LA NIÑA Y EL LOBO
Por PENNY PORTER
Julio de 1984
Selecciones del Reader´s Digest
ACABABA yo de lavar los trastos de la comida, cuando la puerta de alambre se cerró con estrépito y Becky, mi hija de tres años, entró corriendo: "¡Mami!", gritó. "¡Ven a ver mi nuevo perrito! Ya le di agua dos veces. ¡Tiene mucha sed!"
Suspiré. ¡Otro de los perros imaginarios de Becky! A raíz de que nuestro viejo perro murió, nuestro apartado hogar —el rancho Singing Valley, en Sonoita, Arizona— se volvió muy solitario para la niña. Habíamos pensado comprarle un cachorro, pero mientras tanto, ella "veía" perritos por doquier.
—¡Ven por favor, mami! —me rogó con expresión solemne, abriendo mucho los oscuros ojos—. Está llorando, y no puede andar.
¡Vaya!, eso era algo nuevo. Todos sus anteriores perros imaginarios sabían hacer suertes maravillosas. ¿Por qué, de pronto, un perro que no podía andar?
—Muy bien, querida —le dije. Pero mi hija ya había desaparecido entre los mezquites cuando me dirigí hacia allá.
—Está junto al tronco del roble. ¡Corre, mamá! —me llamó.
Aparté las ramas erizadas de espinas y levanté la mano para protegerme los ojos del sol del desierto. Un calosfrío paralizador se apoderó de mí.
Allí estaba Becky, en cuclillas, ¡y tenía amorosamente en el regazo la cabeza inconfundible de un lobo! Tras la cabeza veíanse las robustas paletas negras. El resto del cuerpo se hallaba completamente oculto dentro del tronco hueco de un roble caído.
"Becky", proferí, mientras sentía la boca seca. "¡No te muevas!" Me acerqué unos pasos. Aquellos ojos amarillentos se entornaron. Las negras fauces se pusieron rígidas, mostrando colmillos de cinco centímetros. De pronto, el lobo tembló, y de su garganta brotó un gemido lastimero.
"¡Tranquilo, amiguito!", lo animó Becky. "No tengas miedo. Es mi mamita, que también te quiere".
Entonces ocurrió lo increíble.
Cuando las manecitas acariciaron la gran cabeza peluda, oí el leve batir de la cola del lobo, dentro del tronco.
¿Qué le pasaba a aquel animal? ¿Por qué no podía levantarse? ¡Por supuesto! ¡Acaso tuviera rabia! ¿No había dicho Becky que tenía mucha sed?
Tenía yo que apartar a la niña de allí. "Hijita", ordené con la garganta tensa, "deja en el suelo la cabeza del animal y ven con mamá. Pediremos ayuda".
Becky se levantó, dio un beso a la bestia en pleno hocico y avanzó lentamente hacia mis brazos extendidos. Aquellos tristes ojos amarillentos la siguieron. Luego, la cabeza del lobo cayó en tierra.
Ya con la niña a salvo en brazos, corrí a mi auto estacionado junto a la casa y lo conduje a los establos, donde Jake, uno de los vaqueros, estaba ensillando un caballo. "Jake, ven pronto. Becky encontró un lobo en el tronco del roble, cerca del lecho seco del río. Creo que tiene rabia".
De vuelta en casa, acosté a mi niña, llorosa, a que tomara su siesta.
—¡Pero yo quiero dar agua a mi perrito! —protestaba.
—Deja que mamita y Jake se encarguen ahora de él le pedí.
Momentos después llegué al tronco del roble. Allí estaba el vaquero, observando al animal. —No, cabe duda; es un lobo mexicano, de los grandes". El lobo gimió, y nos llegó un hedor a gangrena.
"¡Ah! No es rabia", prosiguió Jake. "Pero está malherido. ¿Quiere usted que ponga fin a su dolor?"
Tuve la palabra "sí" en la punta de la lengua, pero no llegué a pronunciarla. En eso, Becky surgió de entre los arbustos. "¿Va a curarlo Jake, mamita?", me preguntó. Se dejó caer de rodillas y volvió a colocarse en el regazo la cabeza de la bestia. Hundió la cara en el áspero pelaje oscuro. Esta vez, no fui yo la única que oyó batir la cola.
Aquella tarde, mi esposo, Bill, y nuestro veterinario acudieron a ver al lobo. Al notar la confianza que el animal tenía en nuestra hijita, el veterinario sugirió: "¿Qué tal si dejas que Becky y yo atendamos a este amigo?" Minutos después de que la niña y él tranquilizaron a la bestia herida, la jeringa hipodérmica entró en acción. Los ojos amarillentos se cerraron.
"Ahora está dormido. Ayúdame a moverlo, Bill", solicitó el veterinario. Sacaron del tronco aquel cuerpo robusto. El animal debía de medir más de metro y medio de largo, y pesar cerca de cincuenta kilos. Tenía el cuadril y una pata mutilados por balas. El médico le desprendió la piel podrida y le sacó unas esquirlas de hueso, limpió bien las heridas y le inyectó penicilina. Al día siguiente, volvió y le insertó Una vara metálica para sustituir el hueso destruido.
"Bien, me parece que han adquirido ustedes un lobo mexicano", dijo. "No es muy fácil domesticarlos, pero me asombra cómo este se encariñó con su pequeña".
Becky llamó Ralph al lobo,y todos los los días le llevaba comida y agua que dejaba junto al tronco. La recuperación de Ralph no fue rápída. Durante los tres meses siguientes, arrastró por tierra los paralizados cuartos traseros, impeliéndose con las patas delanteras. Por la manera en que bajaba los párpados cuando dábamos masaje a sus miembros atrofiados, sabíamos que padecía grandes dolores; pero ni una sola vez intentó morder las manos de quienes lo cuidaban.
A los cuatro meses exactos, Ralph pudo ponerse en pie sin ayuda. Su enorme cuerpo se estremeció al contraer músculos hacía tiempo inactivos. Bill y yo lo acariciábamos y le hablábamos con cariño. Pero era a Becky a quien se volvía en busca de una palabra tierna, un beso o una sonrisa. Correspondía a estas manifestaciones de amor meneando la gran cola tupida.
Al ir recuperando fuerzas, Ralph dio en seguir a Becky por todo el rancho. Juntos rondaban por los pastos del desierto, la niña de cabello dorado inclinándose frecuentemente para compartir con el gran lobo cojo secretos susurrados sobre las maravillas de la naturaleza. Al caer la noche, el lobo se deslizaba como sombra entre los mezquites, y se refugiaba en su tronco hueco.
Mientras rondaba por el rancho, Ralph jamás persiguió al ganado. Sin embargo, al notar que babeaba al ver sueltas mis gallinas, mi esposo construyó un gallinero de madera.
¡Y qué formidable guardián era Ralph! Perros salvajes y coyotes pasaron a ser simples recuerdos en el rancho. Allí, Ralph era el rey.
El primer día de escuela de Becky fue triste para Ralph. Al partir el autobús, se negó a volver al patio; se tendió a un lado del camino, a esperar. Cuando volvió Becky, dio vueltas en torno de ella, cojeando, pero lleno de alegría. Y esta bienvenida se convirtió en diario ritual durante todos los años de escuela de Becky.
Aunque Ralph parecía vivir feliz en el rancho, durante la época de celo, en primavera, desaparecía varias semanas en las montañas Santa Catalina, dejándonos preocupados por su seguridad, pues era la temporada del apareamiento, y otros rancheros emboscaban a los coyotes, pumas y, desde luego, a los lobos solitarios. Pero Ralph corrió con buena suerte.
Año tras año nos preguntábamos cuál sería su pareja y el número de crías que sin duda habría engendrado. Supimos que el lobo vuelve al lado de su compañera, para ayudarla a alimentar a las crías. Habríamos querido saber cuánto de la comida de Ralph llevaba él a su familia escondida. Al llegar cada junio, Becky le daba más de comer, porque el lobo enflaquecía mucho.
En los doce años que Ralph habitó en nuestro rancho, sus costumbres se ritualizaron, y su cariño a nuestra hija nunca declinó. Por fin, una primavera, volvió a casa con otra herida de bala. Al día siguiente, unos rancheros vecinos nuestros nos relataron que habían cazado una enorme loba. También le habían dado al compañero, pero este había huido corriendo.
Mientras Bill le sacaba la bala a Ralph, Becky permaneció sentada, con la cabeza del lobo apoyada en su regazo.
La herida no era grave, pero esta vez Ralph no se recuperó. Perdió varios kilos, y cesaron sus viajes al patio, en busca de la cariñosa compañía de Becky. Todo el día permanecía inmóvil en su refugio.
Pero al caer la noche, viejo y achacoso como estaba, desaparecía por las montañas. Y cada mañana veíamos que se había llevado consigo la comida.
Por fin, un día lo encontramos muerto frente al tronco del roble. Había cerrado para siempre los ojos amarillentos. Sentí un nudo en la garganta al ver a Becky acariciar aquel cuello de pelaje áspero, mientras las lágrimas le escurrían por las mejillas. " ¡Lo extrañaré tanto!", exclamaba entre sollozos.
Mientras lo cubría con una sábana, nos sobresaltó un sonido extraño dentro del tronco. Becky miró al interior. Dos minúsculos ojos amarillos le devolvieron la mirada, y en la semíoscuridad brillaron unos colmillitos. ¡Claro! ¡Era el hijo de Ralph!; el cachorro cuya madre había muerto, y que él había intentado criar solo.
¿Había indicado un instinto a Ralph, agonizante, que su cría estaría segura aquí, como lo había estado él, con quienes lo querían? Lágrimas ardientes mojaron la piel del lobezno, cuando Becky sostuvo el tembloroso bultito en brazos.
"Todo está bien, pequeño... Ralphie", murmuró. "No tengas miedo. Aquí está mamá, y también ella te quiere".
Entonces me pareció oír un eco lejano, como un leve batir... ¿Sería la cola del lobo?
1982 POR PENNY PORTER, CONDENSADO DE 'ARIZONA REPUBLIC ' (11.V11-1982). DE PHOENIX. ARIZONA, ILUSTRACIÓN RON SCHWARTZ.
Suspiré. ¡Otro de los perros imaginarios de Becky! A raíz de que nuestro viejo perro murió, nuestro apartado hogar —el rancho Singing Valley, en Sonoita, Arizona— se volvió muy solitario para la niña. Habíamos pensado comprarle un cachorro, pero mientras tanto, ella "veía" perritos por doquier.
—¡Ven por favor, mami! —me rogó con expresión solemne, abriendo mucho los oscuros ojos—. Está llorando, y no puede andar.
¡Vaya!, eso era algo nuevo. Todos sus anteriores perros imaginarios sabían hacer suertes maravillosas. ¿Por qué, de pronto, un perro que no podía andar?
—Muy bien, querida —le dije. Pero mi hija ya había desaparecido entre los mezquites cuando me dirigí hacia allá.
—Está junto al tronco del roble. ¡Corre, mamá! —me llamó.
Aparté las ramas erizadas de espinas y levanté la mano para protegerme los ojos del sol del desierto. Un calosfrío paralizador se apoderó de mí.
Allí estaba Becky, en cuclillas, ¡y tenía amorosamente en el regazo la cabeza inconfundible de un lobo! Tras la cabeza veíanse las robustas paletas negras. El resto del cuerpo se hallaba completamente oculto dentro del tronco hueco de un roble caído.
"Becky", proferí, mientras sentía la boca seca. "¡No te muevas!" Me acerqué unos pasos. Aquellos ojos amarillentos se entornaron. Las negras fauces se pusieron rígidas, mostrando colmillos de cinco centímetros. De pronto, el lobo tembló, y de su garganta brotó un gemido lastimero.
"¡Tranquilo, amiguito!", lo animó Becky. "No tengas miedo. Es mi mamita, que también te quiere".
Entonces ocurrió lo increíble.
Cuando las manecitas acariciaron la gran cabeza peluda, oí el leve batir de la cola del lobo, dentro del tronco.
¿Qué le pasaba a aquel animal? ¿Por qué no podía levantarse? ¡Por supuesto! ¡Acaso tuviera rabia! ¿No había dicho Becky que tenía mucha sed?
Tenía yo que apartar a la niña de allí. "Hijita", ordené con la garganta tensa, "deja en el suelo la cabeza del animal y ven con mamá. Pediremos ayuda".
Becky se levantó, dio un beso a la bestia en pleno hocico y avanzó lentamente hacia mis brazos extendidos. Aquellos tristes ojos amarillentos la siguieron. Luego, la cabeza del lobo cayó en tierra.
Ya con la niña a salvo en brazos, corrí a mi auto estacionado junto a la casa y lo conduje a los establos, donde Jake, uno de los vaqueros, estaba ensillando un caballo. "Jake, ven pronto. Becky encontró un lobo en el tronco del roble, cerca del lecho seco del río. Creo que tiene rabia".
De vuelta en casa, acosté a mi niña, llorosa, a que tomara su siesta.
—¡Pero yo quiero dar agua a mi perrito! —protestaba.
—Deja que mamita y Jake se encarguen ahora de él le pedí.
Momentos después llegué al tronco del roble. Allí estaba el vaquero, observando al animal. —No, cabe duda; es un lobo mexicano, de los grandes". El lobo gimió, y nos llegó un hedor a gangrena.
"¡Ah! No es rabia", prosiguió Jake. "Pero está malherido. ¿Quiere usted que ponga fin a su dolor?"
Tuve la palabra "sí" en la punta de la lengua, pero no llegué a pronunciarla. En eso, Becky surgió de entre los arbustos. "¿Va a curarlo Jake, mamita?", me preguntó. Se dejó caer de rodillas y volvió a colocarse en el regazo la cabeza de la bestia. Hundió la cara en el áspero pelaje oscuro. Esta vez, no fui yo la única que oyó batir la cola.
Aquella tarde, mi esposo, Bill, y nuestro veterinario acudieron a ver al lobo. Al notar la confianza que el animal tenía en nuestra hijita, el veterinario sugirió: "¿Qué tal si dejas que Becky y yo atendamos a este amigo?" Minutos después de que la niña y él tranquilizaron a la bestia herida, la jeringa hipodérmica entró en acción. Los ojos amarillentos se cerraron.
"Ahora está dormido. Ayúdame a moverlo, Bill", solicitó el veterinario. Sacaron del tronco aquel cuerpo robusto. El animal debía de medir más de metro y medio de largo, y pesar cerca de cincuenta kilos. Tenía el cuadril y una pata mutilados por balas. El médico le desprendió la piel podrida y le sacó unas esquirlas de hueso, limpió bien las heridas y le inyectó penicilina. Al día siguiente, volvió y le insertó Una vara metálica para sustituir el hueso destruido.
"Bien, me parece que han adquirido ustedes un lobo mexicano", dijo. "No es muy fácil domesticarlos, pero me asombra cómo este se encariñó con su pequeña".
Becky llamó Ralph al lobo,y todos los los días le llevaba comida y agua que dejaba junto al tronco. La recuperación de Ralph no fue rápída. Durante los tres meses siguientes, arrastró por tierra los paralizados cuartos traseros, impeliéndose con las patas delanteras. Por la manera en que bajaba los párpados cuando dábamos masaje a sus miembros atrofiados, sabíamos que padecía grandes dolores; pero ni una sola vez intentó morder las manos de quienes lo cuidaban.
A los cuatro meses exactos, Ralph pudo ponerse en pie sin ayuda. Su enorme cuerpo se estremeció al contraer músculos hacía tiempo inactivos. Bill y yo lo acariciábamos y le hablábamos con cariño. Pero era a Becky a quien se volvía en busca de una palabra tierna, un beso o una sonrisa. Correspondía a estas manifestaciones de amor meneando la gran cola tupida.
Al ir recuperando fuerzas, Ralph dio en seguir a Becky por todo el rancho. Juntos rondaban por los pastos del desierto, la niña de cabello dorado inclinándose frecuentemente para compartir con el gran lobo cojo secretos susurrados sobre las maravillas de la naturaleza. Al caer la noche, el lobo se deslizaba como sombra entre los mezquites, y se refugiaba en su tronco hueco.
Mientras rondaba por el rancho, Ralph jamás persiguió al ganado. Sin embargo, al notar que babeaba al ver sueltas mis gallinas, mi esposo construyó un gallinero de madera.
¡Y qué formidable guardián era Ralph! Perros salvajes y coyotes pasaron a ser simples recuerdos en el rancho. Allí, Ralph era el rey.
El primer día de escuela de Becky fue triste para Ralph. Al partir el autobús, se negó a volver al patio; se tendió a un lado del camino, a esperar. Cuando volvió Becky, dio vueltas en torno de ella, cojeando, pero lleno de alegría. Y esta bienvenida se convirtió en diario ritual durante todos los años de escuela de Becky.
Aunque Ralph parecía vivir feliz en el rancho, durante la época de celo, en primavera, desaparecía varias semanas en las montañas Santa Catalina, dejándonos preocupados por su seguridad, pues era la temporada del apareamiento, y otros rancheros emboscaban a los coyotes, pumas y, desde luego, a los lobos solitarios. Pero Ralph corrió con buena suerte.
Año tras año nos preguntábamos cuál sería su pareja y el número de crías que sin duda habría engendrado. Supimos que el lobo vuelve al lado de su compañera, para ayudarla a alimentar a las crías. Habríamos querido saber cuánto de la comida de Ralph llevaba él a su familia escondida. Al llegar cada junio, Becky le daba más de comer, porque el lobo enflaquecía mucho.
En los doce años que Ralph habitó en nuestro rancho, sus costumbres se ritualizaron, y su cariño a nuestra hija nunca declinó. Por fin, una primavera, volvió a casa con otra herida de bala. Al día siguiente, unos rancheros vecinos nuestros nos relataron que habían cazado una enorme loba. También le habían dado al compañero, pero este había huido corriendo.
Mientras Bill le sacaba la bala a Ralph, Becky permaneció sentada, con la cabeza del lobo apoyada en su regazo.
La herida no era grave, pero esta vez Ralph no se recuperó. Perdió varios kilos, y cesaron sus viajes al patio, en busca de la cariñosa compañía de Becky. Todo el día permanecía inmóvil en su refugio.
Pero al caer la noche, viejo y achacoso como estaba, desaparecía por las montañas. Y cada mañana veíamos que se había llevado consigo la comida.
Por fin, un día lo encontramos muerto frente al tronco del roble. Había cerrado para siempre los ojos amarillentos. Sentí un nudo en la garganta al ver a Becky acariciar aquel cuello de pelaje áspero, mientras las lágrimas le escurrían por las mejillas. " ¡Lo extrañaré tanto!", exclamaba entre sollozos.
Mientras lo cubría con una sábana, nos sobresaltó un sonido extraño dentro del tronco. Becky miró al interior. Dos minúsculos ojos amarillos le devolvieron la mirada, y en la semíoscuridad brillaron unos colmillitos. ¡Claro! ¡Era el hijo de Ralph!; el cachorro cuya madre había muerto, y que él había intentado criar solo.
¿Había indicado un instinto a Ralph, agonizante, que su cría estaría segura aquí, como lo había estado él, con quienes lo querían? Lágrimas ardientes mojaron la piel del lobezno, cuando Becky sostuvo el tembloroso bultito en brazos.
"Todo está bien, pequeño... Ralphie", murmuró. "No tengas miedo. Aquí está mamá, y también ella te quiere".
Entonces me pareció oír un eco lejano, como un leve batir... ¿Sería la cola del lobo?
1982 POR PENNY PORTER, CONDENSADO DE 'ARIZONA REPUBLIC ' (11.V11-1982). DE PHOENIX. ARIZONA, ILUSTRACIÓN RON SCHWARTZ.
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