"UN AMIGO QUE RECORDARE SIEMPRE"--Bobby noble perro
"A su hermano el hombre olvida,
pero lo acompaña un perro.»
Un Amigo
que Recordaré Siempre
Por Albert Payson Terhune
Enero de 1942
DIECISIETE
AÑOS hace que murió, y aún me parece verlo. Hablo de Bobby, aquel perro de pastor
escocés, hijo de mi famoso Bruce. Cinco meses tenía solamente cuando, después de haberlos observado muy bien a él y a sus siete
hermanos, elegí a ese cachorro de pelaje blanco y castaño rojizo para que
fuese mi perro de ayuda y mi compañero y mi amigo. Prometía ser, como en efecto lo fué, de buena
estatura y mejor estampa. De lo acertado de mi elección por lo que respecta a
su inteligencia y otras cualidades, es prueba sobrada que aun ahora, al cabo de tanto tiempo de haberlo perdido, ocupe
Bobby en mis recuerdos un puesto que no alcanzaron a merecer muchas personas.
Desde el principio dió señales de poseer el mejor cerebro que, hasta donde
llega a saberlo mi ya larga experiencia, se haya albergado nunca en un cráneo
canino. Le encantaba, en realidad puede decirse que le enorgullecía, demostrar
sus habilidades. Siendo cachorro, le enseñé a subir las escaleras que iban de
la planta baja al segundo piso. Tan notable proeza debió de parecerle haberlo
aprendido, que durante varias semanas estuvo
haciéndolo varias veces al día, sobre todo si llegaban visitas en presencia de
las cuales pudiera lucirse. Otro tanto ocurrió con cada nueva cosa que fué
aprendiendo.
Lo primero que veía por la mañana al abrir los
ojos era a Bobby. Sentado en frente de mi cama, estábase quietecito,mudo,
aguardando pacientemente el momento en que yo despertara. ¡Y qué alegría la
suya al verme despierto! Por unos dos minutos, brincaba como loco, batía la
cola, alborotaba a más y mejor.
Luego, pasada esa explosión de contento, guardaba silencio; y silencioso seguía
de allí en adelante, a tal extremo, que nadie hubiera dicho que había perro en
la casa.
En cierta ocasión me siguió hasta una habitación del último piso en la cual
entraba yo sólo muy de cuando en cuando. Señalándole una de las cuatro sillas
que teníamos allí, le mandé que se subiera a ella. Así lo hizo inmediatamente.
No menos de dos años pasaron antes que volviera por allí en compañía de Bobby.
Deteniéndome en la puerta, le dije, sin hacer seña
alguna: «¡A tu silla!» Por breves instantes quedóse perplejo,
recorriendo con la mirada las cuatro sillas. En seguida, seguro ya de lo que
hacía, fué a subirse de un salto a la misma silla
donde había estado la primera vez.
Bastó que me acompañara a dar un paseo por la carretera para que, sin necesidad
de que lo llamase, viniera corriendo a mi lado en cuanto asomaba un automóvil,
y no se apartara de mí hasta que el coche, y con él el peligro,estuvieran
lejos.
Con todo, cuando tenía diez meses, un automóvil que cruzaba a toda velocidad
frente a nuestra casa le dió un revolcón, del cual salió con dos fracturas en
una de las patas delanteras. Saltando en las tres que le quedaron sanas, corrió
hacia mí, con la serena confianza del que está seguro que su amo sabe y puede
remediarlo todo. Después de haberla tenido enyesada por varias semanas, la pata
le quedó como si nada hubiera sucedido. Pero, quién sabe por qué, no había
forma de lograr que la apoyara en el suelo.
El caso era fastidioso, pues faltando solamente dos días para el concurso en
que debía exhibir a Bobby por primera vez, presentarme allí con él cojeando
equivalía a que me lo excluyeran desde luego.
No habiendo tiempo que perder, decidí valerme de un ardid, que consistió en
vendarle fuertemente la mano izquierda, por ver si de este modo lo decidía a
utilizar la que ya estaba sana. Al hallarse así, trató en un principio de andar
sosteniéndose únicamente en las de atrás, a estilo de canguro. Al rato, empero,
cámbió de parecer. Y como puesto a valerse de las patas delanteras optara por
apoyar en el suelo la que se hallaba libre de vendas, vino entonces a caer en
la cuenta de que podía usarla sin la menor dificultad. Andando muy gallardamente en todas cuatro llegó al concurso
de donde salió con dos cintas y una copa.
En punto a olfato, mi perro competía con cualquier sabueso. Muchas fueron las
veces que husmeó certeramente mis pasos, lo mismo en un camino que en calles
muy transitadas. Sólo en una ocasión no pudo dar conmigo, y fué cierto día en
que salió de casa cuando yo estaba' ya casi de vuelta de mi paseo vespertino.
Así y todo, se me presentó como a los dos minutos de haber yo regresado, y lo hizo trayéndome la cartera que se me había caído del
bolsillo durante el paseo.
A poco de esto me dió por enseñarle a traer los periódicos que el repartidor
dejaba por las mañanas en la puerta del. jardín, distante unos doscientos
metros de la de la casa. ¡Mala ocurrencia fué
aquella mía! Porque, aprendida la lección, Bobby no se conformó con traerme mis
periódicos. Nada menos que veintitrés hallé a la mañana siguiente; los mismos
que él había ido recogiendo conforme los iba dejando el repartidor en las
quintas de dos kilómetros a la redonda.
Hecho el daño por el perro, no le quedó al amo otro remedio que repararlo. Y ahí fué el pasarme mi buena hora alisando lo mejor que
supe esos periódicos, clasificándolos y yendo en seguida a devolvérselos a sus
dueños, a la mayoría de los cuales no les había hecho maldita la gracia la
travesura de Bobby.
Pero él era así, ¡pobrecillo! ¿Qué había uno de hacerle? Ni ¿cómo enojarse con
él cuando su deseo de complacer al amo lo llevaba demasiado lejos? Así sucedió cuando, por haberle celebrado mi mujer que le
hubiese traído un pañuelo, por cierto muy fino, que encontró en la carretera,
dió en presentársenos con todo cuanto hallaba tirado por ahí. De este
modo, y hasta que yo le puse tatequieto, lo
vimos ir llegando sucesivamente con, un manubrio viejo de automóvil; un
paraguas cuyo puño había sido empuñadura de sable chino; un pollo que, por el
olor, proclamaba a la legua estar más para enterrarlo que para la olla; una
rata a la cual dejaron las ruedas de un camión convertida en oblea, y algunas
otras «cosillas» más.
Una de las manías de Bobby era auxiliar a su amo viniese o no a cuento. La primera vez que me vió echarme a nadar, lanzóse en pos de mí, me agarró lo mejor que pudo, y empezó a
llevarme hacia la orilla. Temeroso de que, si lo rechazaba, entendiese que no hay
que salvar a una persona que se esté ahogando, me resigné a dejarme remolcar en
aquella forma, bastante incómoda, y hasta dolorosa. Pero, eso sí, desde entonces, tuve buen cuidado de
encerrarlo en casa siempre que salía con intenciones de ir a nadar.
Había en el cariño de ese perrazo algo que rayaba en intuición. A las horas de comida, permanecía tendido en su sitio, sin
quitarme los ojos de encima. Todo era, sin embargo, que, al
tener amigos a mi mesa, se me ocurriese beber unas copas, para que, a la
segunda o tercera, se levantara Bobby y tomara la puerta. No poco era lo que
esto les daba que reír a quienes estaban al tanto del porqué de ello. Y no se
crea, valga la aclaración, que el perro procediera así porque el vino hubiese
empezado a subírseme a la cabeza. Lo que tal vez sucedía era que Bobby, con
percepción más sutil que la de los seres humanos, echaba de ver que el alcohol
había comenzado a producir en mí cierto cambio que ninguno de los allí
presentes, ni yo mismo, alcanzábamos a advertir. Al decirle: «¡Bobby! ¡aquí!»,
volvía al momento al comedor, se me acercaba, gachas las orejas, con la cola entre las
piernas, como avergonzado. Pero, en cuanto creía que no lo estaba
observando, íbase de nuevo; y no aparecía más, a menos que lo llamara, y aun
así, para escaparse apenas hallaba ocasión.
Bobby enloqueció poco antes de cumplir los ocho
años. Un veterinario dijo que tenía meningitis. Otro declaró que estaba rabioso
y había que matarlo cuanto antes. No
hice tal. Dos días con sus noches permanecí con él
en mi despacho, tratando de aliviarlo. Aun
en lo más fuerte de sus accesos, se mostraba, dócil y obediente, como siempre
lo había sido conmigo. Qué hubiera hecho él si llega a presentarse
allí otra persona, es cosa que no,sé. Aquellas cuarenta y ocho horas fueron
realmente un suplicio. Pero, antes de resignarme a
perder al que tan leal y cariñoso sabía ser conmigo, debía agotar cuantos
medios estuvieran a mi alcance para salvarlo.
Remedios, cuidados, todo fué inútil. Al volver de
su último acceso, ya moribundo, aun halló
fuerzas para levantarse del rincón donde estaba echado y venir, tambaleándose,
hasta mí. Apoyó el hocico en mi mano.
Luego, lo mismo que lo había hecho tantas veces,
se tendió a mi lado, con la cabeza sobre mis pies. Así murió. ¡Pobre
Bobby! Corazón sencillo y leal; ser en
el que había a un mismo tiempo algo de sublime y de cómico; amigo y compañero
incomparable... Lo recordaré siempre; se fué, pero
sigue viviendo en mis recuerdos, como
si no hiciera ya años que dejó de existir.