra firme más cercana dista 100 kilómetros y el puerto más inmediato, que es Mazatlán, 150, el avión descubre fácilmente la embarcación que trata de escapar.
Solamente una vez engañaron al piloto. En 1953 ocho penados construyeron secretamente un bote y se hicieron a la mar en una noche oscura. A la mañana siguiente, dentro del plazo de una hora, el piloto del avión de reconocimiento divisó el bote, pero estaba vacío en medio del mar. No viendo sobrevivientes, comunicó por radio que la tripulación probablemente había sido barrida por las olas. La policía no se dio por satisfecha con esta explicación y se propuso vigilar las casas de los prófugos en el continente. No pasó mucho tiempo sin que atrapara a seis de ellos. Entonces se supo de qué manera habían logrado burlar al piloto.
Sabiendo que serían buscados por el avión, los presos ataron una cuerda a los costados del bote y cuando oyeron el ruido del motor en la distancia, saltaron al agua, bien agarrados de la cuerda, sin dejar asomar las cabezas. Al alejarse el avión, volvieron al bote y continuaron remando hasta llegar a tierra firme.
Más tarde, en un cabaret de la Ciudad de México donde lo vio un detective muy listo, cayó el sétimo de los prófugos en manos de la policía; pero aún no se ha encontrado el octavo tripulante del famoso bote: es el único hombre que ha logrado fugarse de María Madre.
Oí esta historia muchas veces de boca de uno de los fugitivos que regresaron y quien trabaja ahora como mozo de servicio en el «Árbol Peresoso,» nuestro mejor sitio de reunión en Balleto. Allí, bajo la sombra de un árbol gigantesco, los hombres juegan al dominó y beben PepsiCola en tanto que los chicos acuden en busca de paletas. El «Árbol Perezoso» es una de las pocas tiendas de la isla cuyo propietario no es un penado. Pertenece a José Peña, que es - el jefe de almacenes.
Los presos trabajan sin sueldo, seis días a la semana, en tareas que les asigna el penal en los caminos, las salinas, los aserraderos o el nuevo programa de construcciones. A tales oficios dedican generalmente de cuatro a cinco horas por día y en las que les quedan libres deben trabajar para sostener a sus familias. Algunos hacen zapatos de cuero de lagarto y de culebra; otros se dedican a barberos o a sastres; otros fabrican muebles. (Papá trabajaba como segador de heno en el penal y se hizo hábil constructor de cercas). Muchos elaboran hermosos artículos de madera incrustada, de cuero, de oro o de plata, que se venden en la Ciudad de México. Cada mes despacha el correo de María Madre objetos curiosos de esta clase por valor de 100.000 pesos. Los presos pueden salir a pescar cuando quieran; también cazan, con trampa y red, patos y otras aves. Algunos cultivan hortalizas y crían gallinas, puercos y vacas. Uno tiene un curioso negocio: recoge insectos, plantas y anmales raros para el Museo Norteamericano de Historia Natural.
El general Rafael M. Pedrajo está orgulloso de lo que se ha hecho en la isla durante los cuatro años que ha sido su gobernador El General, hombre de 60 años, cabello blanco y ojos penetrantes, es muy amable con sus «colonos.» Anda entre ellos sin armas y sin guardaespaldas.
—Aquí tenemos mucha suerte —gusta decir con una sonrisa a sus visitantes—; no tenemos motines, ni -huelgas de hambre que, según dicen, ocurren en otras penitenciarías.
Cuando salimos de la isla, 'vivían en ella 30 prisioneros con sus familias, 605 presos varones sin familia y 15 mujeres reclusas; en total, 650. Todo prisionero debe observar un año de buena conducta para poder solicitar la traída de su familia. No han de ser precisamente su mujer y sus hijos. A veces invita también a sus padres y hasta a su suegra, si ésta vive con su mujer. Debe demostrar de qué manera piensa sostenerla y en dónde van a vivir. En el continente hay visitadoras sociales encargadas de informar a la esposa y a los hijos cómo son las condiciones de vida en la isla.
Cuando el guardacostas de la armada trae las familias, lo que ocurre dos veces al mes, todo el mundo sale al muelle a ver qué aspecto tienen las esposas recién llegadas. No hay suficiente' esposas en la isla y pocas veces son más de 20 o 30 las mujeres.-presas; de esta gran desproporción resultan serios problemas. (Con el tiempo, espera el Gobierno que sólo vengan a la isla presos con familias). No faltan idilios entre los presos de ambos sexos y no es raro que terminen en matrimonio, pero no todos alcanzan ese desenlace feliz; hay ocasiones en que los celos de dos hombres que se disputan el amor de una reclusa dan origen a un episodio sangriento. Por esa razón hay en María Madre un juez y un fiscal listos a ver cualquier causa criminal.
Mamá llegó a la isla en 1939; vino a visitar a una hermana, Susana Rivera, casada con un carpintero civil. Se enamoró de papá y al poco tiempo se casaron. Ramón nació el 31 de agosto de 1940 y yo el 7 de noviembre del 41. Después de la muerte de mi madre, mi tía Susana se hizo cargo de nosotros, además de sus tres hijos propios. Al cumplirse el contrato de su marido, quiso llevarnos consigo a México, pero papá no lo consintió. Dijo que él se arreglaría. Entonces Julia Pinto, madre de un empleado civil, comenzó a cuidarnos y con el tiempo llegó a ser una segunda madre para nosotros. La llamábamos doña Julia. Cuando ella abandonó la isla, Ramón y yo estábamos ya grandecitos para ayudar a papá en el manejo de la casa.
En 1952 le ayudamos a papá a construir la última casa que tuvimos en la Calle Benito Juárez. Primero obtuvo el permiso del gobernador; después hubo de hacer muchos viajes a la montaña para traer los postes de madera. Ramón fue centenares de veces a la fuente pública, como a 100 metros de distancia, para que no faltara el agua con que hacer el barro para cubrir los postes.
Al principio la techamos con tablas, pero el General, admirado del trabajo que habíamos hecho en la casa, nos dio tejas de barro para el techo. Cubrimos el patio con hojas secas de palma para que no se calentara mucho con el sol que, en los meses de verano, es muy ardiente en María Madre. Cuando construíamos la casa, Ramón y yo comenzamos a leer el Robinsón Crusoe y así nos dimos cuenta de lo que significa tener que levantar una casa en una isla tropical.
A
los 14 años tomé a mi cargo los deberes de la cocina, el lavado y
planchado, la limpieza y la costura ... cosas que me había enseñado doña
Julia. Hasta entonces, papá había desempeñado, como Dios le daba a entender, aquellos oficios mujeriles. Los de Ramón se reducían a cortar leña en el monte y traer agua de la fuente.
En muchos aspectos
la isla es un paraíso para los niños. Casi todos aprendimos a nadar y muchas cosas acerca de las plantas, los árboles, las aves y los animales silvestres, en las excursiones que hacíamos por el campo. Algunas veces subimos hasta el peligroso cráter del Reventón que está en el centro de la isla y estuvo en actividad hace muchos años. Y, naturalmente, asistíamos a la escuela.
En la escuela Ramón y yo aprendimos a leer y escribir y otras nociones generales acerca del mundo exterior. Durante todo un semestre fui yo la única alumna del sexto año, así que la maestra, Margarita Pérez de Uribes 'fue mi profesora particular. Un maestro civil, Miguel Pimentel, se interesó especialmente por Ramon y le enseñó cosas de aeroplanos y de fotografía. Otros maestros nuestros eran presos. Uno nos enseñó inglés, pero sólo durante tres meses porque entonces completó su condena. Por ese motivo —decía Ramón riendo— nuestras frases en inglés son siempre incompletas.
En febrero de 1956 se terminó la construcción de la escuela primaria federal «Benito Juárez,» edificio moderno de un solo piso. Había que celebrar con una fiesta su inauguración. Se invitó a los niños y a los maestros de una escuela pública de Mazatlán al festival, que duraría todo un día. Habría deportes y carne asada en barbacoa: Todos salimos al muelle a encontrar a los visitantes. Cuando desembarcaron los equipos de béisbol, basquetbol y volibol de Mazatlán, se quedaron mirando a los nuestros sorprendidos. En seguida se echaron a reir. Los deportistas de Mazatlán se habían puesto sus uniformes más gastados y raídos para no avergonzar a los pobres chicos del penal ... ¡y nos encontraban a nosotros vestidos con flamantes arreos deportivos! Comprendimos que su intención era buena y así se lo dijimos.
A varios nos designaron como guías para dirigir a los turistas. Yo les enseñé nuestro patio de recreo de la escuela, con sus columpios, sus deslizadores y su tiovivo. (Cuando se planeó nuestro carrousel de mano, dos de sus 10 animales de montar iban a ser ovejas negras, pero un funcionario pensó que aquello sería una indelicadeza para una isla como la nuestra y se cambiaron por cisnes negros.) Después, pronuncié el discurso de bienvenida desde el escenario de nuestro teatro al aire libre llamado Teatro «Ángela Peralta» en honor de la más famosa cantante mejicana de ópera.
Aquella tarde todos nuestros equipos triunfaron'sobre los visitantes.
El día del festival ocupa el segundo lugar entre los grandes de mi vida en María Madre. El más grande fue el de nuestra partida; porque, a pesar de las relativas comodidades de la isla, todos los prisioneros y sus familias esperan ansiosos el día de poder regresar libremente a tierra firme. Un domingo por la mañana nos llegó el turno. Mientras el barco cargaba para salir hacia Mazatlán, quise darle un último vistazo a nuestro teatro al aire libre. Ángel Guevara daba los últimos toques a un fresco con que estaba decorando el fondo del escenario. El aladro representa un árbol enorme, caído a manera de puente entre la profundidad de la desesperanza y las alturas de la libertad ... por el cual van subiendo trabajosamente los presos desde las simas hasta las cumbres.
Me había quedado distraída viendo trabajar al pintor, cuando sentí una mano en el hombro: era papá.
—Vamos, Tina, que yo ya terminé de trepar por el larguísimo árbol de Ángel. Ya podemos irnos.
Dos noches después, me despertaron unos ruidos extraños y salí al patio en puntillas. Vi que dos hombres arrastraban el bote hacia la playa. Los reconocí: eran nuestros vecinos, Pablo el electricista y Ezequiel el mecánico. Les faltaban unos 15 metros para llegar al borde del agua cuando los prendieron los guardas que habían estado apostados esperándolos. Los soldados les dieron de culatazos. Más tarde, los presuntos prófugos volvieron al trabajo, después de un buen sermón sobre la locura de pretender escapar, pero sin que les aumentaran el castigo ni les prolongaran la condena.
Cada dos años, poco más o menos, ocurre una intentona de fuga. Cuando falta algún penado a la lista que se pasa a las seis de la mañana, se revisan inmediatamente los cuarteles o su casa de habitación. Si no se le encuentra, se pide por inalámbrico a la fuerza aérea un avión de reconocimiento. Como la tierra firme más cercana dista 100 kilómetros y el puerto más inmediato, que es Mazatlán, 150, el avión descubre fácilmente la embarcación que trata de escapar.
Solamente una vez engañaron al piloto. En 1953 ocho penados construyeron secretamente un bote y se hicieron a la mar en una noche oscura. A la mañana siguiente, dentro del plazo de una hora, el piloto del avión de reconocimiento divisó el bote, pero estaba vacío en medio del mar. No viendo sobrevivientes, comunicó por radio que la tripulación probablemente había sido barrida por las olas. La policía no se dio por satisfecha con esta explicación y se propuso vigilar las casas de los prófugos en el continente. No pasó mucho tiempo sin que atrapara a seis de ellos. Entonces se supo de qué manera habían logrado burlar al piloto.
Sabiendo que serían buscados por el avión, los presos ataron una cuerda a los costados del bote y cuando oyeron el ruido del motor en la distancia, saltaron al agua, bien agarrados de la cuerda, sin dejar asomar las cabezas. Al alejarse el avión, volvieron al bote y continuaron remando hasta llegar a tierra firme.
Más tarde, en un cabaret de la Ciudad de México donde lo vio un detective muy listo, cayó el sétimo de los prófugos en manos de la policía; pero aún no se ha encontrado el octavo tripulante del famoso bote: es el único hombre que ha logrado fugarse de María Madre.
Oí esta historia muchas veces de boca de uno de los fugitivos que regresaron y quien trabaja ahora como mozo de servicio en el «Árbol Peresoso,» nuestro mejor sitio de reunión en Balleto. Allí, bajo la sombra de un árbol gigantesco, los hombres juegan al dominó y beben PepsiCola en tanto que los chicos acuden en busca de paletas. El «Árbol Perezoso» es una de las pocas tiendas de la isla cuyo propietario no es un penado. Pertenece a José Peña, que es - el jefe de almacenes.
Los presos trabajan sin sueldo, seis días a la semana, en tareas que les asigna el penal en los caminos, las salinas, los aserraderos o el nuevo programa de construcciones. A tales oficios dedican generalmente de cuatro a cinco horas por día y en las que les quedan libres deben trabajar para sostener a sus familias. Algunos hacen zapatos de cuero de lagarto y de culebra; otros se dedican a barberos o a sastres; otros fabrican muebles. (Papá trabajaba como segador de heno en el penal y se hizo hábil constructor de cercas). Muchos elaboran hermosos artículos de madera incrustada, de cuero, de oro o de plata, que se venden en la Ciudad de México. Cada mes despacha el correo de María Madre objetos curiosos de esta clase por valor de 100.000 pesos. Los presos pueden salir a pescar cuando quieran; también cazan, con trampa y red, patos y otras aves. Algunos cultivan hortalizas y crían gallinas, puercos y vacas. Uno tiene un curioso negocio: recoge insectos, plantas y anmales raros para el Museo Norteamericano de Historia Natural.
El general Rafael M. Pedrajo está orgulloso de lo que se ha hecho en la isla durante los cuatro años que ha sido su gobernador El General, hombre de 60 años, cabello blanco y ojos penetrantes, es muy amable con sus «colonos.» Anda entre ellos sin armas y sin guardaespaldas.
—Aquí tenemos mucha suerte —gusta decir con una sonrisa a sus visitantes—; no tenemos motines, ni -huelgas de hambre que, según dicen, ocurren en otras penitenciarías.
Cuando salimos de la isla, 'vivían en ella 30 prisioneros con sus familias, 605 presos varones sin familia y 15 mujeres reclusas; en total, 650. Todo prisionero debe observar un año de buena conducta para poder solicitar la traída de su familia. No han de ser precisamente su mujer y sus hijos. A veces invita también a sus padres y hasta a su suegra, si ésta vive con su mujer. Debe demostrar de qué manera piensa sostenerla y en dónde van a vivir. En el continente hay visitadoras sociales encargadas de informar a la esposa y a los hijos cómo son las condiciones de vida en la isla.
Cuando el guardacostas de la armada trae las familias, lo que ocurre dos veces al mes, todo el mundo sale al muelle a ver qué aspecto tienen las esposas recién llegadas. No hay suficiente' esposas en la isla y pocas veces son más de 20 o 30 las mujeres.-presas; de esta gran desproporción resultan serios problemas. (Con el tiempo, espera el Gobierno que sólo vengan a la isla presos con familias). No faltan idilios entre los presos de ambos sexos y no es raro que terminen en matrimonio, pero no todos alcanzan ese desenlace feliz; hay ocasiones en que los celos de dos hombres que se disputan el amor de una reclusa dan origen a un episodio sangriento. Por esa razón hay en María Madre un juez y un fiscal listos a ver cualquier causa criminal.
Mamá llegó a la isla en 1939; vino a visitar a una hermana, Susana Rivera, casada con un carpintero civil. Se enamoró de papá y al poco tiempo se casaron. Ramón nació el 31 de agosto de 1940 y yo el 7 de noviembre del 41. Después de la muerte de mi madre, mi tía Susana se hizo cargo de nosotros, además de sus tres hijos propios. Al cumplirse el contrato de su marido, quiso llevarnos consigo a México, pero papá no lo consintió. Dijo que él se arreglaría. Entonces Julia Pinto, madre de un empleado civil, comenzó a cuidarnos y con el tiempo llegó a ser una segunda madre para nosotros. La llamábamos doña Julia. Cuando ella abandonó la isla, Ramón y yo estábamos ya grandecitos para ayudar a papá en el manejo de la casa.
En 1952 le ayudamos a papá a construir la última casa que tuvimos en la Calle Benito Juárez. Primero obtuvo el permiso del gobernador; después hubo de hacer muchos viajes a la montaña para traer los postes de madera. Ramón fue centenares de veces a la fuente pública, como a 100 metros de distancia, para que no faltara el agua con que hacer el barro para cubrir los postes.
Al principio la techamos con tablas, pero el General, admirado del trabajo que habíamos hecho en la casa, nos dio tejas de barro para el techo. Cubrimos el patio con hojas secas de palma para que no se calentara mucho con el sol que, en los meses de verano, es muy ardiente en María Madre. Cuando construíamos la casa, Ramón y yo comenzamos a leer el Robinsón Crusoe y así nos dimos cuenta de lo que significa tener que levantar una casa en una isla tropical.
En muchos aspectos
la isla es un paraíso para los niños. Casi todos aprendimos a nadar y muchas cosas acerca de las plantas, los árboles, las aves y los animales silvestres, en las excursiones que hacíamos por el campo. Algunas veces subimos hasta el peligroso cráter del Reventón que está en el centro de la isla y estuvo en actividad hace muchos años. Y, naturalmente, asistíamos a la escuela.
En la escuela Ramón y yo aprendimos a leer y escribir y otras nociones generales acerca del mundo exterior. Durante todo un semestre fui yo la única alumna del sexto año, así que la maestra, Margarita Pérez de Uribes 'fue mi profesora particular. Un maestro civil, Miguel Pimentel, se interesó especialmente por Ramon y le enseñó cosas de aeroplanos y de fotografía. Otros maestros nuestros eran presos. Uno nos enseñó inglés, pero sólo durante tres meses porque entonces completó su condena. Por ese motivo —decía Ramón riendo— nuestras frases en inglés son siempre incompletas.
En febrero de 1956 se terminó la construcción de la escuela primaria federal «Benito Juárez,» edificio moderno de un solo piso. Había que celebrar con una fiesta su inauguración. Se invitó a los niños y a los maestros de una escuela pública de Mazatlán al festival, que duraría todo un día. Habría deportes y carne asada en barbacoa: Todos salimos al muelle a encontrar a los visitantes. Cuando desembarcaron los equipos de béisbol, basquetbol y volibol de Mazatlán, se quedaron mirando a los nuestros sorprendidos. En seguida se echaron a reir. Los deportistas de Mazatlán se habían puesto sus uniformes más gastados y raídos para no avergonzar a los pobres chicos del penal ... ¡y nos encontraban a nosotros vestidos con flamantes arreos deportivos! Comprendimos que su intención era buena y así se lo dijimos.
A varios nos designaron como guías para dirigir a los turistas. Yo les enseñé nuestro patio de recreo de la escuela, con sus columpios, sus deslizadores y su tiovivo. (Cuando se planeó nuestro carrousel de mano, dos de sus 10 animales de montar iban a ser ovejas negras, pero un funcionario pensó que aquello sería una indelicadeza para una isla como la nuestra y se cambiaron por cisnes negros.) Después, pronuncié el discurso de bienvenida desde el escenario de nuestro teatro al aire libre llamado Teatro «Ángela Peralta» en honor de la más famosa cantante mejicana de ópera.
Aquella tarde todos nuestros equipos triunfaron'sobre los visitantes.
El día del festival ocupa el segundo lugar entre los grandes de mi vida en María Madre. El más grande fue el de nuestra partida; porque, a pesar de las relativas comodidades de la isla, todos los prisioneros y sus familias esperan ansiosos el día de poder regresar libremente a tierra firme. Un domingo por la mañana nos llegó el turno. Mientras el barco cargaba para salir hacia Mazatlán, quise darle un último vistazo a nuestro teatro al aire libre. Ángel Guevara daba los últimos toques a un fresco con que estaba decorando el fondo del escenario. El aladro representa un árbol enorme, caído a manera de puente entre la profundidad de la desesperanza y las alturas de la libertad ... por el cual van subiendo trabajosamente los presos desde las simas hasta las cumbres.
Me había quedado distraída viendo trabajar al pintor, cuando sentí una mano en el hombro: era papá.
—Vamos, Tina, que yo ya terminé de trepar por el larguísimo árbol de Ángel. Ya podemos irnos.
Leí esta historia hace años en selección de selecciones del Reader's Digest pero el libro está deshaciéndose y no lo quiero tirar porque es un tesoro, pero gracias a qué encontré esta publicación, ahora estoy pensando en recopilar todo ojalá pueda encontrar todas las bellas historias que comprenden dicho libro. Gracias por compartir tan bella historia
ResponderEliminarSi desea que digitalizemos sus historias de Selecciones y publicarlas en este espacio, Todo el SERVICIO es de GRATUITO, solo me interesa preservar Y DAR A CONOCER estas historias. puede escribir aquí para ponercos en contaco. Estoy para servirle, igualmente a todos los que tengan historias que compartir.
EliminarEsta historia, es aserca de de mi abuela Ernestina. Hoy en dia vive en Sinaloa, y hasta que esto se publico fue cuando pudimimos encontrarla historia en al internet! Muchas gracias.
ResponderEliminarEs un gusto recibir su comentario. Es un placer servir a los lectores. Saludos en nombre del Señor Jesucristo, Mi Salvador por fe y Gracia.
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