UN HOMBRE Y SU PERRO
Condensado del libro* de
ANTONY RICHARDSON
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
ENERO DE 1961
I PARTE
Antis fue un verdadero hijo de la guerra. Nació en
un campo de batalla; antes de cumplir una semana recibió su bautismo de
Fuego, y posteriormente asistió a más combatesque muchos soldados veteranos.
Salvó muchas vidas y fue el primer perro
no inglés que recibiera la medalla Dick'n, una especie de, "Victoria
Cross" del mundo animal. Antis fue un héroe, aunque para su amo fue ante todo un amigo; quizá un amigo más leal
y afectuoso por el mismo hecho de ser perro.
* One man and His Dog c 1960 por Anthony Richardson
"AL ESTALLIDO ensordecedor siguió un crujido estridente. El cachorro amedrentado intentó incorporarse, pero volvió a caer lanzando un
aullido quejumbroso. Estaba demasiado débil por falta de alimento para tenerse
en pie.
El cortijo donde vivía estaba situado en la Tierra de Nadie, entre las líneas
Siegfried y Maginot. Pocos días antes —estamos a 12
de febrero de 1940—, las descargas derruyeron las paredes, mataron a la madre y al
resto de la camada e hicieron huir a
los amos: una familia de campesinos. Desde entonces
se había quedado completamente solo y se
agazapaba entre las ruinas de la cocina cada vez que arreciaba el fuego.
El último estruendo, empero, no se debía a las descargas de la artillería:
obedecía al estrellón de un avión de reconocimiento que volaba bajo, seguido de
la explosión del tanque de gasolina y el incendio consiguiente. Pocos minutos
después del choque, dos aviadores franceses del primer
grupo de Bombarderos de Reconocimiento, que milagrosamente hablan salido con
vida, avistaron las ruinas del cortijo. El piloto, Pierre Duval, estaba
herido de un balazo en la pantorrilla; por ese motivo fue el artillero, Jan
Bozdech, quien se adelantó a examinar los escombros.
Cuando entraba por la desvencijada puerta de la cocina, revólver en mano, percibió un jadeo, una respiración
anhelosa.
— ¡Arriba las manos y sal de ahí! —ordenó, a tiempo que apuntaba a
un montón de cascajo que le pareció sospechoso.
Nadie le respondió. Con el corazón en la boca avanzó unos cuantos pasos; miró
por encima de los escombros y exhaló un suspiro de alivio:
— ¡Acabáramos, no faltaba más!
Pierre, que lo había seguido cojeando y dejando una estela de sangre detrás de
sí, le preguntó con curiosidad:
— ¿Quién es, qué pasa?
— Acabo de capturar a un boche —le respondió Jan, y
esto diciendo se agachó y sacó fuera un leonado perrillo de pastor alemán.
Aunque el animalejo tiritaba de miedo, enseñó los
dientes, gruñó desafiante y trató de dar la tarascada.
— Vamos, no te incomodes —le dijo Jan acariciándole las orejas—. Mira que te
acabas de salvar de una ejecución. Por poco te mato ¿sabes?
Con esto se sosegó el cachorro y se quedó
tranquilo entre los brazos de su aprehensor.
Una niebla baja había protegido hasta entonces a los dos aviadores de ser
vistos por los alemanes, pero era muy posible que aclarara de un momento a
otro, por lo que no sería prudente tratar de llegar a las líneas francesas
hasta que cerrara la noche. Resolvieron quedarse y aguardar.
Pierre, herido como estaba, se sentó en una silla y cerró los ojos. Jan sacó su
ración de barras de chocolate y le ofreció una al perro. Este la olfateó pero
no quiso comerla hasta que el hombre la derritió en la llama y la amasó entre
los dedos para ablandarla. Una vez que la probó, el
cachorro siguió lamiéndole las manos hasta dejárselas limpias. Después se
acomodó muy a gusto entre sus brazos y se quedó dormido.
El que no llora .. .
CON LA mano que tenía libre, Jan extendió un mapa en el suelo y se puso a
estudiarlo. Aparecía allí un bosque a cosa de kilómetro y medio del punto en
que se hallaban. Apenas pudieran llegar a él estarían ya en territorio francés.
A las seis despertó a Pierre y le dijo:
— Ya oscureció, lo mejor será que nos pongamos en camino.
Un momento se quedaron mirando al cachorro,
que entonces dormía tranquilamente en el suelo. No se lo llevarían consigo, porque si llegaba a aullar, aunque fuese una sola vez,
los perdería. Dejaron parte de
sus raciones al lado de un cazo con agua; Jan atrancó la puerta por fuera de
modo que el perro no pudiera seguirlos, y se alejaron en silencio.
Mientras se dirigían al bosque se reanudó el cañoneo de parte y parte; ellos
continuaban avanzando palmo a palmo sobre los codos y las rodillas y. . .
habrían andado 30 metros,cuando una llamarada de
magnesio chisporroteó sobre sus cabezas iluminando con cegadora brillantez el
terreno: los dos hombres se aplastaron instintivamente contra el
suelo. Al extinguirse el resplandor,, Jan escuchó
lo que había estado temiendo oír: los gañidos desesperados de un perro que
se sentía abandonado.
Era preciso hacer callar al animal. Jan echó mano
del cuchillo y haciendo señas a Pierre de que lo esperara sin
moverse de allí, se arrastró hacia el cortijo. Cuando se acercaba alcanzó a oír los golpazos que daba el perro al
precipitarse contra la barricada de la puerta. Ya tenía las manos
afuera y con las patas escarbaba furiosamente el suelo. Logró zafarse y
retrocedió.
Jan lo atisbó por encima del parapeto y vio sus ojos
implorantes. Se retiró. Era inconcebible matar un perro con un cuchillo. Buscó
un garrote pero no encontró ninguno. Al pensar en Pierre herido, que lo
esperaba fuera en la oscuridad, sintió terror; tenía que darse prisa. Volvió a oir el angustioso quejido detrás de la puerta.
— ¡Que nos lleve el diablo! —murmuró. Le había fallado el ánimo y, entrando a
tientas en la cocina, alzó del suelo al perrillo
y se lo metió bajo su chaqueta de aviador.
Mascota de los checos
CASI siete horas angustiosas gastaron los dos hombres en ganar el borde del
bosque protector. Debilitado por la pérdida de sangre, Pierre había llegado al
límite de su resistencia, y el mismo Jan cayó rendido de cansancio. Durante
todo el trayecto el perro no había hecho el menor
ruido, pero ahora comenzaba a lloriquear con gran desasosiego.
— ¡Cállate! —le ordenó Jan, que despertó de su letargo.
— Escucha —intervino
Pierre—: el cachorro oye algo que nosotros no
oímos.
En ese momento, como un pistoletazo en el silencio del bosque, sonó el crujido
de una ramita que se quebraba y media docena de sombras surgieron de entre los
árboles. Jan se puso de pie como movido por un resorte, agarrando el cachorro
con una mano y llevándose la otra a la cintura en busca del revólver. Entonces,
a la indecisa claridad de la luna, descubrió los uniformes de la infantería
francesa. ¡Estaban a salvo!
Sirviéndose de sus fusiles y un capote, dos soldados improvisaron una camilla
en la que trasportaron a Pierre al fortín más cercano. Al día siguiente fue
enviado al hospital militar y Jan, con su cachorro
tiernamente abrazado, viajó en camión hasta St. Dizier, donde estaba
acantonado su grupo.
En aquella base aérea Jan formaba parte de una
peculiar hermandad constituida por siete checos expatriados. Todos siete habían
pertenecido a la fuerza aérea de su patria
antes de que Hitler la invadiera. Después, habiendo escapado a través de
Polonia, sentaron plaza en la Legión Extranjera francesa del África, de donde
fueron trasladados a la Aviación del ejército regular. Todos estaban poseídos
del mismo espíritu de lucha y de la misma determinación de devolver a los
alemanes golpe por golpe.
Quizá fue la misma falta de hogar lo que los
hizo apegarse al perrillo mostrenco de Jan. Lo quisieron desde el momento que
llegó, inmediatamente lo adoptaron como su mascota y, tras de
corta discusión, lo bautizaron con el nombre de "Antis", per los
bombarderos A.N.T. que pilotearon en Checoslovaquia.
— El nombre debe ser corto, original, típico y
exclusivo de nuestro perro —dijo Joshka, un jovenzuelo de
Moravia.
—Mi perro —corrigió Jan, pero aceptó el mote.
Por las noches Antis dormía a los pies de su
amo en el fortín. A medida que pasaban las semanas se hermoseaba
y crecía y, como era inteligente y lo educaban
con cariño, pronto aprendió a dar la mano a sus amigos. Nadie
hubiera dicho hasta qué punto comprendería el perro
el significado de ese gesto de solidaridad; el tiempo se encargaría de, poner a
prueba su lealtad hasta más no poder. Antis iba a correr muchas
aventuras en compañía de esos hombres.
Todos para uno y uno para todos
AQUELLA primavera probó Francia la amargura de la derrota cuando las divisiones
panzer de Hitler empujaron hacia el sur con desmoralizadora rapidez. El grupo
aéreo estuvo trasladándose de un aeródromo a otro hasta el día en que cayó
París. Entonces se congregó por última vez.
—Caballeros —anunció solemnemente el oficial de órdenes—: esta unidad queda disuelta. De aquí en adelante ... cada cual
por su cuenta. Sálvese quien pueda y que Dios los proteja.
Los siete checos se reunieron en consejo.
— Hemos venido aquí a pelear y no a huir —dijo
Vlasta, el mayor de todos—. Os propongo que no nos separemos, que juntos
tratemos de llegar a Inglaterra para reanudar la guerra allí.
Todos asintieron. Al cabo de 15 minutos los siete habían apilado cuanto poseían
en una vieja carreta y, con Antis subido encima
de la carga, se unían al desfile de refugiados que emprendían la
marcha hacia el sur. Gracias a la buena suerte que no los abandonó y a su
inquebrantable resolución, después de dos semanas se encontraron en Séte,
pequeño puerto sobre el Mediterráneo. De allí pasaron a la base naval británica
de Gibraltar.
Una vez que los ingleses quedaron satisfechos de la
autenticidad de sus credenciales, los siete
aviadores checos fueron adscritos a la Real Fuerza Aérea y recibieron órdenes de embarcarse en el dragaminas Northman
con rumbo a Liverpool. ¡Por más vueltas que hubiera tenido el viaje, por fin
iban camino de Inglaterra!
No obstante, se les presentó un pequeño problema:
no se permitían perros a bordo. El reglamento británico lo prohibía en absoluto. Antis tuvo que embarcarse
de contrabando, disimulado bajo el impermeable de
uno de los aviadores que subió con él por la rampa a toda prisa y
luego lo escondió en el cuarto de calderas. Jan, no queriendo dejar solo al
perro, se acomodó con él en una manta que tendió sobre el carbón.
A los dos días de salido el Northman se le descompusieron las máquinas y se
ordenó el trasbordo de todos los pasajeros a otro buque. Los checos repartieron
a toda prisa los efectos de uso personal de Jan entre' sus respectivos talegos para que Antis cupiera en el de su amo. Todo
salió bien ... hasta llegar a la cubierta del nuevo barco, en donde Jan se
detuvo un momento para cambiar el peso de su carga al otro hombro.
—¡No se detengan, por favor! —ordenó el intérprete del barco y, al sonido de
aquella voz extraña, el talego de Jan se retorció bruscamente: Jan aflojó la
cuerda que le cerraba la boca; Antis sacó la cabeza
por la abertura . . . y se quedó mirando fijamente al desconcertado oficial
inglés que estaba de guardia. Los siete
checos se quedaron paralizados.
¡Hola! —exclamó el oficial con sonrisa burlona— un polizón -eh? Deja salir al pobre animal que se está asfixiando—.. Y él
mismo acabó de soltar la cuerda.
Sintiéndose libre, Antis saltó sobre la impoluta cubierta recién baldeada y,,
sacudiéndose a sus .anchas, dejó un reguero de- cisco negro en derredor.
—Ahora; bajarlo y darle un baño ... antes
que el capitán se entere de la guarrería que le habéis hecho en su
cubierta.
.Esto dijo el oficial y volvió la espalda para
ocuparse de otro grupo de trasbordantes. La gente se apretujaba a
bordo y Jan, todo ofuscado, se abría paso entre el tumulto, seguido de Antis
que iba pisándole los talones.
El resto del viaje fue de lujo: camas de verdad,
sábanas y toallas limpias, lavabos en los camarotes. Con la
libertad, Antis recobró también la vitalidad y el lustre de la piel. Mas,
faltándoles poco para llegar a Liverpool, los aviadores tuvieron noticias
desconsoladoras: todos los animales que iban a bordo
serían sometidos a una cuarentena de seis meses en el puerto; aquellos
cuyos dueños no pudieran pagar los gastos de las
perreras serían exterminados. Y el dinero que alcanzaron a reunir entre
todos apenas si alcanzaba para pagarle a Antis tres semanas de hospedaje.
Pero los hombres de ingenio saben resolver problemas aún más graves que este, y
por entonces, nuestros checos eran ya conspiradores de tomo y lomo. A eso de
las dos de la tarde, poco antes de desembarcar, se
ordenó hacer recogida de todos los animales a bordo. Minutos después
comparecía-Jan ante el capitán en compañía de un intérprete.
— Usted no ha entregado su perro. ¿En dónde
está?
— No lo sé—. Y decía la verdad porque en ese momento no lo
sabía.
— ¿Sabe usted que se trata
de un delito grave?
— Yo nada he hecho, mi capitán. Sencillamente, no he visto el
perro.
Registraron el barco, buscaron por los rincones,
detrás de los bastidores, en los camarotes, en las escotillas; abrieron
alacenas, destaparon pipas, vasijas, cajones ... y Antis no pareció por ninguna
parte. A las cinco desistieron de su empeño.
Cuando el barco fondeó en Liverpool al día siguiente por la tarde, Jan y Vlasta
se dieron sus mañas para que los
encargaran de vigilar el desembarque del equipaje. Después de acomodar el
último bulto en la red de carga, colocaron
cuidadosamente encima del montón un talego de lona marcado con el nombre
"Jan Bozdech".
Al cabo de una hora las maletas quedaban arrumadas nítidamente en el andén de
la estación; el talego de Jan estaba aún encima de
la pila. Tres minutos antes de la llegada del tren, entró marchando
un pelotón de soldados que hicieron alto y descansaron las armas. Uno de ellos tropezó el talego con la culata del fusil y de él salió un gruñido de protesta.
Al punto la policía militar corrió hacia la pila de equipajes. Los checos acudieron
también solícitos a ayudar en la búsqueda; levantaban y lanzaban maletas de un
lado a otro y, en medio de la confusión general, se pasaban de mano en mano el
talego de Jan hasta dejarlo en lugar seguro. Una serie de ladridos, _con marcado acento checoslovaco, que procedían de
distintas partes; contribuyó a despistar a los buscadores: en
ese momento entró en la estación el tren que debían tomar los aviadores y -la
policía no se-,ocupó más del asunto.Un cuarto de hora más tarde los ocho
camaradas iban rodando, camino de su primer campamento en el Reino Unido. Era el 12 de julio de 1940.
Antis da la
alarma
PARA AQUELLOS veteranos de tantos combates
aéreos, la vuelta a la escuela de aviación fue una cosa irritante.
Durante las horas interminables que pasaron en los cuarteles de la RAF, en
Crosford y en Duxford, casi esperaban con gusto los esporádicos ataques aéreos
con que los alemanes solían interrumpir sus fastidiosos estudios.
Jan dedicaba los ratos perdidos a amaestrar a Antis. Como no era adiestrador
profesional, se limitaba a tratar al animal como si fuera un ser humano: Antis le correspondía con gran inteligencia y afectuosa
obediencia. Pronto aprendió a cumplir las
órdenes del amo; cerraba las puertas si así se lo mandaba y nunca dejaba de llevarle los guantes
cuando se vestía el uniforme para salir.
Mientras Jan asistía a sus clases, Antis se
quedaba con los artilleros. Adquirió
una sorprendente habilidad para descubrir la presencia de ,los
aviones enemigos; tanta, que se adelantaba
varios minutos a las señales de los radiogoniómetros de alta frecuencia
de la- base. Cuando los alemanes volaban, a ras
de los árboles, fallaba el mecanismo de los aparatos de alarma, pero el perro —decían los artilleros— Siempre los alertaba a
tiempo para ponerse al abrigo de las bombas.
Jan no les daba mucho crédito, ,pues como casi siempre se hallaba en`clase
durante las incursiones aéreas, no había tenido ocasión de ver al perro en esas
circunstancias. No obstante, una noche, mientras estudiaba metido en la cama, Antis despertó bruscamente y trotó hacia la ventana con las
orejas levantadas. Aunque todo estaba en silencio y apenas se
oía el siseo de la lluvia, el perro comenzó a
gruñir; se le erizaron los pelos del cuello; se dirigió a la
puerta y allí se estuvo escuchando atentamente.
— No seas bobo —le dijo Jan—. Nadie anda por allá afuera con este tiempo.
Vamos, échate otra vez.
Antis seguía aullando entre dientes,
mas viendo que su amo no tenía intención de moverse, amusgó las orejas y se
echó de mala gana. Media hora después entró Joshka, que acababa de prestar
servicio y le dijo:
—¡Qué tiempo de todos los demonios! Yo no volaría por nada del mundo en una
noche como esta. Apostaría a que el maldito alemán andaba perdido.
— ¿Esta noche?... Yo no he oído nada.
— Sí, hace como media hora. Volaba muy alto.
Ya lo teníamos localizado a 25 kilómetros de distancia cuando volvió grupas.
Pues ... yo he estado en babia ,comentó Jan acariciándole las orejas a Antis,
como dándole excusas por su incomprensión.,
En ese. otoño, trasladados los checos- al,,aeródromo de Speke, a ocho
kilómetros de Liverpool, el peculiar' instinto" de Antis resultó muy
importante, ya que Liverpool era uno de los más
codiciados objetivos alemanes en Inglaterra y lo bombardeaban sin piedad.
Los avisos que daba el perro cada vez que el
enemigo volaba por esos contornos eran tan precisos, que los
aviadores llegaron a confiar ciegamente
en ellos.
Rescate entre las ruinas
UNA NOCHE al regreso de la ciudad, al pasar Jan y Vlasta junto a una arcada del
viaducto de Speke, el perro comenzó a gruñir. Sobre el cielo de Liverpool se
cruzaban los reflectores como cintas luminosas y el horizonte parpadeaba con el
estallido de las bombas; sin embargo, no se había
oído hasta entonces la sirena de alarma.
— Con seguridad vienen en esta dirección —apuntó Jan, oyendo que el animal ladraba con insistencia—Vamos a
meternos debajo de la arcada.
Casi inmediatamente sintieron el ruido de los motores y apenas lograban
protegerse bajo el viaducto cuando estalló la
primera bomba.
Después menudearon las explosiones; se amontonaron los escombros a ambos lados
del arco; donde antes se habían alzado hileras de garbosas casas, ahora no se
veían más que ruinas. En medio del fúnebre silencio que siguió al bombardeo
comenzaron a oírse gritos de angustia.
— Vamos —dijo Vlasta—: tenemos que ayudarlos ...
Salieron a la calle y tropezaron con un hombre que venía hacia ellos chorreando
sangre de un brazo destrozado.
— Sálvenla, por favor —les ímploró—; quedó allá abajo.
Estábamos tomando el té cuando ...
Le faltó voz y aliento para continuar y se sentó en la acera.
Un trabajador de la cuadrilla de salvamento le pasó a Jan una piqueta. Antis, que estaba a su lado junto a los restos de un
aparador de cocina, comenzó a ladrar. Jan miró en esa dirección y
vio una mano que salís,, de entre los escombros. Cavó con presteza y descubrió
a una mujer exánime.
— ¡Qué buen perro! —observó el
cuadrillero—. Tráelo acá, que puede haber más. ¡Jesús, qué
carnicería!
Jan siguió al cuadrillero hasta un humeante montón de argamasa y pedazos de
muebles y ordenó a Antis: "¡Busca!" En
la mitad del montículo el perro se detuvo a husmear. Un oficial
de la RAF se puso a cavar en ese punto y al cabo
de pocos minutos había desenterrado el cuerpo de un hombre: estaba
inconsciente.
— No hay como un perro amaestrado para este oficio
—comentó un cuadrillero.
— Este no lo está —terció Vlasta—; pero no hay en el mundo
otro mejor que él.
Continuaron bregando hasta las dos de la madrugada, ,hora en que el jefe de la
cuadrilla de rescate dio el trabajo por concluido; el
perro tenía la piel enmarañada y las patas sangrantes de tanto escarbar entre
las ruinas.
— Nada nos queda por hacer aquí —dijo Vlasta—; volvamos a la base y curemos a
Antis.
Pero este no tenía deseos de marcharse. Tiraba
con fuerza de la correa, arrastrando consigo a Jan que lo sujetaba, hacia un
muro combado en el centro.
— No más —le dijo el amo—; ya hemos hecho bastante.
Lo interrumpió el estruendo de la pared al desplomarse. Sintió, horrorizado,
que de un tirón el perro le arrancaba la correa de entre las manos. Lo llamó a
grito herido. Vlasta apuntó el chorro de luz de su linterna al sitio donde
había estado el muro: sólo vieron un montón de ladrillos y maderos como de la
altura de un hombre. jan, de rodillas, escarbaba tirando cascotes a diestro y
siniestro. Volvió a llamarlo desesperadamente:
— ¡Antis! ¡Antis!
De alguna parte, detrás del montón de escombros, le
respondió un lejano ladrido. Entre todos atacaron la pila de ripios
y, abriéndose paso a través de ella, irrumpieron en un cuartito destartalado
donde encontraron el cuerpo de una mujer: estaba muerta. Mas en un rincón se hallaba Antis, junto a una cuna ... y dentro
de ella una criatura ¡viva! ... todavía respiraba.
—¡Sin tu ayuda no hubiéramos podido salvar.al
niño! —dijo al perro el jefe de la cuadrilla de rescate,
visiblemente conmovido.
Larga vigilia
EN Los primeros. días de enero de 1941, Jan, Steka y Josef, terminado ya su
curso de adiestramiento en vuelo de combate, fueron destinado:, a la
Escuadrilla 311 (escuadrilla checa de bombarderos), acantonada en East
Wretham..Esto les permitía volver a verse con paisanos que habían estado
preparándose en otros sitios y les proporcionaba la ocasión, largamente
esperada, de atacar al enemigo; pero también sería preciso* que Antis, por
primera vez, se sometiera a estar separado de su amo, pues los vuelos nocturnos
de la escuadrilla durarían a menudo desde el
crepúsculo hasta el amanecer.
Durante varias semanas Antis se mostró taciturno; después hizo buenas migas con
los mecánicos de conservación del Cecilia (que así se llamaba el avión de su
amo) y pareció* resignarse a las ausencias de este. Solía
acompañar a Jan hasta la pista, lo veía subir al gran Wellington y
se retiraba luego a la tienda de los mecánicos, situada en un extremo del
aeropuerto. Allí se acomodaba para pasar la
noche y no osaba moverse mientras los aviones estuvieran fuera.
Poco antes de amanecer se incorporaba súbitamente
con las oreejas enhiestas . . . y entonces sabían los mecánicos que
la escuadrilla estaba de regreso. Apenas lograba distinguir Antis el ruido peculiar de las hélices del Cecilia,
comenzaba a saltar y dar cabriola: "su baile de guerra",
decían los mecánicos, y en seguida salía al trote a presenciar el aterrizaje de
los aviones y a dar la bienvenida a Jan. Era un ritual invariable.
Una noche de junio, después de haber efectuado Jan más de diez vuelos sin
contratiempo, notaron los mecánicos un cambio
radical en los 'hábitos del perro. Poco después de medianoche se
puso muy intranquilo. " ¿Qué le pasa?" se preguntaban, "¿ sera que
nos llega visita?"
—No—, replicó Adamek, su jefe—. No habrá ronda de "boches" esta noche
—y luego, dirigiéndose al perro—: Ven acá, Antis, ven que te acaricie y te
calmas.
El perro no le hizo caso; se encaminó a la portezuela de la tienda y sacando el hocico emitió un aullido triste y profundo. Luego
salió, se echó en el suelo y se estiró cuan largo era, no en actitud de
descanso, sino con la cabeza en alto, como
preparándose a pasar una larga vigilia.
A la una y media el primer Wellington entraba de regreso haciendo parpadear sus
luces de identificación y a los pocos minutos rodaba por la pista. Fueron
siguiéndolo otros aparatos que llegaban a intervalos regulares hasta que
aterrizaron todos ... menos el Cecilia. Pasaron
dos horas y aún no se tenía noticias del bombardero de Jan.
—Ya no tiene objeto quedarnos aquí esperando —dijo uno de los mecánicos—; ~ a
estas horas se le ha- bri terminado la gasolina.
Le daremos 15 minutos más
—respondió
Adamek.
Vencido este plazo, como el avión no, aparecía, los mozos resolvieron ir a
tomar el desayuno.
— Vamos, Antis.
El perro no se movió.
En esos momentos llegó a la tienda el teniente Josef Ocelka, comandante de ala de la escuadrilla, gran admirador de
Antis, quien le había prometido a Jan hacerse cargo del perro en el
caso de que no regresara de alguna incursión al territorio enemigo, y aunque
hizo todo cuanto pudo no logró que Antis lo siguiera. Después del desayuno
Adamek volvió a la tienda con un trozo de hígado: Antis no se dio por
entendido. Había comenzado a llover y ante la imposibilidad de lograr que el
animal se levantara, resolvió echarle encima un encerado y marcharse. Por la noche se supo que el Cecilia había sido alcanzado
por el fuego antiaéreo sobre la costa holandesa, pero que había
logrado efectuar un aterrizaje forzado en el aeródromo de Coltishall. Solamente
uno de sus tripulantes estaba herido: el artillero Jan Bozdech, quien se
hallaba en el hospital de Norwich con una lesión superficial en la
cabeza. Los checos se alegraron de la buena noticia ... pero no sabían como
comunicársela al perro.
Toda esa noche la pasó Antis echado en su
puesto. Por la madrugada, al acercarse la hora en que la
escuadrilla solía regresar a su base, se levantó y dio unas cuantas vueltas
mirando al cielo. Una hora después del alba, al
ver que no aparecían aviones en el horizonte, volvió a aullar
desconsoladamente.
— Se- va a morir de hambre y,
entretanto, nos volveremos locos —observó Ocelka—. Hay que hacer algo.
El padre Pouncly, capellán castrense, fue quien
vino a resolver el problema. Menos restringido por las ordenanzas militares que
otros oficiales, el capellán fue directamente al grano: llamó por
teléfono a los directores del hospital de Norwich, y como el sargento Bozdech
no estaba herido de gravedad, después de exponerles detalladamente el caso,
obtuvo que-le permitieran viajar hasta su base, en una ambulancia con el fin de llevarse al perro consigo. Consiguió además
que Antis fuera admitido en el hospital mientras se restablecía su amo.
Y así,sucedIeron las cosas. La ambulancia llegó esa misma tarde y los dos
inseparables amigos regresaron en ella a Norwich, en donde las enfermeras del hospital los colmaron de atenciones y
mimos mientras duró la convalecencia de Jan.
Ojos que no ven ...
HABIÉNDOLO visto aguardar 30 noches la vuelta de su amo, los mecánicos creían conocer muy bien los hábitos del perro. Mas una
noche, poco después de pasar lista a las tripulaciones, Antis desapareció. Aunque no lo encontraron por parte alguna y no
era cosa natural en él alterar así su inveterada costumbre, nadie se preocupó
seriamente por eso: ya había demostrado que era capaz de valerse por sí mismo.
Mientras tanto Jan, una vez que su avión se niveló después de un ascenso a 2400
metros, lanzó una mirada intranquila sobre el aeródromo de Wreffiani, que ya no
se distinguía entre la penumbra de la campiña inglesa. A poco se olvidó
de todo y se dedicó a inspeccionar sus cañones. F.n eso oyó el carraspeo del
intercomunicador:
— Habla el navegante al radio-operador . . . ¿ Me ayes?
Enfrascado en sus quehaceres Jan apenas entreoyó la respuesta. Pero luego, las
siguientes palabras del navegante lo hicieron escuchar atentamente.
— ¿Será que estoy viendo visiones ... o tú también lo ves?
Le respondió con una maldición. Luego, el telegrafista agregó:
— El condenado debió meterse en la cama de emergencia por el tubo
lanza-bengalas. Se les pasó requisar bien ... Jan,
abre la portezuela y verás. Tenemos un pasajero, un Polizón.
Al momento comprendió Jan lo que había sucedido. Abrió la portezuela y, con
tanta naturalidad como si fuera cosa de todos los días, Antis se metió en la cabina y fue a agazaparse a sus
pies.
— ¡Bandido! ¡Mereces que te arrojemos junto con las bombas!
Pero no había remedio. El Wellington seguía
bramando en el espacio y, arrullado por el ruido de sus hélices, Antis se fue
quedando dormido.
Cuando comenzaron a volar sobre su objetivo, una
densa cortina de fuego antiaéreo sacudió el avión de un lado a otro; el perro se quedó tranquilo viendo que su amo no se inmutaba
y Jan correspondió a esa tranquilidad con una sonrisa forzada con la
que quería infundirle todavía más confianza; así sacaban valor el uno del otro en lo más intenso del
cañoneo. En pocos momentos pasó el peligro y emprendieron el vuelo
de regreso a su base sanos y salvos.
No habían terminado de apearse cuando llegó a la
pista el teniente Ocelka. Como estaba prohibido por el Ministerio de Aviación
llevar animales a bordo durante las operaciones de guerra, los
tripulantes del Cecilia se dispusieron a oír una
filípica furibunda: al igual que otros oficiales tolerantes, Ocelka
sabía ser hiriente y feroz cuando era el caso.
— ;Cómo les fue? —preguntó secamente, mirando de
reojo a Antis.
Jo Capka, el piloto, describió brevemente el viaje y habló del nutrido fuego
antiaéreo con que los había recibido el enemigo. Los tripulantes se rebullían
nerviosamente cuando el relato iba tocando a su fin.
— ¿Fuego nutrido, eh? —repitió el comandante y luego, mirando a Antis, le
preguntó—: ¿No te parece a ti que estos pobres chicos necesitan de alguien que
los ayude?
—Yo se lo explicaré, mi teniente —comenzó a decir Jan. Pero Ocelka lo
interrumpió:
— Ojos que no ven, corazón que no llora. Suficientes dificultades tengo con
animales de dos patas para buscar más molestias con los de cuatro. Vamos al
comando ... A redactar el parte.
De allí en adelante Antis fue aceptado como
miembro regular de la dotación del Cecilia.
Su impavidez bajo el fuego animaba a la tripulación, que cumplía las
últimas consignas de su turno de servicio. Es esta una etapa de creciente
tensión nerviosa, en que todos piensan en los camaradas que no regresaron de su
último viaje. Ajeno a esas inquietudes, Antis
corría alegre en busca de su avión como si
se tratara de una excursión de placer, e inevitablemente, algo
de esa alegría se comunicaba a los otros tripulantes.
El perro fue labrándose una respetable hoja de
servicios: hasta recibió dos heridas en combate. La primera ocurrió volando sobre Kiel: un casco de metralla le rasgó
la nariz y le perforó una oreja dejándose la gacha para siempre. La segunda
acabó con su carrera de aeronauta.
El Cecilia había bombardeado a Hanover y volaba ya de regreso cuando un proyectil estalló muy cerca y lanzó millares de
fragmentos contra el fuselaje. Los motores salieron ilesos y no
hubo heridos; mas al llegar a Wretham, el tren de aterrizaje no funcionó y fue
preciso tomar la pista de barriga. Solamente después de abandonar el maltrecho
aparato descubrió Jan que Antis tenía clavado en
el pecho un casco de metralla de ocho centímetros.
Lo llevó a toda prisa al hospital de primeros auxilios en donde le extrajeron el proyectil, lo cosieron y lo
vendaron. Desde entonces lo obligaron a quedarse en tierra. Por mucho que el perro deplorara esta restricción,
no le fue difícil amoldarse a ella porque no sabía que Jan seguía volando:
mientras reparaban el Cecilia, su tripulación hacía uso de otro avión y como el sonido de sus hélices le era desconocido, Antis
no le daba importancia.
Poco después Jan completó su cuota de 41 vuelos de bombardeo (Antis había tomado parte en 7 de ellos) y fue
relevado del servicio de combate. Pasó el resto de la guerra primero como
instructor y luego en vuelos de patrulla antisubmarina.
La paz es efímera
Los PRIMEROS años de paz fueron muy venturosos para Jan. Al volver triunfante a
Checoslovaquia liberada, fue ascendido a capitán de la Fuerza Aérea y más tarde
obtuvo un destino en el Ministerio de Defensa Nacional, en Praga. Tanto él como Antis se habían hecho conocer bien del
público gracias a tres libros que escribió Jan, referentes al servicio que
prestó en la RAF, y no había periódico en Checoslovaquia que no comentara sus
aventuras y las de su perro durante la
guerra.
Cuando se casó con una chica de dorados cabellos llamada Tatiana, Antis llamó la atención ... enredándose en el velo de
la novia. (Más tarde la resarció con su constante devoción por ella).
Y cuando, en 1.947, nació Roberto, el primogénito de sus queridos amos, el perro se constituyó en guardián personal del bebé.
Dormía al pie de la cuna, siempre alerta, por si el niño despertaba o lloraba
y, cuando esto ocurría, se levantaba, iba hasta la cama grande y tocaba con su
hocico húmedo el hombro de la madre. Si ello no era suficiente para
despertarla, tiraba de las sábanas y salía con
ellas a rastra.
Fue aquella una época dichosa para todos, pero no había de durar mucho tiempo.
El 7 de marzo de 1948, Jan Masaryk, ministro de
Relaciones Exteriores y padrino del pequeño Roberto, telefoneó desde el palacio de Cernicky.
— Ven a verme inmediatamente, Jan. Tengo un regalo para tu hijo. La llamada lo
desconcertó. Había estado con Masaryk apenas el día anterior. ¿Por qué razón su
buen amigo deseaba volver a verlo, y a hora tan intempestiva? El motivo debía
ser muy grave. Jan se lo imaginaba; por eso se acercó al palacio con verdadero
temor.
— Estás a la cabeza de la lista negra
comunista, Jan —le informó
Masaryk—. El golpe puede caer de un momento a otro. No debes contar esto
a nadie. Ni a la misma Tatiana. Tienes que salir
en el acto de Checoslovaquia.
¡De manera que ese era el "regalo" para Robertito! Había sido
necesario apelar a tal engaño porque todos los teléfonos estaban intervenidos.
Sirviéndose del partido comunista checoslovaco,
la Rusia Soviética se apoderaba del país. A medida que se
intensificaba la guerra fría, todos los que
habían tenido relaciones con el Occidente se hacían sospechosos; ya hacía
varios meses que Jan notaba que vigilaban su casa; sus amigos también lo
sabían y no se atrevían a visitarlo.
El Ministerio de la Defensa, donde trabajaba, estaba
lleno de soplones comunistas, muchos de los cuales hablaban
ruso. Recientemente habían ingresado en su propia sección dos funcionarios
nuevos, aparentemente como aprendices, pero efectivamente en calidad de espías.
Tres días después de haber hecho la advertencia
moría Masaryk. Según los
comunistas, "se había arrojado" por una ventana del palacio de
Relaciones Exteriores. Jan estaba frente a un dilema espantoso:
no se atrevía a abandonar a su esposa y a su hijo mientras hubiera alguna
posibilidad de vivir juntos. Pero si lo apresaban en Checoslovaquia, la
situación de los suyos sería aún peor que si huía del país. Era difícil decidir
lo que debía hacer y así estuvo vacilando varias semanas. En esto, una mañana
lo citó a su despacho el general Prachoska, jefe del servicio de inteligencia,
y desde entonces la decisión ya no estuvo en sus manos.
— Siéntese, Bozdech —le dijo el general—. Mi ayudante, el
comandante Marek, desea hacerle unas cuantas preguntas.
— ¿Es usted el autor de esto? —le
preguntó Marek, entregándole tres libros y un cartapacio de recortes de periódico.
Jan hizo una seña afirmativa con la cabeza.
— ¿Y ha habido también emisiones y comedías radiales poniendo por las nubes a los ingleses?
—Yo serví en la Real Fuerza Aérea. Mis escritos son apenas un recuento de lo que allí
experimenté: no tienen significación política.
— Por el contrario. Sus trabajos son desleales. Si sigue escribiendo debe
prestar toda su atención a la Fuerza Aérea Roja. Se lo ordeno. Y ... otra cosa:
¿es usted miembro del Club de Aviadores?
— Sí, mi comandante.
A esa asociación la llamaban el "Club
Inglés", porque muchos de sus socios eran ex-oficiales de la RAF. El
comandante Marek continuó diciendo:
—Sabemos que en ese establecimiento se expresan abiertamente toda clase de
opiniones: eso nos interesa.... Hablando claro, capitán, deseamos que usted preste oídos a las críticas que allí
hacen del régimen y, si a mano viene, que las atice. Después nos
informará usted quiénes son los socios que por sus conceptos se señalan como
enemigos del Estado.
Jan se quedó horrorizado. Ya
comenzaba a protestar cuando Marek, blandiendo un papel azul que reposaba sobre
su mesa, lo interrumpió de esta manera:
— Tengo aquí una orden de captura para que lo
detenga la policía, con fecha del viernes próximo. Le damos tres
días para decidirse. ¿Le he hablado claro?
Interviene la Resistencia Clandestina
ESA NOCHE regresó Jan a casa muy tarde; mucho después de oscurecer andaba
todavía, solo, por las calles tratando de encontrar una salida de la trampa que
le había puesto Marek. Él no espiaría a sus
amigos; eso nunca. Mas si se quedaba en su' puesto y contravenía las órdenes de los comunistas, la prisión y la
muerte eran casi seguras. Su situación era desesperada pero
clara: no le quedaba otro recurso que huir del país tan pronto como pudiera
hacerlo.
Con gran sorpresa suya despertó a la mañana siguiente con la mente despejada y
los nervios en calma. Recibido ya el golpe por tanto tiempo temido, y decidido
el partido que debía tomar, sus problemas le parecían de una claridad
meridiana.
Salió para su despacho a la hora de costumbre. A unos 50 metros del Ministerio
se dio de bruces con un atolondrado transeúnte.
— Perdone usted ... Brazda —le dijo Jan, reconociendo al tipo: era un
instructor de "Sokol", el colegio de educación física.
— Si estás en apuros —le respondió el otro por lo bajo—, esta noche, a las ocho
... en el café Pavlova Kavarna. El santo y seña es: "Perinítame ofrecerle
un vodka".
Y en seguida, dándole mil excusas por su torpeza, Brazda siguió su camino. El
engranaje del movimiento de Resistencia había comenzado a funcionar.
Esa noche a las ocho, al presentarse en el café Pavlova Kavarna, Jan entró a
formar parte del engranaje con mucha suavidad. Lo recibió un caballero bien
vestido que lo condujo a un cuarto del segundo piso en donde se encontró
con dos sujetos más, afiliados a la Resistencia: el uno parecía estudiante; el
otro, hombre ya maduro, tenía todas las trazas de haber sido militar. No hubo
presentaciones. El ex-militar, que era el jefe de la agrupación, no quiso
perder tiempo en cumplidos.
— Capitán Bozdech —le dijo—: el fin del plazo para
su captura se cumple el viernes. (Jan se quedó sorprendido de la fidelidad de
la información). Disponemos pues, apenas
de un día para sacarlo del país. El tiempo es corto. Tiene que decidirse
rápidamente. Naturalmente, usted sabe que corre un gran riesgo. Si
lo sorprenden tratando de cruzar la frontera ... primero disparan y después
averiguan quién es el muerto. Así que, debe marcharse solo. Quizá después
podamos arreglárnoslas para despachar a su familia por otra vía menos
peligrosa. ¿Le conviene?
A Jan se le heló el corazón, pero hizo una seña afirmativa con la cabeza.
— Muy bien: vamos a darle sus instrucciones, ponga atención.
Acto seguido los tres anónimos personajes expusieron durante cinco minutos, con
todos sus detalles, lo que Jan tendría que hacer al día siguiente, y al
terminar lo despidieron con un efusivo bon voyage.
Tatiana dormía cuando su marido llegó a casa esa noche. Contemplando su rostro angelical, pensaba Jan
en la advertencia de Masaryk: "Ni la misma Tatiana debe saberlo".
Masaryk tenía razón, musitaba Jan al apagar la luz. Para la seguridad de ella y
para la de Robertito era mejor fugarse así, sin que lo supieran. Con todo, al
dia siguiente, al decirle hasta luego, le temblaba la voz, y al cerrar la
puerta tras de sí, le pareció que una losa le
caía sobre el corazón.
Al llegar a la oficina llamó a Vesely, su asistente civil. Por la noche había
resuelto hacer un ligero cambio al cuidadoso plan elaborado por los de la
Resistencia. Antis tendría que marcharse con él.
Si así no fuera —él lo sabía por
experiencia— el perro no volvería a comer y no podía condenarlo a morirse de
hambre.
— Escucha, Vesely: tengo una cita con el veterinario que va a examinar a Antis
a las once en punto. Ve a casa y lo traes. Te daré mis
guantes para que te reconozca y te siga.
—Con mucho gusto, capitán —respondió Vesely, feliz de que se le presentara esa
coyuntura para salir un rato de la oficina.
Dos horas después, cuando su cómplice inconsciente se presentó con el perro,
Jan juzgó que había llegado el momento de emprender la fuga. Al salir se detuvo
tranquilamente en la puerta y advirtió a los empleados:
— Regresaré después del almuerzo . . . en caso de que alguien me necesite.
Uno de los espías estalinistas levantó la'vista de su trabajo y le dijo
sarcásticamente:
— Aquí sostendremos el fuerte; no tiene por qué darse prisa.
— Gracias, así lo haré.
¿Será Antis un estorbo?
SIGUIENDO las instrucciones de sus protectores, Jan tomó un tranvía que lo
llevó a la Vaclavska Namesti. Allí entró en el salón de los lavabos públicos,
hízole una pregunta convenida de antemano al encargado, y este le entregó al
punto un paquete que contenía una muda dle ropa: debía viajar disfrazado de
paleto vendedor de mantequilla, con
un morral lleno de esa mercancía.
El sirviente se quedó con Antis mientras Jan se mudaba de traje en uno de los
reservados. Todo estaba completo, el tamaño preciso, desde el sombrerote de
fieltro hasta las botas: buen cuidado habían tenido de averiguar sus medidas
quienes planearon la fuga la noche anterior.
— Está que ni pintado —murmuró el encargado cuando Jan salió trasformado del
cuartito y le entregó un billete de 500 coronas juntamente con el paquete (que
ahora contenía su elegante uniforme de la fuerza aérea)—. Ojalá venda bien su
mantequilla.
Aunque hubo de andar unos 150 metros hasta la estación de Wilsonova, nadie
reparó en aquel paleto que, pisando torpemente con sus ferradas botas entre la
apretujada multitud, llegaba a la taquilla a comprar un billete de ferrocarril.
Entró el tren en la estación, Jan subió y, cumpliendo las instrucciones
recibidas, seis minutos después se apeaba en Smichov.
Esto no era más que el comienzo de una larga y tortuosa ruta que al fin terminó
en un cortijo donde pasó la noche. A la mañana siguiente un chofer taciturno
los ocultó —a él y a Antis— en la parte trasera de su camión de dos toneladas.
Tras larga marcha se detuvo el vehículo frente a una cabaña solitaria en un
paraje muy boscoso.
— Ahí viene Antón —dijo el camionero—. Aquí lo dejo.
— ¿Quién es Antón?
— Un guardabosques. Él lo guiará a través de la frontera. No sé nada más.
Cuando se alejaba el camión, salió de la cabaña un hombre alto de piel tostada.
— ¿En qué puedo servirle? —preguntó, mirando el perro con desconfianza.
Jan le alargó un paquete de cigarnilos de una marca especial. El hombre
lo examinó por todos lados y al fin dijo:
— ¿Por qué trajo ese perro.?
—Donde vaya yo tiene que-ir él.
- :Dónde usted vaya va él, eh? —repitió Antón frunciendo el
ceño—. ¡Qué gente, por Dios! ¿Se ha creído usted que vamos a un paseo campestre?
Con solo un ladrido nos pierde. Tendrá que dejarlo
aquí.
— En ese caso ... mejor me vuelvo...
— Buen recibimiento le espera. A estas horas ya han dado la
voz de alarma.
jan se dio cuenta de que eso era así, pues ya estaban a viernes; pero no había
lógica que lo hiciera cambiar su propósito de llevar consigo a Antis.
— -De modo que está dispuesto a
arriesgar el pellejo por el perro? —prosiguió Antón—. Bien, lo
veremos ... Ya veremos lo que dice Stefan; él también vendrá con nosotros.
A poco llamó v a sus voces salió de la cabaña otro hombre, seco y barbado.
Antón le explicó el caso. El hombre no dijo una palabra; se quedó mirando a
Antis como queriendo recordar algo.
— Antis es un perro educado —terció jan vivamente—: no hará el menor ruido; en
cambio, puede sernos muy útil.
— Antis . . . —repitió Stefan recordando al fin—. Algo he leído acerca de usted
y he visto su retrato en los periódicos. Por mí, puede venir, no me opongo.
Antón se encogió de hombros, sonrió y le habló a jan.
— Buena caminata le esperaba desde aquí a Praga. Pero, vamos, me gusta
su`arrojo ... usted saldrá adelanté. Ahora, espérenme aquí, ambos.-
Esto diciendo.entró de nuevo en la casucha y salió en seguida con una hogaza de
pan y dos revólveres.
—Puede ser que no tengamos ocasión de usarlos. Siempre están cambiando los
puestos de guardia. Uno nunca sabe.
Se puso en cuclillas y comenzó a trazar un croquis en el suelo con un palito:
— Aquí —dijo señalando con el palo—, aquí está nuestro primer obstáculo: una
selva de unos tres kilómetros de profundidad; está infestada de patrullas. Por
aquí saldremos del bosque ... cruzamos luego un vallecito, patrullado también
constantemente. Aquí tenemos la frontera alemana y, un kilómetro más adelante,
el pueblecito de Kesselholst. Llegando allí estamos a salvo. Es preciso salir
inmediatamente; hay que ganar el otro lado de la selva con la luz del día. Allá
nos ocultaremos mientras llega la hora de dar el último empujón a través del
valle, cuando cierre la noche.
Una carrera con la muerte
RECORRIERON en automóvil los 25 kilómetros que los separaba del borde de la
selva, y a eso del mediodía comenzaron a internarse entre la maleza.
Inevitablemente hacían mucho ruido y, como
precaución contra una sorpresa por parte de las patrullas, Jan envió a Antis
adelante con esta consigna: "Busca". Dos veces se detuvo el perro dando señales de alarma
con sordos gruñidos en medio del silencio de la espesura y pocos
segundos después los fugitivos oían ruido de chamizas que se parten y voces
humanas a lo lejos. Entonces se quedaban
quietecitos entre los matorrales mientras pasaban las patrullas
y luego continuaban su avance cautelosamente. Poco faltaba para que se hundiera
el sol en el horizonte cuando llegaron al otro lado del bosque.
Desde la orilla atisbaron el valle que los separaba de Kesselholst. A su
izquierda había un camino angosto y paralelamente a él corría uu río
turbulento. No se distinguían patrullas ni se veían fortines. Cuando cayó la
tarde y comenzaron a encenderse las luces del pueblo distante, Antón murmuró:
— Ya es hora, vamos.
Poco trecho habían andado cuando percibieron algo que se movía por ahí cerca.
Jan se tendió en el suelo al lado de sus compañeros, mientras cuatro sombras
los adelantaban deslizándose por la pendiente. En ese instante dos reflectores
partieron la noche y recorrieron el valle de uno a otro extremo. Guijarros,
arbustos y pedrejones parecían brotar de la oscuridad al paso de los chorros de
luz, que al fin convergieron sobre su presa iluminándola de lleno:
encandilados, a solo 50 metros de distancia del sitio en que se hallaba Jan, cuatro hombres trataban de refugiarse de nuevo entre los
árboles, pero antes de que pudiesen llegar a ellos, las ametralladoras de un fortín abrieron fuego .
. . los cuatro rodaron por el suelo. Por algunos minutos más siguieron repercutiendo en el valle las descargas
hasta que todo volvió a quedar en silencio.
Aparecieron dos camiones en el camino, tripulados
cada uno por cuatro hombres y un perro. Cuando se apearon para
recoger los cadáveres, uno de los perros se encaminó hacia el sitio en que
estaban Jan y sus compañeros. Antis no pudo contener un airado rezongo.
Uno de los guardas, al notar la ausencia de su perro, lo llamó a voces; el
animal obedeció y a los pocos minutos la patrulla ocupó de nuevo el vehículo y
se marchó.
Es una suerte que estemos con vida —susurró Antón—: el camino que intentaba
seguir está bloqueado por un nuevo puesto de guardia, y si esos pobres diablos no se nos adelantan, nos
hubiéramos dado de narices contra él. Hay que volver atrás y buscar otro paso
por el río.
Retrocedieron arrastrándose silenciosamente hacia el bosque y gastaron una hora
infernal en atravesar un tupido pinar hasta llegar a la orilla del río. Tan
pronto como Jan entró en el agua, agarrando a Antis por el collar, sintió que
la corriente lo hacía perder el equilibrio.
—Cojámonos de las manos —ordenó Antón.
Jan hizo que Antis se aferrara con los dientes
de la falda de su chaqueta y así, fuertemente entrela-
Antis se hallaba con él . . . pero Antón y Stefan se habían perdido. No atreviéndose a dar voces, se arrodilló frente al perro y le ordenó:
— ¡Anda, búscalos!
Durante varios minutos no se oyó otro ruido fuera del bramido del río. Jan pensó si no sería una torpeza haber impuesto al perro semejante tarea. La corriente hubiera podido arrastrar a un hombre 50 metros en pocos segundos. En eso sintió un golpe en el hombro y al volverse, revólver en mano, oyó una palabrota: era Antón.
—Lo siento —dijo este—. Venía arrastrándome y te he dado un cabezazo. ¡Gracias al perro! Nunca te hubiera encontrado sin su ayuda. ¿ Crees que será capaz de dar con Stefan?
Obedeciendo la orden de su amo, Antis tornó a perderse entre la maleza y al cabo de poco tiempo regresó: Stefan venía tras él, todo enlodado y exhausto.
— La corriente me arrastró hasta un remolino. Allí me encontró Antis. Le debo la vida.
Tras corto descanso reanudaron la marcha por una cuesta cuya cima distaba unos centenares de metros de la frontera. Una densa niebla envolvía el boscoso cerro de tal manera que era imposible ver a dos palmos de las narices. Antis los encaminaba, corriendo de uno a otro, como el perro de pastor que guía el rebaño y lo mantiene junto impidiendo que se desbande. Al llegar a la cumbre, Antón se convenció de que era inútil continuar mientras la niebla impidiera ver los puntos de referencia del camino; los cuatro se tendieron a esperar que amaneciera.
Con las primeras luces de la mañana se refugiaron tras una roca a planear la última carrera con que debían cruzar la frontera. Jan apostó a Antis sobre el peñasco para que les sirviera de vigía.
Como Antón no tenía idea de cuántos nuevos puestos de guardia irían a encontrar, decidieron atravesar el valle uno a uno y echaron suertes para saber cuál sería el primero. Estando en esto, gruñó Antis y descendió de su atalaya de un salto.
Crujieron los guijos, se oyó un grito ahogado y feroces ladridos. Empuñando el revólver corrió Jan a ver lo que pasaba. Antis acogotaba a un soldado que, tendido de espaldas, no podía defenderse con el fusil que le había quedado debajo. Antón se arrojó sobre aquel hombre con el cuchillo en alto.
— ¡No! —gritó Jan. Antón vaciló.
— Jan tiene razón —intervino Stefan—. Sería un asesinato.El marrano merece la muerte! —vociferó Antón, mas desistió de su empeño.
Rápidamente lo amordazaron, lo ataron a -un, árbol y se lanzaron todos al
valle.-
Al borde dél bosque se detuvieron .bruscamente -en la llanura que tenían al
frente acababan de ver, cerrándo.les el paso, la
caseta de un centinela, Unos alambres de teléfono le. salían del techo. Sin
saber qué hacer, - estuvieron contemplándola cerca de una hora, agazapados
entre la maleza.
— Ensayemos con el perro —propuso Antón .
jan ordenó a Antis que fuera a-enterarse:
— Anda, busca.
Este trotó hasta la caseta, estuvo
husmeando junto a la puerta cerrada y ladró. No respondió nadie.
— Para mí tengo que no había más que un solo guarda . . . y ese lo tenemos bien
atado a un árbol —dijo Stefan,.
— ¡Vamos!. —gritó Juan—, y todos se lanzaron con él al campo abierto.
Oyeron un grito a lo lejos, pero los tres hombres y el perro continuaron la,
carrera cuesta abajo, cruzaron el arroyo que- partía el valle, dejaron atrás la
caseta desierta y ya, á buena distancia de ella,
sintieron el retintín del teléfono que repicaba dentro y llegó a sus oídos el
estridente silbido de un pito en lá lejanía.
— ¡Adelante, adelante!
Tenían al frente otro campo abierto y más allá un bosquecillo. Apretaron el
paso en busca del abrigo de los árboles y al fin se dieron cuenta de que
pisaban suelo alemán.
Tan pronto como hubo entregado a sus protegidos sanos y salvos en manos de las
autoridades alemanas, Antón se despidió de ellos. Debía
regresar a Checoslovaquia y exponer de nuevo la vida para conservar abierta la
ruta de escape de otros proscritos.
—Quiera Dios que volvamos a encontrarnos en circunstancias más felices —les
dijo al despedirse—. Verdad que me
equivoqué al juzgar al perro. Fue nuestra salvación.
Últimos años
AL CABO de una semana de haber llegado a Alemania, Jan recibió consoladoras noticias
de su tierra. Un refugiado, a quien había conocido en Praga, le contó que no se
habían tomado représalias contra Tatiana y Roberto y.que ambos vivían en casa
de los padres de ella. Esta buena nueva lo convenció de su acierto en salir de
Checoslovaquia.
De Alemania pasó a Inglaterra; pero ,esta vez, no teniendo camaradas que le
ayudaran a meter a Antis de contrabando, hubo de entregarlo a las autoridades
que lo someterían a la cuarentena de seis meses. Además, se presentó otra
dificultad. Al alistarse de nuevo en la fuerza aérea inglesa, Jan hubo de
conformarse con un grado ínfimo en el escalafón y
todo su salario no le alcanzaba para pagar la pensión del perro.
Desesperado pidió ayuda al Dispensario Popular de
Animales Enfermos de Londres y envió, juntamente con la solicitud, un relato completo de las hazañas de su perro.
La respuesta que obtuvo de la clínica sobrepasó
sus esperanzas. No solamente le pagaron la pensión sino que dieron gran publicidad a la notable historia de Antis,
tanta que, en marzo de 1949, el perro fue objetó de un honor sin precedentes:fue el primer extranjero de la raza canina que recibió
la Medalla Dickin, que es algo así como la Victoria Cross del reino animal.
Con frases conmovedoras el
mariscal de campo, sir Archibald Wavell, citó el valor y la abnegación con que
sirvió Antis a la Real Fuerza Aérea y concluyó su discurso con
estas palabras: "Estoy seguro de que todos se unirán conmigo para felicitarte al recibir esta condecoración, Antis,
y te deseamos muchos años de vida durante los cuales puedas lucirla".
En realidad, iban a ser apenas tres años más, lapso durante el cual se estrechó aún más la amistad entre el perro y su amo. Como
Jan no volvió a recibir noticias de los suyos, Antis
era para él toda su familia; y el
perro, a medida que perdía la vista y se le blanqueaba el hocico con la edad,
no toleraba estar separado ni un momento de Jan.
Todos los años, dondequiera que se hallara de servicio, Jan celebraba la Nochebuena con una ceremonia
invariable: al lado de un árbol de navidad en miniatura, colocaba el retrato de Tatiana, el de Roberto y los de sus
padres, para preservar así el recuerdo del hogar. La víspera de
Navidad de 1952 terminó su altarico y se fue a la cama
temprano. A eso de la medianoche despertó
con un peso que le oprimía el pecho. Se incorporó, palpó: era Antis que le
había recostado la cabeza encima.
— ¿Qué te pasa,
Antis? —le preguntó sobándole las orejas—. Vamos, viejo, vuélvete a tu cama.
En eso oyó un suspiro trémulo, luego sintió que el perro escarbaba el suelo con
las patas y después ... el golpe seco de un
cuerpo al caer.
Inmediatamente encendió la luz. Antis yacía
tendido, de lado, incapaz de moverse. Jan lo llevó hasta su jergón y le dio masajes hasta la madrugada. A eso
del mediodía el perro logró ponerse en pie, pero estaba muy débil para seguir a
su amo fuera de la habitación. Jan se quedó con él mientras celebraban la
fiesta de Pascua en la base. Dos veces fueron a buscarlo sus camaradas, mas él
declinó la invitación por no abandonar a su
enfermo.
Se sentó a la mesa donde había colocado el ,arbolillo de Navidad y tomó en sus manos el retrato de Tatiana : estaba radiante
con su traje de novia y su velo, aquel velo
en que se había enredado Antis cuando salían
de la iglesia el día de la boda. En ese momento sonaban en el
comedor los acordes de Noche de Paz; Jan recordó muchas Navidades pasadas en
otras partes. El cuarto se llenó de sombras del pasado: Karel, Joshka, Ocelka,
Ludva ... Formaban legión los espectros de sus camaradas muertos que venían a
visitarlo en esa hora crepuscular .. . Y Antis pronto estaría con ellos.
Parecíale que hubiese trascurrido un siglo desde
aquel día —doce años antes— en que
encontró aquel cachorrillo abandonado entre los escombros en la
Tierra de Nadie.
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