sábado, 29 de octubre de 2016

MONSEÑOR ROMANIELLO Y SU MAQUINA DE HACER FIDEOS Por W., J. LEDERER

Ejemplo de cuánto puede ayudar
la iniciativa individual a la causa
de la libertad

 MONSEÑOR ROMANIELLO Y SU MAQUINA DE HACER FIDEOS
Por W., J. LEDERER
Condensado de la revista "Maricknoll"

Monseñor Juan Romaniello, de la congregación de Maryknoll, recién llegado a Hong Kong como director del Servicio Católico de Socorro, caminaba por la enorme zona reservada para los refugiados en aquella populosa ciudad. Iba con el ánimo decaído.
Cerca de 100.000 fugitivos de la China roja se refugian en Hong Kong cada año, arriesgando la vida para cruzar la frontera hacia la libertad. Famélicos, sin un amigo, se acomodan en chozas miserables o en edificios ruinosos, y escarban en los montones de basura en busca de restos de comida. Si logran sobrevivir durante los primeros meses, estos chinos laboriosos e ingeniosos encuentran, con el tiempo, la manera de ganarse la vida.
¡Ah!, pensó el sacerdote, las penurias que esta gente soporta son monumentos al deseo del hombre de ser libre. En verdad es un privilegio encontrarse aquí para ayudarles. Sin embargo, no es fácil hacerlo.
Estaba hondamente preocupado. Solo pocos días antes había visto barcos que descargaban millones de kilos de harina de trigo, leche en polvo y harina de maíz, excedentes agrícolas enviados por el gobierno de los Estados Unidos para los refugiados. Se había enterado de que gran parte iba a dar al mercado negro, no porque los refugiados fueran deshonestos sino, sencillamente, porque no sabían cocinar estos alimentos norteamericanos y preferían cambiarlos por arroz.
Un padre de cinco hijos le explicó su situación en estos términos: «Vivimos bajo una lona en la acera. Tenemos una ollita y un hornillo. Volvemos a casa al anochecer cansados y hambrientos y no podemos cocinar una comida especial con alimentos extraños, ni aun usando los recetarios que nos dan. Entonces los llevamos al mercado negro. Allí ¡los roban, pero es preferible comer algo a no  comer nada».
 Tiene que haber una fórmula para detener el derroche de alimentos de buena calidad mientras estos valientes se mueren de hambre, pensó el padre Romaniello. Mientras pasaba las cuentas del rosario, rezó en silencio, pidiendo al cielo una solución al problema. En esos momentos pasó por su lado una pequeña y andrajosa chinita con el rostro demacrado. En sus brazos delgaduchos acarreaba una bolsa de harina de la asistencia norteamericana.
Con el fin de comprobar con sus propios ojos lo que haría con la harina, el sacerdote la siguió. La chica entró en una panadería y entregó la bolsa al dueño.
Monseñor la interrogó:
—¿Por qué trajiste la harina a la panadería?
—Para cambiarla por fideos. Por dos kilos y medio de harina me dan medio de fideos. Mis padres no vuelven a casa hasta muy tarde y yo cocino para la familia. Es muy sencillo preparar fideos. Si les agrego unas legumbres quedan muy sabrosos.
¡Fideos! ¿Seria esa la respuesta a su plegaria? Los fideos pueden almacenarse y a los chinos les gustan. ¿No se podrían fabricar con la harina norteamericana?
Monseñor prosiguió su camino con la cabeza hecha un hervidero de ideas. En Hong Kong había fábricas de fideos, pero él dudaba de que aceptaran la escasa ganancia que podía ofrecerles. Luego, como continuación de la respuesta a su plegaria, vio en una cabaña a un hombre que daba vueltas a la manivela de un aparato. Lo contempló un instante para descubrir qué hacía: ¡eran fideos!
La operación parecía sencilla. El chino echaba una pasta de agua y harina en una tina en forma de tolva y la hacía salir por una hendidura inferior, convertida en una fina tira, la cual era cortada en largas cintas por una serie de cuchillas. Un ayudante provisto de unas tijeras las reducía a una longitud de un metro y las ponía a secar al sol en una cuerda de colgar ropa. Monseñor hizo algunas preguntas al obrero.
—Puedo hacer hasta 25 kilos por día —dijo el hombre—; siempre que haya sol.
Al preguntarle si se podría emplear harina de trigo, leche en polvo y harina de maíz, el hombre meneó la cabeza, Jamás había oído hablar de fideos hechos con semejante combinación.
El padre Romaniello llamó al padre McKiernan, profesor en Hong Kong, y le expuso su idea.
—Claro que es factible —expresó este—. Tenemos espacio para instalar la fábrica detrás de la escuela; pero primero debemos conseguir la máquina y después aprender a hacer los fideos.
Como ninguno de los dos sacerdotes tenía conocimientos mecánicos, observaron durante días al operario que elaboraba fideos en su maquinita accionada a mano. Idearon varias mejoras, algunas de las cuales hacían menear la cabeza al chino. Al cabo de un mes tenían un diseño y contrataron con unos herreros la construcción del modelo.
Mientras tanto, el padre Romaniello la emprendió con el problema mayor: cómo mezclar la harina de trigo, la leche y la harina de maíz para que formaran una pasta que al secarse se convirtiera en fideos. Recordó que el padre Trube, otro sacerdote de Hong Kong, gozaba de reputación como cocinero aficionado. ¿Querría ayudarle?
Día tras día, durante seis semanas, el padre Trube mezcló diferentes combinaciones de los tres ingredientes, hasta dar por fin con la fórmula precisa: 5 por ciento de leche, 20 por ciento de harina de maíz y 75 por ciento de harina de trigo. De la tina salió una masa flexible y perfecta que las cuchillas trasformaban en cintas. Le llevó la buena nueva a monseñor Romaniello y los dos se turnaron para cortar la masa en tiras de dos metros de largo y colgarlas a secar. No abandonaron el pequeño laboratorio hasta que estuvieron secas. Luego las cortaron en cintas de 25 cm. de largo y, al ver el buen éxito de sus esfuerzos, gritaron llenos de júbilo: «¡Fideos, fideos para millones de seres hambrientos!»
Le llevaron la primera bolsa al obrero que les había ayudado, hirvieron una porción y le sirvieron un tazón lleno. El hombre saboreó los fideos con seriedad y parsimonia, comiéndolos casi uno por uno. No mostró agrado ni desagrado. Sin embargo, cuando el tazón quedó vacío, se lo pasó a los sacerdotes y les dijo: «Buenos. Muy buenos. ¿Puedo comer otro poco?»
Y así monseñor Romaniello quedó incorporado a la industria de los fideos.
TODO ESTO ocurrió en el verano de 1957. En octubre empezaron a trabajar las primeras máquinas, accionadas por motores eléctricos, queproducían 250 kilos de fideos por día. Los empaquetaban en bolsas de 2,5 kilos, en las que se leía impreso en grandes caracteres: Donado por el pueblo de los Estados Unidos.
Rápidamente corrió la voz entre los refugiados y los fideos se distribuían tan pronto como se fabricaban. Aquellos desgraciados tenían ahora un alimento nutritivo que podían preparar con facilidad; algo que les era familiar y que les gustaba. «Y nos ahorramos la humillación de hacer negocios en el mercado negro», comentó uno de ellos. «Es un regalo espléndido».
Se hicieron arreglos para financiar otras seis fábricas en Hong Kong. El gobierno de la ciudad donó terrenos para levantarlas y la fundición de hierro de Yoe On Hong ofreció sus talleres para la fabricación de máquinas aún más grandes.
A fines de 1959 funcionaban en Hong Kong 10 instalaciones de nueve máquinas cada una. En días de sol fabrican 3000 kilos con los que se benefician 1400 refugiados. Hoy el alimento enviado por la asistencia norteamericana rara vez va a dar al mercado negro de Hong Kong. Se le da el uso a quedo destinan sus donantes: alimentar a los refugiados que persiguen la libertad.
La idea de convertir en fideos la harina del servicio de socorro norteamericano se está extendiendo por todo el Extremo Oriente. Desde Hong Kong se han enviado unidades de máquinas a Corea, Saigón, Macao y Formosa. El Servicio Católico de Socorro en Manila compró una máquina de fideos alemana y ahora distribuye las pastas entre los menesterosos de la ciudad. En Singapur hay agencias de voluntarios que hacen experimentos para tratar de que las panaderías elaboren fideos con las provisiones donadas.
Hoy, cuando monseñor Romaniello camina en Hong Kong por las calles populosas de la zona de los refugiados, va feliz. A menudo, al llegar a la sección ocupada por los recién llegados, los niños corren a saludarlo, gritándole gozosos mientras agitan sus manitas: «Aquí viene el padre fideos».
Fuera del sonido chirriante de las máquinas que elaboran la masa, esta es la música que a monseñor Romaniello más le gusta.

domingo, 16 de octubre de 2016

HISTORIA CLASICA- LINCOLN PERDONA AL CENTINELA DORMIDO

LINCOLN 
PERDONA
AL CENTINELA DORMIDO
  Un  episodio conmovedor que explica en parte la admiración del mundo por una de sus más excelsas figuras
 
Por L. E. Chittenden
Condensado de "This Week Magazine"
 
Aprendí desde hace mucho tiempo, desde mi infancia acaso, que en cierta ocasión Abrahán Lincoln salvó la vida a un joven centinela a quien sorprendieron dormido en su puesto; y siempre tuve esta anécdota como parte de la leyenda lincolniana. Ahora me entero de que no hay tal leyenda. El episodio ocurrió realmente, como lo atestigua un libro, hoy olvidado, que se editó en 1891 bajo el título de "Recuerdos del presidente Lincoln y su administración". Su autor, L. E. Chittenden, abogado, trabajó en el gobierno de Lincoln como registrador de la Tesorería.
Me parece que esta anécdota revela la estatura del hombre que fue mucho más que un gran presidente. 
   — Clifton Fadiman
 
UNA OSCURA mañana de setiembre de 1861, al llegar a mi oficina de la Tesorería, encontré a un grupo de soldados del Tercer Regimiento de Vermont que me estaban esperando para tratar el caso de su compañero William Scott.
Era éste un mozo de 22 años que se había brindado a remplazar en el turno de guardia a un camarada enfermo. Pasó toda la noche de centinela y al día siguiente quiso su mala suerte que le correspondiera de nuevo (esta vez en propiedad) montar la guardia nocturna. Esta segunda noche el soldado que llegó a relevarlo lo encontró dormido en su puesto---lo condenaron a morir en el término de 24 horas.
Los camaradas de Scott designaron un comité.con la autoridad necesaria para emplear todos los recursos del regimiento en su defensa. El comité resolvió hablar conmigo porque también yo era oriundo de Vermont. El capitán asumió toda la responsabilidad. La madre de Scott se oponía a que el muchacho se alistara en el ejército y había consentido al fin cuando el capitán le prometió que lo cuidaría como si fuera su propio hijo. Y el capitán consideraba que había faltado a su promesa.
Me dijo que no había prestado atención cuando el muchacho le con-
---nerse despierto durante una segunda noche de guardia. En lugar de enviar a otro, o de tomar él mismo el puesto, como debería haberlo hecho, mandó a Scott a la muerte.
—Si han de fusilar a alguno, yo soy el indicado —exclamó—. ¡Debe haber algún modo de salvarlo, señor juez! Es un muchacho tan bueno que sería difícil encontrarle igual en el ejército. Nos ayudará usted, ¿verdad?
Me conmovió el gesto fervoroso de aquellos hombres que ofrecían consagrar todos sus recursos, aun sus propias granjas, a- ayudar a su compañero. Me dijeron que Scott aspiró siempre a ser un buen soldado  y había hecho los mayores esfuerzos para lograrlo. Pero mientras más reflexionaba yo, más desesperado me parecía el asunto.
—¡Vengan! —dije impulsivamente—. No hay sino un hombre en el mundo que pueda salvar a su camarada. Iremos a ver al presidente Lincoln.
Me trasladé rápidamente a la Casa Blanca y subí la escalera que conducía a la pequeña oficina donde el Presidente se encontraba escribiendo. Los soldados me seguían.
—¿Qué es esto? —preguntó al vernos entrar—. ¿Una expedición para pedirme que nombre otro general de brigada? ¿O licencia para ir a votar a su pueblo? No puedo, caballeros. Hay más generales que tambores y no podría conseguir una licencia ni siquiera para mí aunque la pidiera a la Secretaría de Guerra.
Su tono era prometedor y fui directamente al grano:
—Señor Presidente —le dije—. Estos señores no quieren nada para sí. Son montañeses del Tercer Regimiento de Vermont, y aquí estarán mientras tenga usted necesidad de buenos soldados. Lo que piden es algo que sólo usted puede concederles: la vida de un compañero.
—¿Qué ha hecho?  —preguntó el Presidente—. Por lo general, ustedes los de Vermont no son malas personas.
—¡Dígaselo usted! —indiqué en voz baja al capitán.
—¡No puedo! Me enredaría como un idiota.
—¡Capitán! —le dije; empujándolo hacia adelante—. La vida de Scott depende de usted. Debe decirle al Presidente lo que ocurrió. Yo lo sé apenas de oídas.
El capitán comenzó a haablar como aquel hombre junto al mar de Galilea, que tenía un impedimento de la lengua, mas pronto la soltó y habló claro. Al oír brotar las palabras de sus labios, sentí que la sangre hervía en mis venas. Terminó su gráfica narración diciendo:
—Señor: es un muchacho tan valiente como el que más. Nuestras montañas no son criadero de cobardes. Allí viven treinta mil hombres que votaron por Abrahán Lincoln. ¡Ellos no podrán comprender que con William Scott lo mejor que se podía hacer era fusilarlo como un traidor y enterrarlo como un perro. 
Señor Lincoln ¿lo comprendería usted mismo?
—¡No! —exclamó el Presidente, y a su rostro asomó esa expresión melancólica que más adelante resultaría tan infinitamente conmovedora. Luego, bruscamente, un cambio se operó en él.Rompió en una risa espontánea y me preguntó:
¿Sus amigos montañeses combaten tan bien como hablan? ... Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Si ordena usted suspender la ejecución mientras los amigos de Scott logran que se examine el caso —le dije— yo mismo haré llegar la orden a la Secretaría de Guerra por los conductos reglamentarios.
—¡No conoce usted a esos oficiales del ejército regular! —replicó el Presidente—. Creen de todo corazón que fusilar a un soldado de vez en cuando, constituye un saludable ejemplo.  Y lo comprendo cuando el soldado deserta o comete un crimen, perono puedo entenderlo así en un caso como el de Scott. La patria le tiene reservada mejor suerte. Tendré que atender al asunto personalmente, y lo haré hoy mismo.
Uno o dos días después, los periódicos informaban que el Presidente había indultado a un centinela condenado a muerte por haberse dormido en su puesto, y que el soldado se había reincorporado a su regimiento.
Pasó mucho tiempo antes de que Scott quisiera hablar de su entrevista con Lincoln, que tuvo lugar el mismo día en que nosotros hablamos con el Presidente. Al fin una noche Scott me abrió su corazón y me hizo el siguiente relato:
El Presidente llegó a nuestro campamento y en un principio me asusté porque nunca en mi vida había hablado con un gran hombre; pero el señor Lincoln se mostró tan bondadoso para conmigo que deseché enseguida mis temores. Me pidió noticias sobre la gente de mi región y sobre la granja; me preguntó a qué escuela había asistido y quiénes eran mis condiscípulos; se interesó por mi madre, quiso saber cómo era, y me dijo que debería sentirme profundamente agradecido de que mi madre viviera todavía, y que si él se encontrase en mi lugar, haría todo lo posible por que se enorgulleciera siempre de su hijo y nunca le causaría la menor pena.
Todavía no había dicho nada acerca del horrible suceso que tendría lugar la mañana siguiente. Pensé que era tanta su bondad que no quería tocar el punto. Pero, ¿cómo podía decirme que no causase pena a mi madre sabiendo que yo debía morir al día siguiente? Ya me decidía a preguntarle si podía disponer que el pelotón encargado de fusilarme no perteneciera a mi regimiento, porque lo más doloroso de todo sería morir a manos de mis propios camaradas, cuando se puso en pie y me dijo:
—Hijo mío, levántate y mírame a la cara. No van a fusilarte mañana. Voy a confiar en ti y a enviarte de nuevo a tu regimiento. Pero he tenido muchas dificultades por causa tuya. Me he visto obligado a venir aquí desde Washington, donde tengo mucho que hacer. ¿Cómo vas a pagarme mis honorarios?
Yo tenía un nudo en la garganta. Había creído que iba a morir y en cierto modo ya me había acostumbrado a la idea. ¡Y el cambio era tan repentino! Mas logré sobreponerme para decirle:
—¡Se lo agradezco mucho, señor Lincoln! ¡Le estoy tan reconocido como pueda estarlo un ser humano! Alguna forma habrá de pagarle y yo la encontraré. Guardo mi paga en la caja de ahorros y supongo que podremos conseguir algún dinero prestado por la granja ... Y si pudiera usted esperar hasta el día de pago, estoy seguro de que mis compañeros me ayudarían.
El señor Lincoln apoyó las manos sobre mis hombros y me dijo:
—Muchacho, mis honorarios son lemasiado elevados. Tus ahorros no lcanzarían a pagarlos, ni la granja, ni todos tus compañeros. No hay más que un hombre en el mundo que pueda pagarme ¡y se llama William Scott! Y si de hoy en adelante William Scott cumple con su deber de tal forma que, si su hora llega repentinamente, pueda mirarme a la Cara, como ahora lo hace, y decirme:
"He cumplido mi promesa, he cumplido con mi deber de soldado", entonces, hijo mío, la deuda estará saldada. ¿ Harás esa promesa
Yo contesté que hacía la prrnesa y que con la ayuda de Dios la cumpliría. Anhelaba decirle con cuánto empeño trataría de hacer lo que él quisiera, pero me faltaron las palabras y tuve que dejarlo todo sin decir. El señor Lincoln se alejó, y desapareció para siempre de mi vista.

ENTRADA DESTACADA

LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY; *1-9- *1855*

  ALECK,   Y LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY ; O, INCIDENTES EMOCIONANTES DE LA VIDA EN EL OCÉANO.   SIENDO LA HISTORIA DE LA ISLA ...