LA FAMILIA MALDONADO DE ESPAÑA A HUEHUETENANGO
SIGLO XIX
La siguiente historia es una de mis favoritas,no solo por que vino a aclararme más sobre la presencia hispana en Huehuetenango, sino por el gran amor que se profesaron Luis y Trinidad, ambos valencianos establecidos en la cabecera de Huehuetenango, y más adelante en el pueblo de Cuilco.
Unos años menos. otros más, habianse radicado en este poblado otros españoles, por lo que no es extraño que tuviesen que relacionarse de alguna forma en el contexto social y cultural con los Maldonado Fernandez.
A continuación escribo los nombres
de personas nacidas en Asturias, Cataluña, Soria, Galicia, Castilla y León y otras provincias españolas-establecidas en los años de 1860 a 1890 en la Villa de Huehuetenango.
Españoles Penisulares en el contexto de esta historia-No aparecen todos en este listado de ese periodo-- No escribimos aquí los nombres de españoles penisulares y criollos antes de esos años-
Españoles nacidos en España que probablemente conocieron a los esposos Maldonado Fernández
Joaquín Mont y Prats
Francisco Valdez del Llano
Manuel del Pando Gamez
Marcelo de Orive y Coloma
Teniente Coronel Aquilino Gómez Calonge, Corregidor y Jefe Pólitico de Huehuetenango
Ramón Balaña y Terrel
Manuel Saenz y su esposa
Petra Cabreja Garcia de Saenz
Lic. Juan Garín y Quinteros Juez de Pazde Huehuetenango, y su esposa
Teresa Villalobos Valdez Crovetto
Maria de Concepción Natalia Asunción Roque de la Santísima Trinidad Garín y Quinteros Villalobos
Perfecto Pérez Gómez
Francisco Pérez
Rafael Blanco Cueto
Nicoás Megarejo y Guzmán
Ciriaco Trápaga
Dr. Amancio Aparicio Diez Cura de la ciudad
Agripina Aparicio Diez
Ramón Perez Crespo
Mariano Mayolas
Lola Vasconcelos
y otros más ....
Encontré información de una partida de Bautismo de un nieto de Luis Maldonado y Trinidad Fernandez." Por información seguida y aprobada por esta vicaria foranea...(1938)-"
Atte. El investigador Huehueteco sobre hispanidad.
EFRAIN MALDONADO MORENO
NOVIEMBRE 1897
Hijo de FERMIN MALDONADO y de AGRIPINA
MORENO
Cuilco. Huehuetenango, Guatemala
Maldonado Efrain. Por información seguida y aprobada por esta vicaría foranea en cinco de Noviembre
de mil novecientos treinta y ocho, consta que Efraín Maldonado, hijo legítimo de Fermin
y Agripina Moreno, fue bautizado en la extinta parroquia de Cuilco a fines de Noviembre de mil ochocientos noventa y
siete, siendo sus padrinos Isidoro Fernández y Cecilia Moreno
Información anotada en el libro de bautismos de la Parroquia de la ciudad de
Huehuetenango
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OSCAR MAYORGA
LAS TARDES
CON LA ABUELA
RETRATO DE FAMILIA
EN LA DISTANCIA
CONSEJO ESTATAL
PARA LAS CULTURAS Y LAS ARTES DE CHIAPAS
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--fragmentos-
Como
sucedía cada vez que viajaba, Andrés no pudo dejar de recordar a Eliza bella
sobrecargo a quien tanto quiso, con sus ojos de gato color miel, su piel
bronceada y su silueta de modelo, tan llena de vida, que gustaba tanto del
teatro, con quien Andrés había vuelto a creer en el amor y había sido feliz.
Con ella había aprendido a reír desde el fondo del corazón y a disfrutar de la
vida y de los viajes; aquella pequeña y valiente aeromoza que había tratado,
con todas sus fuerzas, de salvar a los pasajeros en aquel accidente de Mexicana
cuando su avión cayó en el Lago de Texcoco. La noche anterior Eliza lo había
llamado desde Dallas: “Nos vemos mañana en tu departamento y me invitas a
cenar. Tengo un regalo para ti que te compré hoy y muchas cosas que contarte”,
le había dicho con su bella voz grave. Andrés la esperó en vano toda la noche
pero ella no llegó nunca a la cita. Había muerto ahogada en el fango del lago
aquella tarde de abril casi quince años atrás.
Tal
vez por asociación de ideas pensó también en Sophie, que había ido a dejarlo al
aeropuerto Fiumicino de Roma. A pesar de ser tan distintas, la sonrisa de
Sophie le recordaba siempre la de Eliza. Buon
compleanno, le había deseado en italiano en el último minuto en que
estuvieron juntos en el aeropuerto, mientras le daba los dos besos que solían
intercambiar cuando se saludaban o se despedían. “No te olvides que el número
cuarenta es muy importante en la numerología oriental”, había continuado en
francés, lengua en la que siempre se comunicaban, mientras le ofrecía su
sonrisa que no dejaba de ocultar una gran tristeza por la separación. Para
Andrés era, una vez más, el rostro amado de Eliza el que se sobreponía al de
Sophie y él sintió un dolor en el pecho.
¿Cómo
era posible que después de tantos años siguiera aún tan vivo su recuerdo? Era
algo que no compartía con nadie, ni siquiera con Sophie, su amiga, su cómplice,
su camarada. Sophie. Durante los cinco años romanos, a fuerza de trabajar
juntos en la embajada, habían llegado a ser grandes amigos, si bien al
principio la relación había sido un tanto difícil por el carácter fuerte de
ambos. Andrés intuía que Sophie habría esperado algo más que una amistad pero
su incapacidad fundamental de amar le había impedido a él dar un paso más en la
relación. El pasado parecía haber cerrado para siempre su corazón y aunque le
dolía, hacía mucho tiempo que lo había aceptado. Ella sabía que él sabía, pero
entrambos se mantuvo siempre un acuerdo tácito de no abordar el asunto. Esa
fue, tal vez, la clave de la excelente amistad que habría de continuar a lo
largo de los años, a pesar de las separaciones.
Una
vez que hubo pasado el control de migración, mientras se dirigía a la sala
donde debía abordar su avión, en un puesto de libros y revistas se dio de manos
a boca con un libro sobre la cábala y, al hojearlo, descubrió que, entre otras
cosas, traía un capítulo sobre el significado de los números.
“Ya
veremos qué tanto tiene que ver el número cuarenta”, se dijo sin dejar de
recordar la sonrisa y el delicioso acento francés de Sophie. Esa noche, ya
instalado en su cuarto del Hotel Tanganica de la capital burundesa, una vez
desempacada la maleta, después de ducharse, se había puesto ropa fresca y había
bajado a cenar. Había poca gente en el restaurante del hotel, la mayoría,
turistas europeos y hombres de negocios, de esos que uno encuentra en todos los
hoteles del mundo, y un par de parejas de africanos. El edificio del hotel
tenía el aire característico de las construcciones de la posguerra que le
recordó de pronto unas vacaciones pasadas en Fez y Marrakesh. El lugar ideal
para escribir una novela policíaca –pensó mirando en torno al lobby, las salas
y la terraza del hotel–, entreverada con una historia de amor. El hotel estaba
ubicado justo frente al lago Tanganica, del que tomaba el nombre; bastaba
atravesar la calle y se estaba en la playa del lago, cubierta de palmeras,
desde donde se contemplaban las luces de la otra orilla, en el lado del antiguo
Congo Belga, ahora la flamante República de Zaire. A pesar de la hora, la
temperatura era calurosa, aliviada apenas por un viento fresco que venía del
lago. El ambiente que ahora lo envolvía traía a su memoria intensamente aquella
estancia en Casablanca, en 1975, que tanto había significado para él en el
mundo de los sentimientos y que, en parte, había colaborado también a la causa
de su eterna soltería.
El
maître le sugirió la soupe du pêcheur,
el filete de capitaine à la Tanganyika, que
resultó un delicioso pescado empapelado con hierbas finas, y una crema exótica,
acompañado de pommes de terre nature,
sugerencia que Andrés apreció mucho. En vez de vino prefirió la cerveza que
había probado durante el vuelo, una versión africana de la Amstel Bock
holandesa, brassée au Burundi, que le
había parecido muy buena. De postre el maître
sugirió una dame blanche y un
excelente café, orgullo de Burundi, al que desde ese momento Andrés se aficionó
y gracias al cual, en todo el tiempo que vivió en Bujumbura, no echó de menos
el acostumbrado espresso italiano de
todas las mañanas y las tardes romanas.
De
regreso a su cuarto, sacó una botella de brandy del minibar, se sirvió una copa
y se dio tiempo para leer aquel pequeño libro cabalístico que había comprado en
el aeropuerto de Roma. Preparación, purificación “espera”, parecían ser los
tres sentidos más importantes del número cuarenta. “¿Sería
acaso
esta trilogía el motivo secreto, la razón de ser, de mi venida a este país?”,
se preguntó. Cuando se disponía a apagar la luz, se dio cuenta de que en el
cajón de su mesita de noche había una Biblia, pero no del tipo de las que se
suelen encontrar en los cuartos de muchos hoteles, sino una versión en francés
de la Biblia de Jerusalén, en formato pequeño.
Andrés
la tomó movido por la curiosidad y al abrirla dio con el Salmo 95 y sus ojos
leyeron: “Cuarenta años estuve disgustado con aquella generación y dije: son un
pueblo de corazón extraviado que no conoce mis caminos”. Andrés no daba
crédito: todo parecía que se conjugaba como dándole un mensaje secreto: el
número cuarenta. Apagó la luz y, aunque estaba cansado por el viaje, le tomó
más de una hora quedarse dormido.
Muchas
veces había comentado con Sophie, en aquellas veladas en el Trastevere mientras
compartían una pizza y un buen vino tinto, sobre el sentido de vivir en el
extranjero, en el exilio, decía ella. Más allá de las diferencias de latitud,
clima, lengua y cultura, Sophie insistía en la necesidad absoluta de exilarse
para llegar al centro de la propia personalidad, para poder conocerse en
profundidad. “Mira –le dijo ella, en una ocasión que estaban bebiendo cerveza
en un bar subterráneo en el Testaccio,
barrio típicamente romano que a Andrés le gustaba mucho– en el pensamiento de
la Cábala se habla del tsim tsum, el
movimiento primigenio, el movimiento primordial de Dios. Tienes que conocer a
Isaac de Luria, un místico sefardita, tal vez uno de tus antepasados judíos
expulsados de España en el siglo XVI, que se refugió en Palestina y fundó una
escuela de filosofía de tipo cabalístico. Leyendo a Isaac de Luria conocí lo
que es el tsim tsum. Te explico: lo
primero que Dios creó fue la Nada. Hasta entonces todo estaba lleno de Su
presencia, todo era Dios, no había espacio para nada que no fuera Él. Entonces Dios se exiló, se contrajo, se retiró en sí
mismo, y creó un
espacio
vacío, la Nada, en la que pudo crear, por la fuerza de su Palabra, todas las
cosas, distintas de Él. Ese movimiento de repliegue, de retiro, de exilio, es
lo que en lenguaje cabalístico se llama tsim tsum. Por eso todo artista y, en
general, todo el que pretenda ser creador, debe empezar por interiorizarse, por
replegarse, por recogerse en sí mismo para poder crear. Debe aceptar el reto
que le presenta el lienzo vacío o la hoja en blanco para poder pintar o
escribir un poema. Debe aceptar el silencio interior para poder escribir una
partitura musical que llegue a ser una sinfonía. De ahí la riqueza inmensa de
vivir en el exilio, en el extranjero. En la Biblia se dice que Yahvé, en un
rapto de amor, condujo al pueblo de Israel al desierto para revelarle su propia
identidad. Es en el exilio donde uno llega a conocerse bien”, había concluido
Sophie.
Todo
eso venía ahora a su memoria
Historia de la abuela Pina
Maldonado
1
—PÍDEME
LO QUE QUIERAS, no importa cuánto cueste y te lo daré como regalo de cumpleaños
–dijo la abuela Agripina Maldonado a su nieto Andrés Grijalva, mientras
encendía otro cigarrillo de tabaco obscuro. En la familia había la costumbre de
hacer un regalo extraordinario a los varones cuando cumplían dieciocho años.
Andrés lo sabía bien: algunos primos habían llegado ya a esa ansiada edad que
marcaba el inicio de la vida adulta, lejos de los años felices de la infancia y
la adolescencia. Uno había pedido un auto, otro un viaje a los Estados Unidos,
otro más, enamorado de la astronomía, el más sofisticado telescopio que
existía. Él cumpliría dieciocho años dentro de pocas semanas y se había
preparado para ese momento, sobre todo porque sabía que sería la abuela
Agripina, Pina, la que le ofrecería el regalo de cumpleaños
Había
sido una mujer muy bella, las fotografías color sepia del álbum familiar lo
atestiguaban y aunque sus hijas eran bonitas ninguna había heredado esa belleza
clásica de los Maldonado. Eran más bien los hijos varones los que guardaban más
parecido con los abuelos y bisabuelos Maldonado, aquellos inmigrantes españoles
que un día habían cruzado el Atlántico a principios del siglo XIX en busca de
una vida mejor y se habían establecido en Guatemala
—Ahora te contaré de la rama española de mi
familia, los Maldonado Fernández –dijo la abuela en otra de aquellas tardes de
café y pastelillos en el corredor de la Casa de las Bugambilias.
Andrés había partido a la Ciudad de México a
continuar sus estudios en la Universidad Nacional, poco después de su
cumpleaños. Ahora estaba de vacaciones de Navidad y, como siempre, visitaba a
la abuela Pina, para continuar con las conversaciones que cumplían con el
regalo de cumpleaños. Era la época de secas y las tardes eran más calurosas que
cuando llovía. En varias ocasiones la visita de Andrés a su abuela se
prolongaba más de lo acostumbrado y más de una vez se había quedado a cenar con
ella. Su madre se quejaba de que él pasaba más tiempo de sus vacaciones en casa
de la abuela que en su propia casa, pero Andrés no se preocupaba mucho porque
cada vez disfrutaba más lo que Pina Maldonado le contaba. A lo largo de todas
esas charlas, la relación entre ellos se había fortalecido mucho más. Andrés
admiraba la lucidez, la sensibilidad y la inteligencia de su abuela y sus
grandes dotes de narradora.
—¿Por qué nunca escribiste todo esto? –le
preguntó una vez.
—Para darte la oportunidad de que un día lo
hicieras tú –le había contestado ella sonriendo. Andrés sabía, lo sabía toda la
familia, que la abuela llevaba un diario, pero él no se atrevió nunca a pedirle
que se lo dejara leer. Prefería esas confidencias de las tardes que eran sólo
de ellos dos.
Luis Maldonado nació en un pueblo de los
alrededores de Valencia, España, a principios del siglo XIX, hacia 1805. Su
familia, como tantas otras de su pueblo, vivía agobiada por la situación
económica de la época y el número de hijos que aumentaba fielmente casi cada
año. “Madre estaba siempre embarazada; no la recuerdo de otra manera: siempre
estaba esperando un hijo –recordaba años después Luis cuando les hablaba a sus
hijos de su infancia en el pueblo–. No sé cuántos fuimos porque varios murieron
muy chicos, yo recuerdo sólo a ocho; la vida de aquel tiempo era muy dura para
los campesinos”, les decía. La poca tierra con que los Maldonado de Valencia
contaban iba a ser la herencia del primogénito; el hermano segundo y los que
seguían después, tendrían que buscar en otras partes un destino mejor. Si
tenían suerte, encontrarían a alguna heredera de algunas
tierras, se casarían con ella y así se harían
de una propiedad que trabajarían para su nueva familia que, con el tiempo,
repetiría el mismo esquema. Pero eso no sucedía siempre; muchas veces los
jóvenes tenían que dejar el pueblo y la patria y buscar fortuna en otras
partes. Se esperaba también que las hijas se casaran con alguno que tuviera los
medios para asegurar su futuro. “Sí, eran épocas difíciles, se trabajaba mucho
y se rendía poco y aunque nacían muchos hijos, había también una gran
mortalidad infantil”.
Muy joven Luis Maldonado emigró a América a
pesar de que las antiguas colonias estaban en plena ebullición independentista.
No obstante haber nacido en un pequeño pueblo campesino donde había que
trabajar duro para sacarle un poco de provecho a la tierra y cuidar los rebaños
de ovejas desde que era niño, o tal vez por eso, Luis tuvo desde muy pequeño la
inquietud de conocer el mundo. No había podido siquiera terminar la escuela
primaria, pero de jovencito le gustaba leer los libros que caían en sus manos,
especialmente aquellos que narraban viajes y aventuras. “El mundo es muy
grande, pensaba, para quedarse encerrado entre los cerros del pueblo”. Por eso,
en cuanto pudo, con el entusiasmo de la juventud, decidió cruzar el Atlántico,
conocer un poco del llamado Nuevo Mundo y probar fortuna en aquellas tierras de
Dios. Era muy piadoso y tenía confianza en que Dios lo cuidaba en todo momento.
Su madre le había enseñado, junto con sus hermanos, desde que era muy chico, a
rezar todas las tardes, al final de la jornada. La familia entera, que
aumentaba con la continua llegada de los hijos, se reunía junto al hogar de la
chimenea y rezaban juntos el rosario a la caída de la tarde. Después, una vez
que los niños se iban a la cama, la madre iba a darles en la frente el beso de
las buenas noches y rezaba con ellos una invocación al Ángel de la guarda, que
Luis nunca olvidó. Hasta el final de su vida seguía repitiendo todas las
mañanas al despertarse y cada noche antes de conciliar el sueño: “Ángel de mi
guarda, dulce compañía, vela junto a mí de noche y de día, no me desampares que
me perdería”.
Junto con un primo y otro muchacho, amigo de
ambos, se embarcó en Barcelona y partió rumbo al Nuevo Mundo, que seguía siendo
tierra de esperanza para iniciar una vida mejor. Como eran jóvenes, los tres
valencianos tenían el corazón pronto a la aventura y a lo inesperado. Después
de un viaje de muchos días, sin mayores problemas, a través del Atlántico,
desembarcaron en Cuba y de allí, después de muchas peripecias, unos meses más
tarde, pudieron comunicarse con un tío de los Maldonado que vivía en Guatemala.
El tío los animó a establecerse en la capital, llamada todavía la Nueva
Guatemala o Guatemala de la Asunción, que sustituyó a la Antigua, destruida por
un terremoto muchos años atrás, en 1773, la que, a su vez, había sustituido a
la primera ciudad de Guatemala, llamada Santiago de los Caballeros, fundada por
Pedro de Alvarado en 1513 y destruida por el Volcán de Agua que la había
inundado completamente durante la erupción de 1541.
Después de un tiempo, los otros dos se
dirigieron a Quezaltenango. Luis Maldonado se quedó a trabajar con su tío quien
lo inició en el comercio del café, cultivo que estaba iniciándose apenas y que
sería estimulado años más tarde, durante el régimen del presidente Justo Rufino
Barrios. Luis se dedicaba a comprar las cosechas de los pequeños agricultores
antes de que éstas se recogieran, dándoles préstamos adelantados que generaban
intereses y que le aseguraban los quintales de café a un precio muy bajo. Él
entregaba el producto obtenido a los grandes propietarios de fincas cafetaleras
de la costa para los que trabajaba y se quedaba con una buena comisión. A pesar
de que muchas veces su conciencia le reprochaba ese tipo de trabajo que
atentaba contra los campesinos, se daba cuenta de que, por sí solo, no podía
cambiar las cosas. Se prometió que nunca olvidaría que lo que él ganaba era
gracias al esfuerzo de mucha gente y que, siempre que pudiera, ayudaría a los
que lo necesitaran. Como era inteligente y tenía buen trato con la gente, muy
pronto Luis desarrolló muchas habilidades para esas operaciones en las que él
no arriesgaba más que su propio tiempo y su trabajo. Él era un mero
intermediario, habilitador, se le llamaba, pero que ganaba más que los
campesinos que trabajaban duramente a lo largo de todo el año.
—Una injusticia más del sistema en que se
vivía y que no ha cambiado mucho desde entonces –dijo la abuela Pina.
Después de unos años, Luis llegó a hacer un
pequeño capital y entonces pensó en fundar una familia en aquella tierra tan
próspera para él. En Guatemala se vivía mejor que en su pueblo y no dudó un
momento en quedarse definitivamente allí. Además de que le gustaba el país, se
entendía muy bien con la gente y, en general, era feliz, mucho más de lo que
jamás lo fuera en su propia tierra. En Valencia había dejado a una novia con la
que había mantenido correspondencia durante esos años. Su recuerdo había sido
siempre un estímulo para progresar porque al partir de Valencia le había
prometido que volvería para casarse con ella. Ella también le había hecho una
promesa.
—Te esperaré todo el tiempo que sea necesario
–le había dicho cuando él partió y se lo reiteraba en casi todas las cartas.
Cuando Luis consideró oportuno, le escribió a
los padres de la joven pidiéndoles la mano de su hija. Regresar a casarse a
Valencia significaba un desembolso de dinero que podía evitarse si la boda se
hacía por poder y ella venía a América donde estaría esperándola. La familia Fernández
aceptó porque conocía bien a Luis y a toda la familia Maldonado. Trinidad
Fernández era una bellísima joven de largos cabellos rubios y rizados, grandes
ojos verdes, risueños, como palomas soñadoras. Tenía veinticuatro años y si
bien su familia tenía un remoto origen sefardita, en aquel entonces todos eran
ya cristianos. Marranos, les solían llamar en Valencia a los Fernández en el
pasado, le había contado su abuela a Trinidad. Los Fernández, como muchas otras
familias de apellidos terminados en “ez” (que significa “hijo de”) como: López,
Sánchez, Ramírez, Martínez, González o Méndez, se decía que eran de origen
sefardita, de aquellos hebreos radicados en la Península Ibérica desde tiempos
de los romanos y que habían sido expulsados en tiempos de los Reyes Católicos.
Pero la tradición contaba que ellos esperaban regresar un día a la antigua
Sefarad, como llamaban a España, y se habían llevado consigo al partir la llave
de su casa. Comunidades enteras de esos sefarditas expulsados conservaron su
lengua, el ladino, especie de español antiguo, y sus costumbres, donde quiera
que se establecieron. Los que abjuraron de su fe hebrea, se convirtieron al
cristianismo y pudieron salvarse de la muerte o del exilio. Porque muchos de
ellos perdieron la vida en la Inquisición, acusados de seguir practicando su
religión. Como solían ser familias acomodadas, al ejecutarlos se decomisaban
sus propiedades, por lo que la denuncia verdadera o falsa contra los judíos,
tenía también un interés económico. La ignorancia de la época los acusaba de
practicar misas negras y orgías donde se alimentaban con carne de niños recién
nacidos. El apelativo de marranos era infamante, pero los sefarditas lo
portaban hasta cierto punto con orgullo, porque significaba que eran distintos,
que seguían siendo el Pueblo Escogido y que seguirían siendo fieles a su fe en
el Dios único, cuyo nombre es Santo.
Cuando Luis conoció a Trinidad, que vivía en
un pueblo vecino al suyo, la familia Fernández estaba ya completamente
integrada a la cultura cristiana de los lugareños. Sin embargo, algo quedaba de
aquel rescoldo lejano y los propios hermanos de Luis se referían a la joven
Trinidad como la Marrana. Cuando él partió rumbo a América ella le prometió por
su Dios que lo esperaría toda la vida. Y Luis cumpliría su promesa de casarse
con ella.
La boda se llevó a cabo en Valencia y a Luis
lo representó su hermano mayor, el que se había quedado en el pueblo. Trinidad
hizo sola el largo viaje en barco hasta Nueva Orleans y de allí se embarcó
rumbo al Puerto de Santa María, hoy Puerto Barrios, en Guatemala, donde Luis la
esperaba. Habían pasado varios años y aquellos que se habían despedido siendo
casi adolescentes, eran ahora un hombre y una mujer “hechos y derechos”. Luis
Maldonado se había dejado la barba y eso le daba más años de los veintiséis que
realmente tenía. Trinidad estaba más bella aun de lo que él la recordaba. El
encuentro en el muelle del Puerto de Santa María fue muy emotivo. Ella
descendió a través de la pequeña pasarela del barco en que había viajado desde
Nueva Orleans y reconoció inmediatamente a Luis, a pesar de la barba y de la
piel bronceada por el sol americano que ahora tenía. Él no podía dar crédito a
sus ojos y su corazón se puso a palpitar tan fuerte que creyó que le iba a
estallar en el pecho. Allí, frente a él estaba una mujer rubia y elegante, con
un vestido largo de raso verde y un sombrerito, según la moda de la época, que
hacía juego con el traje. Todas las miradas estaban puestas en ella mientras
descendía la escalerilla del barco. Luis no recordaba que fuera tan bella. La
tomó en sus brazos y la besó en los labios sin importarle que estaban a la
vista de todos. Una vez que hubieron recogido el baúl y las maletas de
Trinidad, tomaron un coche de alquiler que los llevó a un pequeño hotel en el
mismo Puerto de Santa María, donde podrían descansar y donde iniciarían una
luna de miel que iba a durar más de cuarenta años. Después de unos días se
trasladaron a Guatemala. Se quisieron siempre y fueron grandes amantes todo el
tiempo que vivieron juntos, hasta que la muerte los separó.
Los nuevos esposos establecieron su hogar en
la ciudad de Guatemala, aunque Luis viajaba gran parte del año por la región de
la Costa por los negocios del café. Desde que decidió casarse y seguir a Luis
en su nueva tierra, Trinidad pensó que se daría a esa nueva vida completamente.
Para eso decidió también integrarse plenamente al estilo de vida y a las
costumbres guatemaltecas. Sería en verdad una nueva vida, donde todo el pasado
quedaría atrás y no contaría más. Incluso el apelativo de la Marrana nunca más
lo volvió a oír. Ahora era la Mesha, la Canche, la Güera, es decir, la rubia,
por el color de sus ojos y sus cabellos. Pero eso, lejos de molestarla, le
agradaba. La tierra guatemalteca y los chapines la recibieron desde el
principio muy bien y ella nunca echó de menos a su familia ni a su pueblo. La
gente era amable con ella y pronto se llegó a sentir totalmente integrada a la
cultura y a las costumbres de Guatemala. Y, sobre todo, Luis la adoraba y, en poco
tiempo, los hijos empezaron a llegar.
Después de unos años, en cuanto pudo
establecerse en un trabajo propio, Luis empezó a trabajar por su cuenta. Había
acumulado un buen capital y se le presentó la oportunidad de adquirir un buen
negocio en Huehuetenango y así lo hizo. Luis y Trinidad, que ya tenían cuatro
hijos, se mudaron a una finca enorme en las afueras de Huehuetenango, donde los
niños tenían todo el espacio que quisieran para correr y jugar. Con el tiempo
dieron por llamar a la finca la Casa Grande. En el jardín Trinidad cultivaba
rosas y violetas y había también una huerta grande con muchos árboles frutales.
A Luis le gustaban mucho los perros y tenía algunos de muy buena raza que
cuidaban la casa por las noches y durante el día eran la adoración de los
niños. Tenía también muy buenos caballos y dos coches tipo calesa en los cuales
se transportaban al centro de Huehuetenango. Todos se sentían felices. Allí
nacieron otros tres hijos, el menor de ellos, mi padre, Fermín Maldonado, en
1850, cuando la abuela Trinidad tenía ya más de cuarenta años.
Los Maldonado Fernández eran muy bien
apreciados por la sociedad huehueteca. Eran ricos, trabajadores, buenos
cristianos y guapos, decía la gente. Sus hijos crecían sanos y la vida les
sonreía en todos los aspectos. La poca belleza de la familia, según la abuela
Pina, procedía, sin duda, de ellos. Tanto Luis como Trinidad eran de facciones
finas, ojos claros y cabellos rubios. Al menos, era un tipo de belleza que se
admiraba mucho en aquella época en la sociedad guatemalteca, donde la mayoría
indígena o mestiza de la población daba un toque moreno a la piel de los
guatemaltecos. Ambos habían perdido su acento valenciano y hablaban como
verdaderos chapines.
7
—Esta era mi abuela Trinidad Fernández –dijo
la abuela Pina pasándole una foto a Andrés–. Fue siempre muy bonita, hasta el
final de su vida. –Andrés contempló el rostro de una joven de cabellos largos,
rubios y ensortijados y con una encantadora sonrisa en los grandes ojos verdes.
“Cómo me hubiera gustado conocerla”, pensó.
—Y este era mi abuelo Luis Maldonado –dijo
Pina a tiempo que le enseñaba otra foto. Se trataba de un hombre joven, “muy
bien parecido”, reconoció Andrés. Llevaba una barba bien recortada y la mirada
soñadora. Inmediatamente le recordó las facciones de Gustavo Adolfo, su propio
padre. “Estos tatarabuelos debieron hacer una pareja perfecta”, pensó,
contemplando las dos fotos juntas.
—Mi abuelo Luis conservó hasta sus últimos
años un porte muy distinguido –continuó la abuela Pina–. De temperamento
artístico, gustaba mucho de la música y de la pintura. Con el tiempo, cuando su
posición le permitió tener más tiempo libre, se inició como pasatiempo en la
escultura o talla en madera y a él se debe el bellísimo Jesús Nazareno portando
su cruz que se venera en el Santuario del Calvario, en Cuilco, Huehuetenango.
Luis Maldonado propició siempre las
expresiones de arte entre sus hijos. Era además, desde muy joven, profundamente
piadoso. Más aún: yo diría que era un hombre de fe. Oraba todos los días, leía
la Biblia cada mañana, sobre todo los evangelios, no dejaba pasar un domingo
sin ir a misa y frecuentaba siempre los sacramentos de la confesión y la
comunión. Era un hombre justo y caritativo que no dejaba de ayudar a todo aquel
que estaba en apuros y que recurría a él. Solía decir que Dios hablaba a través
de la gente, sobre todo de los más amolados. La familia no supo, hasta después
de su muerte, todas las obras de caridad que mi abuelo hacía, desde muy joven,
entre la gente pobre. Como buen artista, era muy apasionado. Le fascinaba la
figura de Jesucristo, decía siempre que era el hombre perfecto, en todos los
sentidos. Como artista y hombre de fe representaba a Cristo en sus dibujos, en
sus pinturas y en sus tallas. Mi madre nos platicaba que su suegro les narraba
a sus hijos pasajes enteros de los evangelios referentes a Cristo; a ella, a
quien quería mucho tal vez por ser la nuera más joven, le había compartido una
vez, casi en secreto, su más grande anhelo como artista: representar en una talla
a Jesucristo tal y como él imaginaba que debía haber sido: un hombre viril y
fuerte, no en balde fue un obrero, un carpintero que trabajaba con las manos y
debía haber desarrollado bastante los músculos. Un hombre capaz de hacer
grandes recorridos a pie por el desierto de Judea, un verdadero judío, moreno,
bronceado por el sol de aquellas tierras. No me gustan esos Corazones de Jesús
meshos y paliduchos, de ojos azules y de maneras delicadas, casi parecen
mujeres con barba. No, Jesucristo no era así. Más allá de lo físico, debió ser
un hombre de una personalidad extraordinaria. Trato de imaginar sobre todo su
mirada. Un hombre fuerte y tierno a la vez. Capaz de imponerse con la sola
mirada, sin levantar la voz, con un movimiento de su mano, pero capaz también
de hablar fuerte, cuando era necesario y, a la vez, de una enorme sensibilidad,
capaz de extasiarse ante las flores del campo y los pájaros del cielo o de
conmoverse hasta las lágrimas ante el dolor de una madre viuda que ha perdido a
su hijo único o ante la muerte de un amigo. Trata de imaginártelo rodeado de
los niños, por ejemplo. Ese es el Cristo que yo quisiera llegar a representar
un día. Fuerza y ternura, músculo y poesía. Tal vez el que más se acerca a la idea que tengo
de él es el Nazareno que tallé para el Santuario del Calvario, en Cuilco.
Durante una época de su juventud, recién
llegado a Guatemala, tal vez influenciado por el espíritu místico de los
chapines y, como artista que era, por los bellos templos y conventos llenos de
obras extraordinarias de arte sacro, Luis consideró la posibilidad de entrar a
una orden religiosa, pero su amor por la novia valenciana que le había
prometido esperarlo toda la vida, fue más fuerte que sus inquietudes
religiosas. Si bien siguió siendo muy piadoso y cada hijo que nacía él lo
ofrecía a Dios pidiéndole, si era su voluntad, que fuera sacerdote o religiosa.
Pero ninguno de ellos lo fue.
—Hay que seguir pidiendo para que algún día
uno de tus hijos o de tus nietos nos salga sacerdote –dijo sonriendo la abuela
Pina–. Para que toda la familia se santifique, porque hemos sido bastante
mundanos.
De pronto Pina pareció recordar algo, se puso
de pie y haciendo una seña en silencio de que volvía pronto, se dirigió a su
habitación. Unos minutos después estaba de regreso.
–Casi se me estaba olvidando tu regalo de
Navidad. Desde el otro día pensé en darte a ti el Niño Dios que tanto te gusta
desde que eras chico, que fue tallado por mi abuelo Luis. Aquí está –dijo
abriendo una cajita de vidrio donde entre algodones estaba una pequeña talla en
madera de Jesús recién nacido, no más grande de unos seis centímetros, con las
facciones perfectamente talladas, las pequeñas manos en actitud de bendecir,
con unos minúsculos ojos de vidrio que parecían sonreír. Era una joya de la
familia que Andrés siempre quiso tener pero que no se atrevió nunca a pedir a
su abuela. Lo tomó en sus manos, con ternura, y lo llevó a sus labios, como
solía hacerlo desde que era niño. La abuela continuó: –Lo que te pido es que
esté siempre entre nosotros. Que un día se lo des en custodia al más pequeño de
tus hijos, como yo ahora te lo doy a ti, para que siga estando en la familia.
Mi abuelo Luis lo talló antes de casarse y se lo dio como regalo a mi abuela
Trinidad la primera Navidad que pasaron juntos en Guatemala. Eso debió ser por
1830. Haz tus cuentas cuántos años tiene ya el Niño…
—Muchas gracias, abuela –dijo Andrés al
tiempo que se ponía de pie y se acercaba a darle un beso en cada mejilla–.
No sabes cuánto me enternece que hayas
decidido que fuera yo el custodio del Niño. Sabes cuánto me gusta y cuánto lo
quiero desde que era pequeño. Espero que mi tía Concha no se ponga celosa,
porque ella siempre quiso que fuera suyo. Ten la seguridad que lo cuidaré y que
se lo daré, un día, al más pequeño de mis hijos, para que siga estando siempre
en la familia. Lo pondré por ahora en el nacimiento que puso mi mamá en casa.
Será nuestra primera Navidad juntos y espero que pasemos muchas más…
Una vez más la abuela se adelantaba a los
deseos del nieto favorito. Andrés sabía que en la familia a veces la actitud
que Pina manifestaba hacia él despertaba algunos celos, pero como su
preferencia era tan obvia y la abuela no daba lugar a ninguna duda, ni se podía
imaginar que pudiera cambiar, nadie decía nada y todos terminaban por aceptar
aquel estado de cosas. Por otra parte, Andrés era amable con todos y tenía
siempre un detalle para cada uno en la familia; por ejemplo, aunque estuviera
lejos, no olvidaba cumpleaños y aniversarios, de tal manera que todos llevaban
la fiesta en paz. Después de servir un poco más de café y de encender el
imprescindible cigarrillo, la abuela continuó con su relato de aquella tarde:
La familia Maldonado Fernández, los meshos
les llamaba la gente porque eran casi todos muy rubios, era muy unida. Cuando
los hijos mayores empezaron a casarse se fue formando todo un clan, porque
llevaron a sus esposas a la casa paterna y ésta fue creciendo para alojar a
todos. Luis había adquirido varias propiedades en un pequeño pueblo del
departamento de Huehuetenango llamado Cuilco, donde se cultivaba café. Con los
hijos mayores empezó la crianza de ganado vacuno e instaló un pequeño ingenio
azucarero en otra de las haciendas donde se cultivaba mucha caña de azúcar y
había un pequeño trapiche para la elaboración de la cusha o trago, como le
llamaban al ron por esas tierras. Todo esto hizo que con los hijos trabajaran
juntos y que los nietos que empezaron a nacer, llegaran a formar una verdadera
tribu.
Las fiestas de los Maldonado eran famosas en
todo Huehuetenango. Con la sola familia se podía llenar todo un salón.
Generalmente hacían los festejos de bodas, bautizos, primeras comuniones o
quince años, y hasta los velorios, en la Casa Grande, como llamaba a la casa
paterna todo el clan de los Maldonado Fernández, que ya para entonces se habían
emparentado con varias familias de Huehuetenango, de Quezaltenango e incluso de
la ciudad de Guatemala. Además de los amplios corredores donde se solían servir
los desayunos o los almuerzos en los días de sol, cuando no llovía, la casa
tenía un enorme salón de fiestas que se iluminaba con grandes candeleros de
cristal cortado y donde los invitados tenían espacio suficiente para bailar los
valses y polkas que estaban de moda por aquellos años, así como un ritmo
guatemalteco nuevo que a los jóvenes gustaba mucho y se conocía como “seis por
ocho”. Eran fiestas que duraban hasta tres días con sus noches, en las que se
bebía y comía “como Dios manda”, decía Luis. La abuela Trinidad era el centro
de todos los festejos; la familia no entendía cómo era capaz de estar en todas
partes a la vez y de estar pendiente para que no hiciera falta nada. Era una
gran mujer.
Como es el caso de algunas personas muy
blancas, el cutis de Trinidad reflejaba el paso de los años con rasgos
permanentes que pareciera que hubieran ido materializando los sentimientos
vividos: el tiempo había bordado un encaje de pequeñas arrugas en las comisuras
de los labios y en torno a los ojos que, sin embargo, seguían estando llenos de
luz. “Donde hubo una tristeza o una sonrisa, quedó una arruga”, solía decir
ella. Los cabellos rubios fueron acusando unos reflejos de plata que ella
portaba con orgullo. “Cuesta tanto vivir y sería triste que no se notara”, decía
con la mejor de sus sonrisas. Luis seguía adorándola como desde el primer día,
cuando descendió del barco en el Puerto de Santa María y él la recibió en sus
brazos, y aunque ambos habían perdido la línea, conservaban el porte y, sobre
todo, seguían siendo tan buenos amantes como entonces.
—Por algo, como te dije antes, el último de
los siete hijos, mi padre, Fermín, nació cuando mi abuela Trinidad tenía más de
cuarenta años –dijo la abuela Pina con una sonrisa no exenta de malicia–.
Aunque tuve el ejemplo de mis padres y siempre supe que se quisieron mucho y
que fueron felices como esposos, el matrimonio de mis abuelos Luis y Trinidad
fue mi modelo de pareja. Su amor fue legendario en la familia. Mi padre nos
hablaba siempre de ellos. De niña, viendo sus fotos, yo pensaba que cuando
fuera grande iba a encontrar a un hombre tan guapo y tan bueno como mi abuelo,
que me iba a querer mucho y me iba a hacer feliz. Lo encontré, pero nunca
pudimos ser felices juntos…
Ya te hablaré de eso cuando llegue el momento
–dijo la abuela Pina encendiendo un cigarrillo más.
Luis Maldonado murió en Cuilco en 1873;
Trinidad Fernández lo lloró y guardó luto riguroso por él durante los quince
años que lo sobrevivió. Murió en 1888 y está sepultada junto a la tumba de Luis
en el panteón de Cuilco.
8
El tiempo pasó. Andrés volvía de vacaciones
con menos frecuencia que al principio. Decía tener mucho trabajo en la
universidad, lo cual era cierto, pero también lo era que ahora contaba con
muchos amigos en la Ciudad de México y que a veces pasaba con algunos de ellos
una parte de las vacaciones. Un par de veces se había enamorado pero el romance
no había durado mucho tiempo. Cuando regresaba a casa, casi se arrepentía de no
hacerlo más a menudo, especialmente por las tardes aquellas con la abuela Pina
en la Casa de las Bugambilias. En las últimas ocasiones Andrés había creído
percibir en la abuela una cierta emoción, casi una ansiedad, como si ella
tuviera más interés que el nieto en continuar aquellas charlas en el amplio
corredor al fresco de la tarde. Como si ella quisiera contárselo todo, no sólo
como una crónica familiar, sino casi como una revelación. Como si tuviera
necesidad de decirlo, de confiarlo todo. De confesarlo todo.
Por eso Andrés decidió no sólo aprovechar
todas las ocasiones posibles para regresar a casa, sino dedicar más tiempo a
las conversaciones con la abuela Pina. En los últimos meses la salud de la
abuela no había sido muy buena y, aunque no era una anciana (“todavía no”,
decía ella con cierta coquetería), estaba lejos de ser joven. Era, como se
decía en familia, una señora mayor. Aquella tarde, cuando Andrés llegó a la
Casa de las Bugambilias, la abuela salió a
recibirlo ella misma en cuanto una sirvienta le anunció que el nieto llegaba.
—Te he preparado algo especial –le dijo
sonriendo mientras él la besaba en las mejillas–. Te hice las galletas de
almendras que tanto te gustaban de chico. Espero que no se me hayan chamuscado
porque el horno de la estufa está fatal; creo que está más viejo que yo –dijo
tomándolo del brazo mientras se dirigían a la parte del corredor donde estaba
dispuesta una pequeña mesita con la cafetera, las tazas de porcelana inglesa y
una fuente de galletas recién horneadas, y las mecedoras de mimbre de toda la
vida.
—Esta casa debe tener al menos cien años
–dijo Andrés viendo a su derredor mientras la abuela servía el café.
—Mucho más –dijo ella–. La compraron mis
padres con parte del dinero de la dote de mi madre que el abuelo Juan Moreno
les dio para el viaje de bodas. Eso debió ser en 1880. Ellos decidieron venir
de luna de miel a la costa de Chiapas, a Tapachula, animados por todos los
relatos de Juan Moreno y también, porque mi abuela Rosenda García les había
dicho que su madre, Juana Arriaga, había nacido aquí, en Tapachula. Pero deja
que te cuente desde el principio la historia de ese amor.
9
—Esta es la foto de mi padre, Fermín
Maldonado, cuando aún era soltero, el día que cumplió veinticinco años –dijo la
abuela Pina enseñándole una fotografía a Andrés. Se trataba de una versión más
joven del tatarabuelo Luis Maldonado: las mismas facciones finas y elegantes,
la nariz recta, los labios delgados, los ojos soñadores, los cabellos castaños,
“colochos”, alborotados, pero la barba muy bien recortada y el mentón
ligeramente levantado entre arrogante y tímido. Casi se podía ver al fotógrafo
mientras levantaba suavemente con sus dedos la barbilla del joven bisabuelo.
Ahora se daba cuenta Andrés de dónde venía la belleza de los Maldonado.
Era extraño descubrir en esas viejas
fotografías ese aire de familia, era como encontrar un vínculo con el pasado a
través de esos testimonios color sepia de personajes con ropas anticuadas. Todo
eso no dejaba de ser fascinante y
Andrés podía pasar horas enteras contemplando
las viejas fotografías. Y más fascinante aún era el hecho de que todos esos
antepasados parecían concentrarse en la abuela Pina, única sobreviviente
directa de todos ellos, único testimonio vivo de la historia de toda la
familia. Además del inmenso cariño que tenía por su abuela, era para Andrés un
verdadero privilegio poder pasar con ella aquellas tardes de confidencias y
secretos sólo para él. Después de un momento le devolvió la foto del bisabuelo
Fermín y con una sonrisa la invitó en silencio a que continuara la charla.
—Mi padre, Fermín, fue el hijo menor de Luis
Maldonado y Trinidad Fernández. Nació en Cuilco en 1852 y heredó la belleza de
sus padres, además del temperamento artístico que mi abuelo Luis cultivó en él.
Era romántico y soñador. Desde pequeño tuvo inclinación por el dibujo, la
pintura y, especialmente por el modelado y la escultura. No había cumplido
todavía cinco años cuando ya hacía dibujos que decía eran retratos de sus
hermanos y primos y hasta de tíos y tías, y se los vendía por un real. Todos
celebraban más el detalle que el arte de aquel pequeño “maestro”. Pero a medida
que crecía se fue revelando como un verdadero artista, sobre todo en la
escultura. Sin embargo, no se consideraba escultor, se decía “tallador”. Pasaba
días enteros tallando imágenes en madera en el taller que su padre había
instalado en la Casa Grande de Huehuetenango, y pasaba también largas
temporadas en la hacienda de Cuilco, donde tenía todo el tiempo del mundo para
sus actividades artísticas.
Cuando decidía iniciar una talla, empezaba
por buscar un buen tronco de cedro, roble o caoba. Lo limpiaba ligeramente y lo
colocaba en un lugar donde pudiera verlo desde todos los ángulos. Después
pasaba largos ratos contemplándolo, imaginando, sin duda, la talla que iba a
sacar de ese pedazo de madera. Después, una vez que había logrado tener clara
la idea de lo que quería, se ponía a hacer dibujos y diseños de la figura que
iba a tallar, desde varias perspectivas. El resto, casi era lo de menos: se
ponía a quitar la madera que parecía sobrar e iba apareciendo la figura
deseada. Se abstraía totalmente del mundo exterior cuando trabajaba, como si
nada más existiera. Tallaba con pasión y era un perfeccionista. Aunque no le
sucedía a menudo, en varias ocasiones destruyó una obra que no le satisfacía.
Decía que no había que dejar huellas de los errores. También, muchas otras
tardes, sobre todo cuando estaba en Cuilco, le gustaba pintar al óleo y no lo
hacía mal. “Me gusta el juego de la luz y los colores, decía, aunque en dos
dimensiones, con la pintura puedo expresar muchas cosas que no logro en las
tallas”.
Cuando su padre murió, Fermín tenía veintiún
años y ya desde entonces, aunque la familia tenía cierto desahogo económico, él
había querido ganarse la vida sin depender de sus padres ni de sus hermanos mayores,
todos ya casados, después, y vivía totalmente de sus trabajos como “tallador”.
Era un poco bohemio, no le importaba mucho el dinero ni la posición social, lo
único que le interesaba era el arte, las tallas, la pintura, la poesía… y el
amor. Era un soñador.
Fermín Maldonado conoció a Agripina Moreno en
Quezaltenango o Xelajú, que es el nombre indígena con el que hasta ahora se
conoce a esa ciudad, a donde había ido a trabajar para el convento de Santo
Domingo. A pesar de la actitud severa del gobierno liberal de Justo Rufino
Barrios sobre las órdenes religiosas, funcionaba en Xelajú una comunidad de
frailes dominicos, muy apreciados en la ciudad por sus dotes intelectuales y el
celo en su predicación de la palabra de Dios. Aquellos frailes habían contratado
al joven tallador huehueteco y lo habían alojado en la hospedería del convento
por el tiempo que duraran los trabajos. Así quiso la providencia que Fermín y
Agripina se encontraran y que desde el primer momento el espíritu sensible y
romántico de Fermín, el bohemio, sedujera a aquella joven de carácter fuerte
que era hija de acaudalados comerciantes.
Se conocieron una tarde cuando él, terminado
el trabajo del día, se disponía a salir a dar una vuelta por la plaza principal
mientras llegaba la hora de la cena, que hacía siempre en el convento de los
frailes. Los Moreno habían establecido su hogar, desde que se casaron, en
Xelajú, de donde era originario Juan Moreno y donde tenía sus principales
negocios. La joven Agripina Moreno había ido a orar aquella tarde y al salir
del templo se había encontrado con aquel joven que le sonrió como si se
conocieran de antes.Fermín le preguntó la hora, le comentó del tiempo o algo
así, lo cierto es que cuando ambos se dieron cuenta estaban ya charlando
animadamente. Él la invitó a tomar un refresco bajo uno de los portales que
circundaban la plaza principal de Xelajú. El sol poniente pintaba de oro las
copas de los árboles, la atmósfera estaba límpida, la tarde era espléndida, la
vida era bella y Fermín se sentía eufórico. Le gustaba aquella joven esbelta
que lo escuchaba atentamente, con sus grandes ojos negros, fascinada de la
elocuencia del joven maestro. Él le habló de su pasión por la luz y los
colores, por la talla en madera y por la poesía. “Te invito mañana de nuevo, si
podés venir, y entonces te enseño unos de mis poemas”, le dijo, y ella aceptó.
Así, empezaron a conocerse y a ser buenos
amigos. A Pina le gustaba mucho aquel muchacho tan lleno de vida que le hablaba
con pasión de cosas que ella no imaginaba que pudiesen existir, como las
proporciones de una talla, la combinación de los colores en la paleta de un
pintor, las diversas tonalidades de la luz según las horas del día o las
estaciones del año, las diferentes escuelas de pintura y de escultura que existían
en Europa y que en Guatemala tenían muy buenos representantes y, sobre todo,
escuchabaextasiada los poemas que Fermín le leía. Él empezó a dedicarle algunos
que había escrito inspirado en ella y esa fue la forma en que le llegó a
declarar su amor. Todo fue tan rápido y tan intenso que ninguno de los dos
podía creerlo. Cuando ambos se dieron cuenta estaban completamente enamorados
el uno del otro y se estaban jurando amor eterno, dispuestos a casarse.
Agripina lo llevó a presentar a sus padres y él pidió permiso para visitarla en
casa como su enamorado. Rosenda estaba feliz porque desde el principio aquel
joven guapo le cayó muy bien y le gustó para yerno. Pero Juan Moreno no estaba
de acuerdo con aquel noviazgo y no aceptaba al muchacho que, como buen artista,
era más bien pobre. Como comerciante que era, más que un príncipe azul, Juan
quería para su hija un hombre que le garantizara una sólida posición económica.
Entonces Rosenda le recordó a su marido cuánto habían ellos sufrido por la
oposición de su padre, el insurgente mexicano Andrés García, cuando decidieron
casarse.
—Agripina es como yo –le dijo una noche
cuando estaban ya en la cama– y si se empeña, se va a casar con este muchacho.
Es mejor que no nos opongamos. Acordáte cómo sufrimos cuando mi padre se opuso
a nuestro matrimonio. Yo no quiero que la Pina sufra ni la décima parte de lo
que sufrí yo entonces. Tengamos confianza: después de todo, si algo les hace
falta, ¿para qué está el dinero que tenemos si no es para nuestros hijos? El
patojo es de buena familia, yo ya lo averigüé y será un buen marido para la
Pina. –Y añadió sonriendo:– Además es muy guapo y tendremos nietos muy bonitos.
Hay que mejorar la raza –dijo dándole un beso y metiéndose entre los brazos aún
fuertes de su marido.
Juan Moreno terminó aceptando al guapo tallador que,
con el tiempo, resultó un excelente esposo, responsable y trabajador, y un
padre amoroso. La boda se llevó a cabo en el templo de Santo Domingo, en
Quezaltenango, en 1880. Trinidad Fernández, a pesar del luto que guardaba desde
hacía siete años por la muerte de Luis Maldonado, asistió desde Huehuetenango
con todo el clan: hijos, hijas, nueras, yernos y no pocos nietos. A pesar de
los años seguía siendo una mujer muy guapa, con el porte elegante y el paso firme
que siempre tuvo. Entró al templo del brazo de Fermín
EFRAIN MALDONADO MORENO
NOVIEMBRE 1897
Hijo de FERMIN MALDONADO y de AGRIPINA MORENO
Cuilco
Huehuetenango
Guatemala
Maldonado Efrain. Por información seguida y aprobada por esta vicaría foranea en cinco de Noviembre de mil novecientos treinta y ocho, consta que Efraín Maldonado, hijo legítimo de Fermin y Agripina Moreno, fue bautizado en la extinta parroquia de Cuilco a fines de Noviembre de mil ochocientos noventa y siete, siendo sus padrinos Isidoro Fernández y Cecilia Moreno
Información anotada en el libro de bautismos de la Parroquia de la ciudad de Huehuetenango
Me gustaría conocer más sobre la vida de la familia Maldonado Fernández, ya que Velisario Maldonado Fernández, hijo de José Luis Maldonado y Trinidad Fernández y hermano de Fermín Maldonado Fernández era mi bisabuelo. Mi nombre es Guisela Maldonado y si tiene más información sobre la familia, le agradeceré si me la puede compartir. Muchas gracias.
ResponderEliminarGuisela. Al trabajar en el blog accidentalmente borré 2 comentarios si leerlos, espero que dijeran lo mismo que este, si no ruego escribir nuevamente.Al respecto estoy investigando sobre la FAMILIA MALDONADO FERNANDEZ,Si tiene MAS NOMBRES favor de enviarlos porque estos datos sirven mucho para investigar. al tener toda la información LA COMPARTIRÉ Gracias por estar atenta a estas publicaciones
EliminarMuy buenas noches, yo había borrado los comentarios porque había un error y de hecho, en el comentario que dejé hay otro. Mi bisabuelo no era Velisario, sino Nicolás, quien también era hijo de José Luis y Trinidad. Nicolás fue el padre de Alejandro Enrique (mi abuelo paterno), Raúl, Marta y Julia Maldonado Sánchez. Nicolás se casó con Dolores Sánchez. Tengo duda sobre lo que relata Oscar Mayorga en su novela, respecto al origen de José Luis y Trinidad, ya que en un árbol genealógico que aparece en FamilySearch, dice que ambos nacieron en Cuilco.
EliminarLos datos que aparecen en FamilySearch concuerdan con lo investigado por mi papá, sobre el origen de la familia Maldonado Fernández. José Luis y Trinidad también fueron padres de Rutilo Maldonado, quien parece que fue fusilado cuando fue el levantamiento del Estado de los Altos contra el gobierno de Reina Barrios.
ResponderEliminarMe gustaría que escribiera los nombres que sepa de los hijos de José y Trinidad, y si sabe los nombres de los ancestros de ellos, al tener estos datos será más facil que yo busque sus partidas de nac. u otros datos. Desearía conocer más sobre el árbol genealogico de ellos. Sobre Cuilco he publicado PADRON ESPAÑOLES CUILCO-HUEHUETENANGO 1810 Lunes 19 de febrero de 2018 2 Hispanoamericano Soy- y la del día de hoy en el respectivo mes de Junio de 2020 dia domingo 14
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarEfectivamente en algun lugar leí, si no me equivoco en el libro Los Presidentes de Guatemala, de Hector Gaitán, sobre el ahorcamiento de Rutilo Maldonado durante el tiempo de José María Reyna Barrios, me imagino que durante la Revolución Quetzalteca, la verdad no se si sería hermano del bisabuelo Fermin Maldonado, yo los relacioné porque mi abuelo se llamó Rutilo Maldonado Moreno. Sería un gusto añadirle como contacto de Facebook Guisela ya que según veo somos parientes. Atte. Omar V. Maldonado
EliminarMuy buenas tardes, es un gusto saludarle, estimado Omar. Al parecer, Rutilo y Fermín eran hermanos, al igual que con mi bisabuelo Nicolás. Belisario era otro de los hermanos.
EliminarLe buscaré en Facebook, mi nombre en Facebook es Gui Zzy.
Eliminarhola buenos días, le he enviado mensaje a su correo electrónico. saludos.
ResponderEliminarParece que mi correo no funciona para enviar respuesta a sus inquitudes.Mi correo sin funciona para RECIBIRLOS, quizás yo seael que no pueda enviarlos- Procuro contestarlas por este medio. FAVOR DE BUSCAR ARRIBA EN LA PUBLICACIÓN LA FAMILIA MALDONADO DE ESPAÑA A HUEHUETENANGO SIGLO XIX al final LAS RESPUESTAS.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminargracias por su respuesta. Pero sigo con la inquietud, puesto que deseo buscar más información acerca de mi bisabuela de CUILCO. pero no he encontrado nada.
Eliminarhe buscado en familysearch, pero no hay información de los 1800s
AMELIA MUÑOZ FERNANDEZ
saludos.
Si encuentro datos de Doña AMELIA MUÑOZ FERNANDEZ, tenga seguro que los publicaré, por el momento investigo datos de Cd. Guatemala y Antigua.tardaré varios meses en investigar todos los datos de Cuilco,atte. Saludos
Eliminarparece ser que Por acuerdos legales entre Family y Renap Guatemala-la información sensible-residencia-hijos no reonocidos, etc.parece con una cinta negra encima-y un sello de cortesia del Renap e invalidado legalmente- conforme arreglen esto,están liberando las nuevas imagenes del reg. cvil.Paciencia para visualizar todos los archivos
EliminarMas historias se encuentran en "Las Tardes con la Abuela-Retrato de Familia en la Distancia" del autor Oscar Mayorga- PDF- Se lo recomiendo-En el libro "La revolución de 1987 en Occidente"- encontré este parrafo-FUSILAN OTROS PATRIOTAS
ResponderEliminarEn Huehuetenango fueron sacrificados los valientes revolucionarios marquenses: licenciado Marcelo de León y Rutilo Maldonado, quienes habían llegado a esa ciudad, con el objeto de preparar los ánimos de algunos elementos que tenían ofrecido colaborar con la revolución, pero desgraciadamente no lograron su objetivo, siendo capturados y fusilados de orden del dictador Reyna Barrios. Estoy investigando más sobre la Familia Maldonado Fernandez,Gracias a los que leen este blog.Mi única satisfacción es agradar alos lectores. Atte. el autro del blog