SI se dice en el momento oportuno ...
HAY VIRTUD MÁGICA
EN UNA PALABRA DE ELOGIO
Por Fulton Ousler
Un actor cómico ACTOR Cómico tuvo esta angustiosa pesadilla: Cantaba y decía chistes en un teatro lleno de bote en bote; era blanco de las miradas de miles de espectadores, y no había uno solo que riera o aplaudiese.
—Ni que me pagaran una fortuna trabajaría yo en semejantes condiciones—comentaba el actor—. Eso sería para mí un infierno.
No es la gente de teatro la única que experimenta la íntima y profunda necesidad del aplauso. La falta de voces de alabanza y de aliento expone a cualquiera a perder la confianza en sí mismo. De ahí que a todos nos sean menester dos cosas: vernos elogiados y saber elogiar.
La alabanza tiene su técnica: hay una manera adecuada de alabar.
Elogio que se refiera a méritos patentes en el elogiado, no será verdadero elogio. Procuremos que haya en nuestros cumplidos discernimiento y originalidad.
—Maravilloso, convincente, su discurso de esta noche—dice con graciosa amabilidad una señora al felicitar al comerciante que les ha dirigido la palabra—. No pude menos de imaginar lo notable que habría sido usted como abogado.
Verse alabado en forma tan imprevista halaga al comerciante y lo hace enrojecer como a niño elogiado por el maestro. Análogo caso cuenta André Maurois: «El general no me dio las gracias cuando mencioné sus victorias, pero su agradecimiento no tuvo límites cuando una señora aludió a lo expresivo de su mirada."
A nadie, sea ilustre o humilde, le es indiferente una muestra sincera de aprecio. Un conocido catedrático refiere lo siguiente:
«Cierto caluroso día de verano torné asiento en un atestado vagón restaurante. Cuando el mozo me dio la lista de platos le dije:
«—Mal deben de estarlo pasando hoy los muchachos de la cocina. «Me miró él con aire de sorpresa y comentó:
«—Oigo siempre a los viajeros quejarse de la comida, echar pestes del servicio, renegar del calor. Usted, señor, es la primera persona a quien, en los 19 años que llevo aquí, le veo mostrar algún interés por los que van en la cocina.»
El catedrático hace al concluir esta reflexión: «Lo que toda persona desea es que le demuestren un poco de aprecio, que la consideren un ser humano.»
Es esencial que en ese aprecio haya sinceridad. Porque es la sinceridad—una sinceridad limpia de toda adulación—lo que avalora las demostraciones de aprecio. El hombre que vuelve al hogar después de un penoso día de trabajo y ve a sus pequeñuelos pegados al vidrio de la ventana aguardando impacientes su llegada, sentirá que le refresca el alma esa muda, pero preciosa, muestra de estimación filial.
La aplicación de los sencillos principios fundamentales del arte -de elogiar—entender lo necesario que es al hombre el elogio, alabar con sinceridad, ejercitarnos en conocer lo que es laudable—contribuye a suavizar las asperezas del trato diario. Nunca es esto más cierto que en la vida matrimonial. La mujer o el marido siempre dispuestos a decir la palabra alentadora en el momento oportuno cuentan con un valioso seguro de armonía conyugal.
Las mujeres parecen hallarse dotadas de un instinto especial para ello; ven la vida, por decirlo así, con los ojos del corazón. El escritor Lyon Mearson y su mujer Rosa contrajeron matrimonio un 23 de febrero.
—Bueno—dijo Lyon—no habrá peligro de que se me pase por alto ningún aniversario de nuestra boda: cae al día siguiente del natalicio de Washington.
—Pues a mí—dijo Rosa—no se me olvidará nunca el día de Washington: lo celebran la víspera del aniversario de nuestra boda.
Sir Max Beerbohm y su esposa, ya entrada en años, asistían una noche en Londres a la fiesta que daba un grupo de gente de teatro. No bien entraron en el salón, Sir Max se vio rodeado por beldades de la escena y de la pantalla deseosas de causar impresión favorable en el célebre crítico y caricaturista. Dirigió él la mirada a la dama a quien daba el brazo y le dijo: «Querida, busquemos un rinconcito discreto. Estás tan encantadora esta noche que quiero hablar a solas contigo.»
Los niños, especialmente, tienen necesidad de que se les infunda confianza; negarles benévolas muestras de aprecio puede perjudicar la formación de su carácter, y aun ser calamitoso para su vida entera. Una madre relató al reverendo A. W. Beaven este episodio conmovedor:
«Mi nena suele portarse mal y tengo que reprenderla con frecuencia. Un día, sin embargo, no dio el menor motivo de queja. A la noche, después de dejarla bien arropadita en su cama, bajaba yo las escaleras cuando la oí sollozar. Volviendo a su lado la hallé con la cara hundida en la almohada.
«—¡Ay, mamacita!—me dijo con voz entrecortada por el llanto—¿ No he sido hoy una niña bastante formal?
«Esa pregunta de la niña se me clavó en el alma. Yo no había perdido ocasión de reprender a mi hija siempre que cometía una falta; en cambio, el día que se esforzó en portarse bien la dejé que se acostara sin premiar su buena conducta con una palabra de aprobación.»
Igual norma—la palabra elogiosa dicha a tiempo y cual conviene—surte eficaz efecto en el trato entre seres humanos de cualquier clase y en cualesquiera circunstancias. Siendo yo niño abrieron en el barrio en que vivíamos una nueva farmacia. El viejo Pyke Barlow, nuestro veterano y competente boticario, tomó aquello a ofensa. Dio en decir que su joven competidor vendía drogas de inferior calidad y entendía poquísimo de preparar recetas. Decidido al cabo a ponerle pleito por difamación, el nuevo boticario fue a consultar el caso con su abogado.
«No le dé mayor importancia—le dijo el prudente consejero—. Trate de corresponderle con bondad.»
Al otro día, cuando los parroquianos fueron a contarle lo que su competidor estaba diciendo de él, lejos de darse por ofendido el joven boticario aseguró que en todo eso tenía que haber alguna equivocación, y añadió: —Pyke Barlow es uno de los mejores farmacéuticos de la población. Despacha una receta a cualquier hora del día o de la noche, y el esmero con que la prepara es un ejemplo para todos nosotros los del gremio. Este barrio ha crecido y hay campo de sobra para dos farmacias. Yo tomaré siempre por modelo para la mía la farmacia de Barlow.
No tardó todo esto en llegar a oídos de Pyke Barlow—porque la afición a hablar del prójimo difunde casi con igual prontitud el elogio y la censura. En la primera ocasión, el anciano boticario se puso al habla con su joven colega y le hizo útiles indicaciones. El elogio sincero y bien fundado había desvanecido la enemistad.
Dondequiera que haya personas reunidas ha de haber mutua consideración. Al conversar en un grupo, el hombre bondadoso cuida de que todos los presentes sientan que están tomando parte en el diálogo. Un amigo del primer ministro Balfour elogiaba en estos términos sus cualidades de anfitrión: «Acogía las ideas esbozadas con vacilante desconfianza por un hombre tímido, descubría en ellas no sospechadas posibilidades, las desarrollaba, y concluía por hacer que el autor de esas ideas quedase cierto de haber enriquecido el caudal del humano saber. Los invitados volvían a sus hogares contentos de sí mismos, convencidos de que eran en realidad personas más importantes de lo que habían creído hasta entonces.»
¿Qué razón hay para que la mayoría de nosotros nos abstengamos de manifestar verdades agradables a los demás? Bien nos estaría recordar con mayor frecuencia que «más complace una flor al vivo que una corona al difunto.» A la tienda de un anticuario solía ir de cuando en cuando un anciano y simpático viajante a ofrecer su mercancía. En una de esas ocasiones, después de haberse despedido el anciano, la esposa del anticuario dijo que era lástima no haberle manifestado cuánto les agradaban sus visitas.
—Ya se lo diremos cuando vuelva por aquí—repuso el anticuario.
El verano siguiente fue a la tienda una joven que hizo su propia presentación diciendo que era la hija del viajante. Al enterarlos de que éste había fallecido, la mujer del anticuario le contó lo que ella y su esposo habían hablado a raíz de la última visita del anciano.
— ¡Cuánto bien le habrían hecho al papá diciéndoselo!—exclamó la joven~, con los ojos arrasados en llanto—. El era de esas personas que necesitan contar con la simpatía de los demás.
—Desde ese día—comenta la esposa del anticuario—nunca dejo para otra ocasión cualquier cosa agradable que pueda decirle a una persona. Esa otra ocasión podría no presentarse nunca.
De igual manera que el pintor, o el músico, o cualquier otro artista, goza al hacer a los demás partícipes de la belleza, quien domine el arte del elogio hallará que éste es tan benéfico para quien elogia como para el mismo elogiado. Presta el elogio a las cosas comunes y corrientes encanto de cordialidad y calor de humana simpatía; convierte en grata música la ruidosa confusión del vivir cotidiano.
Siempre habrá algo bueno que decir de todos aquellos a quienes conocemos. Lo que hace falta es decírselo.
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