jueves, 21 de octubre de 2021

OMBRES CONTRA HOMBRES- Ubico- EFRAIN DE LOS RIOS- Huehuetenango

OMBRES CONTRA HOMBRES
-Editado el 25 de Septiembre de 1945, México, D,F.

 EFRAIN DE LOS RIOS AGUIRRE _Nacido en Huehuetenango-

 DRAMA DE LA VIDA REAL

 Emocionante relato, de un verismo conmovedor
y desconcertante.

 La historia del martirologio humano, impuesto a los
prisioneros políticos durante el régimen
despótico del General Ubico.-
Madre huehueteca-

 Un aspecto de Guatemala durante catorce años de tiranía

Episodios desconocidos que todo guatemalteco
debe conocer.

 

CAPITULO XI

LA APARICION

 

ESTAMOS en los albores del año 1931. El cuartelazo del General Manuel Orellana, llevado a cabo el 16 de Diciembre del año anterior, rompió la armonía constitucional y abrió una sonrosada puerta a los oportunistas, en acecho. Pusiéronse en juego las intrigas —que muy pronto serán conocidas—, y los intrigantes logra­ron que en los comicios presidenciales, obtuviera la más abrumadora mayoría de votos que Guatemala haya conocido, el candidato único de aquella época, el Jorge Ubico deseado, el hombre único en quien los guatemaltecos vieron la con­creción de todos sus ideales, la realización de todas sus as­piraciones. Y así fué como el 14 de febrero de 1931, un mes antes de la fecha constitucional, el Congreso legislativo, da­ba posesión de la presidencia de la República, al hombre elec­to por el consentimiento de tres millones de guatemaltecos alucinados, hipnotizados, bajo el maléfico hechizo que sus panegiristas habían infiltrado en el corazón hasta de los más escépticos y razonadores.

El ídolo de hoy ya había sido olvidado hasta por sus más fervorosos partidarios de 1926. Hubo varios ocurrentes que fueron a desempolvarlo y esos, son hoy los verda­deros responsables de la nefasta tiranía que Guatemala so­portó durante 14 años. La aparición en el tinglado político del candidato derrotado en 1926, marca para Guatemala la era de su martirologio, de la que aún no se ha libertado com­pletamente, porque las leyes fatales de la herencia mantie­nen latente el germen y, de vez en cuando, los brotes se manifiestan, aunque la segadora guadaña revolucionaria se em­peñe eficazmente en extinguirlos. Inopinadamente y sin cultivo, la hierba mala brota al menor descuido del horticul­tor. Zarza de generación espontánea, ortiga de sabia letal, maléficas plantas cuya convivencia junto a los lirios y las rosas, es marcadamente, perniciosa y fatal, la escuela de co­rrupción fundada por un déspota cualquiera, envenena a todo un pueblo y se propaga de generación en generación, hacien­do lento y trabajoso su aniquilamiento. Labor de siglos re­quiere la extinción de una escuela de corrupción. Para ob­tenerla, no basta la profilaxis pedagógica; hay qué recurrir a la biología y requerir la colaboración del bisturí.

Tenemos, pues, a Jorge Ubico, el heredero de la Caja de Pandora, sentado en el solio presidencia] de Guatemala.

"El que no está conmigo, está contra mí" —fué su divisa y se dió a la más ingrata y vil de las tareas humanas: la de esclavizar a un pueblo ya proclive para la esclavitud.

Con la aparición de Jorge Ubico, como Amo y Señor de Guatemala, da principio una era de persecuciones y asesi­natos incalificable. Quienes no perdieron la vida en la cár­cel —como el autor de estas páginas—, sienten la satisfac­ción de contar a sus compatriotas, lo que vieron y vivieron en aquel infierno penitenciario, para que sirva de ejemplo y advertencia a las generaciones, venideras.

 

CAPITULO 1

EL ZAGUÁN DE- LA TRAGEDIA

 

-Perdonadme si he tenido que heriros. La verdad no puede decirse a medias: se la debe decir toda entera, o no decirla -,

León TOLSTOL

 

SON las dos de la tarde del lunes 16 de Diciembre de
T935; la luz pura de un sol puro baña la ciudad y
mientras la vida se desenvuelve con su acostumbrado
ritmo, bajo la mecánica organización del régimen militotalitarista, en una paz como la de las piedras de la muralla, los esbirros de la tiranía, a plena luz, persiguen al ciudadano limpio y honrado y lo secuestran de su hogar para conducirlo a las mazmorras penitenciarias. Tal día, a tal hora,se presentó en mi domicilio de la 4a. calle poniente 53, un agente de la tristemente recordada policía de investigación, a
notificarme que el "señor Director", General Roderico Anzueto, me necesitaba en su despacho. Le contesté que más
tarde me presentaría. A los veinte minutos volvió el agente
a reiterarme el llamado
y entró hasta el comedor en donde
en esos momentos tomaba "mis alimentos. Suspendí esta
función
, —una de las más importantes de la vida del hombre, tomé mi sombrero v me dispuse a acompañar al agente. Ya en la calle, su actitud, sus movimientos y hasta su semblante, me hicieron conocer lo avieso de las instrucciones que llevaba. Comprendí que era una captura y no un llamado. Ya para llegar al edificio de la Dirección, entonces situa­do en la esquina de la quinta calle y callejón Manchén, hoy ala oriente del Palacio Nacional, me dijo el agente que como «ya el señor Director no estaría en su despacho, que me con­duciría al segundo Cuerpo mientras volvía". Se me condujo a este lugar, del que era Jefe el Mayor Rubén González, am­pliamente conocido por el sobrenombre de "Venenito". Re­cuerdo que cuando, le hablé estaba curándose los ojos con una pomada blanca. El policía que me condujo le presentó un papel que llaman "orden de conducción" y entonces Gon­zález le respondió que "allí no tenía bartolinas disponibles y que me condujera al primer Cuartel, que era más amplio". Claramente comprendí que iba preso. Se me condujo al pri­mer Cuartel llevándoseme por corredores lóbregos. Llega­mos a un pequeño patio, a donde un pálido rayo de sol pro­yectaba en el suelo un rectángulo; se me introdujo por una puerta de hierro y penetramos a un oscuro corredor, donde se abrían dos, celdas con puerta de reja de hierro: dos a la derecha y dos a la izquierda, una de éstas últimas mirando hacia el Oriente. Se me introdujo en la No. 18, diciéndome "que esperara el llamado del señor Director". Esperé con resig­nación, no comprendiendo hasta ahora las causas de tales pro­cedimientos. Poco a poco mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad y fui distinguiendo los objetos que me rodeaban. En una esquina de la celda había un banco de cemento, po­sible lecho del cautivo. Nada más. Frente a las celdas y al otro lado de la pared, el insistente rumor producido por el chorro de una pila, impedía oír cualquier ruido, voz o se­ñal que indicase la proximidad de personas. Un policía que se denomina "imaginaria", paseábase por el estrecho corredor. Como a las dos horas de estar en estas condiciones, distinguí en la bartolina que estaba a la izquierda de la mía, tirado boca abajo, en el piso, a Alberto Samayoa Sánchez, quien por señas me pidió un cigarrillo. Saqué la mano a través de la reja y se lo lancé. El cigarrillo llegó a su puerta e iba a to­marlo, cuando el viento que siempre se arremolina entre los callejones, empezó a hacerlo rodar; sacó la mano cuanto pudo para atraparlo, pero fué inútil: el viento se lo llevó. En esto llegó el policía que hacía de imaginaria, se enteró de las penas de Samayoa y recogió el cigarrillo entregándoselo. Por mi parte yo le agradecí el favor. Me lanzó una mirada furiosa y, sin contestarme, desapareció. Como es posible que haya ido a avisar al sargento de guardia que yo había cometido el enorme delito de darle un cigarrillo a un compañero de cau­tiverio, momentos después llegó un sargento acompañado de dos agentes; se me quitaron fósforos y cigarrillos y se me condujo afuera, llevándoseme a encerrar a la bartolina No. 5 del callejón de bartolinas que hay en el patio principal del primer Cuartel. Eran las seis de la tarde. No había podi­do sentarme, por no tener dónde, ni había tomado alimentos. El hombre no necesita de estas pequeñas comodidades, cuan­do en su cerebro martillea la duda, y la incertidumbre con­mueve su sistema nervioso. Los tres pequeños rombos que se abrían en la gruesa puerta de hierro corrediza, dejaron de filtrar la luz del día. Una espesa capa de sombra lo en­volvió todo y yo me senté en el suelo a rumiar el princi­pio de mi desventura.

CAPITULO II
LA PRIMERA ATENCION

 

A cabeza me dolía horriblemente. Cuando se me sacó de mi casa yo tenía síntomas de influenza y ahora, entre la humedad y la sombra, quizá el mal había encontrado terreno propicio para, su desarrollo. Yo seguía meditando sobre la fragilidad de las cosas humanas y, más que todo, sobre el verdadero motivo de mi detención. La hora, los pasos acelerados, las órdenes atropelladas y el confuso rumor de voces que llegaba hasta mí, hacían más des­esperados los momentos de angustia que estaba viviendo. El sonar de las llaves sacudidas por el carcelero, tiene una vibra­ción extraña en el alma del prisionero. Quizá el lector lo haya oído y me comprenderá.

Serían las siete de la noche cuando el ruido de llaves se detuvo frente a mi puerta y abrió el candado. Como movido por un resorte me puse de pie. Un policía, con cara de muy pocos amigos, se me encaró:

—¿Trajo pocillo para su café?

Ante mi respuesta, naturalmente negativa, extrajo de su bolsillo un libreto y consultó. Yo le miraba con interés. El me miró con indiferencia.

—Ah, Ud. acaba de venir.

Es el que está por sedición —apuntó otro agente que le acompañaba.

Fuéronse. Poco tiempo después volvieron trayendo uno una jarrilla de lata bastante vieja y deteriorada y el otro, un poco de agua negra con frijoles y dos tortillas gruesas, cua­dradas, frías, incomibles...

He tenido que darle mis trastos, —dijo el que traía la jarrilla—, desocúpelos inmediatamente porque yo no he co­mido.

Hube de agradecerle su atención, esta primera atención, de darme, como a un perro extraño, el necesario alimento para que no se muera. Mas en mi fuero interno, quedé agra­deciendo la indiscreción del otro policía. —Es el que está por sedición—, había dicho. Entonces se me había encarce­lado por este delito. ¿Sedición yo? Muchos compañeros ha­bían ya pagado con su vida este delito, tan fácilmente atri­buible por Ubico, tan rigurosamente sancionado y penado por sus leyes sabias. Y ahora yo estaba entre las garras del sátrapa, es decir, atrapado en aquella celda, acusado de sedi­ción y con centinela de vista a la puerta de la bartolina. Comprendí lo grave de mi situación y no comí la bazofia que se me había arrojado. Carecía de cigarrillos. Cuando llegó el policía le rogué que me, consiguiera algunos y accedió. Al entregarme la cajetilla la rompí con avidez y fumé el prime­ro. El cigarrillo tiene una gran importancia para el cautivo. Le consuela y le estimula. A veces, es hasta un confidente. En la alegría como .en la pena, el cigarrillo es el gran ami­go y compañero del hombre. Díganlo quienes hayan vivido los momentos más emocionantes de su vida. Las horas de tragedia, como las de placer, estimuladas por el cigarrillo, tienen matices encantadores y proporcionan al hombre un barato bienestar y placenteros instantes. Soliloquié con él a él confié mis penas, mis temores, mis incertidumbres, aquel primer paso en el sendero trágico que de allí en adelante se­ría mi vida. Fueron transcurriendo lentamente las horas y,

agobiado de pesadumbre—porque la congoja adormece el cuerpo del hombre—, me dormí no sé por cuánto tiempo. Bruscamente fui despertado a la media noche. Tres policías, portando sendas lámparas, irrumpieron en mi celda y de un puntapié me despertaron. Reconocí a uno de ellos: el Co­ronel Héctor Ortiz, segundo jefe de la Policía de investiga­ción y encargado de las torturas.

--¡Vamos¡ — fué la orden, seca y breve.

Me levanté en un estado de inconsciencia, ese estado pe­culiar del sueño, no del todo despejado. Dos policías me to­maron por los brazos y atravesando varias puertas y corredores, llegamos a la calle, donde un carro nos esperaba con el motor en marcha. Al introducírseme a él, me encontré con el Coronel Rigoberto Arquer que, esposado, ocupaba el asien­to trasero. Obedeciendo la orden yo también presenté mis manos y los grilletes se ciñeran a mis muñecas por primera vez. Los policías ocuparon los otros asientos y se dió la orden de marcha. El automóvil empezó a rodar en el silen­cio de la noche...

 

CAPITULO III

LA SEGUNDA ATENCION

 

ESTAMOS frente al portón de la Policía de Hacienda,
en el mismo edificio de la Dirección General de Rentas. Es la hora primera del día martes 17 de Diciembre de 1935. El carro que nos conduce hace sonar su bo‑cina en forma convenida, porque inmediatamente el portón se abre y el automóvil avanza, introduciéndose a todo lo largo del callejón que forman las bóvedas de ese inmueble nacionalizado. Cuando ya hemos llegado hasta el interior, se nos ordena bajar y se nos introduce a un cuarto lleno deleña. Es el cuarto de los suplicios. Una vela de sebo lo alumbra con tétricos fulgores. El Coronel Arquer, cuando le quitan los grilletes, me mira en forma significativa. Inmediata­mente fuimos introducidos a un local contiguo completamen­te oscuro, pero sin puerta, que nos dejaba ver y oír lo que se hacía en el anterior. El Coronel Ortiz, pidió examinar los revólveres de los agentes que nos acompañaban. Ante nuestros ojos, sacó, examinó y volvió a colocar los cartuchos en el tambor. Después, entregando los revólveres a los agentes, les dijo:

—Apúntenles y al primero que hable o se mueva, dispárenle.

Permanecimos inmóviles, expectantes, atentos al drama que se iba a desarrollar. Yo pensaba en la clase de tortura que nos irían a aplicar. Faltaba el aire a mis pulmones y la sed, precursora de la angustia, empezaba a devorarme. Quien haya vivido un trance semejante, podrá comprenderme.

En el local vecino, que ahora ya podíamos ver a la in­cierta luz de la vela, fué introducido el señor Alberto Samayoa Sánchez y obligado a leer por sí mismo "su decla­ración de la noche anterior", según le ordenó uno de los verdugos. Arquer y yo no le habíamos visto. El no pudo ver­nos por estar nosotros en la oscuridad; pero escuchamos dis­tintamente la lectura de su declaración. En ella decía que el Coronel Rígoberto Arquer, era uno de los cabecillas  de un grupo revolucionario              organizado para derrocar a Ubico; que estaba introduciendo armas al país por la frontera de Hondu­ras y que el último, envío de trescientos rifles lo había ido a recoger a Iztapa. Que yo era el Secretario del grupo revolu­cionario, que tenía en mi poder toda la correspondencia y que estaba en relación con los emigrados guatemaltecos de México; que además estaba escribiendo un libro contra el Go­bierno que Se llamaba "El jardín de las Paradojas" y que le había ofrecido, si el movimiento triunfaba, concederle el puesto de Cónsul General de Guatemala en París.

Cuando hubo terminado de leer su declaración, fué sacado del local. Inmediatamente se me llamó y rodeado de seis policías se me conminó a que fuese a entregar la correspodencia a que había aludido Samayoa. Como intentase ne­gar, inmediatamente se avalanzaron todos sobre mí, me ata­ron las manos atrás con un cinturón de cuero y todos tiraron del cable que, pisando, entre una garrucha pendiente del techo, iba a rematara una gruesa estaca fundida en tierra. Yo no había reparado en estos instrumentos, tal mi azoramien­to de los primeros instantes. Mis huesos crujieron y fui izado a un metro de tierra. Como mi cabeza estuviese inclinada, un policía me asestó un fuerte bofetón, ordenándome que la levantase y contestara sus preguntas. Otros tiraron de mis pies y bajo la presión de aquella fuerza enorme y aquel do­lor insoportable, ofrecí decir verdad y entonces se me bajó. La misma insidiosa pregunta y ante mi negativa, nuevo tirón de la cuerda, otra bofetada y nuevos tirones de pies. Cua­tro veces se me sometió a este tormento y, desmayado, con la vista turbia y retorciéndome de dolor, fuí introducido de nuevo al carro, en cuyo asiento ya no pude sentarme sólo. Caí al suelo del vehículo en estado inconsciente y cuando pude gozar de los primeros destellos de estábamos entrando al primer Cuartel de la Policía. Recuerdo que al­cancé a ver el reloj de la Sargentía: marcaba las dos y veinte de la mañana. Era la hora de los suplicios...

 

CAPITULO IV

EL TORMENT0

 

COMO un fardo o como una cosa cualquiera fuí arrojado al interior de la bartolina No. 5 del primer Cuartel. Pasé la noche tendido boca abajo; las sienes me ardían intensamente; mi traje se había roto; el dedo pulgar de la mano derecha se me había casi zafado y me dolía horriblemente; tenía hinchados los hombros y no podía moverme. Tendido en el suelo como una masa inerte, fuí encontrado
al día siguiente por el policía que vino a abrir la puerta. Serían las ocho de la mañana, la más triste de mi vida, que recuerdo a través de los tiempos. El policía puso en el suelo un pocillo de agua negra que llaman "café" y un Pan duro. Me arrastré como pude y, haciendo un esfuerzo, logré acercar el
brevaje a mis labios. El policía, quizá compadecido, puso un cigarrillo entre ellos y me acercó la llama de un fósforo. Después, cerró la puerta y se fué. Quedé en la oscuridad. Como el dolor que sentía era demasiado intenso, creí encon­trar un alivio en el lamento y me  quejé toda la mañana y parte de la tarde, sin la esperanza de que nadie se condoliera de mi situación. Frente a mi bartolina estaba encerrado el Licenciado Ramiro Fonseca; en la contigua el Doctor Rafael Sardá. A Samayoa y Arquee no los había vuelto a ver, pero me constaba que estaban presos.

Con lentitud desesperante transcurrían las horas. Cuan­do las sombras de la noche ennegrecieron la bartolina, mi espíritu empezó a languidecer. Pocos hombres, quizá, po­drán mantener una serenidad inalterable, a ciertas horas del día y en circunstancias especiales, en que el dolor y la incerti­dumbre y aun el temor de perder la vida, forman un amargo torcedor y martillean cruelmente el cerebro y el corazón del ser viviente.

Al filo de la media noche, llegaron a mi celda otros po­licías de investigación a repetirme la orden de la noche anterior: —¡Vamos!— Como no podía moverme, me tomaron entre cuatro, dos por los pies y dos por los hombros y me condu­jeron a una ambulancia cerrada que esperaba a la puerta del edificio. Esta vez no me esposaron y tirado en el piso de .la ambulancia me condujeron nuevamente a las bóvedas de la Dirección General de Rentas. Fuimos recibidos por el Co­mandante de la Policía de Hacienda, Teodoro de León. Se me llevó al al cuarto de torturas, esta vez alumbrado por tres ve­las de sebo. El cuadro que a mis ojos se presentó va más allá de cualquier descripción; aun danzan frente a mis ojos sombras macabras; mi imaginación, herida por aquel espec­táculo horripilante, hace que hoy se me ericen los cabellos y me invada un frío peculiar: un hombre desnudo, con las ma­nos atadas a los pies y colgado de la cintura, se balanceaba en la cuerda. Sus órganos genitales, bastante visibles a causa de la posición, fueron amarrados con un cáñamo delgado, de nudo corredizo; un policía tiraba del cáñamo hacia arriba y otro, con una pequeña vara, no supe si de hierro o de ma­dera, golpeaba los testículos de aquel hombre, con una agilidad y una destreza admirables. Los gritos que el desgraciado profería, son indescriptibles y todavía repercuten en mi cerebro. Hoy comprendo que hay escenas en la vida que ninguna pluma, por diestra y eficiente que sea, es capaz de describir con exactitud. Jamás supe qué confesión querían arrancar ele aquel infeliz hombre, porque no le formulaban pregunta alguna, sino sólo se dedicaban a martirizarlo. A pe­sar de mi asombro, pude colegir que el torturado era perso­na de cierta categoría: me lo estaban diciendo la marca de su sombrero gris tirado a un lado, su calzado y su camisa de seda. No pude verle la cara, primero por la escaza luz y después por tenerla hundida entre las rodillas, sujetada la nuca por una cuerda. Antes de desatar al condenado, fuí sacado de la cámara fatal. El Coronel Ortiz estaba a la puerta y me dijo: —¡Lo que le espera, si no dice la verdad!

Momentos después se me introdujo al mismo, cuarto en que había estado el desgraciado y se me ataron las manos atrás. Inmediatamente tres policías tomaron una punta del cable que pasaba por la garrucha y pusieron frente a mí, una pequeña escalera de cinco peldaños. Me hicieron subir por ella, hasta el último y, cuando menos lo esperaba, un policía le lió un fuerte puntapié y yo, perdido el sostén, quedé en el aire, como los ahorcados. Grité pidiendo que se me matara de una vez. Ofrecí declarar lo que quisieran. Entró enton­ces el Jefe de la Policía de Investigación, Ricardo Vitola, y ordenó que me bajaran. Así lo hizo las tres veces que se me izó. Al fin se me depositó en tierra y se me ordenó que fir­mara una declaración que ya llevaban escrita. Tuve el valor de leerla. En ella decían que el licenciado Gregorio Aguilar Fuentes, me había suministrado los datos para escribir el libro El Jardín, de las Paradojas, el cual había sido entregado aquella mañana por el bachiller José Luis Cifuentes, quien lo guardaba. Bajo la terrible amenaza de ser torturado de nuevo y sintiendo ya flaquear mis humanas fuerzas, fir­mé la declaración en que comprometía al licenciado Agui­lar. Y cuando horas después, tirado en el duro pavimento de la bartolina número .5  del primer Cuartel, me puse a meditar sobre los males que al licenciado Aguilar podrían sobrevenir­le a causa de mi declaración, comprendí la razón que asiste a los desgraciados que se hacen responsables de delitos que jamás cometieron, sólo por salvarse momentáneamente de los horribles dolores de la tortura. ¡Cuántos infelices aún pur­gan condenas, por haber "confesado espontáneamente la comisión de un crimen imaginario!

CAPITULO  V

LA RATIFICACION

 

QUE horas más angustiosas las, que viví. No pude dormir. El sufrimiento físico y moral que experimentaba era espantoso. No había tomado ningún alimento y aque­lla fría mañana de Diciembre me encontró sumido en la más horrible depresión que imaginarse pueda.

Ruido de llaves hizo que yo me incorporara. Llegó el carcelero, abrió la puerta de mi celda y puse a mi alcance un vaso de café frío y un pan duro. Acercó el vaso a mis labios y, venciendo toda repugnancia, bebí el brevaje que se me ofrecía. Mitigué la sed, el policía me dió un cigarrillo encen­dido que fumé con avidez y volví a rumiar mi dolor y mi tristeza embrocado sobre el duro y frío pavimento. Así trans­currieron las horas. Poco antes de las dos de la tarde, lle­garon varios policías de investigación, me pusieron grilletes y me ordenaron que les siguiera. Esta vez  me esposaron por delante. En la calle esperaba una ambulancia. Sal! envuelto en una "chamarra" y con la cabeza vendada. Almas compasivas me habían proporcionado aquellas prendas que constituían mi única comodidad. El licenciado Fonseca me había prestado un pequeño cojín, que mucho tiempo después le devolví cuando nos hallamos juntos en la Penitenciaría Central. Me llevaron a presencia del Auditor de Guerra, licenciado Gui­llermo Cabrera Martínez, con el objeto de que ratificara mi declaración de la noche anterior, es decir, la declaración en que comprometía al Lic. Aguilar Fuentes y que yo había firmado para salvarme del tormento.

Yo no ratifico esa declaración —dije al Auditor de Guerra— porque fué arrancada a base de torturas.

—Mentira —me contestó— la policía no tortura.

Que lo diga aquel perro que está allá —le repliqué, se­ñalando con la mano a Ricardo Vitola que permanecía agazapado en un rincón del despacho.

—Entonces, ¿no la ratifica? —insistió—. Ya veremos—. Su voz era una amenaza. Salió; a los pocos instantes volvió en com­pañía de un sargento y un cabo de la guarnición. Me llevaron a la orilla de una pila que hay en el interior del edificio de la Comandancia de Armas y el Auditor les ordenó:

—Carguen las armas; que no se mueva ni hable con na­die y si desobedece métanle un tiro.

Fué la primera vez que recibí la caricia de un poco de sol. Allí me vió, al pasar, el Coronel Gustavo de León,, enton­ces Mayor de Plaza departamental. Le saludé con la vista, porque el movimiento de los soldados y el recuerdo de la or­den dada por el Auditor paralizaron todos mis movimientos. Varios conocidos pasaran a mi lado sin hablarme. El sol seguía calentando mis ateridos miembros y, como a la media hora, fuí introducido de nuevo al Despacho del Auditor.

 CAPITULO VI
EL CAREO

 

SENTADO en su escritorio, con aire dictatorial o como un inquisidor nazi de segunda categoría, el Auditor de Guerra, me increpó en esta forma:

¿Por qué se atreve Ud. a hablar mal del General, Ubico? señalando el retrato del déspota, pendiente de la pa­red—; a mí, si alguien me habla mal del General Ubico, le pego un tiro.

—Usted, porque es empleado suyo —le respondí— y además devenga un grueso sueldo del presupuesto.

—Ustedes no creen las cosas, sino hasta, cuando tienen las ametralladoras en las manos —me dijo—, usted hubiera levan­tado una revolución con este libro.

Sobre el cartapacio de su escritorio, golpeó furiosamente la primera parte de "El Jardín de las Paradojas", que José

 

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