viernes, 5 de noviembre de 2021

OMBRES CONTRA HOMBRES- UBICO - EFRAÍN DE LOS RIOS

OMBRES CONTRA HOMBRES
-Editado el 25 de Septiembre de 1945, México, D,F.

 EFRAIN DE LOS RIOS AGUIRRE _Nacido en Huehuetenango-

 DRAMA DE LA VIDA REAL

 Emocionante relato, de un verismo conmovedor y desconcertante.

 La historia del martirologio humano, impuesto a los prisioneros políticos durante el régimen despótico del General Ubico. (Madre huehueteca- )

 Un aspecto de Guatemala durante catorce años de tiranía

Episodios desconocidos que todo guatemalteco debe conocer.

CAPITULO IX

 EL ABANDONO

 AL día siguiente... amanecí vivo por la gracia de Dios. Era jueves 19 de Diciembre de 1935. Un frío intenso invadía la bartolina. Tendido en el pavimento, boca abajo, hice el intento de incorporarme; estaba imposibilitado de todo movimiento. Grité: nadie vino en mi ayuda. Arrastrándome llegué a la puerta que el viento hacía mover­se; golpeé y llamé; voces lejanas respondían a mis lamentos; los compañeros de prisión se dieron cuenta de mi sufrimiento, entre ellos el licenciado Ramiro Fonseca y el doctor Rafael Sarda, a quien conocí muchos años después y me relató las causas de su desventura. Nuestra primera conversación, algo extraña, había tenido lugar de una bartolina a otra, precisa­mente la que estaba enfrente de la mía. Me dió su nombre y yo le dí el mío; únicamente pude verle un ojo a través de los pequeños rombos de la puerta. A consecuencia de que el "imaginaria" había oído nuestra conversación, fuí sacado de la bartolina y trasladado a otra interior, atrás de la pila, en donde la humedad constante y el ruido del chorro no dejaban oír ningún lamento.

  Apenas llegaban a mí, apagados, los té­tricos aullidos de los perros prisioneros y, de vez en cuando, las voces de los policías que se turnaban en la guardia. Por la noche, se me llevó un pedazo de brin de dos metros de largo y uno de ancho, obsequio generoso, —según se me dijo—de Ricardo Vitola. Fué todo mi lecho durante varios días y varias noches. Me dolían todos los huesos; los golpes recibi­dos y la humedad de la celda donde fuí abandonado, me proporcionaron fuerte calentura. Temblaba mi cuerpo y la sed me devoraba. El chorro de la pila, hacía más doloroso mi sufrimiento. Era el suplicio de Tántalo. Pedí agua a un agente que se acercó a mi reja y me contestó que "estaba prohibido darles agua a los enemigos del Señor Presidente".

  Cuando me llevaron el "rancho", era tal la sed que tenía, que bebí caldo de frijol mezclado con café. Pedí más de este brevaje y el policía me entregó una jarrilla llena. Su generosidad me desconcertó. Siempre hay personas caritativas entre tanto per­verso. La mezcla de ambos brevajes, me produjo un vómito horrible. El exceso de bilis me había arruinado completamen­te la digestión. Ensucié el piso y cuando más tarde, tuve urgente necesidad de ejercer otra función fisiológica, pude constatar que mis pantalones estaban completamente deshe­chos a consecuencia de los numerosos azotes recibidos. Carecía de pañuelo y de papel. Era, según se me informó, terminante­mente prohibido que yo poseyese el más mínimo pedazo de papel, aunque fuese periódico.

  Cuando alguien, de la calle, me envió una bolsa con panes y cigarrillos, se me entregaron los, objetos y se me quitó la bolsa. Recurrí a mi camisa y como era nueva, me costó gran trabajo romperle los faldones. Así obtuve un pañuelo improvisado. Cuando un policía me entregó el cojín que había dejado abandonado en la celda an­terior, lo estrujó cien veces a mi presencia para comprobar que no tenla nada "prohibido".

 Una amiga generosa me remitió un colchón de caja nuevo. Su admisión costó insistentes rue­gos y cuando fué introducido, la entrega para mí fué causa de un largo expedienteo y de reiteradas consultas". ja­más me fué entregado y se "perdió" definitivamente.

 

En la más miserable posición que imaginarse pueda, ham­briento, con frío y enfermo, me encontró la tarde del sábado 21 de Diciembre.

 

Llegó un sargento y abriendo la puerta me dijo que el Subdirector de la Policía deseaba verme. Le seguí, tambaleándome y sosteniéndome de las paredes. Al pasar por un corredor y al pie de una columna estaba recli­nado un colchón. Un barbero que afeitaba policías, al pa­sar, me indicó que ese colchón había llegado para mí. Me reconfortó la idea de que esa noche pudiera dormir en col­chón. Las más leves esperanzas, prenden en el corazón del preso, una llama de alegría, que siempre se apaga al rudo soplo de las consiguientes decepciones. Raramente se cum­ple una oferta, salvo cuando perjudica-, entonces se realiza al momento.

 

Eso nos hace comprender que el corazón del hombre, está más presto a producir el mal que a dispensar cual­quier beneficio.

 

Estamos en el local de la Comandancia del primer Cuar­tel de Policía. Los Coroneles Oscar H. Peralta y Jesús del Cid, están frente a mí...

 

CAPITULO X


EL INTERROGATORIO

 

¿COMO te sientes? —fué la pregunta del segundo Jefe de la Policía.

—Como es de suponer —le contesté.

—Bájate los pantalones para verte.

 

Cualquier instinto de pudibundez había sido anulado en . Obedecí.

 

Oscar H. Peralta y Jesús del Cid se miraron sig­nificativamente. Comprendí. te dijera que te fueras a tu casa, ¿podrías írte? —apun­tó Peralta.

—No podría —le contesté.

—Te vas a ir al hospital —continuó, dando las órdenes pertinentes. Me tomó del brazo el Coronel Abraham Galindo y Galindo y me subió por un graderío que queda al fondo del edificio. En lo alto había una camioneta esperándome. Se me introdujo a ella y esperé mientras un policía iba a traer el pedazo de brin y el almohadoncillo que había dejado en la celda recién abandonada. Todo mi ajuar.

 

Tan imposibili­tado estaba de moverme que permanecí tendido en el suelo, de la camioneta, mientras cuatro policías en los asientos, dos a cada lado mío y con los revólveres en la mano, vigilaban mis más pequeños movimientos. La camioneta partió lentamente. Sentí que descendía. Yo no podía explicarme que un vehícu­lo llegase a la altura de un segundo piso en el interior del Cuartel. Sin embargo, así fué y presumo que debimos haber salido por el Callejón "Concordia".

 

Como el vehículo era completamente cerrado, no pude ver nada. Se perdió para mí el sentido de la orientación. Como se me había dicho que iba al hospital, pensé que transitábamos por la décima calle. De tal error vino a sacarme el ruido de locomotoras. Detúvose la ambulancia v se me hizo descender. Me encontré frente a la Penitenciaría Central. Ese era el hospital que me había ofrecido el Coronel Peralta. Por primera vez mis plantas pisa­ron el umbral de aquel antro fatídico. Se me introdujo a la Oficina del Alcaide. Lo era el capitán Rodolfo Fuentes. Uno de los policías, el que parecía Jefe de ellos, entregó una nota al Alcaide. Al trasluz reconocí la firma del general Anzueto. Se tomaron mis generales, señas particulares y demás datos que creyeron necesarios.

 

Se hizo venir a dos presos comunes uniformados: uno de ellos era el Inspector General y el otro el "Encamado" de los callejones. Entre ambos me llevaron al interior. El centinela franqueó la puerta atravesando el arma que tenía calada la bayoneta. Se me condujo a una galera, donde existen largas mesas y que denominan "Boquete".

 

Se me sometió al más raro registro que he sufrido. Como la ma­yoría de esas pequeñas cosas que el hombre usa diariamente, me había ya sido recogida en el Cuartel, era poco lo que llevaba: dos cajetillas de cigarrillos, una caja de fósforos y el pe­dazo de falda de mi camisa que me servía de pañuelo. Todo me fué incautado. Casi se me desnudó. Se palpó el forro de mi vestido, el casquillo del sombrero, se me obligó a quitarme los calcetines y fui minuciosamente registrado hasta en las partes sexuales.

 

Estos dos primeros esbirros, tras de haberme filiado nuevamente, me tornaron de los brazos y me llevaron al departamento celular, conocido en el argot penitenciario con el nombre de "primer callejón". Es una especie de pasaje con 13 bartolinas a la izquíerda y 11 a la derecha. Las Últimas seis de, la izquierda, son celdas pequeñas, des metros de largo por 1 de ancho. Las demás son dobles, porque se mandó quitar la pared divisoria. En consecuencia, están for­madas por dos pequeñas con un arco, en medio.

 

 La puerta que las cierra es corrediza. Las garruchas que las sostienen corren sobre una vara de hierro y producen un chirrido peculiar, que repercute en el alma del afligido cautivo. Parece y esta es una personal apreciación mía— que en los años ante­riores al terremoto de 1928, este callejón era embovedado y sólo era alumbrado por la, luz eléctrica. La luz del día jamás llegaba al interior de las celdas. Ha de haberse derrumbado la bóveda, porque de su existencia hay señales visibles y un resto de ella, corregidos los bordes y recién' reparada, cubre la entrada de un subterráneo, en donde se encuentran las lla­madas sexta y séptima cuadras, nocturno encierro de penados de última categoría.

 

El callejón estaba iluminado escasamente por dos focos de luz atenuada. Se abrió la puerta de la bartolina número 18. Totalmente encandilado, fuí empujado a ella de una manera brutal. Cerróse con estrépito, chirrió la llave de la puerta y yo quedé como atontado en medio de aquel silencio tortura­dor. Era el hospital del Coronel Peralta.

 

CAPITULO XI

EL PRINCIPIO

 

ESTAMOS en el primer acto del drama penitenciario.
Son las cinco de la mañana del día domingo 22 de
Diciembre de 1935. Ábrese la puerta de mi celda y
penetra en ella el Encargado con las llaves en la ma‑no. Síguele una especie de ayudante llamado "pasador", llevando un vaso de peltre con café y dos panes franceses de
un sabor indescriptible. ¡Me hablan; trabajo inmenso me cuesta
contestarles, tal es el errado de postración en que me encuentro. Dejan el café y el pan en un rincón y se retiran. La puerta
vuelve a cerrarse y yo, arrastrándome, acerco a mis sedientos labios el café y lo bebo. Aquella bebida cruel tiene" la virtud de confortarme. Afuera oigo el paso de otros presos y voces
que he creído reconocer. No puedo ver a nadie; la puerta no
tiene ni el más leve intersticio.

 

A las ocho, la puerta se abre y
soy llamado al exterior. Como no puedo pararme, el Encargado y el pasador, me sacan en hombros. Un barbero, escogido arbitrariamente entre los presos comunes, espera con la máquina en la mano. Se me indica un trípode rústico para sentarme,
mas como no puedo y voy al suelo, el barbero se inclina y,
sin mayores atenciones, empieza a cortar mi pelo a riguroso
rape.

 

Es el Reglamento. Cae al suelo mi cabellera y el viento
empieza a hacer rodar los mechones ya encanecidos. Yo los
veo ir con tristeza y veo al mismo tiempo las caras de mis
compañeros de prisión. Únicamente reconocí al Coronel Hipólito del Cid. Nadie podía, acercarse a donde yo estaba, menos hablarme. Estaba prohibido pasar frente a mi bartolina.
Las órdenes eran estrictas y severas. Terminado de trasquilar
—no puedo dar otro nombre al acto--, se me introdujo de
nuevo a la celda y, en pleno día, a la hora en que el sol sonríe para los seres y las cosas, la noche se hizo sobre mí.

A las once se me llevó el rancho: dos tortillas, café y frijoles a medio cocer. A las cuatro, idéntica operación. Como no comía,
los alimentos se almacenaban en un rincón. Así transcurrió el lunes 23 Y el martes 24 de Diciembre. Por uno de esos desconocidos impulsos de optimismo que el prisionero experimenta en medio de su desgracia, creí que esa noche o al día si­guiente se me pondría en libertad como un acto de acción cristiana. Poco antes de las doce de la noche, empecé a oír el estallido de cohetillos y cánticos lejanos. Recordé enton­ces, todas las Noches Buenas de mis años juveniles; el árbol de Navidad, los pastores, los magos, los cordeles de manzani­lla y el clásico tamal para la cena; oía el cascabeleo de risas lejanas, los arpegios de la música, y rostros de mujeres be­llas desfilaban frente a mis ojos alucinados. Penosamente me  incorporé y fui a reclinar mi frente sobre la puerta cerrada de mi celda. Voló mi pensamiento hasta mi madre muerta y, sintiéndome frágil y sencillo como un niño, me eché a llorar incontenible y desoladamente. Fué la única vez que el dolor de mi desgracia me arrancó las primeras lágrimas. Una crisis sentimental hizo presa en mí. No pude dormir. ¿Cómo va a poder hacerlo el hombre cuando una avalancha de sentimientos diversos pone una extraña turbulencia en el espíritu? Al fin concluí de llorar.

 

 Cuando sentimientos repri­midos encuentran la válvula del llanto, parece que el alma se alivia de un peso enorme. Desde entonces creo que si algún mérito cabe en el alma de ciertos hombres, es el haber, llorado alguna vez. Y si el llanto sobreviene como en mi caso--la víspera de Navidad, el alma del hombre acongoja­do siente el impulso indefinido que la eleva hasta la presen­cia de Dios. Cierto es que el dolor, como el fuego, purifica; máxime cuando se tiene la convicción de que no se ha ofendido, ni a Dios, ni n los hombres...

 

CAPITULO XII

 

EL HOSPITAL

 

A mañana del 25 de Diciembre, me encontró todavía
tirado boca abajo, en el mismo rincón a donde había
sido arrojado la noche del 21. Mis funciones fisiológicas se habían suspendido. Cuando el Encargado, Sebastián Grijalva, acompañado de un pasador, entró a dejarme el rancho, se sorprendió de ver el almacenamiento de alimentos que- yo tenía en mi celda. Fué a dar parte a la ins­pección y su aviso, relativamente, vino a favorecerme. Decía que "el de la bartolina 18, no había comido en cuatro días y que parecía muy enfermo porque se quejaba constantemen­te"

 

Cuando el Encargado volvió, pedile autorización para la­varme la cara y las manos. Hacía nueve días que no veía el agua. Sentía en la cara picazón y una asquerosa pegajosidad en las manos. Todo mi cuerpo experimentaba la peculiar y re­pugnante sensación de la podredumbre. Cuando al cuerpo  del hombre se le priva del agua y del jabón por un tiempo de nueve días, empieza generalmente a corromperse. Yo empeza­ba a corromperme y sentía repugnancia de mí mismo. Pare­ce que el hombre es el único ser que experimenta repulsión por la falta de aseo de sus semejantes. Todos los demás anima­les se toleran: el hombre, no.

 

Mi solicitud al Encargado tuvo la siguiente respuesta des­consoladora:

Chancles babosos, todavía presumen de lavarse; eso ya pasó de moda. Si quieren lávense con saliva o con orines: allí está el bote—. Y soltó una carcajada estrepitosa.

 

(Nota del editor de este folleto: Chancle: En el antiguo lenguaje coloquial guatemalteco, se decía de una persona elegante y de clase alta)

 

El sarcasmo de su burlesca risa, afectó profundamente mi sensibilidad, no anquilosada del todo. Yo, que en veinticin­co años no había dejado de bañarme diariamente y de mu­darme ropa dos veces a la semana, reducido a aquella misera­ble condición de piltrafa humana! Triste destino el del hom­bre, verse obligado a llegar a los más bajos fondos de la degradación.

 

El Encargado terminó su respuesta, dando un fuerte jalón a la puerta y cerrándola bruscamente. Que­dé en la obscuridad rumiando nuevamente mi amargura. Ha­brían transcurrido diez minutos de esta escena, cuando llegó el Alcaide del presidio, Rodolfo Fuentes, acompañado del Médico, Doctor Angel Iturbide, profesional sombrío, verda­dera caja de Pandora, de quien me ocuparé más tarde. Pi­dieron examinarme; les enseñé mis torturas y, sobre todo, la honda huella que en mis manos había dejado la presión de los grilletes. Pediles también permiso para lavarme. Me fué concedido. Viles ir como comentando un asunto importante.

 

El Encargado me proporcionó una bola de jabón negro lla­mado "de coche" y me acompañó a la pila, en el segundo callejón, donde estaban los presos políticos sentenciados. En­cargado de este callejón era Roberto Isaac, el famoso crimi­nal conocido por "Tata Dios" y escogido para torturar hom­bres, por su fuerza y por su vocación. De lejos pude re­conocer a Eugenio Trujillo, Francisco Escobar y Rodrigo Ro­bles, con quienes ya tenía amistad desde la calle. No pude hacerles ni una seña: era rigurosamente prohibido. Cuando me «hube enjabonado la cabeza, el Encargado me echaba agua con una palangana: era terminantemente prohibido que yo tocase cualquier objeto de metal, ni siquiera una palangana, no fuese a suceder que con ella pretendiese degollarme!!

 

 Aun no había concluido la rudimentaria ablución, cuando llegó atropelladamente el Alcaide a ordenar que inmediatamente se me subiese al hospital. No se me dió tiempo a secarme, ni tenía con qué hacerlo. Penosamente llegué a mi celda, recogí el almohadoncillo y el pedazo de brin que constituían mi lecho y seguí al enfermero que llegaba por mí. Subí las gra­das trabajosamente  y desde lo alto divisé los techos y los campanarios de la ciudad. Qué próxima estaba la ciudad y, sin embargo, qué lejos de mi vida.

 

Fuí conducido a la segunda sala, la destinada a los tuberculosos, a los sifilíticos, a los leprosos, a todos los desgraciados que, padecen enfermedades contagiosas. Se me despojó de mi traje y se me impuso un camisón de gruesa manta con las letras "HP", cosidas a la espalda. No eran las iniciales conocidas de "caballos de fuer­za", sino significaban Hospital del Presidio", según supe después. Se me destinó un camastrón de madera tosca, co­locado frente a una de las ventanas, cubierta de tela metáli­ca, desde donde veía la ciudad y el patio del segundo callejón con un kiosko al centro. Veía bañarse a los recluidos del ca­llejón y moverse en sus diversos trabajos, a los numerosos presos del patio general.

 

 Era tan dura la madera de la cama que se me había señalado, cubierta únicamente con una sá­bana de manta, que no pude hacer uso de ella. La almohada semejaba una piedra cualquiera. La única ventaja era que me permitía librarme de la humedad. Estaba marcada con el número siete.

 

CAPITULO XIII

LA VISITA DE "PAPA"

El primer jefe del botiquín que era el capitán Claudio Vázquez, ya fallecido y el señor Emilio Galindo, como segundo, me dispensaron su compasión. Gracias
a ellos y a sus oportunas órdenes, me aplicaron fomentos de árnica, para rebajarme la hinchazón y el morado color de la región glútea. Al día siguiente de mi instalación
en este antro siniestro, pude distinguir al Doctor Jorge Zepeda de León, cirujano dental del presidio. A pesar de las estrechas prevenciones, pude hablarle y a su generosidad, —que recalco en estas páginas de una manera singular—, debo el que se me haya hecho venir de la calle un colchón de
paja, lo que para mí representó una gran comodidad, después de doce días de permanecer tirado en el suelo, con el
dolor insoportable de la espalda vapuleada.

 

Marcelino Domingo se llamaba el cautivo enfermero de la primera sala,
quien se jactaba de ser paisano mío y quizá por ello le debo
las mayores ingratitudes. Leocadio Peque, era el nombre del
de la segunda, en donde yo estaba. Era de Escuintla. Me ha‑bían contado la historia de su crimen. Fueron los primeros
que me dieron a conocer la admiración, el respeto y la consideración que entre los demás recluidos despierta el que llega
por hechos de sangre, ya sean homicidas, simples heridores,
uxoricidas o agresores. Si el reo es de asesinato, la consideración es mayor; la magnitud de su crimen le otorga una personalidad dominante y sus servicios son inmediatamente aprovechados por las autoridades del presidio, como jefes de pelotones o encargados de secciones, concediéndoles todas las
facilidades y comodidades para hacerles placentera la vida del penal.

 

Cuanto más repugnante es el crimen y mayor la
condena, mayor es la tolerancia y las ventajas que se conceden al delincuente, de donde concluimos que el fin que se
persigue al encarcelar al criminal, no es el castigo y la corrección de sus faltas mediante procedimientos adecuados, sino el fomento y el premio, permitiéndole pasar la vida en el presidio en mejores condiciones que en plena libertad. Ha­brá excepciones en esta apreciación, pero ellas mismas confir­man mi certeza.

 

Un domingo, bien lo recuerdo, me dijo Peque:

Allí viene papá.

—Quién es "papá"? —indagué.

—El señor Director, —me contestó—. Nosotros le llama­mos "papá", porque es tan bueno con nosotros que hace que le demos este nombre. Parece que viene para acá —conti­nuó— y entró corriendo a poner en orden las viejas sábanas que cubrían los lechos de los enfermos. Yo oculté, bajo el colchón, dos revistas que me habían prestado para distraerme.

 

Efectivamente, Peque no se había engañado. El "señor Director" entró en la segunda sala. Todos los enfermos se in­corporaron, menos yo que no podía. Se dirigió a mi cama y encarándose conmigo, me dijo, con voz ronca:

—Ya ve, para qué se mete a babosadas. Bien jodido está en la Auditoría de Guerra. Así lo van a hacer... —y su mano trazaba en el aire una seria de plebeya obscenidad—; por eso yo, prefiero cortar zacate o cargar leña, antes que ofender al señor Presidente. Aténgase  a su suerte y si sale vivo de aquí, cobre experiencia. Aunque lo dudo, porqué así... —re­pitió la seña anterior— lo van a hacer en la 'Auditoría de Guerra...

 

Salió. Aquel hombre había sido mi amigo en la calle. Le tuve aprecio, porque estimaba, a un hijo suyo. El orgullo de, su obesidad uniformada frente a mi cama número siete de la segunda sala, no se ha borrado de mi imaginación. Recuer­do perfectamente su primera y última visita. Es como si en estos instantes le estuviera viendo.

 

Siento una molesta sensa­ción al evocar aquella escena. Su voz y el aspecto protervo de su semblante, son imborrables. Si es verdad que la cara es el espejo del alma —como reza la sentencia popular—, la de aquel Jefe no se puede calificar de inmaculada.

 

 Yo pen­saba, en mi ignorancia acerca de la mutabilidad del hombre, que el recuerdo de nuestra amistad, provocaría un gesto de bondad en el Director. ¡Quiá!, lejos de recibir una frase de consuelo, aunque hubiese sido un ademán compasivo, lo que recibí de él fué una cruda reprimenda. consejos inoportunos, amenazas y miradas iracundas. Vino a aumentar mi amargura el estado casi agónico en que me hallaba.

 

Sin embargo, el hijo borró en parte la conducta de su padre. Un día, burlan­do la severidad reglamentaria y a escondidas de su padre, llegó hasta mi lecho de dolor en compañía del Alcaide y me entregó cigarrillos y fósforos, como una ofrenda de su amistad en mi desgracia, Se lo agradecí aquel día. Se lo agra­dezco hoy. Se lo agradeceré siempre. Porque fué más allá. Traspuso los límites de las circunstancias y fué más noble que su padre. Su gesto de un momento, le ha salvado de mi condenación. En cambio, la posteridad reconocerá, como lo deben reconocer las generaciones actuales, que al pintar con brocha gruesa, al sombrío personaje de este capítulo, me re­fiero al coronel julio H. Corzantes.

 

CAPITULO XIV

EL TRATAMIENTO

Mi curación se redujo a tres fomentos con árnica al
día. El dolor me fué desapareciendo poco a poco y
ya pude acostarme con relativa facilidad.

 

 Por consideración del capitán Vázquez se me concedió al fin
bañarme en la "regadera de los jefes". La sensación que experimenta quien tiene el hábito de bañarse diariamente, después de veinte días de no poder hacerlo, es, sencillamente, inefable.  Pasaba las horas sumido en un absoluto marasmo.

Tuve ocasión de recorrer todo mi pasado vivido y cuando llegaba al punto de mi encarcelamiento en el Cuartel de Policía, evocaba, con horror, los suplicios que allí había presenciado y los cuales procuraré relatar al lector en los capítulos siguientes. Afortunadamente, "el procedimiento científico" que conmigo se empleó, "para descubrir.la verdad” —según frases características de aquella época no muy lejana—,fué la colgada conocida con las manos atrás, el vapuleo y el
tirón de pies que descoyunta. Los otros tormentos, sin em‑bargo, fueron aplicados a compañeros míos de presidio. Yo ví y oí a las víctimas retorcerse y gritar. Conozco las contor­siones del hombre cuando siente su carne torturada. Se evoca, sin querer, los movimientos de los muertos cuando son in­cinerados. La Inquisición rediviva en pleno siglo veinte.

 

 Yo comprendo la razón que asistía a los inquisidores para quemar a los heréticos; comprendo la razón que ha asistido a los ne­gros de África para perseguir a sus semejantes y comérselos crudos o asados; el salvaje tiene sus razones: debe sentirse un placer extraño al comerse un enemigo asado: se elimina un ri­val y se saborea un manjar apetitoso; se satisface el hambre y se aparta un peligro. Yo comprendo a los pueblos de or­ganización totalitaria que, en su intransigencia y ofuscación, persiguen y exterminan como alimañas a los hombres que no piensan como ellos. Yo comprendo a los pueblos conquista­dores que oprimen y torturan a los vencidos. Todos los crímenes cometidos en  seres indefensos por la Alemania nazi y de que tanto nos habla el cine, la radio y la revista, así como la prensa diaria, yo los comprendo y les encuentro siquiera una sencilla explicación. Si no se justifican, se explican.

 

Pero lo que no tiene justificación, explicación, comprensión ni perdón, son los crímenes cometidos en Guatemala, país de paz y de trabajo, cuya pequeñez no le permito ser conquis­tador y cuya cultura le impide parangonarse con los salvajes antropófagos. Los crímenes de Guatemala, cometidos en tiem­po de paz, entre hermanos y a sangre fría, son lo más inicuo e incalificable que puede hallarse entre la historia del con­tinente americano. Son lo inexplicable.

 

¿Concluirá algún día tan abyecto, vil y cobarde procedimiento?

 

CAPITULO XV

 

LA TORTURA

 

EL procedimiento -de torturar a los hombres, data des­de antiguos tiempos. La Edad Media está llena de ho­rrores. La persecución contra el hombre superior, ha sido un sistema empleado por los que juzgan lesivo para sus intereses los descubrimientos y las ideas capaces de revolucionar el estancamiento del medio en que viven.

El descubrimiento científico y la idea libertaria, han sido los peores enemigos de los déspotas. Y no se han conformado con matar simplemente a los autores, sino que su mayor contento radica en hacerles sufrir previamente horribles dolores, empleando diabólicos procedimientos que sólo calenturientas imaginaciones pueden concebir.

 

 De ahí la existencia de apa­ratos torturadores que si en la vieja Europa sólo existen en los museos y en la historia, en Guatemala se han usado con lujo de crueldad, con un amplio y refinado sadismo y sin la misma intención con que aplicaron los tormentos los hombres de otras épocas.

 

De: 1871 a 1920, puede decirse que la tortura aplicada a los hombres, era la flajelación con la vara de membrillo.

 

 Ocho hombres sujetaban a la víctima de manos y pies, tendido boca abajo sobre un petate y completamente desnudo. Si la vícti­ma era considerada "enemiga del señor Presidente", se le recetaban quinientos azotes y si el desgraciado era de menor sig­nificación, sólo se le aplicaban doscientos.

 

Había verdugos adiestrados. Cuando dejaban de azotar al que había recibido quinientos latigazos, se le veían materialmente los huesos; toda la región glútea había sido deshecha.

 

 Había verdugos famo­sos por su habilidad en pegar: golpeaban con la vara enseba­da de ida y vuelta y los dos golpes producidos representaban un sólo azote.

 

Este procedimiento fué abandonado durante la. administración de José María Orellana, sustituyéndose por la colgada clásica y conocida, cuyo inventor -_se dice— fué el licenciado Ernesto Rivas, motejado por los estudiantes con un nombre repugnante. En una gruesa viga del techo está afirmada una garrucha por la que pasa resistente cable. Se le retuercen los brazos hacia atrás a la víctima y se le sujeta de las muñecas, per medio de una especie de gruesas abrazaderas de cuero, de las que pende el cable; se le atan las piernas y, con un fuerte tirón, le levantan a un metro del suelo; el flajelador armado de un batón de hule de diez y ocho pulgadas de largo por dos de grueso, entra inmediatamente en acción, descargando fuertes golpes sobre el colgado. Estando fija la cuerda en un límite determinado, otros verdugos izan a la víc­tima y a cierta altura, lo sueltan de golpe para que el cimbrón se verifique al encontrar la resistencia ,primitiva.

 

Este golpe es tan fuerte que la víctima experimenta dolores inenarrables, el dolor del descoyuntamiento; a tal grado, que se olvida de los golpes que está recibiendo. El local en que se aplica este martirio está situado en el segundo piso y al lado Poniente del edificio del primer Cuartel; le llaman "La Cocina"; tiene una puerta que ve hacia el Oriente y una pequeña ventana al lado Norte, a donde se asoma a presenciar el suplicio el pro­pio Director de Policía, quien ordena, por señas, la ocasión de subir o bajar al desgraciado.

 

Tienen preparado un canasto con cal viva, para untar a la víctima en las carnes maceradas. Cuando han juzgado suficiente el suplicio, le bajan y se pre­senta el Auditor de Guerra a indagarle; si se niega a decla­rar y, sobre todo, a mencionar nombres de personas que el inquisidor tiene marcado interés en perjudicar, se le tortura nuevamente; y si se considera que ya no resiste se le reserva para el día siguiente. Por la noche vuelven a llevarle a llevarle a su suplicio.

 

Entra en escena un verdugo feroz, llamadoRafael Solís, _alias Chapulín—de alta estatura, negro y semijorobado, práctico en el vapuleo; se aferra a un brazo de la víctima, generalmente el izquierdo de ambos y con el que le queda li­bre, azota fuertemente; retumba el cuarto, los gritos del azo­tado se pierden entre los paredes y el coraje de los inquisidores no tiene límite, sobre todo, cuando no han podido arran­car a la víctima la concesión que deseaban, para tener cabe de encarcelar o fusilar a los supuestos enemigos del Gobierno.

 

Siempre, en estos casos, hay individuos que sirven de testa­ferros, para declarar en contra de las víctimas. El primer bo­fetón, lo recibe el sindicado en el propio despacho del Di­rector de Policía, él no puede concederle a nadie el derecho de prioridad en la humillación y el ultraje; en muchas oca­siones, José Bernabé Linares, el jefe de la Gestapo guatemalteca, arrebata el batón flajelador al verdugo, para darse él mismo el gusto de vapulear. A la víctima la encierran en la bartolina No. 11, conocida con el nombre de "La Hielera". Al otro día lo sacan y lo llevan a un nuevo martirio a "La Cocina". Como el desgraciado ya no puede andar, lo cargan entre tres policías. Tendido en el suelo lo desnudan. El cuer­po lo tiene morado y en algunas partes la carne se ha abierta

 

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