sábado, 31 de octubre de 2015

CONMOVEDORA HISTORIA DE UN PERRO FIEL HASTA LA MUERTE (1)

"UN AMIGO QUE RECORDARE SIEMPRE"--Bobby noble perro

"A su hermano el hombre olvida, 

pero lo acompaña un perro.»

       Un Amigo 

que Recordaré Siempre

     Por Albert Payson Terhune

          Enero de 1942

DIECISIETE AÑOS hace que murió, y aún me parece verlo. Hablo de Bobby, aquel perro de pastor escocés, hijo de mi famoso Bruce. Cinco meses tenía solamente cuando, después de haberlos observado muy bien a él y a sus siete hermanos, elegí a ese cachorro de pelaje blanco y castaño rojizo para que fuese mi perro de ayuda y mi compañero y mi amigo. Prometía ser, como en efecto lo fué, de buena estatura y mejor estampa. De lo acertado de mi elección por lo que respecta a su inteligencia y otras cualidades, es prueba sobrada que aun ahora, al cabo de tanto tiempo de haberlo perdido, ocupe Bobby en mis recuerdos un puesto que no alcanzaron a merecer muchas personas.
Desde el principio dió señales de poseer el mejor cerebro que, hasta donde llega a saberlo mi ya larga experiencia, se haya albergado nunca en un cráneo canino. Le encantaba, en realidad puede decirse que le enorgullecía, demostrar sus habilidades. Siendo cachorro, le enseñé a subir las escaleras que iban de la planta baja al segundo piso. Tan notable proeza debió de parecerle haberlo aprendido, que durante varias semanas estuvo haciéndolo varias veces al día, sobre todo si llegaban visitas en presencia de las cuales pudiera lucirse. Otro tanto ocurrió con cada nueva cosa que fué aprendiendo.
Lo primero que veía por la mañana al abrir los ojos era a Bobby. Sentado en frente de mi cama, estábase quietecito,mudo, aguardando pacientemente el momento en que yo despertara. ¡Y qué alegría la suya al verme despierto! Por unos dos minutos, brincaba como loco, batía la cola, alborotaba a más y mejor.
Luego, pasada esa explosión de contento, guardaba silencio; y silencioso seguía de allí en adelante, a tal extremo, que nadie hubiera dicho que había perro en la casa.
En cierta ocasión me siguió hasta una habitación del último piso en la cual entraba yo sólo muy de cuando en cuando. Señalándole una de las cuatro sillas que teníamos allí, le mandé que se subiera a ella. Así lo hizo inmediatamente. No menos de dos años pasaron antes que volviera por allí en compañía de Bobby. Deteniéndome en la puerta,
le dije, sin hacer seña alguna: «¡A tu silla!» Por breves instantes quedóse perplejo, recorriendo con la mirada las cuatro sillas. En seguida, seguro ya de lo que hacía, fué a subirse de un salto a la misma silla donde había estado la primera vez.
Bastó que me acompañara a dar un paseo por la carretera para que, sin necesidad de que lo llamase, viniera corriendo a mi lado en cuanto asomaba un automóvil, y no se apartara de mí hasta que el coche, y con él el peligro,estuvieran lejos.
Con todo, cuando tenía diez meses, un automóvil que cruzaba a toda velocidad frente a nuestra casa le dió un revolcón, del cual salió con dos fracturas en una de las patas delanteras. Saltando en las tres que le quedaron sanas, corrió hacia mí, con la serena confianza del que está seguro que su amo sabe y puede remediarlo todo. Después de haberla tenido enyesada por varias semanas, la pata le quedó como si nada hubiera sucedido. Pero, quién sabe por qué, no había forma de lograr que la apoyara en el suelo.
El caso era fastidioso, pues faltando solamente dos días para el concurso en que debía exhibir a Bobby por primera vez, presentarme allí con él cojeando equivalía a que me lo excluyeran desde luego.
No habiendo tiempo que perder, decidí valerme de un ardid, que consistió en vendarle fuertemente la mano izquierda, por ver si de este modo lo decidía a utilizar la que ya estaba sana. Al hallarse así, trató en un principio de andar sosteniéndose únicamente en las de atrás, a estilo de canguro. Al rato, empero, cámbió de parecer. Y como puesto a valerse de las patas delanteras optara por apoyar en el suelo la que se hallaba libre de vendas, vino entonces a caer en la cuenta de que podía usarla sin la menor dificultad. Andando muy gallardamente en todas cuatro llegó al concurso de donde salió con dos cintas y una copa.

En punto a olfato, mi perro competía con cualquier sabueso. Muchas fueron las veces que husmeó certeramente mis pasos, lo mismo en un camino que en calles muy transitadas. Sólo en una ocasión no pudo dar conmigo, y fué cierto día en que salió de casa cuando yo estaba' ya casi de vuelta de mi paseo vespertino. Así y todo, se me presentó como a los dos minutos de haber yo regresado, y lo hizo trayéndome la cartera que se me había caído del bolsillo durante el paseo.
A poco de esto me dió por enseñarle a traer los periódicos que el repartidor dejaba por las mañanas en la puerta del. jardín, distante unos doscientos metros de la de la casa. ¡Mala ocurrencia fué aquella mía! Porque, aprendida la lección, Bobby no se conformó con traerme mis periódicos. Nada menos que veintitrés hallé a la mañana siguiente; los mismos que él había ido recogiendo conforme los iba dejando el repartidor en las quintas de dos kilómetros a la redonda. Hecho el daño por el perro, no le quedó al amo otro remedio que repararlo. Y ahí fué el pasarme mi buena hora alisando lo mejor que supe esos periódicos, clasificándolos y yendo en seguida a devolvérselos a sus dueños, a la mayoría de los cuales no les había hecho maldita la gracia la travesura de Bobby.
Pero él era así, ¡pobrecillo! ¿Qué había uno de hacerle? Ni ¿cómo enojarse con él cuando su deseo de complacer al amo lo llevaba demasiado lejos? Así sucedió cuando, por haberle celebrado mi mujer que le hubiese traído un pañuelo, por cierto muy fino, que encontró en la carretera, dió en presentársenos con todo cuanto hallaba tirado por ahí. De este modo, y hasta que yo le puse tatequieto
, lo vimos ir llegando sucesivamente con, un manubrio viejo de automóvil; un paraguas cuyo puño había sido empuñadura de sable chino; un pollo que, por el olor, proclamaba a la legua estar más para enterrarlo que para la olla; una rata a la cual dejaron las ruedas de un camión convertida en oblea, y algunas otras «cosillas» más.
Una de las manías de Bobby era auxiliar a su amo viniese o no a cuento. La primera vez que me vió echarme a nadar, lanzóse en pos de mí, me agarró lo mejor que pudo, y empezó a llevarme hacia la orilla. Temeroso de que, si lo rechazaba, entendiese que no hay que salvar a una persona que se esté ahogando, me resigné a dejarme remolcar en aquella forma, bastante incómoda, y hasta dolorosa. Pero, eso sí, desde entonces, tuve buen cuidado de encerrarlo en casa siempre que salía con intenciones de ir a nadar.
Había en el cariño de ese perrazo algo que rayaba en intuición.
A las horas de comida, permanecía tendido en su sitio, sin quitarme los ojos de encima. Todo era, sin embargo, que, al tener amigos a mi mesa, se me ocurriese beber unas copas, para que, a la segunda o tercera, se levantara Bobby y tomara la puerta. No poco era lo que esto les daba que reír a quienes estaban al tanto del porqué de ello. Y no se crea, valga la aclaración, que el perro procediera así porque el vino hubiese empezado a subírseme a la cabeza. Lo que tal vez sucedía era que Bobby, con percepción más sutil que la de los seres humanos, echaba de ver que el alcohol había comenzado a producir en mí cierto cambio que ninguno de los allí presentes, ni yo mismo, alcanzábamos a advertir. Al decirle: «¡Bobby! ¡aquí!», volvía al momento al comedor, se me acercaba, gachas las orejas, con la cola entre las piernas, como avergonzado. Pero, en cuanto creía que no lo estaba observando, íbase de nuevo; y no aparecía más, a menos que lo llamara, y aun
así, para escaparse apenas hallaba ocasión.

Bobby enloqueció poco antes de cumplir los ocho años. Un veterinario dijo que tenía meningitis. Otro declaró que estaba rabioso y había que matarlo cuanto antes. No hice tal. Dos días con sus noches permanecí con él en mi despacho, tratando de aliviarlo. Aun en lo más fuerte de sus accesos, se mostraba, dócil y obediente, como siempre lo había sido conmigo. Qué hubiera hecho él si llega a presentarse allí otra persona, es cosa que no,sé. Aquellas cuarenta y ocho horas fueron realmente un suplicio. Pero, antes de resignarme a perder al que tan leal y cariñoso sabía ser conmigo, debía agotar cuantos medios estuvieran a mi alcance para salvarlo.
Remedios, cuidados, todo fué inútil. Al volver de su último acceso, ya moribundo, aun halló fuerzas para levantarse del rincón donde estaba echado y venir, tambaleándose, hasta mí. Apoyó el hocico en mi mano. Luego, lo mismo que lo había hecho tantas veces, se tendió a mi lado, con la cabeza sobre mis pies. Así murió. ¡Pobre Bobby! Corazón sencillo y leal; ser en el que había a un mismo tiempo algo de sublime y de cómico; amigo y compañero incomparable... Lo recordaré siempre; se fué, pero sigue viviendo en mis recuerdos, como si no hiciera ya años que dejó de existir.

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