jueves, 30 de abril de 2020

RODHE Y ANTONIO - AMOR EN HUEHUETENANGO

RODHE Y ANTONIO
  AMOR EN HUEHUETENANGO
                                 Cuento, Historia fictica
        Imaginación del Escritor, quién se inspira en su gran amor por su ciudad natal
  Por.  Un apasionado por la historia huehueteca/Autor del Blog
QUIÉN DEDICA ESTA HISTORIA  AL PADRE ETERNO, A MI SALVADOR JESUCRISTO Y AL ESPIRITU SANTO
 RODHE CHARIS- quiere decir  "Rosa, regalo de Gracia y  Generosidad- "
Por centesima vez, Antonio tomó en sus manos la fotografía. observó detenidamente la imagen de la joven alli  impresa, dijo en voz audible:” -Amor mío. amor mío, dentro de unas horas serás mi esposa-“
y luego  llevando la fotografía a sus labios le dió un suave beso.
Retrocediendo en el tiempo unos meses atrás.
Un sábado por la tarde, Antonio, había salido a dar una vuelta por la ciudad de su natal Huehuetenango. Después de visitar a su mejor amigo, caminaba  cerca del centro de la ciudad. Era una tarde maravillosa. El sol filtraba sus rayos por entre las nubes en un fondo de color celeste profundo.Por un momento Antonio quedose contemplando el cielo  casí enfrente de una puerta de una tienda, Precisamente en ese momento una agraciada joven con varias bolsas y paquetes de compras ,iba saliendo de esa tienda .Por casualidad, coincidencia o destino, la señorita iba un tanto distraída y el choque fue suave pero inevitable. Un libro que iba al suelo, Antonio logró agarrarlo. Al momento del  encuentro ambos pidieron disculpas, Se encontraban enfrente de un cafe museo, por lo que Antonio de manera muy espontanea y amable solicitó a la bella joven que aceptará entrar al restaurante cafe, a tomar "un vaso  de agua para reponerse del asusto". Entraron al restaurante,ocuparon una pequeña mesa y pidieron refrescos naturales de jugo de piña para ambos. 
Sentados frente a frente, Antonio quedó extasiado al contemplar la belleza de su acompañante. 
Así fue como la suave, arómatica y carismática personalidad de Rodhe Charis cautivó a nuestro amigo. Antonio era un hombre ilustrado y poseedor de  amplios conocimientos, sin embargo era  reservado hasta cierto punto con las mujeres,  más en esta ocasión una atmosfera de amistad y cordialidad se respiraba entre él y Rhode. Antonio al saber el nombre de su nueva amiga , de pronto le dijó:.
_Rhode Charis! -QUE BELLO NOMBRE-! y que BELLEZA QUIEN ASÍ  SE LLAMA_
Rhode agradeció el cumplido, y siguieron conversando animadamente.
Anastasios e Irene Charis, griegos de origen, eran personas honradas, nobles de corazón, con una profunda piedad y amor a Dios y al prójimo. Habíanse establecido  muchos añas atrás en la capital de Guatemala. De este matrimonio  todos sus hijos habían nacido en Guatemala. , Rhode era la hija menor. Ella era graduada universitaria  en Psicología e Historia. Como parte de una investigación educativa e histórica  para la televisión extranjera, debió viajar al departamento de Huehuetenango  para conocer la cultura y tradiciones de este bello rincón  fronterizo de la patria.  Fue así como a los pocos días de  llegar a Huehuetenango  sucedió el encuentro con Antonio que cambiaría  totalmente la vida de los dos jovenes.
Una amistad respetuosa nació  entre antonio y Rhode. Cómo él estaba gozando de un periodo de vacaciones, estuvo en disponibilidad de acompañar a la joven historiadora a conocer los destinos túristicos de Huehuetenango. La antigua fortaleza de los mames donde el guerrero Kaibil Balam fue sitiado  por el conquistador español Gonzalo de Alvarado , el nacimiento del río San Juan en Aguacatán, Las piedras de Cap Tzin en San Juan Ixcoy, El mirador Dieguez Olaverri en los altos de los Cuchumatanes, la Laguna Magdalena en Chiantla, el hoyo del Cimarrón, La laguna Brava en Nentón, entre otros destinos fueron visitados por Irene y su equipo en compañia de Antonio.  La joven historiadora tuvo la oportunidad de probar la exquisita comida tradicional de Huehuetenango.  El Jocón,, El Pepían , Buñuelos , dulces de horno, carne cecina, el pan del a semana santa, carne de cordero, Chorizos y longanizas picantes, diferentes en su elaboración y sabor de las que había probado en la capital. chuchitos acompañados de un chocolate caliente, especialmente fue de su gusto. "La miel de semana santa". (higos,duraznos,chilacayote, platano en almibar)  Después de varíos días de intensa actividad  Irene se despidió de Antonio.
Pero el Amor pudo más que la despedida. Empezaron a extrañarse produndamente. 
Todo el día y la noche se les iba a ambos en  hondos supiros.  Irene y Antonio se habían enamorado totalmente. Estaban enfermos de amor y la única cura posible era estar juntos .Los planes de boda no se hicieron esperar. Los padres de Irene, estuvieron de acuerdo por considerar a antonio como un joven de nobles sentimientos y que profesaba un verdadero amor a  su bella hija.
  EL DÍA DE LA BODA
Por centesima vez, Antonio tomó en sus manos la fotografía. observo detenidamente la imagen de la joven alli  impresa, su cabello de color negro azabache y sus ojos tan azules como el mar Egeo. , luego su vista se poso´en el el mensaje allí escrito: "Con amor eterno para mi amado Antonio., con amor Rhode"
Antonio dijo en voz audible: -Amor mío. amor mío, dentro de unas horas serás mi esposa- y luego  llevando la fotografía a sus labios le dió un suave beso.

miércoles, 8 de abril de 2020

XIX--LA FAMILIA MALDONADO DE ESPAÑA A HUEHUETENANGO


 LA FAMILIA MALDONADO DE ESPAÑA A HUEHUETENANGO
SIGLO XIX
 La siguiente historia es  una de mis favoritas,no solo por que vino a aclararme más sobre la presencia hispana en Huehuetenango, sino por el gran amor que se profesaron Luis y Trinidad, ambos valencianos establecidos en la cabecera de Huehuetenango, y más adelante en el pueblo de Cuilco.
Unos años menos. otros más, habianse radicado en este poblado otros españoles, por lo que no es extraño que tuviesen que relacionarse de alguna forma en el contexto social y cultural con los Maldonado Fernandez. 
 A continuación escribo los nombres de personas nacidas en Asturias, Cataluña, Soria, Galicia, Castilla y León y otras provincias españolas-establecidas en los años de 1860 a 1890 en la Villa de Huehuetenango.
Españoles Penisulares en el contexto de esta historia-No aparecen todos en este listado  de ese periodo--  No escribimos aquí los nombres de españoles penisulares y criollos antes  de esos años-

 Españoles nacidos en España que probablemente conocieron a los esposos Maldonado Fernández
Joaquín Mont y Prats
Francisco Valdez del Llano
Manuel del Pando Gamez
Marcelo de Orive y Coloma
Teniente Coronel Aquilino Gómez Calonge, Corregidor y Jefe Pólitico de Huehuetenango
Ramón Balaña y Terrel
Manuel Saenz y su esposa
Petra Cabreja Garcia de Saenz
Lic. Juan Garín y Quinteros Juez de Pazde Huehuetenango y su esposa
Teresa Villalobos Valdez Crovetto
Maria de Concepción Natalia Asunción Roque de la Santísima Trinidad Garín y Quinteros Villalobos
Perfecto Pérez Gómez
Francisco Pérez
Rafael  Blanco Cueto
Nicoás Megarejo y Guzmán
Ciriaco Trápaga 
Dr. Amancio Aparicio Diez Cura de la ciudad
Agripina Aparicio Diez
Ramón Perez Crespo
Mariano Mayolas
Lola Vasconcelos
y otros más ....
Encontré información de una partida de Bautismo de un nieto de Luis Maldonado y Trinidad Fernandez." Por información seguida y aprobada por esta vicaria foranea...(1938)-"
Atte. El investigador Huehueteco sobre hispanidad.
EFRAIN MALDONADO MORENO 
NOVIEMBRE 1897
 Hijo de FERMIN MALDONADO y de AGRIPINA MORENO
Cuilco. Huehuetenango, Guatemala
Maldonado Efrain. Por información seguida y aprobada por esta vicaría foranea en cinco de Noviembre de mil novecientos treinta y ocho, consta que Efraín Maldonado, hijo legítimo de Fermin y Agripina Moreno, fue bautizado en la extinta parroquia de Cuilco a fines de Noviembre de mil ochocientos noventa y siete, siendo sus padrinos Isidoro Fernández  y Cecilia Moreno
Información  anotada en el libro  de bautismos de la Parroquia de la  ciudad de Huehuetenango
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OSCAR MAYORGA
LAS TARDES

CON LA ABUELA

RETRATO DE FAMILIA EN LA DISTANCIA

   CONSEJO ESTATAL PARA LAS CULTURAS Y LAS ARTES DE CHIAPAS

Publicada en 2 0 0 8
 --fragmentos-
 Como sucedía cada vez que viajaba, Andrés no pudo dejar de recordar a Eliza bella sobrecargo a quien tanto quiso, con sus ojos de gato color miel, su piel bronceada y su silueta de modelo, tan llena de vida, que gustaba tanto del teatro, con quien Andrés había vuelto a creer en el amor y había sido feliz. Con ella había aprendido a reír desde el fondo del corazón y a disfrutar de la vida y de los viajes; aquella pequeña y valiente aeromoza que había tratado, con todas sus fuerzas, de salvar a los pasajeros en aquel accidente de Mexicana cuando su avión cayó en el Lago de Texcoco. La noche anterior Eliza lo había llamado desde Dallas: “Nos vemos mañana en tu departamento y me invitas a cenar. Tengo un regalo para ti que te compré hoy y muchas cosas que contarte”, le había dicho con su bella voz grave. Andrés la esperó en vano toda la noche pero ella no llegó nunca a la cita. Había muerto ahogada en el fango del lago aquella tarde de abril casi quince años atrás.

Tal vez por asociación de ideas pensó también en Sophie, que había ido a dejarlo al aeropuerto Fiumicino de Roma. A pesar de ser tan distintas, la sonrisa de Sophie le recordaba siempre la de Eliza. Buon compleanno, le había deseado en italiano en el último minuto en que estuvieron juntos en el aeropuerto, mientras le daba los dos besos que solían intercambiar cuando se saludaban o se despedían. “No te olvides que el número cuarenta es muy importante en la numerología oriental”, había continuado en francés, lengua en la que siempre se comunicaban, mientras le ofrecía su sonrisa que no dejaba de ocultar una gran tristeza por la separación. Para Andrés era, una vez más, el rostro amado de Eliza el que se sobreponía al de Sophie y él sintió un dolor en el pecho.

¿Cómo era posible que después de tantos años siguiera aún tan vivo su recuerdo? Era algo que no compartía con nadie, ni siquiera con Sophie, su amiga, su cómplice, su camarada. Sophie. Durante los cinco años romanos, a fuerza de trabajar juntos en la embajada, habían llegado a ser grandes amigos, si bien al principio la relación había sido un tanto difícil por el carácter fuerte de ambos. Andrés intuía que Sophie habría esperado algo más que una amistad pero su incapacidad fundamental de amar le había impedido a él dar un paso más en la relación. El pasado parecía haber cerrado para siempre su corazón y aunque le dolía, hacía mucho tiempo que lo había aceptado. Ella sabía que él sabía, pero entrambos se mantuvo siempre un acuerdo tácito de no abordar el asunto. Esa fue, tal vez, la clave de la excelente amistad que habría de continuar a lo largo de los años, a pesar de las separaciones.

Una vez que hubo pasado el control de migración, mientras se dirigía a la sala donde debía abordar su avión, en un puesto de libros y revistas se dio de manos a boca con un libro sobre la cábala y, al hojearlo, descubrió que, entre otras cosas, traía un capítulo sobre el significado de los números.

“Ya veremos qué tanto tiene que ver el número cuarenta”, se dijo sin dejar de recordar la sonrisa y el delicioso acento francés de Sophie. Esa noche, ya instalado en su cuarto del Hotel Tanganica de la capital burundesa, una vez desempacada la maleta, después de ducharse, se había puesto ropa fresca y había bajado a cenar. Había poca gente en el restaurante del hotel, la mayoría, turistas europeos y hombres de negocios, de esos que uno encuentra en todos los hoteles del mundo, y un par de parejas de africanos. El edificio del hotel tenía el aire característico de las construcciones de la posguerra que le recordó de pronto unas vacaciones pasadas en Fez y Marrakesh. El lugar ideal para escribir una novela policíaca –pensó mirando en torno al lobby, las salas y la terraza del hotel–, entreverada con una historia de amor. El hotel estaba ubicado justo frente al lago Tanganica, del que tomaba el nombre; bastaba atravesar la calle y se estaba en la playa del lago, cubierta de palmeras, desde donde se contemplaban las luces de la otra orilla, en el lado del antiguo Congo Belga, ahora la flamante República de Zaire. A pesar de la hora, la temperatura era calurosa, aliviada apenas por un viento fresco que venía del lago. El ambiente que ahora lo envolvía traía a su memoria intensamente aquella estancia en Casablanca, en 1975, que tanto había significado para él en el mundo de los sentimientos y que, en parte, había colaborado también a la causa de su eterna soltería.

El maître le sugirió la soupe du pêcheur, el filete de capitaine à la Tanganyika, que resultó un delicioso pescado empapelado con hierbas finas, y una crema exótica, acompañado de pommes de terre nature, sugerencia que Andrés apreció mucho. En vez de vino prefirió la cerveza que había probado durante el vuelo, una versión africana de la Amstel Bock holandesa, brassée au Burundi, que le había parecido muy buena. De postre el maître sugirió una dame blanche y un excelente café, orgullo de Burundi, al que desde ese momento Andrés se aficionó y gracias al cual, en todo el tiempo que vivió en Bujumbura, no echó de menos el acostumbrado espresso italiano de todas las mañanas y las tardes romanas.

De regreso a su cuarto, sacó una botella de brandy del minibar, se sirvió una copa y se dio tiempo para leer aquel pequeño libro cabalístico que había comprado en el aeropuerto de Roma. Preparación, purificación “espera”, parecían ser los tres sentidos más importantes del número cuarenta. “¿Sería

acaso esta trilogía el motivo secreto, la razón de ser, de mi venida a este país?”, se preguntó. Cuando se disponía a apagar la luz, se dio cuenta de que en el cajón de su mesita de noche había una Biblia, pero no del tipo de las que se suelen encontrar en los cuartos de muchos hoteles, sino una versión en francés de la Biblia de Jerusalén, en formato pequeño.

Andrés la tomó movido por la curiosidad y al abrirla dio con el Salmo 95 y sus ojos leyeron: “Cuarenta años estuve disgustado con aquella generación y dije: son un pueblo de corazón extraviado que no conoce mis caminos”. Andrés no daba crédito: todo parecía que se conjugaba como dándole un mensaje secreto: el número cuarenta. Apagó la luz y, aunque estaba cansado por el viaje, le tomó más de una hora quedarse dormido.

Muchas veces había comentado con Sophie, en aquellas veladas en el Trastevere mientras compartían una pizza y un buen vino tinto, sobre el sentido de vivir en el extranjero, en el exilio, decía ella. Más allá de las diferencias de latitud, clima, lengua y cultura, Sophie insistía en la necesidad absoluta de exilarse para llegar al centro de la propia personalidad, para poder conocerse en profundidad. “Mira –le dijo ella, en una ocasión que estaban bebiendo cerveza en un bar subterráneo en el Testaccio, barrio típicamente romano que a Andrés le gustaba mucho– en el pensamiento de la Cábala se habla del tsim tsum, el movimiento primigenio, el movimiento primordial de Dios. Tienes que conocer a Isaac de Luria, un místico sefardita, tal vez uno de tus antepasados judíos expulsados de España en el siglo XVI, que se refugió en Palestina y fundó una escuela de filosofía de tipo cabalístico. Leyendo a Isaac de Luria conocí lo que es el tsim tsum. Te explico: lo primero que Dios creó fue la Nada. Hasta entonces todo estaba lleno de Su presencia, todo era Dios, no había espacio para nada que no fuera Él. Entonces  Dios se exiló, se contrajo, se retiró en sí mismo, y creó un

espacio vacío, la Nada, en la que pudo crear, por la fuerza de su Palabra, todas las cosas, distintas de Él. Ese movimiento de repliegue, de retiro, de exilio, es lo que en lenguaje cabalístico se llama tsim tsum. Por eso todo artista y, en general, todo el que pretenda ser creador, debe empezar por interiorizarse, por replegarse, por recogerse en sí mismo para poder crear. Debe aceptar el reto que le presenta el lienzo vacío o la hoja en blanco para poder pintar o escribir un poema. Debe aceptar el silencio interior para poder escribir una partitura musical que llegue a ser una sinfonía. De ahí la riqueza inmensa de vivir en el exilio, en el extranjero. En la Biblia se dice que Yahvé, en un rapto de amor, condujo al pueblo de Israel al desierto para revelarle su propia identidad. Es en el exilio donde uno llega a conocerse bien”, había concluido Sophie.

Todo eso venía ahora a su memoria

Historia de la abuela Pina Maldonado

1

—PÍDEME LO QUE QUIERAS, no importa cuánto cueste y te lo daré como regalo de cumpleaños –dijo la abuela Agripina Maldonado a su nieto Andrés Grijalva, mientras encendía otro cigarrillo de tabaco obscuro. En la familia había la costumbre de hacer un regalo extraordinario a los varones cuando cumplían dieciocho años. Andrés lo sabía bien: algunos primos habían llegado ya a esa ansiada edad que marcaba el inicio de la vida adulta, lejos de los años felices de la infancia y la adolescencia. Uno había pedido un auto, otro un viaje a los Estados Unidos, otro más, enamorado de la astronomía, el más sofisticado telescopio que existía. Él cumpliría dieciocho años dentro de pocas semanas y se había preparado para ese momento, sobre todo porque sabía que sería la abuela Agripina, Pina, la que le ofrecería el regalo de cumpleaños

Había sido una mujer muy bella, las fotografías color sepia del álbum familiar lo atestiguaban y aunque sus hijas eran bonitas ninguna había heredado esa belleza clásica de los Maldonado. Eran más bien los hijos varones los que guardaban más parecido con los abuelos y bisabuelos Maldonado, aquellos inmigrantes españoles que un día habían cruzado el Atlántico a principios del siglo XIX en busca de una vida mejor y se habían establecido en Guatemala

Ahora te contaré de la rama española de mi familia, los Maldonado Fernández –dijo la abuela en otra de aquellas tardes de café y pastelillos en el corredor de la Casa de las Bugambilias.
Andrés había partido a la Ciudad de México a continuar sus estudios en la Universidad Nacional, poco después de su cumpleaños. Ahora estaba de vacaciones de Navidad y, como siempre, visitaba a la abuela Pina, para continuar con las conversaciones que cumplían con el regalo de cumpleaños. Era la época de secas y las tardes eran más calurosas que cuando llovía. En varias ocasiones la visita de Andrés a su abuela se prolongaba más de lo acostumbrado y más de una vez se había quedado a cenar con ella. Su madre se quejaba de que él pasaba más tiempo de sus vacaciones en casa de la abuela que en su propia casa, pero Andrés no se preocupaba mucho porque cada vez disfrutaba más lo que Pina Maldonado le contaba. A lo largo de todas esas charlas, la relación entre ellos se había fortalecido mucho más. Andrés admiraba la lucidez, la sensibilidad y la inteligencia de su abuela y sus grandes dotes de narradora.
—¿Por qué nunca escribiste todo esto? –le preguntó una vez.
—Para darte la oportunidad de que un día lo hicieras tú –le había contestado ella sonriendo. Andrés sabía, lo sabía toda la familia, que la abuela llevaba un diario, pero él no se atrevió nunca a pedirle que se lo dejara leer. Prefería esas confidencias de las tardes que eran sólo de ellos dos.
Luis Maldonado nació en un pueblo de los alrededores de Valencia, España, a principios del siglo XIX, hacia 1805. Su familia, como tantas otras de su pueblo, vivía agobiada por la situación económica de la época y el número de hijos que aumentaba fielmente casi cada año. “Madre estaba siempre embarazada; no la recuerdo de otra manera: siempre estaba esperando un hijo –recordaba años después Luis cuando les hablaba a sus hijos de su infancia en el pueblo–. No sé cuántos fuimos porque varios murieron muy chicos, yo recuerdo sólo a ocho; la vida de aquel tiempo era muy dura para los campesinos”, les decía. La poca tierra con que los Maldonado de Valencia contaban iba a ser la herencia del primogénito; el hermano segundo y los que seguían después, tendrían que buscar en otras partes un destino mejor. Si tenían suerte, encontrarían a alguna heredera de algunas
tierras, se casarían con ella y así se harían de una propiedad que trabajarían para su nueva familia que, con el tiempo, repetiría el mismo esquema. Pero eso no sucedía siempre; muchas veces los jóvenes tenían que dejar el pueblo y la patria y buscar fortuna en otras partes. Se esperaba también que las hijas se casaran con alguno que tuviera los medios para asegurar su futuro. “Sí, eran épocas difíciles, se trabajaba mucho y se rendía poco y aunque nacían muchos hijos, había también una gran mortalidad infantil”.
Muy joven Luis Maldonado emigró a América a pesar de que las antiguas colonias estaban en plena ebullición independentista. No obstante haber nacido en un pequeño pueblo campesino donde había que trabajar duro para sacarle un poco de provecho a la tierra y cuidar los rebaños de ovejas desde que era niño, o tal vez por eso, Luis tuvo desde muy pequeño la inquietud de conocer el mundo. No había podido siquiera terminar la escuela primaria, pero de jovencito le gustaba leer los libros que caían en sus manos, especialmente aquellos que narraban viajes y aventuras. “El mundo es muy grande, pensaba, para quedarse encerrado entre los cerros del pueblo”. Por eso, en cuanto pudo, con el entusiasmo de la juventud, decidió cruzar el Atlántico, conocer un poco del llamado Nuevo Mundo y probar fortuna en aquellas tierras de Dios. Era muy piadoso y tenía confianza en que Dios lo cuidaba en todo momento. Su madre le había enseñado, junto con sus hermanos, desde que era muy chico, a rezar todas las tardes, al final de la jornada. La familia entera, que aumentaba con la continua llegada de los hijos, se reunía junto al hogar de la chimenea y rezaban juntos el rosario a la caída de la tarde. Después, una vez que los niños se iban a la cama, la madre iba a darles en la frente el beso de las buenas noches y rezaba con ellos una invocación al Ángel de la guarda, que Luis nunca olvidó. Hasta el final de su vida seguía repitiendo todas las mañanas al despertarse y cada noche antes de conciliar el sueño: “Ángel de mi guarda, dulce compañía, vela junto a mí de noche y de día, no me desampares que me perdería”.
Junto con un primo y otro muchacho, amigo de ambos, se embarcó en Barcelona y partió rumbo al Nuevo Mundo, que seguía siendo tierra de esperanza para iniciar una vida mejor. Como eran jóvenes, los tres valencianos tenían el corazón pronto a la aventura y a lo inesperado. Después de un viaje de muchos días, sin mayores problemas, a través del Atlántico, desembarcaron en Cuba y de allí, después de muchas peripecias, unos meses más tarde, pudieron comunicarse con un tío de los Maldonado que vivía en Guatemala. El tío los animó a establecerse en la capital, llamada todavía la Nueva Guatemala o Guatemala de la Asunción, que sustituyó a la Antigua, destruida por un terremoto muchos años atrás, en 1773, la que, a su vez, había sustituido a la primera ciudad de Guatemala, llamada Santiago de los Caballeros, fundada por Pedro de Alvarado en 1513 y destruida por el Volcán de Agua que la había inundado completamente durante la erupción de 1541.
Después de un tiempo, los otros dos se dirigieron a Quezaltenango. Luis Maldonado se quedó a trabajar con su tío quien lo inició en el comercio del café, cultivo que estaba iniciándose apenas y que sería estimulado años más tarde, durante el régimen del presidente Justo Rufino Barrios. Luis se dedicaba a comprar las cosechas de los pequeños agricultores antes de que éstas se recogieran, dándoles préstamos adelantados que generaban intereses y que le aseguraban los quintales de café a un precio muy bajo. Él entregaba el producto obtenido a los grandes propietarios de fincas cafetaleras de la costa para los que trabajaba y se quedaba con una buena comisión. A pesar de que muchas veces su conciencia le reprochaba ese tipo de trabajo que atentaba contra los campesinos, se daba cuenta de que, por sí solo, no podía cambiar las cosas. Se prometió que nunca olvidaría que lo que él ganaba era gracias al esfuerzo de mucha gente y que, siempre que pudiera, ayudaría a los que lo necesitaran. Como era inteligente y tenía buen trato con la gente, muy pronto Luis desarrolló muchas habilidades para esas operaciones en las que él no arriesgaba más que su propio tiempo y su trabajo. Él era un mero intermediario, habilitador, se le llamaba, pero que ganaba más que los campesinos que trabajaban duramente a lo largo de todo el año.
—Una injusticia más del sistema en que se vivía y que no ha cambiado mucho desde entonces –dijo la abuela Pina.
Después de unos años, Luis llegó a hacer un pequeño capital y entonces pensó en fundar una familia en aquella tierra tan próspera para él. En Guatemala se vivía mejor que en su pueblo y no dudó un momento en quedarse definitivamente allí. Además de que le gustaba el país, se entendía muy bien con la gente y, en general, era feliz, mucho más de lo que jamás lo fuera en su propia tierra. En Valencia había dejado a una novia con la que había mantenido correspondencia durante esos años. Su recuerdo había sido siempre un estímulo para progresar porque al partir de Valencia le había prometido que volvería para casarse con ella. Ella también le había hecho una promesa.

—Te esperaré todo el tiempo que sea necesario –le había dicho cuando él partió y se lo reiteraba en casi todas las cartas.
Cuando Luis consideró oportuno, le escribió a los padres de la joven pidiéndoles la mano de su hija. Regresar a casarse a Valencia significaba un desembolso de dinero que podía evitarse si la boda se hacía por poder y ella venía a América donde estaría esperándola. La familia Fernández aceptó porque conocía bien a Luis y a toda la familia Maldonado. Trinidad Fernández era una bellísima joven de largos cabellos rubios y rizados, grandes ojos verdes, risueños, como palomas soñadoras. Tenía veinticuatro años y si bien su familia tenía un remoto origen sefardita, en aquel entonces todos eran ya cristianos. Marranos, les solían llamar en Valencia a los Fernández en el pasado, le había contado su abuela a Trinidad. Los Fernández, como muchas otras familias de apellidos terminados en “ez” (que significa “hijo de”) como: López, Sánchez, Ramírez, Martínez, González o Méndez, se decía que eran de origen sefardita, de aquellos hebreos radicados en la Península Ibérica desde tiempos de los romanos y que habían sido expulsados en tiempos de los Reyes Católicos. Pero la tradición contaba que ellos esperaban regresar un día a la antigua Sefarad, como llamaban a España, y se habían llevado consigo al partir la llave de su casa. Comunidades enteras de esos sefarditas expulsados conservaron su lengua, el ladino, especie de español antiguo, y sus costumbres, donde quiera que se establecieron. Los que abjuraron de su fe hebrea, se convirtieron al cristianismo y pudieron salvarse de la muerte o del exilio. Porque muchos de ellos perdieron la vida en la Inquisición, acusados de seguir practicando su religión. Como solían ser familias acomodadas, al ejecutarlos se decomisaban sus propiedades, por lo que la denuncia verdadera o falsa contra los judíos, tenía también un interés económico. La ignorancia de la época los acusaba de practicar misas negras y orgías donde se alimentaban con carne de niños recién nacidos. El apelativo de marranos era infamante, pero los sefarditas lo portaban hasta cierto punto con orgullo, porque significaba que eran distintos, que seguían siendo el Pueblo Escogido y que seguirían siendo fieles a su fe en el Dios único, cuyo nombre es Santo.
Cuando Luis conoció a Trinidad, que vivía en un pueblo vecino al suyo, la familia Fernández estaba ya completamente integrada a la cultura cristiana de los lugareños. Sin embargo, algo quedaba de aquel rescoldo lejano y los propios hermanos de Luis se referían a la joven Trinidad como la Marrana. Cuando él partió rumbo a América ella le prometió por su Dios que lo esperaría toda la vida. Y Luis cumpliría su promesa de casarse con ella.
La boda se llevó a cabo en Valencia y a Luis lo representó su hermano mayor, el que se había quedado en el pueblo. Trinidad hizo sola el largo viaje en barco hasta Nueva Orleans y de allí se embarcó rumbo al Puerto de Santa María, hoy Puerto Barrios, en Guatemala, donde Luis la esperaba. Habían pasado varios años y aquellos que se habían despedido siendo casi adolescentes, eran ahora un hombre y una mujer “hechos y derechos”. Luis Maldonado se había dejado la barba y eso le daba más años de los veintiséis que realmente tenía. Trinidad estaba más bella aun de lo que él la recordaba. El encuentro en el muelle del Puerto de Santa María fue muy emotivo. Ella descendió a través de la pequeña pasarela del barco en que había viajado desde Nueva Orleans y reconoció inmediatamente a Luis, a pesar de la barba y de la piel bronceada por el sol americano que ahora tenía. Él no podía dar crédito a sus ojos y su corazón se puso a palpitar tan fuerte que creyó que le iba a estallar en el pecho. Allí, frente a él estaba una mujer rubia y elegante, con un vestido largo de raso verde y un sombrerito, según la moda de la época, que hacía juego con el traje. Todas las miradas estaban puestas en ella mientras descendía la escalerilla del barco. Luis no recordaba que fuera tan bella. La tomó en sus brazos y la besó en los labios sin importarle que estaban a la vista de todos. Una vez que hubieron recogido el baúl y las maletas de Trinidad, tomaron un coche de alquiler que los llevó a un pequeño hotel en el mismo Puerto de Santa María, donde podrían descansar y donde iniciarían una luna de miel que iba a durar más de cuarenta años. Después de unos días se trasladaron a Guatemala. Se quisieron siempre y fueron grandes amantes todo el tiempo que vivieron juntos, hasta que la muerte los separó.
Los nuevos esposos establecieron su hogar en la ciudad de Guatemala, aunque Luis viajaba gran parte del año por la región de la Costa por los negocios del café. Desde que decidió casarse y seguir a Luis en su nueva tierra, Trinidad pensó que se daría a esa nueva vida completamente. Para eso decidió también integrarse plenamente al estilo de vida y a las costumbres guatemaltecas. Sería en verdad una nueva vida, donde todo el pasado quedaría atrás y no contaría más. Incluso el apelativo de la Marrana nunca más lo volvió a oír. Ahora era la Mesha, la Canche, la Güera, es decir, la rubia, por el color de sus ojos y sus cabellos. Pero eso, lejos de molestarla, le agradaba. La tierra guatemalteca y los chapines la recibieron desde el principio muy bien y ella nunca echó de menos a su familia ni a su pueblo. La gente era amable con ella y pronto se llegó a sentir totalmente integrada a la cultura y a las costumbres de Guatemala. Y, sobre todo, Luis la adoraba y, en poco tiempo, los hijos empezaron a llegar.
Después de unos años, en cuanto pudo establecerse en un trabajo propio, Luis empezó a trabajar por su cuenta. Había acumulado un buen capital y se le presentó la oportunidad de adquirir un buen negocio en Huehuetenango y así lo hizo. Luis y Trinidad, que ya tenían cuatro hijos, se mudaron a una finca enorme en las afueras de Huehuetenango, donde los niños tenían todo el espacio que quisieran para correr y jugar. Con el tiempo dieron por llamar a la finca la Casa Grande. En el jardín Trinidad cultivaba rosas y violetas y había también una huerta grande con muchos árboles frutales. A Luis le gustaban mucho los perros y tenía algunos de muy buena raza que cuidaban la casa por las noches y durante el día eran la adoración de los niños. Tenía también muy buenos caballos y dos coches tipo calesa en los cuales se transportaban al centro de Huehuetenango. Todos se sentían felices. Allí nacieron otros tres hijos, el menor de ellos, mi padre, Fermín Maldonado, en 1850, cuando la abuela Trinidad tenía ya más de cuarenta años.
Los Maldonado Fernández eran muy bien apreciados por la sociedad huehueteca. Eran ricos, trabajadores, buenos cristianos y guapos, decía la gente. Sus hijos crecían sanos y la vida les sonreía en todos los aspectos. La poca belleza de la familia, según la abuela Pina, procedía, sin duda, de ellos. Tanto Luis como Trinidad eran de facciones finas, ojos claros y cabellos rubios. Al menos, era un tipo de belleza que se admiraba mucho en aquella época en la sociedad guatemalteca, donde la mayoría indígena o mestiza de la población daba un toque moreno a la piel de los guatemaltecos. Ambos habían perdido su acento valenciano y hablaban como verdaderos chapines.
7
—Esta era mi abuela Trinidad Fernández –dijo la abuela Pina pasándole una foto a Andrés–. Fue siempre muy bonita, hasta el final de su vida. –Andrés contempló el rostro de una joven de cabellos largos, rubios y ensortijados y con una encantadora sonrisa en los grandes ojos verdes. “Cómo me hubiera gustado conocerla”, pensó.
—Y este era mi abuelo Luis Maldonado –dijo Pina a tiempo que le enseñaba otra foto. Se trataba de un hombre joven, “muy bien parecido”, reconoció Andrés. Llevaba una barba bien recortada y la mirada soñadora. Inmediatamente le recordó las facciones de Gustavo Adolfo, su propio padre. “Estos tatarabuelos debieron hacer una pareja perfecta”, pensó, contemplando las dos fotos juntas.
Mi abuelo Luis conservó hasta sus últimos años un porte muy distinguido –continuó la abuela Pina–. De temperamento artístico, gustaba mucho de la música y de la pintura. Con el tiempo, cuando su posición le permitió tener más tiempo libre, se inició como pasatiempo en la escultura o talla en madera y a él se debe el bellísimo Jesús Nazareno portando su cruz que se venera en el Santuario del Calvario, en Cuilco, Huehuetenango.
Luis Maldonado propició siempre las expresiones de arte entre sus hijos. Era además, desde muy joven, profundamente piadoso. Más aún: yo diría que era un hombre de fe. Oraba todos los días, leía la Biblia cada mañana, sobre todo los evangelios, no dejaba pasar un domingo sin ir a misa y frecuentaba siempre los sacramentos de la confesión y la comunión. Era un hombre justo y caritativo que no dejaba de ayudar a todo aquel que estaba en apuros y que recurría a él. Solía decir que Dios hablaba a través de la gente, sobre todo de los más amolados. La familia no supo, hasta después de su muerte, todas las obras de caridad que mi abuelo hacía, desde muy joven, entre la gente pobre. Como buen artista, era muy apasionado. Le fascinaba la figura de Jesucristo, decía siempre que era el hombre perfecto, en todos los sentidos. Como artista y hombre de fe representaba a Cristo en sus dibujos, en sus pinturas y en sus tallas. Mi madre nos platicaba que su suegro les narraba a sus hijos pasajes enteros de los evangelios referentes a Cristo; a ella, a quien quería mucho tal vez por ser la nuera más joven, le había compartido una vez, casi en secreto, su más grande anhelo como artista: representar en una talla a Jesucristo tal y como él imaginaba que debía haber sido: un hombre viril y fuerte, no en balde fue un obrero, un carpintero que trabajaba con las manos y debía haber desarrollado bastante los músculos. Un hombre capaz de hacer grandes recorridos a pie por el desierto de Judea, un verdadero judío, moreno, bronceado por el sol de aquellas tierras. No me gustan esos Corazones de Jesús meshos y paliduchos, de ojos azules y de maneras delicadas, casi parecen mujeres con barba. No, Jesucristo no era así. Más allá de lo físico, debió ser un hombre de una personalidad extraordinaria. Trato de imaginar sobre todo su mirada. Un hombre fuerte y tierno a la vez. Capaz de imponerse con la sola mirada, sin levantar la voz, con un movimiento de su mano, pero capaz también de hablar fuerte, cuando era necesario y, a la vez, de una enorme sensibilidad, capaz de extasiarse ante las flores del campo y los pájaros del cielo o de conmoverse hasta las lágrimas ante el dolor de una madre viuda que ha perdido a su hijo único o ante la muerte de un amigo. Trata de imaginártelo rodeado de los niños, por ejemplo. Ese es el Cristo que yo quisiera llegar a representar un día. Fuerza y ternura, músculo y poesía. Tal  vez el que más se acerca a la idea que tengo de él es el Nazareno que tallé para el Santuario del Calvario, en Cuilco.
Durante una época de su juventud, recién llegado a Guatemala, tal vez influenciado por el espíritu místico de los chapines y, como artista que era, por los bellos templos y conventos llenos de obras extraordinarias de arte sacro, Luis consideró la posibilidad de entrar a una orden religiosa, pero su amor por la novia valenciana que le había prometido esperarlo toda la vida, fue más fuerte que sus inquietudes religiosas. Si bien siguió siendo muy piadoso y cada hijo que nacía él lo ofrecía a Dios pidiéndole, si era su voluntad, que fuera sacerdote o religiosa. Pero ninguno de ellos lo fue.
—Hay que seguir pidiendo para que algún día uno de tus hijos o de tus nietos nos salga sacerdote –dijo sonriendo la abuela Pina–. Para que toda la familia se santifique, porque hemos sido bastante mundanos.
De pronto Pina pareció recordar algo, se puso de pie y haciendo una seña en silencio de que volvía pronto, se dirigió a su habitación. Unos minutos después estaba de regreso.
–Casi se me estaba olvidando tu regalo de Navidad. Desde el otro día pensé en darte a ti el Niño Dios que tanto te gusta desde que eras chico, que fue tallado por mi abuelo Luis. Aquí está –dijo abriendo una cajita de vidrio donde entre algodones estaba una pequeña talla en madera de Jesús recién nacido, no más grande de unos seis centímetros, con las facciones perfectamente talladas, las pequeñas manos en actitud de bendecir, con unos minúsculos ojos de vidrio que parecían sonreír. Era una joya de la familia que Andrés siempre quiso tener pero que no se atrevió nunca a pedir a su abuela. Lo tomó en sus manos, con ternura, y lo llevó a sus labios, como solía hacerlo desde que era niño. La abuela continuó: –Lo que te pido es que esté siempre entre nosotros. Que un día se lo des en custodia al más pequeño de tus hijos, como yo ahora te lo doy a ti, para que siga estando en la familia. Mi abuelo Luis lo talló antes de casarse y se lo dio como regalo a mi abuela Trinidad la primera Navidad que pasaron juntos en Guatemala. Eso debió ser por 1830. Haz tus cuentas cuántos años tiene ya el Niño…
—Muchas gracias, abuela –dijo Andrés al tiempo que se ponía de pie y se acercaba a darle un beso en cada mejilla–.
No sabes cuánto me enternece que hayas decidido que fuera yo el custodio del Niño. Sabes cuánto me gusta y cuánto lo quiero desde que era pequeño. Espero que mi tía Concha no se ponga celosa, porque ella siempre quiso que fuera suyo. Ten la seguridad que lo cuidaré y que se lo daré, un día, al más pequeño de mis hijos, para que siga estando siempre en la familia. Lo pondré por ahora en el nacimiento que puso mi mamá en casa. Será nuestra primera Navidad juntos y espero que pasemos muchas más…
Una vez más la abuela se adelantaba a los deseos del nieto favorito. Andrés sabía que en la familia a veces la actitud que Pina manifestaba hacia él despertaba algunos celos, pero como su preferencia era tan obvia y la abuela no daba lugar a ninguna duda, ni se podía imaginar que pudiera cambiar, nadie decía nada y todos terminaban por aceptar aquel estado de cosas. Por otra parte, Andrés era amable con todos y tenía siempre un detalle para cada uno en la familia; por ejemplo, aunque estuviera lejos, no olvidaba cumpleaños y aniversarios, de tal manera que todos llevaban la fiesta en paz. Después de servir un poco más de café y de encender el imprescindible cigarrillo, la abuela continuó con su relato de aquella tarde:
La familia Maldonado Fernández, los meshos les llamaba la gente porque eran casi todos muy rubios, era muy unida. Cuando los hijos mayores empezaron a casarse se fue formando todo un clan, porque llevaron a sus esposas a la casa paterna y ésta fue creciendo para alojar a todos. Luis había adquirido varias propiedades en un pequeño pueblo del departamento de Huehuetenango llamado Cuilco, donde se cultivaba café. Con los hijos mayores empezó la crianza de ganado vacuno e instaló un pequeño ingenio azucarero en otra de las haciendas donde se cultivaba mucha caña de azúcar y había un pequeño trapiche para la elaboración de la cusha o trago, como le llamaban al ron por esas tierras. Todo esto hizo que con los hijos trabajaran juntos y que los nietos que empezaron a nacer, llegaran a formar una verdadera tribu.
Las fiestas de los Maldonado eran famosas en todo Huehuetenango. Con la sola familia se podía llenar todo un salón. Generalmente hacían los festejos de bodas, bautizos, primeras comuniones o quince años, y hasta los velorios, en la Casa Grande, como llamaba a la casa paterna todo el clan de los Maldonado Fernández, que ya para entonces se habían emparentado con varias familias de Huehuetenango, de Quezaltenango e incluso de la ciudad de Guatemala. Además de los amplios corredores donde se solían servir los desayunos o los almuerzos en los días de sol, cuando no llovía, la casa tenía un enorme salón de fiestas que se iluminaba con grandes candeleros de cristal cortado y donde los invitados tenían espacio suficiente para bailar los valses y polkas que estaban de moda por aquellos años, así como un ritmo guatemalteco nuevo que a los jóvenes gustaba mucho y se conocía como “seis por ocho”. Eran fiestas que duraban hasta tres días con sus noches, en las que se bebía y comía “como Dios manda”, decía Luis. La abuela Trinidad era el centro de todos los festejos; la familia no entendía cómo era capaz de estar en todas partes a la vez y de estar pendiente para que no hiciera falta nada. Era una gran mujer.
Como es el caso de algunas personas muy blancas, el cutis de Trinidad reflejaba el paso de los años con rasgos permanentes que pareciera que hubieran ido materializando los sentimientos vividos: el tiempo había bordado un encaje de pequeñas arrugas en las comisuras de los labios y en torno a los ojos que, sin embargo, seguían estando llenos de luz. “Donde hubo una tristeza o una sonrisa, quedó una arruga”, solía decir ella. Los cabellos rubios fueron acusando unos reflejos de plata que ella portaba con orgullo. “Cuesta tanto vivir y sería triste que no se notara”, decía con la mejor de sus sonrisas. Luis seguía adorándola como desde el primer día, cuando descendió del barco en el Puerto de Santa María y él la recibió en sus brazos, y aunque ambos habían perdido la línea, conservaban el porte y, sobre todo, seguían siendo tan buenos amantes como entonces.
—Por algo, como te dije antes, el último de los siete hijos, mi padre, Fermín, nació cuando mi abuela Trinidad tenía más de cuarenta años –dijo la abuela Pina con una sonrisa no exenta de malicia–. Aunque tuve el ejemplo de mis padres y siempre supe que se quisieron mucho y que fueron felices como esposos, el matrimonio de mis abuelos Luis y Trinidad fue mi modelo de pareja. Su amor fue legendario en la familia. Mi padre nos hablaba siempre de ellos. De niña, viendo sus fotos, yo pensaba que cuando fuera grande iba a encontrar a un hombre tan guapo y tan bueno como mi abuelo, que me iba a querer mucho y me iba a hacer feliz. Lo encontré, pero nunca pudimos ser felices juntos…
Ya te hablaré de eso cuando llegue el momento –dijo la abuela Pina encendiendo un cigarrillo más.
Luis Maldonado murió en Cuilco en 1873; Trinidad Fernández lo lloró y guardó luto riguroso por él durante los quince años que lo sobrevivió. Murió en 1888 y está sepultada junto a la tumba de Luis en el panteón de Cuilco.
8
El tiempo pasó. Andrés volvía de vacaciones con menos frecuencia que al principio. Decía tener mucho trabajo en la universidad, lo cual era cierto, pero también lo era que ahora contaba con muchos amigos en la Ciudad de México y que a veces pasaba con algunos de ellos una parte de las vacaciones. Un par de veces se había enamorado pero el romance no había durado mucho tiempo. Cuando regresaba a casa, casi se arrepentía de no hacerlo más a menudo, especialmente por las tardes aquellas con la abuela Pina en la Casa de las Bugambilias. En las últimas ocasiones Andrés había creído percibir en la abuela una cierta emoción, casi una ansiedad, como si ella tuviera más interés que el nieto en continuar aquellas charlas en el amplio corredor al fresco de la tarde. Como si ella quisiera contárselo todo, no sólo como una crónica familiar, sino casi como una revelación. Como si tuviera necesidad de decirlo, de confiarlo todo. De confesarlo todo.
Por eso Andrés decidió no sólo aprovechar todas las ocasiones posibles para regresar a casa, sino dedicar más tiempo a las conversaciones con la abuela Pina. En los últimos meses la salud de la abuela no había sido muy buena y, aunque no era una anciana (“todavía no”, decía ella con cierta coquetería), estaba lejos de ser joven. Era, como se decía en familia, una señora mayor. Aquella tarde, cuando Andrés llegó a la
Casa de las Bugambilias, la abuela salió a recibirlo ella misma en cuanto una sirvienta le anunció que el nieto llegaba.
—Te he preparado algo especial –le dijo sonriendo mientras él la besaba en las mejillas–. Te hice las galletas de almendras que tanto te gustaban de chico. Espero que no se me hayan chamuscado porque el horno de la estufa está fatal; creo que está más viejo que yo –dijo tomándolo del brazo mientras se dirigían a la parte del corredor donde estaba dispuesta una pequeña mesita con la cafetera, las tazas de porcelana inglesa y una fuente de galletas recién horneadas, y las mecedoras de mimbre de toda la vida.
—Esta casa debe tener al menos cien años –dijo Andrés viendo a su derredor mientras la abuela servía el café.
—Mucho más –dijo ella–. La compraron mis padres con parte del dinero de la dote de mi madre que el abuelo Juan Moreno les dio para el viaje de bodas. Eso debió ser en 1880. Ellos decidieron venir de luna de miel a la costa de Chiapas, a Tapachula, animados por todos los relatos de Juan Moreno y también, porque mi abuela Rosenda García les había dicho que su madre, Juana Arriaga, había nacido aquí, en Tapachula. Pero deja que te cuente desde el principio la historia de ese amor.
9
Esta es la foto de mi padre, Fermín Maldonado, cuando aún era soltero, el día que cumplió veinticinco años –dijo la abuela Pina enseñándole una fotografía a Andrés. Se trataba de una versión más joven del tatarabuelo Luis Maldonado: las mismas facciones finas y elegantes, la nariz recta, los labios delgados, los ojos soñadores, los cabellos castaños, “colochos”, alborotados, pero la barba muy bien recortada y el mentón ligeramente levantado entre arrogante y tímido. Casi se podía ver al fotógrafo mientras levantaba suavemente con sus dedos la barbilla del joven bisabuelo. Ahora se daba cuenta Andrés de dónde venía la belleza de los Maldonado.
Era extraño descubrir en esas viejas fotografías ese aire de familia, era como encontrar un vínculo con el pasado a través de esos testimonios color sepia de personajes con ropas anticuadas. Todo eso no dejaba de ser fascinante y
Andrés podía pasar horas enteras contemplando las viejas fotografías. Y más fascinante aún era el hecho de que todos esos antepasados parecían concentrarse en la abuela Pina, única sobreviviente directa de todos ellos, único testimonio vivo de la historia de toda la familia. Además del inmenso cariño que tenía por su abuela, era para Andrés un verdadero privilegio poder pasar con ella aquellas tardes de confidencias y secretos sólo para él. Después de un momento le devolvió la foto del bisabuelo Fermín y con una sonrisa la invitó en silencio a que continuara la charla.
Mi padre, Fermín, fue el hijo menor de Luis Maldonado y Trinidad Fernández. Nació en Cuilco en 1852 y heredó la belleza de sus padres, además del temperamento artístico que mi abuelo Luis cultivó en él. Era romántico y soñador. Desde pequeño tuvo inclinación por el dibujo, la pintura y, especialmente por el modelado y la escultura. No había cumplido todavía cinco años cuando ya hacía dibujos que decía eran retratos de sus hermanos y primos y hasta de tíos y tías, y se los vendía por un real. Todos celebraban más el detalle que el arte de aquel pequeño “maestro”. Pero a medida que crecía se fue revelando como un verdadero artista, sobre todo en la escultura. Sin embargo, no se consideraba escultor, se decía “tallador”. Pasaba días enteros tallando imágenes en madera en el taller que su padre había instalado en la Casa Grande de Huehuetenango, y pasaba también largas temporadas en la hacienda de Cuilco, donde tenía todo el tiempo del mundo para sus actividades artísticas.
Cuando decidía iniciar una talla, empezaba por buscar un buen tronco de cedro, roble o caoba. Lo limpiaba ligeramente y lo colocaba en un lugar donde pudiera verlo desde todos los ángulos. Después pasaba largos ratos contemplándolo, imaginando, sin duda, la talla que iba a sacar de ese pedazo de madera. Después, una vez que había logrado tener clara la idea de lo que quería, se ponía a hacer dibujos y diseños de la figura que iba a tallar, desde varias perspectivas. El resto, casi era lo de menos: se ponía a quitar la madera que parecía sobrar e iba apareciendo la figura deseada. Se abstraía totalmente del mundo exterior cuando trabajaba, como si nada más existiera. Tallaba con pasión y era un perfeccionista. Aunque no le sucedía a menudo, en varias ocasiones destruyó una obra que no le satisfacía. Decía que no había que dejar huellas de los errores. También, muchas otras tardes, sobre todo cuando estaba en Cuilco, le gustaba pintar al óleo y no lo hacía mal. “Me gusta el juego de la luz y los colores, decía, aunque en dos dimensiones, con la pintura puedo expresar muchas cosas que no logro en las tallas”.
Cuando su padre murió, Fermín tenía veintiún años y ya desde entonces, aunque la familia tenía cierto desahogo económico, él había querido ganarse la vida sin depender de sus padres ni de sus hermanos mayores, todos ya casados, después, y vivía totalmente de sus trabajos como “tallador”. Era un poco bohemio, no le importaba mucho el dinero ni la posición social, lo único que le interesaba era el arte, las tallas, la pintura, la poesía… y el amor. Era un soñador.
Fermín Maldonado conoció a Agripina Moreno en Quezaltenango o Xelajú, que es el nombre indígena con el que hasta ahora se conoce a esa ciudad, a donde había ido a trabajar para el convento de Santo Domingo. A pesar de la actitud severa del gobierno liberal de Justo Rufino Barrios sobre las órdenes religiosas, funcionaba en Xelajú una comunidad de frailes dominicos, muy apreciados en la ciudad por sus dotes intelectuales y el celo en su predicación de la palabra de Dios. Aquellos frailes habían contratado al joven tallador huehueteco y lo habían alojado en la hospedería del convento por el tiempo que duraran los trabajos. Así quiso la providencia que Fermín y Agripina se encontraran y que desde el primer momento el espíritu sensible y romántico de Fermín, el bohemio, sedujera a aquella joven de carácter fuerte que era hija de acaudalados comerciantes.
Se conocieron una tarde cuando él, terminado el trabajo del día, se disponía a salir a dar una vuelta por la plaza principal mientras llegaba la hora de la cena, que hacía siempre en el convento de los frailes. Los Moreno habían establecido su hogar, desde que se casaron, en Xelajú, de donde era originario Juan Moreno y donde tenía sus principales negocios. La joven Agripina Moreno había ido a orar aquella tarde y al salir del templo se había encontrado con aquel joven que le sonrió como si se conocieran de antes.Fermín le preguntó la hora, le comentó del tiempo o algo así, lo cierto es que cuando ambos se dieron cuenta estaban ya charlando animadamente. Él la invitó a tomar un refresco bajo uno de los portales que circundaban la plaza principal de Xelajú. El sol poniente pintaba de oro las copas de los árboles, la atmósfera estaba límpida, la tarde era espléndida, la vida era bella y Fermín se sentía eufórico. Le gustaba aquella joven esbelta que lo escuchaba atentamente, con sus grandes ojos negros, fascinada de la elocuencia del joven maestro. Él le habló de su pasión por la luz y los colores, por la talla en madera y por la poesía. “Te invito mañana de nuevo, si podés venir, y entonces te enseño unos de mis poemas”, le dijo, y ella aceptó.
Así, empezaron a conocerse y a ser buenos amigos. A Pina le gustaba mucho aquel muchacho tan lleno de vida que le hablaba con pasión de cosas que ella no imaginaba que pudiesen existir, como las proporciones de una talla, la combinación de los colores en la paleta de un pintor, las diversas tonalidades de la luz según las horas del día o las estaciones del año, las diferentes escuelas de pintura y de escultura que existían en Europa y que en Guatemala tenían muy buenos representantes y, sobre todo, escuchabaextasiada los poemas que Fermín le leía. Él empezó a dedicarle algunos que había escrito inspirado en ella y esa fue la forma en que le llegó a declarar su amor. Todo fue tan rápido y tan intenso que ninguno de los dos podía creerlo. Cuando ambos se dieron cuenta estaban completamente enamorados el uno del otro y se estaban jurando amor eterno, dispuestos a casarse. Agripina lo llevó a presentar a sus padres y él pidió permiso para visitarla en casa como su enamorado. Rosenda estaba feliz porque desde el principio aquel joven guapo le cayó muy bien y le gustó para yerno. Pero Juan Moreno no estaba de acuerdo con aquel noviazgo y no aceptaba al muchacho que, como buen artista, era más bien pobre. Como comerciante que era, más que un príncipe azul, Juan quería para su hija un hombre que le garantizara una sólida posición económica. Entonces Rosenda le recordó a su marido cuánto habían ellos sufrido por la oposición de su padre, el insurgente mexicano Andrés García, cuando decidieron casarse.
—Agripina es como yo –le dijo una noche cuando estaban ya en la cama– y si se empeña, se va a casar con este muchacho. Es mejor que no nos opongamos. Acordáte cómo sufrimos cuando mi padre se opuso a nuestro matrimonio. Yo no quiero que la Pina sufra ni la décima parte de lo que sufrí yo entonces. Tengamos confianza: después de todo, si algo les hace falta, ¿para qué está el dinero que tenemos si no es para nuestros hijos? El patojo es de buena familia, yo ya lo averigüé y será un buen marido para la Pina. –Y añadió sonriendo:– Además es muy guapo y tendremos nietos muy bonitos. Hay que mejorar la raza –dijo dándole un beso y metiéndose entre los brazos aún fuertes de su marido.
Juan Moreno terminó aceptando al guapo tallador que, con el tiempo, resultó un excelente esposo, responsable y trabajador, y un padre amoroso. La boda se llevó a cabo en el templo de Santo Domingo, en Quezaltenango, en 1880. Trinidad Fernández, a pesar del luto que guardaba desde hacía siete años por la muerte de Luis Maldonado, asistió desde Huehuetenango con todo el clan: hijos, hijas, nueras, yernos y no pocos nietos. A pesar de los años seguía siendo una mujer muy guapa, con el porte elegante y el paso firme que siempre tuvo. Entró al templo del brazo de Fermín 

                                                EFRAIN MALDONADO MORENO 

NOVIEMBRE 1897

 Hijo de FERMIN MALDONADO y de AGRIPINA MORENO

Cuilco

Huehuetenango

                                                                        Guatemala

Maldonado Efrain. Por información seguida y aprobada por esta vicaría foranea en cinco de Noviembre de mil novecientos treinta y ocho, consta que Efraín Maldonado, hijo legítimo de Fermin y Agripina Moreno, fue bautizado en la extinta parroquia de Cuilco a fines de Noviembre de mil ochocientos noventa y siete, siendo sus padrinos Isidoro Fernández  y Cecilia Moreno
Información  anotada en el libro  de bautismos de la Parroquia de la  ciudad de Huehuetenango 
                           

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