La Apuesta del Cementerio
(Condensado de «The Saturday Review of Literature»)
Por Leonard Q. Ross
(Condensado de «The Saturday Review of Literature»)
Por Leonard Q. Ross
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST MARZO 1942
-tendría yo de nueve a diez años cuando leí este cuento, que no he
podido olvidar desde entonces, tan profundamente quedó grabado en mi
memoria, por la impresión de espanto que me produjo. Lo he referido,
después, muchas veces a multitud e personas, sin que ninguna acertara a
decirme quién es el autor del relato ni cuál el origen del mismo.
IVÁN
era un hombrecillo sumamente miedoso; tan miedoso que los vecinos del
pueblo en que vivía lo llamaban «gallina», o, extremando la burla, «Iván
el Terrible». Todas las noches pasaba un rato en la taberna vecina al
cementerio, el cual no atravesaba nunca para ir a su casa, aunque le
hubiera ahorrado unos cuantos minutos de camino hacerlo así, pues vivía
precisamente al otro lado. Pero la mansión de los muertos le infundía un
gran respeto. No se hubiera aventurado a cruzarla, ni aun en las noches
en que la bañaba una luna tan clara como el día.
Una de invierno, en que aullaba el viento, los parroquianos de la taberna empezaron a molestar al hombrecillo como de costumbre. «Cuando la madre de Iván estaba encinta de él la asustó un canario», decían unos. «Iván el Terrible ...sí, el terriblemente miedoso», apuntaban otros.
Las débiles protestas del que era víctima de estas pullas sirvieron sólo para envalentonar a los burlones, que acogieron con ruidosas manifestaciones de entusiasmo la apuesta de un joven teniente de cosacos.
—Eres un gallina, Iván—dijo éste—. A pesar del frío que está haciendo, serás capaz de helarte dando un largo rodeo por tal de no cruzar el cementerio para ir a tu casa.
— ¿Y qué?—respondió Iván ya amostazado—. Cruzar el cementerio no tiene nada de particular, después de todo. ¿No es un sitio como otro cualquiera?
—Sí, ¿eh?—repuso el teniente—. Pues mira, te daré cinco rublos si cruzas esta noche el cementerio; óvelo bien, cinco rublos en oro.
Sería tal vez el vodka; puede que fuera la codicia de los cinco' rublos en oro, el caso fue que Iván, en medio del asombro general, dijo pasándose la lengua por los labios, húmedos aún de licor:
—¡Trato hecho, teniente: cruzaré el cementerio!
El teniente puso fin al murmullo de incredulidad que acogió estas palabras. —Toma, Iván—dijo desenvainando el sable y entregándoselo—. Cuando llegues al medio del cementerio, lo clavarás en tierra, frente a la tumba grande que hay allí. Esa será la prueba de que, en realidad, te has atrevido a hacer lo que dices. Si lo encontramos allá mañana por la mañana, te daré los cinco rublos.
Iván tomó el sable, entre las risotadas de la concurrencia. En seguida, todos hebieron a la salud de Iván el Terrible, y rieron de nuevo estrepitosamente.
Lúgubres, fantásticos eran los aullidos del viento cuando Iván salió de la taberna. El frío cortaba como un cuchillo.
La noche tenía algo de espectral. Iván, sin embargo, se abotonó el cuello del largo y amplio capote, y dirigió sus pasos hacia el cementerio. Percibía aún la chacota de los bebedores. Y por encima de ella, la voz del teniente que gritaba: «¡Cinco rublos... cinco rublos en oro para Iván, si sale con vida!»
En llegando al cementerio, empujó la pesada cancela y entró con pie resuelto. Después de todo... ¿acaso no era un sitio como otro cualquiera? Pero la noche estaba como boca de lobo ... el viento aullaba de un modo siniestro... «Son cinco rublos, ¡cinco rublos en oro!», decíase Iván para infundirse ánimo, al sentir que su mano helada se negaba casi a sostener el sable; que las ráfagas glaciales del viento lo hacían tiritar de pies a cabeza, no obstante su espeso y largo capote. Al , fin, tal vez por miedo, tal vez sólo por entrar en calor, apresuró el paso, avanzó luego a un renqueante trotecillo.
Ahí estaba la tumba grande frente a la cual debía clavar el sable. Arrodillóse, transido de frío. Hundió el acero, hasta la empuñadura, en la tierra cubierta de dura capa de hielo. Vaya era cosa hecha... había estado en el cementerio... había ganado la apuesta ... eran suyos los cinco rublos en oro! Trató de levantarse, pero no pudo. Lo tenían sujeto ... era inútil que forcejeara. Empezó entonces a apoderarse de él un miedo creciente, absurdo, horrible. Quiso gritar, y la voz, ahogándosele en la garganta, se convertía en lamento inarticulado; trató de huir, pero le era imposible moverse.
A la siguiente mañana lo encontraron tendido frente a la tumba ... ¡había muerto de frío, de miedo! Uno de los faldones del grueso capote, sujeto por el sable del teniente de cosacos, explicaba por qué no pudo moverse de allí el hombrecillo en cuyas facciones contraídas se retrataba aún el terror.
Una de invierno, en que aullaba el viento, los parroquianos de la taberna empezaron a molestar al hombrecillo como de costumbre. «Cuando la madre de Iván estaba encinta de él la asustó un canario», decían unos. «Iván el Terrible ...sí, el terriblemente miedoso», apuntaban otros.
Las débiles protestas del que era víctima de estas pullas sirvieron sólo para envalentonar a los burlones, que acogieron con ruidosas manifestaciones de entusiasmo la apuesta de un joven teniente de cosacos.
—Eres un gallina, Iván—dijo éste—. A pesar del frío que está haciendo, serás capaz de helarte dando un largo rodeo por tal de no cruzar el cementerio para ir a tu casa.
— ¿Y qué?—respondió Iván ya amostazado—. Cruzar el cementerio no tiene nada de particular, después de todo. ¿No es un sitio como otro cualquiera?
—Sí, ¿eh?—repuso el teniente—. Pues mira, te daré cinco rublos si cruzas esta noche el cementerio; óvelo bien, cinco rublos en oro.
Sería tal vez el vodka; puede que fuera la codicia de los cinco' rublos en oro, el caso fue que Iván, en medio del asombro general, dijo pasándose la lengua por los labios, húmedos aún de licor:
—¡Trato hecho, teniente: cruzaré el cementerio!
El teniente puso fin al murmullo de incredulidad que acogió estas palabras. —Toma, Iván—dijo desenvainando el sable y entregándoselo—. Cuando llegues al medio del cementerio, lo clavarás en tierra, frente a la tumba grande que hay allí. Esa será la prueba de que, en realidad, te has atrevido a hacer lo que dices. Si lo encontramos allá mañana por la mañana, te daré los cinco rublos.
Iván tomó el sable, entre las risotadas de la concurrencia. En seguida, todos hebieron a la salud de Iván el Terrible, y rieron de nuevo estrepitosamente.
Lúgubres, fantásticos eran los aullidos del viento cuando Iván salió de la taberna. El frío cortaba como un cuchillo.
La noche tenía algo de espectral. Iván, sin embargo, se abotonó el cuello del largo y amplio capote, y dirigió sus pasos hacia el cementerio. Percibía aún la chacota de los bebedores. Y por encima de ella, la voz del teniente que gritaba: «¡Cinco rublos... cinco rublos en oro para Iván, si sale con vida!»
En llegando al cementerio, empujó la pesada cancela y entró con pie resuelto. Después de todo... ¿acaso no era un sitio como otro cualquiera? Pero la noche estaba como boca de lobo ... el viento aullaba de un modo siniestro... «Son cinco rublos, ¡cinco rublos en oro!», decíase Iván para infundirse ánimo, al sentir que su mano helada se negaba casi a sostener el sable; que las ráfagas glaciales del viento lo hacían tiritar de pies a cabeza, no obstante su espeso y largo capote. Al , fin, tal vez por miedo, tal vez sólo por entrar en calor, apresuró el paso, avanzó luego a un renqueante trotecillo.
Ahí estaba la tumba grande frente a la cual debía clavar el sable. Arrodillóse, transido de frío. Hundió el acero, hasta la empuñadura, en la tierra cubierta de dura capa de hielo. Vaya era cosa hecha... había estado en el cementerio... había ganado la apuesta ... eran suyos los cinco rublos en oro! Trató de levantarse, pero no pudo. Lo tenían sujeto ... era inútil que forcejeara. Empezó entonces a apoderarse de él un miedo creciente, absurdo, horrible. Quiso gritar, y la voz, ahogándosele en la garganta, se convertía en lamento inarticulado; trató de huir, pero le era imposible moverse.
A la siguiente mañana lo encontraron tendido frente a la tumba ... ¡había muerto de frío, de miedo! Uno de los faldones del grueso capote, sujeto por el sable del teniente de cosacos, explicaba por qué no pudo moverse de allí el hombrecillo en cuyas facciones contraídas se retrataba aún el terror.
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