jueves, 17 de enero de 2019

EL GRAN SITIO DE MALTA- COMPLETO

Aun en la actualidad, el Islam militante proyecta periódicamente una sombra perturbadora sobre sus vecinos y, a decir verdad, sobre el mundo entero. Pero a mediados del siglo XVI se hallaba en el cenit de sus conquistas. Su punta de lanza, el imperio militar de los otomanos, amenazaba con absorber al cristianismo. En ese momento decisivo de la historia, europea, el Islam triunfante se enfrentó a un cristianismo tan militante, tan obsesivo y tan incandescente como él mismo. En la minúscula isla de Malta, que ocupa una posición geográfica de gran importancia estratégica, una legión extranjera de guerreros cristianos desafió, con considerable inferioridad numérica, -al poderío del Imperio Otomano. En ambos bandos se luchó de modo implacable y cruel..., pero también se puso de manifiesto un heroísmo y un desdén por la muerte que hoy no pueden sino maravillarnos.
  
 EL GRAN SITIO DE MALTA
POR ERNLE BRADFORD
SELECCIONES READER´S DIGEST
OCTUBRE DE 1992

EL SULTÁN DE LOS OTOMANOS, Representante de Alá en la Tierra, Señor de los Señores de este Mundo, Rey de los Fieles y de los Infieles, Sombra del Todopoderoso que Dispensa la Paz en la Tierra": como redoble de tambores, los títulos de Solimán el Magnífico resonaron en la sala del gran consejo.
Corría el año de 1564, y Solimán tenía 70 años. Desde su ascenso al sultanato, a la edad de 26 años, había hecho de Turquía el estado militar más poderoso del mundo. Sus galeras surcaban los mares, desde el Atlántico hasta el océano Índico. Su reino se extendía desde Austria hasta el golfo Pérsico. No obstante, en su vejez sólo alentaba en Solimán el deseo de obtener más poder y de lograr nuevas conquistas. Y aun si él no hubiese sido tan ambicioso, sus consejeros no estaban dispuestos a dejarlo descansar.
"Mientras Malta siga en manos de los Caballeros de San Juan", le advirtió uno de ellos, "los refuerzos procedentes de Constantinopla correrán el peligro de ser aniquilados". Otro consejero le previno: "Si no tomas esa maldita roca, pronto interrumpirá toda comunicación entre tus posesiones del norte de África y el archipiélago griego".
Hacía 42 años que Solimán había expulsado a los Caballeros Cristianos de San Juan de su isla-fortaleza de Rodas. Pero Malta, el nuevo refugio de la desplazada orden, había llegado a ser para el Sultán aún más irritante que Rodas. Todas las naves que pasaban por los canales situados entre Sicilia y el norte de África estaban a merced de las acechantes galeras de los caballeros. La última provocación, fue la captura de un valiosísimo navío mercante, propiedad del jefe de los eunucos del serrallo del Sultán. Las odaliscas del harén fueron a postrarse ante Solimán, clamando venganza. El imán de la Gran Mezquita le recordó que muchos verdaderos creyentes eran flagelados en esos momentos para obligarlos a remar en las galeras de los caballeros.
No es probable que el Sultán se dejara convencer por aquel clamor. Solimán nunca habría atacado la base insular de los caballeros movido sólo por el resentimiento o por el afán de prestigio. Pero la minúscula Malta, con sus magníficos puertos, era la llave del Mediterráneo y de Europa occidental.
Por tanto, en octubre de 1564 Solimán convocó a un gran consejo, o diván, para deliberar sobre la conveniencia de poner sitio a Malta. El principal agá del Sultán declaró:
—¡Esos perros malteses, a quienes tu clemencia salvó en Rodas...! ¡Digo ahora que por fin deben ser aplastados y destruidos!
Cuando todos terminaron de hablar, el propio Sultán señaló que Malta era el puente hacia Sicilia y, más allá, hacia Italia y el sur de Europa. Concluyó el diván con el decreto de aplastar a Malta.
"Esa maldita roca"
EL ARCHIPIÉLAGO maltés consta de dos islas principales: Malta y Gozo. Malta tiene cerca de 27 kilómetros de longitud y 14.5 de anchura, mientras que Gozo tiene 14.5 por 7. Situadas 93 kilómetros al sur de Sicilia, las islas fueron concedidas a la Orden de San Juan, que entonces carecía de sede, por el emperador español Carlos V, para que pudieran "emplear sus armas contra los pérfidos enemigos de la Santa Fe".
Pero Malta decepcionó a los delegados enviados por los caballeros para examinar la isla. Era "tan sólo una roca de arenisca inadecuada para el cultivo de cualquier grano". La madera era tan escasa que se vendía por libras. El calor del verano era "casi insoportable".
Si la orden no hubiese estado en situación desesperada, no habría aceptado el árido regalo. Pero durante años sus líderes habían rogado, en vano, a las cortes europeas que les ayudaran a encontrar una nueva base. Aunque respetada por sus hazañas guerreras, la orden no gozaba de muchas simpatías.
. Los Caballeros de San Juan de Jerusalén eran la última de las grandes órdenes religiosas militares surgidas en la época de las Cruzadas. Reclutados en todas las naciones de Europa, sólo debían obediencia al papa..., y por ese mismo motivo los' gobernantes de los emergentes estados soberanos europeos los miraban con recelo.
El factor que decidió a la orden a aceptar Malta fueron sus magníficos puertos. Los caballeros, que antes operaban principalmente en tierra, se vieron forzados a convertirse en marinos cuando fueron expulsados de Tierra Santa, y ahora vivían de lo que sólo podría llamarse "piratería organizada". Lo que más necesitaban era un buen puerto. En consecuencia, tomaron posesión de su nuevo hogar en 1530.
Tal como les habían advertido sus delegados, -la isla les brindó tan poca hospitalidad como sus viejos gobernantes. A los 12,000 campesinos de Malta y a los 5000 de Gozo probablemente no les importaba quién era el amo. Sus vidas de agobiante trabajo, interrumpido por los salvajes ataques de los musulmanes, no podían ser más arduas. Pero la nobleza isleña vio con malos ojos a los altivos recién llegados, y se retiró disgustada a los palacios de su amurallada capital, Medina, localizada en el centro de Maltk.
Pero los cáballeros no tenían intención de causarles molestias. Se instalaron en la pequeña aldea de pescadores de Birgú, situada en el Gran Puerto. Y allí, estos diligentes hombres, revestidos de armadura y que pasan por la historia de Malta como visitantes de otro planeta, se dispusieron a atrincherarse, convencidos de que los turcos intentarían repetir el éxito que habían obtenido en Rodas.
El gran maestre La Valette
 Los CABALLEROS DE SAN JUAN eran originalmente una fraternidad hospitalaria, dedicada a la investigación de la medicina y a la formación de médicos. Pero durante los dos siglos que permanecieron en Rodas, las características de la orden se modificaron: si en una época sus miembros habían sido, primero, hospitalarios, y luego soldados de tierra, con el tiempo se trasformaron en marinos, y en segundo lugar siguieron siendo hospitalarios. En Rodas, desde donde apuntaban como lanzas contra un flanco de Turquía, llegaron a ser los mejores navegantes que el Mediterráneo había conocido.
Constituían una amalgama de todas las naciones europeas: una legión extranjera de cristianos militantes, divididos en ocho "lenguas", que representaban a otras tantas "nacionalidades": Auvernia, Provenza, Francia (las tres, de habla francesa), Aragón y Castilla (de habla española), Alemania, Italia e Inglaterra. Cuando Enrique VIII rompió sus vínculos con Roma, disolvió la "Antigua y Noble Lengua de Inglaterra", y esta nación quedó representada por un solo caballero.
El hombre que había gobernado la orden desde 1557, y que ya se preparaba para afrontar el poderío de Solimán, era el gran maestre provenzal Jean Parisot de la Valette. Individuo perseverante, nunca había salido del convento, como no fuese para cumplir algún deber, desde el día en que ingresó en la orden, a la edad de 20 años.
Un contemporáneo lo describió como "un hombre apuesto, alto, apacible y frío, que hablaba con fluidez el italiano, el español, el griego, el árabe y el turco". Estos dos últimos idiomas los aprendió mientras fue prisionero de los turcos, que lo esclavizaron durante un año en una de sus galeras.
"A veces", escribió otro francés, que había conocido el mismo sufrimiento, "los esclavos de las galeras reman ininterrumpidamente durante 12 y aun 20 horas. Los oficiales meten pedazos de pan empapado en vino en la boca de los agotados remeros, para que no se desmayen. Si uno cae exhausto sobre su remo, lo azotan hasta que queda como muerto, y entonces lo arrojan por la borda".
El propio La Valette era la prueba viviente de que quienes pasaban por tal ordalía no siempre quedaban incapacitados, e incluso podían llegar a una edad avanzada. Tan indestructible como la madera de roble de la quilla de un viejo barco, La Valette tenía la misma edad que Solimán: 70 años. Para llegar a esa edad tras una vida de guerra incesante, un hombre debía poseer una resistencia fantástica. Y para alcanzarla con sus fuerzas físicas y mentales intactas, debía ser casi sobrehumano. Si también lo motivaba una fe religiosa fanática, había pocas cosas que pudieran medirse con él.
En abril de 1565, La Valette se enteró de que la flota del Sultán había zarpado del Cuerno de Oro. Durante abril y mayo llegaron a Malta veloces naves con noticias de que los turcos se aproximaban sin cesar. A mediados de mayo, el gran maestre convocó a sus hermanos a una reunión.
—Está a punto de librarse la gran batalla entre la Cruz y el Corán —les dijo— Nosotros somos los soldados elegidos de la Cruz, y si el Cielo pide el sacrificio de nuestras vidas, no encontraremos mejor ocasión que esta para ofrendarlas. Apresurémonos a postrarnos ante el altar, para renovar nuestros votos y obtener por nuestra fe ese desdén por la muerte que es lo único que puede hacernos invencibles.
Una isla en armas
CUANDO LA NIEBLA del alba se alzó de las aguas, el viernes 18 de mayo, los centinelas avistaron las 180 grandes naves de la flota enemiga, desplegadas en un gran abanico, hacia el noreste. Al frente estaban las naves de los dos comandantes turcos: la galera de 28 bancas de Mustafá Pachá, y la gigantesca galera de 32 bancas de Piali, el almirante de la flota turca.
Tras ordenar a un destacamento de caballería que siguiera de cerca, por la costa, el lento avance del enemigo, La Valette pidió a los campesinos que llevaran sus animales y la cosecha de primavera al interior de las murallas de Medina y de Birgú. Órdenes similares se enviaron al norte, a Gozo, cuyos habitantes corrieron a resguardarse en la ciudadela en cuanto se encendieron los faroles de alarma.
La Valette había trabajado infatigablemente en las importantísimas defensas del Gran Puerto. El puerto se asemejaba a las mandíbulas amenazantes y entreabiertas de un perro: su extremo septentrional, tras el que se encontraba el puerto —no menos magnífico— de Marsamuscetto, estaba formado por yermas montañas, mientras que en su orilla meridional había una hilera de calas serradas que separaban las puntiagudas penínsulas, parecidas a dientes, que entraban en la bahía. La Valette había acantonado al grueso de sus tropas en dos de estas penínsulas: Birgú y Senglea. En la punta de la de Birgú, y separado de ella por un estrecho foso, se erguía el fuerte de San Ángelo, dotado con dos filas de plataformas de artillería apuntadas a la entrada del puerto. El propio Birgú estaba rodeado por una línea de defensas ininterrumpida. En su lado meridional, el de tierra, había una alta muralla con dos bastiones y con un reducto en cada extremo. Tras estas formidables barreras, ejércitos de esclavos turcos habían excavado un ancho foso en la roca maciza. En la base de la península de Senglea, el gran maestre había construido un poderoso fuerte: el de San Miguel. Por último, en el extremo del lado norte, o labio superior, del Gran Puerto, había hecho erigir el pequeño y aislado fuerte de San Telmo. Situado entre las bocas del Gran Puerto y de Marsamuscetto, San Telmo impediría al enemigo el acceso a ambos fondeaderos.
La iglesia conventual de la orden, situada en Birgú, era el pivote en torno del cual giraba la vida de las guarniciones cristianas. Albergaba los arsenales, los polvorines, el hospital y las capillas, y en San Ángelo había un enorme granero. Mientras la flota enemiga costeaba la isla, La Valette supervisaba que el último grano llevado desde Sicilia se depositara en una gran cámara subterránea y luego se sellara esta con un pesado tapón de piedra arenisca.
En los graneros de San Telmo y de San Miguel se sellaba en ese momento un tesoro dorado similar. En las fuentes naturales de la llanura de Marsa se llenaban de agua miles de jarras de barro, que después se trasportaban a las respectivas fortalezas. Cuando se hubieron llenado hasta los bordes las cisternas de los defensores, La Valette ordenó envenenarlos pocos ojos de agua y veneros que quedarían al alcance de los turcos.
Como última medida defensiva, unas partidas de esclavos echaron todo su peso contra las barras del cabrestante dispuesto para hacer que subiera una enorme cadena tendida entre el fuerte de San Ángelo y la punta de Senglea. Cuando los sumergidos eslabones se tensaron y emergieron a la superficie,se sujetó  la cadena a unos pontones de madera, para presentar una barrera continua contra cuáquier ataque por mar. La península de Birgú y la de Senglea quedaron selladas por tierra y por mar.Mientras se sostuvieran, nadie conquistaría Malta.Durante el curso de ese, año, caballeros de toda Europa habían acudido presurosos a Malta desde sus dominios. Sin embargo, La Valette sólo tenía a sus órdenes de 600 a 700 caballeros. Estos eran el núcleo militar fuerte, de la orden. También disponía de 3000 a 4000 malteses, aguerridos pero inexpertos, y de entre 4000 y 5000 soldados de infantería españoles e  italianos  que habían  sido trasportados desde Sicilia. Con esta reducida tuerza, La Valette tendría que hacer frente a todo el poderío del ejército y de la armada turcos.
La mayor parte de los cronistas de la época cifran el total de las fuerzas turcas en 40,000 o más guerreros entrenados, aparte de marinos, esclavos y otros supernumerarios. Seis mil jenízaros, la elite del ejército otomano, constituían la punta de lanza turca. Unos 9000 espahíes de Anatolia, Karamania y Rómania formaban el cuerpo principal del ejército. Había también 4000 jayalares, fanáticos religiosos preparados para atacar sin tener en cuenta el peligro de muerte. Seis mil voluntarios, marinos y corsarios completaban la armada que se aprestaba a lanzarse contra la pequeña guarnición de La Valette.
La primera sangre
AL CAER LA NOCHE, el gran maestreestaba cada vez más desconcertado. En lugar de entrar en el espléndido fondeadero de Marsascirocco, al sur del Gran Puerto, los turcos seguían avanzando hacia el sur, guardando una distancia de menos de 800 metros de la costa.
Pero en las primeras horas de la mañana, un destacamento de 30 naves levó anclas y volvió a Marsascirocco. El primer movimiento del enemigo  había sido una maniobra de distracción: el verdadero ataque se produciría en el sur. No había ocurrido lo que La Valette más temía: que los turcos se apoderaran del norte de la isla, aislándola por complrto de Gozo e impidiendo cualquier posible contacto entre Multa y Sicilia.
Lo que La Valette ignoraba era que había enconadas discrepancias en el mando enemigo. Mustafá Pachá, jefe de las fuerzas terrestres otomanas, veterano de las guerras austro-húngaras de Solimán, era un hombre muy adicto al Sultán y se le conocía por su violencia y su crueldad. En contraste con el turco Mustafá, el almirante Piali descendía de cristianos. Niño expósito, descubierto junto a una reja de arado en las afueras de Belgrado (en aquella época, sitiada por los turcos), fue criado en el serrallo del Sultán. Después se convirtió en marino, y se hizo acreedor a una formidable reputación con sus triunfos sobre los cristianos. Solimán había ordenado a Piali, hombre más joven, "reverenciar a Mustafá como a un padre"; y a Mustafá, "cuidar de Piali como de un hijo bienamado".
Esas recomendaciones cayeron en oídos sordos. Mustafá quería tomar el norte de la isla, junto con Gozo, para apoderarse de Medina, apenas defendida, y entonces poner sitio a Birgú y Senglea, únicas plazas verdaderamente fuertes de la isla. Podrían desdeñar San Telmo mientras la flota turca bloqueara el Gran Puerto. Pero Piali hizo caso omiso del criterio de Mustafá. El joven almirante recalcó que él era el responsable de los barcos del Sultán, y afirmó que el único fondeadero seguro para ellos —aparte del propio Gran Puer- to— era Marsamuscetto, situado justo al norte. Piali ganó la disputa. Pero la decisión de tomar Marsamuscetto para que la flota pudiese fondear conllevaba la necesidad de tomar antes San Telmo.
Al mediodía del 19 de mayo, 3000 soldados turcos habían desembarcado. El primer enfrentamiento ocurrió cuando un destacamento de caballeros se topó con una patrulla de avanzada turca. Tomados de flanco y en inferioridad numérica, los caballeros dejaron el primer muerto de la guerra, y a un cristiano capturado vivo, el francés Adrien de la Riviére. Sometido a tortura, el prisionero le dijo a Mustafá que los turcos nunca tomarían Malta,
 "no sólo porque es muy fuerte y está bien abastecida, sino porque la defiende un capitán con caballeros y soldados tan valientes, que preferirán morir antes que mostrar la menor flaqueza". Sin dejarse impresionar, Mustafá continuó sus preparativos, y el 21 de mayo atacó Birgú.
Viendo el avance turco en aquella primera prueba, La Valette ordenó a sus hombres no disparar hasta que el enemigo estuviera a su alcance. Pero no contaba con la impetuosidad de los caballeros más jóvenes. Antes de  pudieran cerrar las puertas, relató un testigo, "una gran multitud de caballeros había salido". Resignándose a lo inevitable, La Valette envió tres divisiones de Birgú y Senglea a detener el avance de los turcos.
La batalla duró cinco horas, hasta que La Valette ordenó tocar a retirada. Los defensores corrieron hacia las puertas, mientras los artilleros mantenían a raya a los perseguidores turcos. Sólo murieron 21 cristianos, en tanto que más de 100 musulmanes quedaron tendidos en el campo. Pero 150 cristianos habían resultado heridos. Aunque esta acción levantó los ánimos de las tropas de La Valette, el gran maestre supo que no podrían permitirse más salidas.
A la puesta del sol, Mustafá ordenó a sus hombres que se retiraran. La línea defensiva, protegida por gran número de cañones, era más fuerte de lo que había previsto.
Lluvia de fuego sobre San Telmo
LA VALETTE sabía que la decisión de los turcos de iniciar sus operaciones contra San Telmo le daba más tiempo para reforzar sus dos principales ciudadelas, Birgú y Senglea. Aquella noche hizo que 100 caballeros y 400 hombres de armas cruzaran la ensenada para reforzar la aislada guarnición.
Los ingenieros y artilleros del Sultán habían hecho del bombardeo todo un arte. Galeotes y bueyes fueron uncidos a las cureñas de madera que soportaban las enormes piezas de artillería de Mustafá. Lentamente recorrieron siete kilómetros arrastrando su carga por terreno accidentado y senderos polvorientos, hasta tomar posiciones en el monte Sciberras, el pico situado entre el Gran Puerto y Marsamuscetto.
Dos de las piezas de artillería eran culebrinas de 27 kilos; había diez de 36 kilos y un enorme basilisco capaz de lanzar piedras de 73 kilos. Para proteger a sus artilleros y tiradores de elite, los turcos también trasportaron miles de sacos de tierra hasta la expuesta y yerma cumbre.
El bombardeo empezó el 24 de mayo. El cañón y el gran basilisco tronaban y retumbaban, y las murallas de San Telmo, hechas de piedra arenisca y cal, empezaron a desmoronarse. También la guarnición estaba sometida al preciso fuego de los tiradores de elite apostados en la cumbre del monte Sciberras, así como a los disparos de francotiradores agazapados en el lado del fuerte orientado hacia Marsamuscetto. Pronto, a los centinelas cristianos les fue casi imposible mantener su vigilancia sobre aquella dirección.
Dos días antes, La Valette había enviado mensajes a los renuentes aliados de la orden en Sicilia. Rogaba a los priores de la organización, diseminados por toda Europa, que ejercieran su influencia sobre los soberanos para que estos enviaran ayuda. Y aseguró al virrey de Sicilia, don García de Toledo, que "la moral de la orden y de las tropas era alta".
La noche siguiente al primer bombardeo, otros 200 hombres se trasportaron en bote al asediado fuerte. La Valette sabía que San Telmo era la llave de acceso a Malta. Cuanto más gastaran los enemigos sus municiones contra aquel pequeño fuerte, de más tiempo dispondría la guarnición principal para prepararse y fortalecerse. A fin de hostigar a los turcos, La Valette había destacado a casi toda su caballería, bajo el mando del mariscal De Copier, en la ciudadela de Medina. Durante el masivo ataque contra San Telmo, estos jinetes habían recorrido Marsa repetidamente, con el objeto de interceptar a lag partidas de turcos que buscaban agua y de acosar a los forrajeadores.
Finalizaba mayo, y había empezado el calor veraniego. Por encima de las piezas de artillería, el polvo y la bruma vibraban como un espejismo. Las murallas del fuerte se desmoronaban lentamente. En cuanto se abría una brecha, los defensores se apresuraban a levantar otro muro de protección, detrás del derruido. Pero durante todo ese tiempo, como un castillo de arena que erosionara el mar, las dimensiones del fuerte se reducían inexorablemente. La segunda noche, La Valette envió al lugar a otros 50 caballeros —todos ellos voluntarios para ocupar aquel puesto de honor—, bajo el mando del caballero De Medrán, y a 200 soldados españoles.
En las horas de oscuridad, todo parecía estar en contra de los defensores. Sin embargo, en las primeras horas del día 1 de junio, La Valette  oyó gritos y detonaciones de mosquetes cuando la guarnición de San Telmo hizo una incursión contra los turcos. Habían bajado el puente levadizo al amparo de la oscuridad y, en una rauda salida, se apoderaron ele la trinchera enemiga de avanzada. Cundió el pánico entre los obreros y los soldados turcos de vanguardia. Al verlos retroceder en las alturas del monte $ciberras, el gran maestre y su consejo comprendieron con alegría que los defensores de San Telmo conservaban altos los ánimos.
Fue entonces cuando Mustafá Pachá decidió que había llegado la hora de recurrir a los jenízaros. En todas las campañas realizadas por el Imperio Otomano siempre llegaba ese momento. El motivo podía ser la necesidad de contener el pánico o de convertir un resultado dudoso en una victoria segura. Ese cuerpo de elite se había creado precisamente para esos lances decisivos, en los que era necesario hacer que la balanza se inclinara en favor de los Fieles.
Entran en acción Los Invencibles
Los JENíZAROS —término que proviene del turco yenijeri, o "nuevo ejército"— no se parecían a ninguna otra clase de soldados. Ni uno solo de sus integrantes era turco de nacimiento. Eran hijos de súbditos cristianos del Imperio Otomano. Cada cinco años, en los dominios Imperiales, se examinaba a todos los varones cristianos que habían llegado a la edad de siete años. Los más prometedores eran llevados a Constantinopla, donde "se les sometía a un severo entrenamiento, a una rigurosa abstinencia y a la disciplina más estricta. Se les prohibía casarse, para que no tuvieran preocupaciones y afectos familiares. Orgullosos de sus privilegios, parecían impacientes por demostrar su derecho a los mismos acudiendo con presteza a cumplir los servicios más peligrosos".
Estos eran los hombres, cristianos por nacimiento, espartanos por educación, fanáticos musulmanes por conversión, a quienes Mustafá Pachá enviaba a contener el ataque de los cristianos. La" acometida de estos supremos guerreros obligó a retroceder a los valerosos defensores de San Telmo. Mientras los jenízaros se precipitaban hacia el fuerte como una ola incontenible, entonandodo su grito de batalla, los defensores apenas lograron refugiarse tras las puertas a tiempo de que el cañón abriera fuego sobre sus cabezas contra sus perseguidores.
Cuando por fin se disipó el humo en el acosado fuerte, los vigías de San Ángelo descubrieron que la incursión de esa madrugada había sido inútil. El estandarte musulmán ondeaba sobre uno de los altos parapetos del fuerte. Los jenízaros se habían asentado justo en los dientes de San Telmo.
A la mañana siguiente, 45 naves que trasportaban 2500 voluntarios y armamento de asedio llegaron del norte de África, bajo las órdenes del más grande marino musulmán de la época: el corsario Dragut. Este, como La Valette, había sobrevivido a la condición de esclavo galeote. Su historial guerrero estaba tan lleno de proezas audaces, que los musulmanes lo apodaban "la espada desenvainada del Islam". El propio Solimán había enviado órdenes a Piali y a Mustafá Pachá de que debían atender a los consejos de Dragut sobre cualquier asunto. Veterano de -la guerra de asedio —y, como inveterado corsario, mejor conocedor de Malta que Mustafá y que Piali—, Dragut habló sin rodeos:
—Debisteis empezar por bloquear el norte de la isla —les dijo desdeñosamente—. Así habría sido fácil impedir que los mensajeros cristianos navegaran hacia Sicilia, o que llegaran refuerzos cristianos en auxilio de los caballeros. ¡San Telmo habría caído por sí solo! Una vez que os hubierais apoderado del norte de la isla, habríais podido atacar Birgú y Senglea cuando os apeteciera.
Dragut instaló de inmediato baterías pesadas en la Punta de Tiñé, a sólo /150 metros de San Telmo, en dirección norte, y en la Punta delle Forche (La Punta de las Horcas, así llamada porque los caballeros ahorcaban allí a los piratas), que daba al mar, por el lado meridional. También reforzó itros 50 cañones la batería emplazada en el monte Sciberras. El corsario de 80 años Instaló su cuartel general en ese lugar, junto a sus huestes.
"Un volcán en erupción..."
AL DíA SIGUIENTE, del fuego de los turcos se duplicó. Un cronista describió a San  Telmo como "un volcán en erupción, que vomitaba fuego y humo".
A los jenízaros de Mustafá les  parecía que las brechas que se abrían ante ellos eran lo bastame grandes como para emprender un ataque. También Dragut aguardaba, impaciente, a que los turcos pudiesen lanzar una ofensiva en gran escala contra el revellín de San Telmo, fortín  exterior que protegía las murallas interiores del fuerte. Una vez en manos turcas, sólo harían falta unos cuantos días para que la posición cayera. Sin embargo, por el momento, el fuego defensivo de los cristianos era preciso y nutrido.
No obstante, el codiciado revellín cayó a primera hora del 3 de junio, casi por accidente. Una partida de exploradores turcos sorprendió dormido, al amanecer, a un magro grupo de extenuados defensores. En pocos minutos, los jenízaros, ataviados con blancos ropajes, se infiltraron, colocaron escaleras contra los muros del revellín, subieron a lo alto y mataron a tiros o a cuchilladas a los defensores.
Un puente de tablas unía al revellín con el fuerte, y ahí se desarrolló la lucha principal. Los atacantes intentaban irrumpir en el fuerte antes de 'que los cristianos bajaran el rastrillo. Pese al abundante fuego contrario, los je'nízaros atacaron directamente el rastrillo, disparando a través de sus barrotes y apoyando sus escaleras contra los muros.
—¡Leones del Islam! —les exhortó un derviche—: ¡Haced que la espada del Señor separe sus almas de sus cuerpos; sus troncos, de sus cabezas!
Para momentos tan críticos como este se había inventado el antepasado de los lanzallamas: el "fuego griego", una mezcla inflamable de salitre, azufre, pez, sal de amoniaco, resina y trementina. Se lanzaba en recipientes del tamaño de una granada, con una mecha encendida, como el moderno "coctel Molotov". También se metía en unos tubos llamados "trompas", que al prenderse "rugían y lanzaban llamas a varios metros de distancia, durante largo rato". En una forma aun más mortífera, se empleaba para saturar aros de fuegos de artificio.
El efecto del fuego griego en los musulmanes, con sus ropas sueltas y flotantes, fue devastador. Caían en el foso como antorchas humanas. Pronto, el olor dulzón de la carne quemada cundió en el aire. El fragor de la batalla duró desde el alba hasta el mediodía, mientras Mustafá lanzaba oleadas de hombres contra los ennegrecidos muros de San Telmo. Al acabar el día, 2500 soldados turcos yacían muertos, y el fuerte se mantenía en pie, en medio de un mar de llamas y humo.
Para entonces, los turcos que ocupaban el revellín eran tantos que no había ninguna posibilidad de que tuviera era éxito otra salida desde San Telmo. Un cronista describió así la situaación de los defensores: "La fatiga se haría más y más intolerable, y las entrañas y los miembros de los hombres destrozados por el cañón se sepultaban en los parapetos. A tal condición habían quedado reducidos los sitiados. Como nunca abandonaban sus posiciones, de día estaban expuestos al sol abrasador, y de noche, al frío húmedo. Padecían privaciones de toda índole, pues no sólo escaseaban la pólvora, el fuego griego y las municiones para los mosquetes, sino que la alimentación era insuficiente o insalubre. Con los huesos dislocados o rotos, y los rostros marcados por horribles llagas, estaban tan desfigurados que apenas se reconocían unos a otros..."
El 4 de junio se infiltró una pequeña embarcación portadora de un mensaje de don García: este acudiría en auxilio de Malta el 20 de junio..., pero únicamente a condición de que el gran maestre enviara a Sicilia las ocho valiosísimas galeras de la orden, en ese momento ancladas y a buen resguardo en el puerto interior. Aquel mensaje representaba la sentencia de muerte de San Telmo. Don García sabía bién que La Valette sólo contaba con unos 9000 hombres y que, incluso si las tripulaciones eran muy reducidas, se necesitarían varios cientos de hombres —todos ellos imprescindibles en tierra— para maniobrar cada nave.
La Valette contestó que una fuerza de apoyo no requeriría de más de 15,000 hombres. En caso de que no pudiera reunirla pronto, le rogaba que enviase cuanto antes 500 soldados. Si el Virrey mandaba la ayuda prometida, San Telmo sólo tendría que resistir un par de semanas. Pero el lúcido La Valette dudaba de la posibilidad de recibir refuerzos.
El mensajero de don García iba acompañado por un experimentado soldado español: el capitán Miranda. Aunque sabía que iba hacia la muerte, Miranda se ofreció de inmediato para ayudar a preparar la resistencia final de San Telmo. La Valette aceptó el ofrecimiento, y aquella noche Miranda, algunos caballeros voluntarios y otros 100 hombres se unieron a la guarnición condenada a la aniquilación.
Para entonces, los defensores habían quemado los soportes del puente de tablas. Pero el cuerpo dee zapadores turcos había trabajado sin cesar durante la noche para rellenar el foso que separaba el revellín del fuerte de San Telmo, y el 7 de Junio los musulmanes intentaron otra escalada. A los vigías de San Angelo les pareció que náda podría sobrevivir a tal  tempestad. Sin embargo, los atacantes jenízaros fueron recibidos una vez más con una granizada de balas y armas incendiarias; los aros de fuego saltaban como diabólicos juguetes en torno del enemigo. El ataque empezó a declinar, y se dio la señal de retirada.
La agonía de San Telmo
AQUELLA MISMA NOCHE, el caballero De Medrán dejó San Telmo para entrevistarse con el gran maestre. Le propuso evacuar el fuerte, ya insostenible, volarlo y sumar sus defensores a las principales posiciones de los cristianos: Birgú y Senglea.
Muchos miembros del consejo estuvieron de acuerdo. Pero entonces afloraron la personalidad y la
reputación del gran maestre, inclinando la balanza.
Cuando ingresamos a la orden, juramos obediencia ~—dijo—. Y también juramos sacrificar nuestras vidas a la Fe. Nuestros hermanos de San Telmo deben aceptar hoy ese sacrificio.
Ni un solo miembro del consejo dudó de que La Valette sería el primero en acudir a las trincheras si la ocasión lo exigía. Y se aprobó su planteamiento de que cada fortaleza de Malta debía resistir hasta el áltimo hombre.

Al día siguiente, los turcos lanzaron otro asalto, que duró seis horas. Pero, una vez más, San Telmo se sostuvo, estremecido como un navío a merced de mares amenazadores. A medianoche llegó desde ese fuerte el Caballero italiano Vitellino Vitellesci  con una carta inoportuna, firmada por 50 de los caballeros más jóvenes de San Telmo. Decía: "Puesto que ya no podemos cumplir con los deberes de nuestra orden, hemos resuelto —si Vuestra Alteza no nos envía unos botes para emprender la retirada— hacer una salida y morir como caballeros".
Aquel no era un motín, y el mensaje no podía atribuirse a cobardía. La Valette sabía que estaba exigiendo cualidades casi sobrehumanas a sus hombres, pero estaba decidido a reforzar a la acosada guarnición. Envió tres caballeros a San Telmo para que se informaran de la situación. Dos de ellos declararon que "el fuerte aún podría sostenerse unos cuantos días". El tercero, un napolitano llamad
Castriota, tuvo menos tacto: "Lo único que se necesita son hombres frescos y un nuevo enfoque del problema", dijo.
A su regreso a Birgú, Castriota sostuvo su punto de vista y se ofreció para encabezar un destacamento y hacer realidad sus palabras. Al cabo de una hora, el napolitano había congregado 600 hombres dispuestos a acudir en auxilio de San Telmo. Aquella noche se envió al fuerte un mensaje que terminó de avergonzar a los caballeros rebeldes. Ya estaban enterados de la formación de la fuerza de Castriota, y sus amigos de las diversas lenguas les habían dicho que estaban deshonrando a sus naciones, así como a la orden. Los 50 caballeros se sintieron abrumados..., y el sarcasmo del mensaje de La Vallete fue muy hiriente:
"Hemos reunido una fuerza de voluntarios—. escribió La Valette. "Se os concede ahora vuestra petición de abandonar San Telmo para buscar refugio en Birgú. Por mi parte, me sentiré más tranquilo cuando sepa que el fuerte está en manos de hombres en quienes puedo confiar".

Así terminó la revuelta, La Valerte canceló inmediatamente la autorización dada al grupo de Castriota, y en su lugar envió tan sólo 15 caballeros y 100 soldados. Era ya el 10 de junio. Ni en sueños habría esperado que la guarnición pudiera sostenerse más de cuatro días.
EL 10 DE JUNIO se llevó a cabo el primer gran ataque nocturno. En esta ocasión, no sólo los caballeros
emplearon bombas de fuego. Los otomanos habían perfeccionado un tipo de bomba incendiaria que cansaba horribles quemaduras. Una y otra vez, los caballeros y. los soldados se salvaron de asarse vivos en sus armaduras empapándose con agua salada tomada de unos grandes cubos colocados, con ese propósito, a lo largo de la línea defensiva. Al clarear el día, 1500 de los mejores soldados del Sultán yacían muertos o agonizantes entre el revellín y el fuerte.
Piali y el enfurecido Mustafá se sentían igualmente culpables por la larga y costosa demora ante San Telmo. un fuerte pequeño y. relativamente poco importante, que habría debido caer hacía mucho tiempo. Dragut, resignado a un asedio intermiinable debido a la chapucería inicial de los comandantes del Sultán, se mostraba ahora tan empecinado como los demás en que el sitio de San Telmo debía proseguir.
Ensordecidos, aturdidos Y exhaustos hasta lo indecible, los defensores se prepararon para resistir el siguiente ataque. Al amanecer del 16 de junio, vieron que el enemigo se concentraba y oyeron la voz del gran muftí que exhortaba a los fieles a morir para ganarse el paraíso. Pensando en su propio cielo, los cristianos los aguardaban con granadas, aros de fuego y calderos de agua hirviente. Observaron que toda la flota turca había avanzado durante la noche v formaba ahora un anillo en torno de la posición.
Casi 4,000 arcabuceros abrieron un fuego devastador contra el fuerte, desde todos los ángulos. Llevaron escaleras y puentes improvisados a aquel foso donde tantos efectivos de la flor del ejército del Sultán yacían ennegrecidos e hinchados por efecto del calor estival. Cuando el sol salió a espaldas de las naves, la flota de Piali abrió fuego. Minutos después, las baterías terrestres de Mustafá iniciaron su mortífero fuego cruzado, que hacía retemblar la tierra.
Para el primer asalto suicida, Mustafá envió a los jayalares, enajenados fanáticos cuyo ciego valor les era infundido por una mezcla de fervor religioso y hachís. Con la vista fija en la desmoronada línea de almenas que se interponía entre ellos y el paraíso, avanzaron en una oleada frenética. Desde las rotas murallas y la brecha situada en el lado sudoccidental, los caballeros y sus tropas españolas y maltesas abrieron fuego.
Los jajalares se retiraron, dejando el foso lleno de cuerpos inertes. A continuación atacó una horda de derviches, pues Mustafá estaba reservando sus mejores hombres para el momento en que "los religiosos" hubiesen abierto un paso hacia San Telmo con sus propios cadáveres. Por último, se dio la orden de avanzar a quienes eran el orgullo del Islam. Los jenízaros cargaron una y otra vez; luego, también ellos vacilaron y se dispersaron ante el fuego de la guarnición.
El mayor número de víctimas lo había cobrado una pequeña batería situada en el lado meridional del fuerte. desde donde los artilleros cristianos podían batir el flanco del enemigo. También San Ángelo ayudaba a los defensores: su cañón barría las filas musulmanas con disparos que abrían enormes huecos en las blancas oleadas de atacantes.
Al caer la noche, habían sucumbido 150 efectivos de la guarnición, y muchos más estaban heridos; pero las bajas de los musulmanes cubrían el terreno. Al pasarse lista esa noche, se vio que el Sultán había perdido
4000 hombres en el lapso de tres semanas
. Entre los caídos en San Telmo figuraba De Medrán, y Miranda estaba gravemente herido. La Valerte ordenó reforzar San Telmo. Al día siguiente, 12 caballeros italianos se ofrecieron ante el gran maestre como voluntarios para ocupar un lugar que les depararía una muerte segura. Por primera vez, La Valerte negó la autorización.
Cae San Telmo
LA causa del fracaso de los turcos era como señaló Dragut— esa trasfusión nocturna de hombres y municiones que seguía produciéndose desde Birgú, a través del Gran Puerto.
—Mientras no logremos privar a la guarnición de toda ayuda exterior —declaró el viejo corsario—, seguirá oponiéndonos resistencia.
Propuso. pues. construir un muro protector en el flanco oriental, del monte Sciberras al Gran Puerto, para salvaguardar a los artilleros turcos y permitirles sostener un fuego intensivo sobre cualquier embarcación que intentara pasar con refuerzos.
Aquel fue el último consejo  que dio Dragut. El 18 de junio, mientras supervisaba la construcción del muro; una bala de cañón disparada desde San Ángelo estalló cerca de él y arrancó grandes fragmentos de roca. Uno de estos lo hirió arriba de la oreja derecha, y "la espada desenvainada del Islam" cayó a tierra sangrando por la nariz y las orejas. Mustafá ordenó que se trasladara en secreto al gran corsario a la Marsa. Dragut sobrevivió aún varios días, pero no volvió a salir de su tienda.
Para la medianoche del 19 de junio —cuando el sitio duraba ya 27 días—, era obvio que nada podría salvar a San Telmo. El fuerte estaba completamente rodeado. Parapetados detrás del muro protector de Dragut, los tiradores turcos podían detener ahora a toda tropa que intentara pasar para reforzar a los defensores. Aislado del mundo exterior, San Telmo estaba absolutamente solo.
Desde las primeras luces de la mañana del 22 de junio hasta que el sol se puso tras la isla, las baterías de sitio, los cañones de los navíos y los gigantescos basiliscos de los musulmanes no dejaron de tronar. Los movimientos de los turcos quedaban en gran parte ocultos a la vista de los artilleros de San Ángelo, y sólo se exponían al fuego enemigo cuando dejaban la muralla protectora para efectuar la carga final. Sin embargo, para entonces ya estaban demasiado cerca de los defensores y, por ese motivo, los artilleros de San Angelo no se atrevían a disparar. Con todo, los jayalares y los jenízaros encontraban en la brecha a unos hombres con armaduras de acero que los aguardaban con espadones, lanzas, picas, hachas e incluso dagas.
Los turcos atacaron durante seis horas, hasta que Mustafá dio la orden de retirada. Los observadores de San Ángelo oyeron un grito de alegría proferido por sus hermanos de San Telmo. Los defensores estaban demostrando a La Valette, a la orden y, en realidad, a toda Europa, que si estaban destinados a morir, al menos aquel día podían contarlo como una victoria.
Aquella noche, un soldado maltés se lanzó al agua desde las rocas situadas al pie de San Telmo y nadó hasta Birgú, donde informó que casi todos los sobrevivientes de la guarnición estaban gravemente heridos, pero que la disciplina y la moral seguían en alto. Cediendo a un impulso, La Valette aceptó que un último destacamento de refuerzo intentara llegar al fuerte. Cinco barcazas se llenaron inmediatamente de voluntarios; pero las oscuras aguas del puerto bulleron con los disparos y los proyectiles lanzados por los tiradores y artilleros turcos. Nada hubiera podido atravesar aquella cortina de fuego. Al observar que la fuerza de auxilio retrocedía con presteza hacia San Ángelo, la guarnición de San Telmo se preparó a morir.
Al alba del 23 de junio, los jenízaros, los espahíes, los jayalares y los soldados de leva llevaron a cabo la primera carga masiva de la campaña. Todo el ejército turco se precipitó por las laderas e invadió el fuerte, como un mar. Esta vez, algo en los
EL GRAN SITIO DE MALTA
 POR ERNLE BRADFORD
 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
 1992  
gritos de batalla de los musulmanes reveló a las guarniciones de Birgú y de Senglea que todo había terminado. San Telmo y su guarnición de menos de 100 hombres resistieron durante cuatro horas.
Mustafá Pachá cruzó el foso. El estandarte de San Juan fue arrojado al polvo, y se izó en el asta la bandera del Sultán. Al verla, La Valette supo que el fuerte estaba perdido. Cuando la flota turca entró en Marsamuscetto —el puerto por el cual se había luchado durante todo el mes—, se despachó un mensajero para llevar la noticia al agonizante Dragut. "Alzando los ojos al cielo, como para dar gracias", el viejo corsario "expiró inmediatamente".
Pero la alegría de Mustafá no duró mucho. Desde las ruinas de San Telmo contempló la amenazante mole de San Ángelo, que se levantaba al otro lado de las aguas. "¡Alá!", gritó. "Si tan pequeño hijo nos ha costado tanto, ¿qué precio hemos de pagar por tan enorme padre'"
El fortín había costado a los turcos cerca de 8000 vidas, contra unos 1500 cristianos. Cayeron 113 caballeros y soldados subordinados, pero la mayoría de los cristianos muertos eran malteses, españoles y otros extranjeros. Algunos malteses lograron nadar hasta ponerse a salvo en San Ángelo, mientras que los corsarios de Dragut capturaban a nueve caballeros, para pedir rescate por ellos. No hubo más sobrevivientes.
Mustafá Pachá ordenó empalar las cabezas de cuatro caballeros en unas lanzas. Luego, hizo decapitar a varios caballeros y mandó que sus cuerpos descabezados fueran atados a cruces de madera, como burla a la Crucifixión. Al día siguiente, algunos de esos crucifijos llegaron flotando hasta la base de San Ángelo.
La Valette ordenó de inmediato que se decapitara a todos los prisioneros turcos. Cuando los soldados de Mustafá recogían los cañones tomados en San Telmo y los preparaban para enviarlos a Constantinopla como trofeos, su labor fue perturbada por el estruendo de la artillería cristiana. Los grandes cañones de San Ángelo estaban disparándoles las cabezas de los prisioneros turcos. En realidad, el gran maestre estaba diciéndole así a toda Malta: "No retrocederemos".
El "pequeño auxilio"
Los TURCOS necesitaron varios días de esfuerzos para trasportar sus armas a través de la Marsa, a fin de apuntarlas contra Birgú y Senglea. Durante este intermedio, llegaron del norte cuatro galeras con un contingente de refuerzo de 42 caballeros, 25 "gentileshombres voluntarios", 56 artilleros y 600 infantess. Bajo el amparo de una densa niebla marina, el "pequeño auxilio- hurtó la vigilancia turca y llegó a salvo a Birgú.
Este acontecimiento —sumado a sus desproporcionadas pérdidas en San Telmo— quizá haya sido lo que decidió a Mustafá a ofrecer a los caballeros salvoconducto para salir de la isla a cambio de su rendición. La Valette hizo que llevaran al mensajero de Mustafá a un sitio entre-los bastiones de Auvernia y Provenza. Allí 1e mostraron la profundidad del foso que había ante él y la altura del muro que se levantaba al otro lado". Señalando el foso con el índice, La Valette le ordenó:
—Di a tu amo que este es el único territorio que le cederé..., siempre y cuando lo llene con los cadáveres de sus jenízaros.
La reacción de Mustafá fue de ciega furia. Juró que tomaría Birgú y Senglea y que pasaría por la espada a todos los miembros de la maldita orden..., excepto a La Valette, a quien llevaría encadenado ante el Sultán.
Los LÁTIGOS restallaban, la madera crujía y los hombres vociferaban en la noche veraniega. De pronto aparecieron las altas proas de los barcos, emergiendo de las tinieblas: las naves eran remolcadas sobre rodillos de madera, a través de 800 metros de tierra rocosa, para llevarlas desde la ensenada de Marsamuscetto hasta el Gran Puerto.
Los caballeros habían pensado que sólo tendrían que enfrentarse a un enemigo que atacaría desde tierra. Sin embargo, las aguas del Gran Puerto se veían ocupadas de improviso por 80 barcos enemigos. Ahora estaban sitiados por ambos lados.
Era fácil ver de dónde provendría el primer ataque. Los navíos turcos no podían penetrar en la ensenada que separa a Birgú y Senglea, a causa de la cadena defensiva, ni navegar hacia el Gran Puerto, debido a los cañones de San Ángelo. Atacarían desdee el lado meridional lonal de Senglea.
Ya se habían trasportado los primeros cañones de sitio turcos a las alturas que dominan Senglea, y los arcabuceros disparaban con tal puntería, que en el momento en que un defensor cristiano asomaba la cabeza podía perder la vida.
Para impedir que los turcos desembarcaran. en Senglea, La Valette ordenó a los marinos malteses que construyeran una palizada encajando enormes troncos en el mar y uniéndolos con una gruesa cadena de hierro. En la primera semana de julio, armados con hachas y hachetas, unos turcos, seleccionados por su capacidad como nadadores, cruzaron la ensenada de 140 metros y empezaron a demoler las nuevas defensas.
Al punto, unos voluntarios malteses —familiarizados con el mar desde su niñez— se lanzaron al agua para salirles al paso, llevando puñales entre los dientes. En torno de los cables y de las estacas, malteses y turcos se trabaron en un combate cuerpo a cuerpo, en uno de los episodios más extraños de todo el sitio. Los malteses resultaron enemigos demasiado poderosos, y los turcos se retiraron.
Mustafá Pachá decidió no esperar más. Contaba con tropas de refresco argelinas, comandadas por el yerno de Dragut, Hassem, quien lo había irritado al decirle que a los ataques anteriores les había faltado vigor.' Cuando Hassem se ofreció para dirigir el primer ataque por tierra sobre Senglea (mientras su lugarteniente Candélissa encabezaba el asalto por mar), Mustafá se alegró al ver la posibilidad de enseñar una lección a aquel joven fanfarrón.
Al alba del 15 de julio, las galeras de Candélissa ascendieron subrepticiamente por la Marsa, mientras las tropas de Hassem se lanzaban contra el lado de tierra de Senglea. La primera oleada de embarcaciones avanzó a toda velocidad hacia la palizada. Pero los malteses habían hecho bien su trabajo, y los botes sobrecargados quedaron colgando, inmóviles, de las estacas. Bajo el mortífero fuego procedente de las murallas de Senglea, los hombres de Candélissa se arrojaron al agua. Con los escudos sobre las cabezas, nadaron hasta llegar a la orilla, donde se aprestaron para escalar las murallas. En ese momento, Hassem y sus argelinos atacaron el fuerte de San Miguel por el lado de tierra, en ruidoso tropel. Los cañones abrieron grandes brechas en sus filas, "pero pronto sus estandartes estaban ondeando en los parapetos".
Mientras tanto, el ataque lanzado por mar mostraba todos los signos del triunfo. Una chispa hizo volar un polvorín en el extremo sur de Senglea y se abrió un boquete en la muralla. Los hombres de Candelissa tomaron de inmediato la ladera humeante; al dispersarse el polvo, los cristianos de horrorizaron al verlos en  la brecha. Pero en aquel momento• decisivo dio frutos la previsión de La V.aletttte. Consciente de que las defensas  de Senglea eran más débiles que  las de Birgú y las de San Angelo, había  mandado construir un puente de botes entre las dos peninsulas. Entonces, envió un fuerte destacamento a la posición amenazada, y pronto se estabilizó la situación.
Mustafá Pachá decidió que había llegado el momento de asestar el golpe decisivo. Diez grandes embarcaciones, con 1000 jenízaros a bordo, desatracaron y pusieron rumbo a Senglea. La intención de Mustafá era que desembarcaran en torno a la punta norte de Senglea mientras los defensores se hallaban ocupados protegiendo la muralla del sur. Pero otro observador había visto a los jenízaros. El caballero de Guiral tenía a su cargo una batería emplazada casi al nivel del agua, que no había sido advertida por los turcos. Cuando estos estuvieron directamente en la mira de sus cañones, De Guiral dio la orden de abrir fuego.
Las atestadas embarcaciones no tuvieron ninguna posibilidad de salvarse. Proyectiles, metralla y balas encadenadas se abatieron sobre las aguas. Después de dos descargas, nueve embarcaciones se habían hundido y 800 hombres se habían ahogado. La décima logró retroceder hasta las estribaciones del monte Sciberras, donde los habitantes malteses —recordando los acontecimientos de San Telmo—no tomaron prisioneros. Hasta el día de hoy, en Malta, "la paga de San Telmo" es una frase que denota toda acción en la que no se tiene clemencia.
Salvación desde Medina
Al. MEDIODíA, la temperatura era de más.  de 30° C. Los cristianos estaban confinados en el interior de pequeñas fortalezas, donde debía racionarse escrupulosamente cada pedazo de pan y cada vaso de agua. En cambio, los musulmanes podían retirarse por la noche a la seguridad de sus tiendas y de sus navíos, y recibían suficientes provisiones. Además, llevaban ropas sueltas y frescas, y escasa armadura.
Sin embargo, las enfermedades eran relativamente raras entre los defensores —tal vez por la tradicional ocupación hospitalaria de la orden—, mientras que las filas turcas empezaban a ser diezmadas por padecimientos como la disentería, la fiebre entérica y el paludismo.
Los NAVÍOSde Piali estaban ya apostados al norte de Gozo, y Mustafá confiaba en que no necesitaría preocuparse más por la llegada a la isla de refuerzos procedentes de Sicilia. Durante la última semana de julio y la primera de agosto, los artilleros turcos, activos de día y de noche, no dieron respiro a la guarnición. Hombres, mujeres y niños se afanaban unos al lado de otros, reparando trincheras, fabricando bombas incendiarias y componiendo los cañones y otras armas.
El 7 de agosto se renovó el bombardeo desde los cuatro puntos cardinales. Cuando cesó el estruendo de los cañones, una tropa encabezada por Piali se apoderó del foso de Castilla, cubierto de escombros. Luego, irrumpiendo por una amplia brecha, se precipitó dentro de un espacio aparentemente indefenso, sólo para toparse con otra muralla interior. La Valette había hecho construir estos muros interiores a todo lo largo del flanco de Birgú orientado hacia tierra, a fin de que, si se abrían brechas en el muro principal, el enemigo, al penetrar, quedara metido en una trampa. Los musulmanes de Piali, sometidos al mortífero fuego de la guarnición e incapaces de retroceder por la incontenible presión de quienes avanzaban tras ellos, fueron aniquilados a centenares.
Pero en el ínterin, otras fuerzas, a las órdenes de Mustafá, habían logrado establecer una posición en la ciudadela del fuerte de San Miguel, en Senglea. Y esta vez el gran maestre vio, consternado, que no podía enviar al rescate ni siquiera a un hombre de su abrumada guarnición de Birgú.
Mustafá Pachá era otro de aquellos increíbles viejos guerreros, como La Valette y Dragut. Aunque tenía 70 años, avanzó a la cabeza de su guardia personal, mientras los jenízaros lo seguían para el asalto final. La guarnición de San Miguel tuvo que retroceder, mirando con desesperanza más allá de las aguas, en espera de ayuda. La derrota parecía inminente.
En ese momento sucedió lo inaudito: ¡los turcos dieron la señal de retirada! Los jenízaros, con Senglea a su alcance, eran tan difíciles de llamar a retirada como una bandada de lobos; pero pronto —para estupefacción de los cristianos— comenzaron a retroceder. Por un momento, La Valette pensó que al fin habían llegado los refuerzos de don García.
Ese era precisamente el mensaje que había recibido Mustafá. Un jinete acudió al galope gritando que una fuerza enemiga había caído sobre el campamento turco de la Marsa. Mustafá supuso, naturalmente, que un contingente de refuerzo había conseguido sorprender a su retaguardia de algún modo. Y, en efecto, cuando llegaron a la Marsa, los turcos presenciaron una cruenta escena. Los muertos y los moribundos yacían amontonados, entre tiendas destrozadas, caballos mutilados y depósitos en llamas.
Al oír la furia sin precedente del bombardeo de aquella mañana, el gobernador de Medina había enviado toda su caballería, que cayó sobre el campamento de los turcos como un ejército de demonios vengadores. Había sido una carnicería..., y había salvado a los caballeros en su hora más aciaga.
"El mundo llega a su fin..."
MUY ADENTRO de las murallas de San Ángelo, La Valette conferenciaba con su secretario inglés, sir Oliver Starkey. La Valette acababa de recibir la promesa de García de Toledo de que llegaría a Malta antes de que terminara agosto.
Ya no podemos confiar en sus promesas —dijo el gran maestre—Sólo nuestras propias fuerzas podrán salvarnos.
Entonces echó mano de un arma que sin duda levantaría la moral de la guarnición. El papa Pío IV había promulgado recientemente una bula en la que otorgaba indulgencias plENarias a todos aquellos que cayeran en la guerra contra los musulmanes. Los defensores de Malta, anunció La Valette, se habían ganado el perdón total de sus pecados.
AL AMANECER del 20 de agosto Mustafá atacó los bastiones de Castilla y de San Miguel. Los jayalares y los jenízaros avanzaron por aquella tierra de nadie. Piali contuvo sus fuerzas en torno de Birgú, mientras Mustafá aguardaba para ver si La Valette se dejaba engañar y despachaba parte de la guarnición de Birgú hacia la acosada Senglea.
Apenas se había disipado el humo, cuando las tropas de Piali, que hasta entonces aguardaban, tomaron una posición en el fuerte. La Valette, en su puesto de mando, en la pequeña plaza de Birgú, no titubeó ni un segundo: espada en mano, encabezó la marcha de sus huestes hacia el bastión de Castilla.
"Escoltado por los caballeros de su séquito, el gran maestre dirigió una carga tan impetuosa, que se volvieron las tornas". Mientras conducía a sus caballeros y gente del pueblo por las resquebrajadas y humeantes laderas, donde una mina había abierto una brecha en la muralla, La Valette resultó herido en la pierna por esquirlas de granada. Pero la vanguardia turca vaciló y se vio obligada a retroceder.
—¡Resguardaos en un lugar seguro, sire! —gritó uno de sus subordinados—. ¡El enemigo se retira!
Pero, cojeando, La Valette siguió ascendiendo por la cuesta.
 POR ERNLE BRADFORD
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 1992  
—No lo haré, mientras esas banderas sigan ondeando —replicó, señalando los estandartes del enemigo.
La Valette dejó que le vendaran la herida sólo cuando comprobó que habían recuperado el bastión.
Mustafá y Piali reanudaron la ofensiva poco después de la puesta del sol. Los fogonazos y el retumbar de los cañones venían de todas partes, pero la silueta del gran maestre, con su armadura antes reluciente y ahora maltrecha y llena de polvo, era un acicate para sus hombres. Cuando el día comenzó a clarear y los turcos emprendieron la retirada, las dos humeantes fortalezas aún estaban en manos de sus defensores.
Pero la situación era crítica: sus bajas habían sido importantes, ya no había refuerzos a los que llamar, las municiones se agotaban, y "no se consideraba herido a nadie que pudiera andar".
DESDE LA CAÍDA de San Telmo, el 23 de junio, casi todo el poder de las baterías turcas se había dirigido contra Birgú y San Ángelo. La mayoría de las casas construidas tras sus muros estaban en ruinas, y las propias murallas se derrumbaban. Mustafá había hecho acercar a las murallas una máquina de sitio de grandes dimensiones: una torre dotada de un pesado puente levadizo, que podía bajarse para que los atacantes irrumpieran en la fortaleza. Protegida del fuego por enormes mantas de cuero, constantemente rociadas con agua, la torre estaba tan cerca de la muralla que los tiradores jenízaros que disparaban desde su plataforma podían hacer blanco sobre los defensores apostados dentro de Birgú.
La Valette dio instrucciones a un carpintero maltés, Andrés Cassar, para que abriera un boquete en la base de la muralla, enfrente de la torre. Cuando quitó los últimos bloques de piedra, metieron por el hueco la negra boca de un poderoso cañón, que al instante vomitó fuego. La Valette había ordenado disparar balas encadenadas, es decir, dos grandes balas de cañón, enteras o partidas por la mitad, unidas por una cadena. Al salir de la boca del cañón, la cadena giró y giró como una gigantesca guadaña. Con cada disparo, hecho a quemarropa, la girante cadena partía, maceraba y golpeaba la estructura de madera. Los jenízaros que estaban en lo alto de la torre empezaron a saltar a tierra cuando la vasta estructura comenzó a doblarse. Por último, se desplomó con terrible estrépito, arrastrando consigo a docenas de hombres.
Mientras ocurría esto, Mustafá atacaba Senglea con "una máquina infernal en forma de barril alargado, ceñida con aros de hierro y llena de pólvora, cadenas. de hierro, clavos y toda clase de metralla. Se le puso a la máquina una mecha de combustión lenta", y un grupo de turcos la levantó sobre las castigadas murallas y la dejó caer en medio de los caballeros y los soldados agrupados en el otro lado.
Entonces, los musulmanes aguardaron la explosión, listos para atacar en cuanto la máquina abriera una brecha en el muro. Pero la mecha se consumía demasiado lentamente, y los defensores tuvieron tiempo para subir la bomba por la rampa y dejarla caer en el foso, donde rodó, rebotó... y explotó. Su enorme carga de pólvora, por no hablar de la metralla, hizo estragos entre las filas enemigas. Los turcos emprendieron la huida, y aquel día, que tan mal había empezado para los defensores, terminó en algo parecido a una victoria.
Un gran desaliento cundía ya entre las tropas musulmanas. Las enfermedades aumentaban día con día. Miles de cadáveres de sus compañeros yacían bajo el inclemente sol, pudriéndose e impregnando el aire con su hedor. Se acercaba el fin de agosto. Pronto soplaría la tramontana otoñal, y entonces las comunicaciones de los turcos con África, por no hablar de la lejana Constantinopla, podían quedar interrumpidas. Si Malta no caía antes de mediados de septiembre, el ejército tendría que retirarse o invernar en la isla. Sabiendo que las provisiones de las dos guarniciones sitiadas no podían durar indefinidamente, Mustafá se mostraba partidario de permanecer. Pero, una vez más, Piali se opuso: a la primera señal de las tormentas de invierno, él partiría con sus inapreciables naves.
Si los turcos estaban desalentados, a los cristianos les parecía que "el mundo llegaba a su fin". No podían saber que, después de tantas demoras, se estaban apresurando los preparativos para enviarles refuerzos desde Mesina, situada 240 kilómetros al norte. Cada día llegaban más caballeros de la orden desde sus dominios en el norte de Europa. Resuelto, finalmente, a no ser avergonzado por el heroísmo de los defensores de Malta, don García se esforzaba al máximo por cumplir su promesa de acudir "antes de que terminara agosto".
Hacía ya más de tres meses que la elite del ejército y de la armada turcos habían atacado la isla. Menos de 9000 soldados, junto con 900 caballeros de San Juan, habían resistido todo el verano, suscitando la admiración de Europa.
"Aquí hemos de perecer"
EL 31 DE AGOSTO, la Gran Cruz de los Caballeros instó, de modo unánime, a La Valette a abandonar Birgú y congregarse en San Ángelo:
—Allí resistiremos mejor de lo que podemos hacerlo ahora, tan dispersos como estamos —arguyeron.
—Si dejamos Birgú —replicó La Valette—, perderemos Senglea, pues su guarnición no puede sostenerse por sí sola. San Ángelo es demasiado pequeño para albergar a la población maltesa, además de a nosotros y nuestros hombres. Y, si los turcos ocupan Senglea y las ruinas de Birgú, sólo será cuestión de tiempo para que también caiga San Ángelo. En cambio, ahora se ven obligados a dispersar a sus hombres. Aquí es donde debemos quedarnos. Aquí hemos de perecer todos... o, con la ayuda de Dios, triunfar.
Con el único objeto de garantizar que nadie pensara más en una retirada a San Angelo, La Valette quemó sus naves. Trasfirió casi todas las tropas de San Ángelo a Birgú, dejando sólo unos cuantos hombres para disparar los cañones, y luego ordenó volar el puente levadizo que había entre ambas plazas. San Ángelo quedó así atenido a sus propias fuerzas, igual que Birgú. "Cada hombre comprendió entonces que debía resistir y morir en el puesto que defendía". A continuación, los turcos llevaron otra máquina de sitio al fuerte de Castilla, y reforzaron su base con piedras y tierra. Con los tiradores haciendo blanco en ellos desde la torre, la situación de los defensores pronto se tornó desesperada. La Valette comprendió que, si seguían diezmándolos, el siguiente asalto contra Castilla podría tener éxito.
Como antes, ordenó a los albañiles malteses abrir un hueco en la base del muro. En cuanto cayeron los últimos bloques de piedra, una partida salió a atacar la torre. Tomando a los turcos por sorpresa, subieron por las escaleras de los diversos niveles y aniquilaron a los jenízaros. Un grupo selecto de artilleros, dotado con dos cañones, se apostó entonces en la torre, bajo la protección de algunos caballeros y sus soldados. Así, la torre turca se convirtió en un bastión secundario de Castilla. El hecho de que un puñado de hombres pudiese tomar y conservar la torre es indicativo de la menguante moral de las tropas turcas..
Un error de cálculo
MUSTAFÁ PACHÁ recibió la alarmante noticia de que sólo les quedaba harina para 25 días: aunque su ejército se retirara en ese instante, las raciones comenzarían a escasear antes de que llegaran a Constantinopla. Peor aún: por primera vez, se les estaba agotando la pólvora.
Mustafá decidió entonces atacar Medina. Si la tomaba, podría emplear los cañones, la pólvora y las municiones que había allí contra los caballeros, en sus reductos. La supervivencia de Medina —y la caballería cristiana que albergaba— era como una espina clavada en el costado de Mustafá. Sus murallas no eran muy fuertes, pero los turcos sólo podían atacar desde el sur, pues por los otros lados los muros daban a empinadas laderas.
Consciente de que la decisión de Mustafá era indicio de que estaba desesperado, el gobernador de Medina decidió poner en práctica una estrategia audaz. Su guarnición era reducida, pero la ciudadela estaba atestada de familias campesinas de malteses no combatientes. Hizo que muchos de esos hombres y mujeres se pusieran uniformes de soldados y los situó en las murallas, junto a la guarnición. También ordenó que apostaran todos los cañones en los muros meridionales de Medina.
Los turcos, que subían penosamente las cuestas que conducen a Medina, vieron de inmediato que aquella ciudad no estaba indefensa: sus murallas bullían de hombres. Antes de que el enemigo estuviera a su alcance, los cañones de los cristianos empezaron a tronar. Los turcos se detuvieron, consternados. Y corrió la voz: "¡Será otro San Telmo!"
Los oficiales musulmanes ya habían tenido dificultades para lanzarlos a un nuevo ataque. Una irrisoria descarga de mosquetería  sonó desde los muros de Medina, con la i que había allí una guarnición con tropas de refresco, poseedora de una moral muy alta y de de una provisión de pólvora ilimitada. Tras evaluar la fuerza de la ciudadela, Mustafá canceló el ataque. No les quedaba más remedio que renovar el asalto contra los dos maltrechos bastiones de los caballeros.
La disminución del fuego de los turcos y su incapacidad para tomar Medina animaron a los defensores. Los caballeros contemplaban ahora la posibilidad de derrotar a los turcos por sí mismos. Si lograban rechazarlos sin el auxilio del perezoso don García, podrían proclamar: "¡Lo hicimos nosotros solos!"
En realidad, los refuerzos estaban punto de hacerse a la vela. Más de 200 caballeros, comandantes y grandes cruces de la orden estaban ya en Sicilia, con sus huestes, y la pequeña corte de Medina estaba impaciente por librarse de todos ellos. Esta fuerza, de cerca de 11,000 hombres, se componía de soldados profesionales y aventureros llegados de toda Europa. El 25 de agosto, zarparon rumbo a Malta.
El último combate
A COMIENZOS de septiembre, Mustafá desencadenó una ofensiva desesperada. Pero las tropas que se lanzaban al ataque no eran las mismas que habían llegado a Malta para "salvar su alma". Su moral era baja, y las enfermedades habían reducido su número más aún que las sangrientas pérdidas que les habían infligido los caballeros. Los atacantes ya no tenían bríos ."No es la voluntad de Alá". decían, "que nos apoderemos de Malta".
Mientras tanto, don García se había topado con una fuerte tempestad, y sus galeras tuvieron que buscar abrigo. No fue sino hasta el 4 de septiembre cuando la flota avistó por fin Gozo. Ese era el momento en el que la gran fuerza dispersa de Piali debió caer sobre el enemigo para destruirlo. Pero, al parecer, no se hizo ningún intento de atacar aquella avanzáda cristiana, quizá porque los propios turcos habían buscado refugio contra la tormenta en Marsamuscetto. Al día siguiente, la flota de García se deslizó por el canal de Gozo, hasta llegar a la bahía de Mellieha, y la tan esperada como demorada fuerza de auxilio empezó a desembarcar.
Si bien aquella expedición sólo constaba de unos 11,000 hombres, La Valette logró que los turcos recibieran la falsa información de que habían llegado 16,000 cristianos. Alarmado por la noticia, desalentado por todo lo ocurrido durante el sitio, y consciente de que sus hombres estaban a punto de amotinarse, Mustafá ordenó que se evacuara la isla.
La Valette aguardó, impaciente, a ver si la fuerza de auxilio trataba de establecer contacto con Birgú aquella noche. No ocurrió nada. En cambio, el rechinar de ruedas y aparejos, que duró toda la noche, así como las filas de antorchas, le revelaron que los turcos habían levantado el campamento y se disponían a embarcarse. Mientras tanto, los refuerzos habían marchado tierra adentro y habían establecido contacto con la guarnición de Medina. Entonces, sin saber que los turcos estaban en retirada, el comandante de la fuerza expedicionaria, Ascanio de la Corna, acampó en las alturas, en el lado oriental de la isla.
Al clarear el día, los defensores de Birgú y Senglea vieron que las chamuscadas laderas estaban libres de enemigos. Por primera vez en meses, caballeros y soldados, hombres, mujeres y niños cruzaron las puertas de la ciudad y corrieron por aquella árida tierra de nadie, como liberados de un largo invierno, para entrar en campos primaverales.
Las primeras naves turcas, con las quillas sucias de plantas marinas, ya estaban avanzando. Un cuerpo de caballeros descendió hasta San Telmo e izó sobre las ruinas la cruz blanca de ocho puntas de San Juan. Luego, mandaron traer de Birgú cañones ligeros. Cuando se hicieron los primeros disparos, los turcos redoblaron sus esfuerzos para alejarse.
En Birgú, los malteses, los caballeros y sus soldados ofrecieron un tedéum para dar gracias al Todopoderoso y a la Santísima Virgen. La isla aún humeaba y chisporroteaba con el feroz aliento de la'guerra. De cuando en cuando, una sección de muro dañada se desplomaba con gran estrépito. Las calles estaban llenas de balas de cañón melladas y de grandes pedazos de metal y de trozos de mármol disparados por los basiliscos. Todos tomaron conciencia de cuánta razón había tenido el gran maestre. Cada posición se había defendido hasta el final.
En ese momento, Mustafá Pachá descubrió que había sido engañado sobre la magnitud del contingente de refuerzo. Temiendo la ira del Sultán, e indignado por la forma en que lo habían abandonado Piali y la flota, ordenó suspender la evacuación. Después, venciendo la oposición de Piali, dispuso que la flota navegara 11 kilómetros a lo largo de la costa y que aguardara el desarrollo de los acontecimientos.
Al ver que unos 9000 turcos se dirigían hacia él por el camino, Ascanio de la Corna decidió esperarlos en la posición dominante que ocupaba, en vez de trabar combate en la llanura. Pero no había contado con el temperamento de los caballeros de San Juan recién llegados. Sin que mediara ninguna orden, bajaron en tropel por la ladera y obligaron a Corna a ordenar una carga general. La guarnición de Medina, que observaba la acción, siguió de inmediato a los caballeros. Cuando el grueso de las tropas de refuerzo cargaba de frente contra los turcos, los hombres de Medina dieron un rodeo para tomar al enemigo por el flanco.
Los soldados de Mustafá ya no estaban en condiciones de enfrentarse a contrincantes frescos y vigorosos. Habiendo dejado atrás —según creían— el mortífero suelo de Malta, habían obedecido con gran renuencia la orden de volver a desembarcar. A la vista de un enemigo que se precipitaba a la carga, muchos rompieron filas y huyeron. Pronto iban en desbandada por la llanura, hacia la bahía de San Pablo, donde habían fondeado las naves de Piali.
Una vez más, Mustafá Pachá probó ser un hombre de extraordinario valor. A la cabeza de sus jenízaros, lanzó un contraataque y contuvo el avance de los caballeros, mientras los -turcos se embarcaban en los botes que los esperaban en la arenosa playa de San Pablo.
Implacablemente, los mosqueteros jenízaros enizaros de Mustafá fueron arrojados al mar, y la bahía se convirtió en el teatro de una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo. Los azules bajíos se llenaron de botes volcados y de cuerpos mecidos por las olas, mientras los hombres se herían con hachas, espadas y cimitarras. Mustafá fue uno de los últimos en embarcarse.
Era el atardecer del 11 de septiembre, cuatro meses después de que las fuerzas del sultán Solimán habían tocado tierra. Malta y la orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén habían sobrevivido.
Fortaleza inexpugnable
 CUANDO LOS REFUERZOS entraron por fin en Birgú, descubrieron, horrorizados, a qué costo se había salvado la isla. Los mutilados y los heridos se arrastraban por la derruidas fortalezas como figuras salidas de sus tumbas. El pequeño reino de los Caballeros de San Juan yacía en ruinas a su alrededor. Cerca de 250 caballeros habían perdido la vida, y casi todos los demás estaban gravemente heridos o lisiados para siempre. Entre los malteses y los soldados españoles y extranjeros, se habían producido 7000 bajas. De la guarnición original de cerr:, de 9000 hombres, el gran maestre sólo contaba ahora con 600 aún aptos para empuñar las armas. Unas cuantas semanas más, y Malta habría caído en manos de Mustafá.
Pero en el asedio los turcos perdieron cerca de 30,000 hombres; y, cuando mucho, 10,000 volvieron a ver Constantinopla.
La noticia llegó a toda Europa por medio de navíos, jinetes y señales de fuego, mientras las campanas repicaban en las iglesias y las catedrales. La victoria no se pasó por alto en la anticatólica Inglaterra, donde el arzobispo de Canterbury decretó una Forma de Acción de Gracias que se celebraría tres veces a la semana, durante las seis semanas siguientes al acontecimiento. 
 Malta, esa "oscura isla", aquella "roca de piedra arenisca", fue llamada "la Isla de los Héroes" y el "Baluarte de la Fe". Los gobernantes de Europa nunca volverían a considerarla de menor importancia.
LA MUERTE por el hacha, la espada o la cuerda de arco no era un castigo infrecuente para quienes defraudaban al Sultán. Sin embargo, para cuando la derrotada flota consiguió entrar en el Egeo y llegar al Bósforo, la furia de Solimán ya se había aplacado. Perdonó a sus dos comandantes, y añadió: "¡Ya veo que mi espada sólo es invencible en mi propia mano!"
Pero en el destino de Solimán estaba escrito que nunca encabezaría una expedición contra los Caballeros de Malta. Falleció en 1566, a la edad de 72 años, mientras ponía sitio a un baluarte en Hungría. Durante la que tal vez haya sido la época más gloriosa de la historia del Islam, Solimán sólo sufrió dos reveses que merecie- ron  tal nombre. Uno de ellos, su fracaso ante las murallas de Viena, en 1529. El otro —con mucho, el más dañino—, el episodio de Malta.
La Valette, hombre legendario en su tiempo, murió en 1568, tres años después del fin del asedio. Sus restos reposan hoy en la cripta de la catedral de San Juan, en Valetta, nombre que se puso, en su honor, a la ciudad edificada sobre el monte Sciberras.  
Allá en lo alto, en el piso de mármol de la gran catedral, brillan las armas y las insignias de los caballeros que, durante más de 200 años, custodiarían la inexpugnable fortaleza de La Valette.

2 comentarios:

  1. Yo leí está historia hace 20 años atrás
    La forma en que lo narran es espectacular
    Si un director de cine lo lleva a la pantalla grande sería increible

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    1. Gracias por escribir. Le doy la razón, no me canso de leer esta historia, una y otra vez..."Allá en lo alto, en el piso de mármol de la gran catedral, brillan las armas y las insignias de los caballeros que, durante más de 200 años, custodiarían la inexpugnable fortaleza..." Impressionante

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