LINCOLN
PERDONA
AL CENTINELA DORMIDO
Un episodio conmovedor que explica en parte la admiración del mundo por una de sus más excelsas figuras
Por L. E. Chittenden
Condensado de "This Week Magazine"
Condensado de "This Week Magazine"
Aprendí desde hace mucho tiempo, desde mi infancia acaso, que en cierta ocasión Abrahán Lincoln salvó la vida a un joven centinela a quien sorprendieron dormido en su puesto; y siempre tuve esta anécdota como parte de la leyenda lincolniana. Ahora me entero de que no hay tal leyenda. El episodio ocurrió realmente, como lo atestigua un libro, hoy olvidado, que se editó en 1891 bajo el título de "Recuerdos del presidente Lincoln y su administración". Su autor, L. E. Chittenden, abogado, trabajó en el gobierno de Lincoln como registrador de la Tesorería.
Me parece que esta anécdota revela la estatura del hombre que fue mucho más que un gran presidente. — Clifton Fadiman
Me parece que esta anécdota revela la estatura del hombre que fue mucho más que un gran presidente. — Clifton Fadiman
UNA OSCURA mañana de setiembre de 1861, al llegar a mi oficina de la Tesorería, encontré a un grupo de soldados del Tercer Regimiento de Vermont que me estaban esperando para tratar el caso de su compañero William Scott.
Era éste un mozo de 22 años que se había brindado a remplazar en el turno de guardia a un camarada enfermo. Pasó toda la noche de centinela y al día siguiente quiso su mala suerte que le correspondiera de nuevo (esta vez en propiedad) montar la guardia nocturna. Esta segunda noche el soldado que llegó a relevarlo lo encontró dormido en su puesto---lo condenaron a morir en el término de 24 horas.
Los camaradas de Scott designaron un comité.con la autoridad necesaria para emplear todos los recursos del regimiento en su defensa. El comité resolvió hablar conmigo porque también yo era oriundo de Vermont. El capitán asumió toda la responsabilidad. La madre de Scott se oponía a que el muchacho se alistara en el ejército y había consentido al fin cuando el capitán le prometió que lo cuidaría como si fuera su propio hijo. Y el capitán consideraba que había faltado a su promesa.
Me dijo que no había prestado atención cuando el muchacho le con-
---nerse despierto durante una segunda noche de guardia. En lugar de enviar a otro, o de tomar él mismo el puesto, como debería haberlo hecho, mandó a Scott a la muerte.
—Si han de fusilar a alguno, yo soy el indicado —exclamó—. ¡Debe haber algún modo de salvarlo, señor juez! Es un muchacho tan bueno que sería difícil encontrarle igual en el ejército. Nos ayudará usted, ¿verdad?
Me conmovió el gesto fervoroso de aquellos hombres que ofrecían consagrar todos sus recursos, aun sus propias granjas, a- ayudar a su compañero. Me dijeron que Scott aspiró siempre a ser un buen soldado y había hecho los mayores esfuerzos para lograrlo. Pero mientras más reflexionaba yo, más desesperado me parecía el asunto.
—¡Vengan! —dije impulsivamente—. No hay sino un hombre en el mundo que pueda salvar a su camarada. Iremos a ver al presidente Lincoln.
Me trasladé rápidamente a la Casa Blanca y subí la escalera que conducía a la pequeña oficina donde el Presidente se encontraba escribiendo. Los soldados me seguían.
—¿Qué es esto? —preguntó al vernos entrar—. ¿Una expedición para pedirme que nombre otro general de brigada? ¿O licencia para ir a votar a su pueblo? No puedo, caballeros. Hay más generales que tambores y no podría conseguir una licencia ni siquiera para mí aunque la pidiera a la Secretaría de Guerra.
Su tono era prometedor y fui directamente al grano:
—Señor Presidente —le dije—. Estos señores no quieren nada para sí. Son montañeses del Tercer Regimiento de Vermont, y aquí estarán mientras tenga usted necesidad de buenos soldados. Lo que piden es algo que sólo usted puede concederles: la vida de un compañero.
—¿Qué ha hecho? —preguntó el Presidente—. Por lo general, ustedes los de Vermont no son malas personas.
—¡Dígaselo usted! —indiqué en voz baja al capitán.
—¡No puedo! Me enredaría como un idiota.
—¡Capitán! —le dije; empujándolo hacia adelante—. La vida de Scott depende de usted. Debe decirle al Presidente lo que ocurrió. Yo lo sé apenas de oídas.
El capitán comenzó a haablar como aquel hombre junto al mar de Galilea, que tenía un impedimento de la lengua, mas pronto la soltó y habló claro. Al oír brotar las palabras de sus labios, sentí que la sangre hervía en mis venas. Terminó su gráfica narración diciendo:
—Señor: es un muchacho tan valiente como el que más. Nuestras montañas no son criadero de cobardes. Allí viven treinta mil hombres que votaron por Abrahán Lincoln. ¡Ellos no podrán comprender que con William Scott lo mejor que se podía hacer era fusilarlo como un traidor y enterrarlo como un perro.
Señor Lincoln ¿lo comprendería usted mismo?
—¡No! —exclamó el Presidente, y a su rostro asomó esa expresión melancólica que más adelante resultaría tan infinitamente conmovedora. Luego, bruscamente, un cambio se operó en él.Rompió en una risa espontánea y me preguntó:
—¿Sus amigos montañeses combaten tan bien como hablan? ... Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Si ordena usted suspender la ejecución mientras los amigos de Scott logran que se examine el caso —le dije— yo mismo haré llegar la orden a la Secretaría de Guerra por los conductos reglamentarios.
—¡No conoce usted a esos oficiales del ejército regular! —replicó el Presidente—. Creen de todo corazón que fusilar a un soldado de vez en cuando, constituye un saludable ejemplo. Y lo comprendo cuando el soldado deserta o comete un crimen, perono puedo entenderlo así en un caso como el de Scott. La patria le tiene reservada mejor suerte. Tendré que atender al asunto personalmente, y lo haré hoy mismo.
Uno o dos días después, los periódicos informaban que el Presidente había indultado a un centinela condenado a muerte por haberse dormido en su puesto, y que el soldado se había reincorporado a su regimiento.
Pasó mucho tiempo antes de que Scott quisiera hablar de su entrevista con Lincoln, que tuvo lugar el mismo día en que nosotros hablamos con el Presidente. Al fin una noche Scott me abrió su corazón y me hizo el siguiente relato:
El Presidente llegó a nuestro campamento y en un principio me asusté porque nunca en mi vida había hablado con un gran hombre; pero el señor Lincoln se mostró tan bondadoso para conmigo que deseché enseguida mis temores. Me pidió noticias sobre la gente de mi región y sobre la granja; me preguntó a qué escuela había asistido y quiénes eran mis condiscípulos; se interesó por mi madre, quiso saber cómo era, y me dijo que debería sentirme profundamente agradecido de que mi madre viviera todavía, y que si él se encontrase en mi lugar, haría todo lo posible por que se enorgulleciera siempre de su hijo y nunca le causaría la menor pena.
Todavía no había dicho nada acerca del horrible suceso que tendría lugar la mañana siguiente. Pensé que era tanta su bondad que no quería tocar el punto. Pero, ¿cómo podía decirme que no causase pena a mi madre sabiendo que yo debía morir al día siguiente? Ya me decidía a preguntarle si podía disponer que el pelotón encargado de fusilarme no perteneciera a mi regimiento, porque lo más doloroso de todo sería morir a manos de mis propios camaradas, cuando se puso en pie y me dijo:
—Hijo mío, levántate y mírame a la cara. No van a fusilarte mañana. Voy a confiar en ti y a enviarte de nuevo a tu regimiento. Pero he tenido muchas dificultades por causa tuya. Me he visto obligado a venir aquí desde Washington, donde tengo mucho que hacer. ¿Cómo vas a pagarme mis honorarios?
Yo tenía un nudo en la garganta. Había creído que iba a morir y en cierto modo ya me había acostumbrado a la idea. ¡Y el cambio era tan repentino! Mas logré sobreponerme para decirle:
—¡Se lo agradezco mucho, señor Lincoln! ¡Le estoy tan reconocido como pueda estarlo un ser humano! Alguna forma habrá de pagarle y yo la encontraré. Guardo mi paga en la caja de ahorros y supongo que podremos conseguir algún dinero prestado por la granja ... Y si pudiera usted esperar hasta el día de pago, estoy seguro de que mis compañeros me ayudarían.
El señor Lincoln apoyó las manos sobre mis hombros y me dijo:
—Muchacho, mis honorarios son lemasiado elevados. Tus ahorros no lcanzarían a pagarlos, ni la granja, ni todos tus compañeros. No hay más que un hombre en el mundo que pueda pagarme ¡y se llama William Scott! Y si de hoy en adelante William Scott cumple con su deber de tal forma que, si su hora llega repentinamente, pueda mirarme a la Cara, como ahora lo hace, y decirme:
"He cumplido mi promesa, he cumplido con mi deber de soldado", entonces, hijo mío, la deuda estará saldada. ¿ Harás esa promesa
Yo contesté que hacía la prrnesa y que con la ayuda de Dios la cumpliría. Anhelaba decirle con cuánto empeño trataría de hacer lo que él quisiera, pero me faltaron las palabras y tuve que dejarlo todo sin decir. El señor Lincoln se alejó, y desapareció para siempre de mi vista.
Era éste un mozo de 22 años que se había brindado a remplazar en el turno de guardia a un camarada enfermo. Pasó toda la noche de centinela y al día siguiente quiso su mala suerte que le correspondiera de nuevo (esta vez en propiedad) montar la guardia nocturna. Esta segunda noche el soldado que llegó a relevarlo lo encontró dormido en su puesto---lo condenaron a morir en el término de 24 horas.
Los camaradas de Scott designaron un comité.con la autoridad necesaria para emplear todos los recursos del regimiento en su defensa. El comité resolvió hablar conmigo porque también yo era oriundo de Vermont. El capitán asumió toda la responsabilidad. La madre de Scott se oponía a que el muchacho se alistara en el ejército y había consentido al fin cuando el capitán le prometió que lo cuidaría como si fuera su propio hijo. Y el capitán consideraba que había faltado a su promesa.
Me dijo que no había prestado atención cuando el muchacho le con-
---nerse despierto durante una segunda noche de guardia. En lugar de enviar a otro, o de tomar él mismo el puesto, como debería haberlo hecho, mandó a Scott a la muerte.
—Si han de fusilar a alguno, yo soy el indicado —exclamó—. ¡Debe haber algún modo de salvarlo, señor juez! Es un muchacho tan bueno que sería difícil encontrarle igual en el ejército. Nos ayudará usted, ¿verdad?
Me conmovió el gesto fervoroso de aquellos hombres que ofrecían consagrar todos sus recursos, aun sus propias granjas, a- ayudar a su compañero. Me dijeron que Scott aspiró siempre a ser un buen soldado y había hecho los mayores esfuerzos para lograrlo. Pero mientras más reflexionaba yo, más desesperado me parecía el asunto.
—¡Vengan! —dije impulsivamente—. No hay sino un hombre en el mundo que pueda salvar a su camarada. Iremos a ver al presidente Lincoln.
Me trasladé rápidamente a la Casa Blanca y subí la escalera que conducía a la pequeña oficina donde el Presidente se encontraba escribiendo. Los soldados me seguían.
—¿Qué es esto? —preguntó al vernos entrar—. ¿Una expedición para pedirme que nombre otro general de brigada? ¿O licencia para ir a votar a su pueblo? No puedo, caballeros. Hay más generales que tambores y no podría conseguir una licencia ni siquiera para mí aunque la pidiera a la Secretaría de Guerra.
Su tono era prometedor y fui directamente al grano:
—Señor Presidente —le dije—. Estos señores no quieren nada para sí. Son montañeses del Tercer Regimiento de Vermont, y aquí estarán mientras tenga usted necesidad de buenos soldados. Lo que piden es algo que sólo usted puede concederles: la vida de un compañero.
—¿Qué ha hecho? —preguntó el Presidente—. Por lo general, ustedes los de Vermont no son malas personas.
—¡Dígaselo usted! —indiqué en voz baja al capitán.
—¡No puedo! Me enredaría como un idiota.
—¡Capitán! —le dije; empujándolo hacia adelante—. La vida de Scott depende de usted. Debe decirle al Presidente lo que ocurrió. Yo lo sé apenas de oídas.
El capitán comenzó a haablar como aquel hombre junto al mar de Galilea, que tenía un impedimento de la lengua, mas pronto la soltó y habló claro. Al oír brotar las palabras de sus labios, sentí que la sangre hervía en mis venas. Terminó su gráfica narración diciendo:
—Señor: es un muchacho tan valiente como el que más. Nuestras montañas no son criadero de cobardes. Allí viven treinta mil hombres que votaron por Abrahán Lincoln. ¡Ellos no podrán comprender que con William Scott lo mejor que se podía hacer era fusilarlo como un traidor y enterrarlo como un perro.
Señor Lincoln ¿lo comprendería usted mismo?
—¡No! —exclamó el Presidente, y a su rostro asomó esa expresión melancólica que más adelante resultaría tan infinitamente conmovedora. Luego, bruscamente, un cambio se operó en él.Rompió en una risa espontánea y me preguntó:
—¿Sus amigos montañeses combaten tan bien como hablan? ... Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Si ordena usted suspender la ejecución mientras los amigos de Scott logran que se examine el caso —le dije— yo mismo haré llegar la orden a la Secretaría de Guerra por los conductos reglamentarios.
—¡No conoce usted a esos oficiales del ejército regular! —replicó el Presidente—. Creen de todo corazón que fusilar a un soldado de vez en cuando, constituye un saludable ejemplo. Y lo comprendo cuando el soldado deserta o comete un crimen, perono puedo entenderlo así en un caso como el de Scott. La patria le tiene reservada mejor suerte. Tendré que atender al asunto personalmente, y lo haré hoy mismo.
Uno o dos días después, los periódicos informaban que el Presidente había indultado a un centinela condenado a muerte por haberse dormido en su puesto, y que el soldado se había reincorporado a su regimiento.
Pasó mucho tiempo antes de que Scott quisiera hablar de su entrevista con Lincoln, que tuvo lugar el mismo día en que nosotros hablamos con el Presidente. Al fin una noche Scott me abrió su corazón y me hizo el siguiente relato:
El Presidente llegó a nuestro campamento y en un principio me asusté porque nunca en mi vida había hablado con un gran hombre; pero el señor Lincoln se mostró tan bondadoso para conmigo que deseché enseguida mis temores. Me pidió noticias sobre la gente de mi región y sobre la granja; me preguntó a qué escuela había asistido y quiénes eran mis condiscípulos; se interesó por mi madre, quiso saber cómo era, y me dijo que debería sentirme profundamente agradecido de que mi madre viviera todavía, y que si él se encontrase en mi lugar, haría todo lo posible por que se enorgulleciera siempre de su hijo y nunca le causaría la menor pena.
Todavía no había dicho nada acerca del horrible suceso que tendría lugar la mañana siguiente. Pensé que era tanta su bondad que no quería tocar el punto. Pero, ¿cómo podía decirme que no causase pena a mi madre sabiendo que yo debía morir al día siguiente? Ya me decidía a preguntarle si podía disponer que el pelotón encargado de fusilarme no perteneciera a mi regimiento, porque lo más doloroso de todo sería morir a manos de mis propios camaradas, cuando se puso en pie y me dijo:
—Hijo mío, levántate y mírame a la cara. No van a fusilarte mañana. Voy a confiar en ti y a enviarte de nuevo a tu regimiento. Pero he tenido muchas dificultades por causa tuya. Me he visto obligado a venir aquí desde Washington, donde tengo mucho que hacer. ¿Cómo vas a pagarme mis honorarios?
Yo tenía un nudo en la garganta. Había creído que iba a morir y en cierto modo ya me había acostumbrado a la idea. ¡Y el cambio era tan repentino! Mas logré sobreponerme para decirle:
—¡Se lo agradezco mucho, señor Lincoln! ¡Le estoy tan reconocido como pueda estarlo un ser humano! Alguna forma habrá de pagarle y yo la encontraré. Guardo mi paga en la caja de ahorros y supongo que podremos conseguir algún dinero prestado por la granja ... Y si pudiera usted esperar hasta el día de pago, estoy seguro de que mis compañeros me ayudarían.
El señor Lincoln apoyó las manos sobre mis hombros y me dijo:
—Muchacho, mis honorarios son lemasiado elevados. Tus ahorros no lcanzarían a pagarlos, ni la granja, ni todos tus compañeros. No hay más que un hombre en el mundo que pueda pagarme ¡y se llama William Scott! Y si de hoy en adelante William Scott cumple con su deber de tal forma que, si su hora llega repentinamente, pueda mirarme a la Cara, como ahora lo hace, y decirme:
"He cumplido mi promesa, he cumplido con mi deber de soldado", entonces, hijo mío, la deuda estará saldada. ¿ Harás esa promesa
Yo contesté que hacía la prrnesa y que con la ayuda de Dios la cumpliría. Anhelaba decirle con cuánto empeño trataría de hacer lo que él quisiera, pero me faltaron las palabras y tuve que dejarlo todo sin decir. El señor Lincoln se alejó, y desapareció para siempre de mi vista.
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