jueves, 25 de febrero de 2016

LA CALAVERA DE LA TIA MALVINA Por Loren C. Eiseley 1951



La calavera de la tía Melvina
Condensado de « Harper's Magazine» Por Loren C. Eiseley
1951 
Mis colecciones de arqueólogo comprenden algunas calaveras. Alzo los ojos y veo las cuatro que descansan en la repisa. Sé que tengo dos más guardadas en el fichero. Hay, sin embargo, una calavera que nunca aceptaría yo, ni aunque su dueño me la ofreciese: la calavera que conserva en su casa el viejo Harney.
Tiene su historia, y fue la familia de Harney la que me hizo barruntarlo.
—La guarda en el chinero, con lavajilla de porcelana—apuntó alguno.
—Es la calavera de tía Melvina explicó un nieto—. Nunca ha querido enterrarla.
— ¿Eh?—dije yo, asombrado pero circunspecto.
—El viejo siente curiosidad por los estudios a que usted se dedica—insinuó otro de la familia—. Tal vez lograra que le regalase la tal calavera. Nos desagrada que la tenga en casa. No parece propio.

—EL ALAMBRE de púas acabó con nuestro mundo—afirmó el viejo Harney.
Contaba él 80 años. En la mesa ante la cual estábamos sentados reposaba la calavera. Quedamos en silencio,perdida la vista en la soleada blancura del desierto del sudoeste norteamericano. Ochenta años ... pensaba yo. Ochenta años de humeantes pistolas y de indios apaches que galopan por estrechos barrancos.
Aunque pertenece ya al hombre civilizado, la vasta y ominosa región no se verá jamás libre del fantasma de sus dueños de ayer: los montaraces apaches. De ellos son los huesos que blanquean en los innominados picachos y entre la rojiza arcilla de los aluviones. Las sombras de Cochise, de Victorio, de Nana, de Jerónimo, vagaran perpetuamente en esta región que  fue suya. Entre 1870 y 1880 muchos hombres hallaron aquí la muerte. Docenas desaparecieron sin dejar rastro: se los había tragado el desierto. Bien le constaba al viejo Harney; como que él fue uno de aquellos desaparecidos.
—Larga vida la suya ...
A estas palabras mías respondió el viejo con un suspiro. Luego principió a hablar. Su voz apagada, susurrante, parecía salir del herbazal que caía a nuestra espalda.
«Seis años en ese valle después del recorrido desde Tejas, y yo que era entonces un niño de 10 años. Mamá murió en el camino. Su hermana menor, tía Melvina, se hizo cargo de mí. Mi padre hubiera querido hacer más por nosotros, pero apenas le alcanzaba el tiempo para'andar a caballo. Era mucho lo que había que trotar para ver por la hacienda cuando no existía el alambre de cercas.
«Por de contado, todos sabíamos que había apaches en los cerros—hizo una pausa, señaló a la más cercana de las azuleantes cumbres, como queriendo tocarla con la mano, y prosiguió diciendo—: Pero la gente estaba tan apegada al lugar. Le encontraba no sé qué atractivo; tal vez las puestas de sol; tal vez aquel aire siempre tan claro; o puede que consistiese en lo que sentía uno al saber que de Tejas al Big Horn no existía una sola cerca.
«Melvina era joven, bonita, con una mata de pelo sedoso y negro como el ala del cuervo. Era tan buena conmigo como mi madre. Y lo bastante muchacha para gozar con las diversiones y las cosas que se le ocurren a un chiquillo. Cuando mi padre estaba ausente, jugaba conmigo en el corral. ¡Aaah!prolongó el viejo este ¡ah! mezcla de suspiro y gemido—poco duró esa dicha.
«Una noche no volvió papá. Nadie imagina lo que esto significaba en una situación como la nuestra. Kilómetros y kilómetros de oscuridad que parecía echársenos encima; una mujer y un niño esperando al que no volvería nunca. No encendimos luz por miedo de que atrajese a los apaches. Pasamos la noche en vela, sabiendo que no había salvación: ellos rondaban en las cercanías, al tanto de donde estábamos, dándole tiempo al tiempo.
«Fue al otro día, al romper el alba. Melvina, de pie a unos pasos de la vivienda, buscaba con la vista a papá. Un apache la divisó desde la maleza. Muchos años han pasado, pero a veces, como ahora, creo estarlo viendo: yo que me tapo la boca con la mano, el fogonazo, Melvina. Por un instante está frente a mí, tan joven, tan bonita, tendiéndome los brazos. Todo el amor que se le desbordaba del pecho parece sostenerla. Corro hacia ella sin acordarme del peligro, sin pensar en nada, sintiendo solamente, como cualquier otro niño, que al amparo de ese amor maternal estaré libre de todo peligro..---
«Y en esto deja ella escapar un suspiro ahogado y se le apaga el semblante, y da de bruces en un nopal. A poco me agarran a mí unos hombres. Por más que grito y pataleo, me llevan, me montan en un caballo. Desde ese día y hasta que tuve 15 años viví entre los indios apaches: fui uno de ellos.»
Los ojos de mi interlocutor recorren con lenta mirada el horizonte, como si en cada picacho y en cada barranco hallasen un recuerdo.
«Nos entramos por tierras de México—continúa el viejo—. Eramos de la gente de Victorio. Entre ella me hice apache. Siempre a caballo, matando, robando, viviendo de lo que cayera a la mano. Y no fiarse de nadie. Y galopar día tras día; al sur de la frontera, al norte de la frontera, lo mismo daba.
«¡Apaches ... ! Mire usted, hijo, eso de apaches es pura filfa. No éramos tales apaches; éramos hombres dados a esa vida. La mitad de la pandilla se componía de muchachos, mexicanos en su mayoría, a los que secuestraron para criarlos como apaches. No había otro modo de mantenernos fuertes.»
Enmudeció por unos instantes mientras buscaba en sus recuerdos. Luego prosiguió así :
«Acabé por no odiarlos. Empecé a ver la vida lo mismo que ellos, a sentir como ellos sentían. Los blancos habían disparado contra mí más de una vez; había visto desaparecer muchas familias y muchos niños indios que conocía. Creo que al fin me habría quedado por mi propio gusto entre los apaches. Su idioma era ya el mio—se interrumpió para murmurar, como hablando consigo mismo, varias palabras en una lengua extraña. Después siguió diciendo—: Victorio dispuso otra cosa. Tal vez pensó que nunca sacaría de mí un buen apache; tal vez me habría cobrado cariño, vaya usted a saber por qué sería que se portó así conmigo.
«Era un guerrero ese Victorio. Ni el mismo Jerónimo le daba a los talones. Una vez (tenía yo 15 años) detuvimos los caballos en lo alto de un cerro al pie del cual había un pueblecito. Destinguíamos claramente el humo de las chimeneas y las personas que transitaban por las calles. Mirábamos a esas personas como mirarán a los hombres los animales del monte: con curiosidad, con recelo, prontos a huir a la menor señal de peligro.
«Victorio emparejó su caballo con el mío.
«—Esa es tu gente—me dijo en voz queda y blanda mientras me es~cudriñaba el semblante con la mirada— ¿Te acuerdas
 «Y yo lo miré, y estando mirándoo se me apareció de pronto la cara de Melvina, y respondí entonces: «—Sí, me acuerdo.
«Y él pareció entristecerse un poco, y sacudiendo la cabeza me dijo:
«—Esa es tu gente. Ve a reunirte con ella.
«—Mi gente ... —empecé a decir, y me detuve. Porque me sobrecogió el pensamiento de que yo no conocía más gente que los apaches y era también uno de ellos.
«—Esa es tu gente—repitió Victoria con semblante impasible y señalando al pueblecito—. Nosotros dimos muerte a tu padre y a la joven de cabellos negros. Ve a los blancos que cuidarán de ti. Tú no eres de los nuestros—y con esto hizo dar media vuelta al caballo y se alejó. Nunca más volvía verlo.
«Al rato eché cerro abajo, camino del pueblecito. Recordaba sólo unas pocas palabras de inglés. Hablaba a tirones, como uña puerta gira chirriando sobre las bisagras enmohecidas. Los vecinos acudían y se quedaban mirando mis harapos y mi caballo.»
Hizo el viejo Harney evocativa pausa.
«Volvía ser uno de los blancos. Era casi la misma vida que llevé con los apaches: cabalgar, disparar, matar. En realidad no se diferenciaban gran cosa los blancos de los indios, al menos en aquel entonces.»
Entornó los ojos 'deslumbrados por la reverberación del sol de mediodía en la llanura. Temí que fuese a quedarse dormido.
La calavera, señor Harney—le dije acercándosela—. Usted iba a contarme su historia.
Entreabrió los párpados, dejó escapar ese ¡ah! prolongado que, según iba dándome ya cuenta, era señal de que empezaba a atormentarlo algún recuerdo.
«Fue al cabo de algún tiempo cuando vine a pensar en eso—me dijo—. Guié el caballo hacia el sitio donde estuvo nuestra casa. Nadie había asomado por allí en todos esos años. Encontré lo que restaba de Melvina: unos pocos huesos blanqueados por el sol, y la calavera al pie del nopal que coronaba un montecillo de arena.
«Entonces me dije que debía darle sepultura a la que había estado tantos años al rayo del sol, abandonada en el polvo, rodeada de coyotes. Pero viéndolo bien ¿qué era lo que podría sepultar? Además, en esta región tan ancha, tan despejada, abarca uno, mientras tenga ojos para ver, kilómetros y kilómetros en cada mirada. Toda la vida es así. Y a quien está acostumbrado a eso ha de hacérsele muy duro quedar bajo tierra.
«Acabé por comprender que yo no era capaz de dejarla enterrada allí. Era lo único que quedaba de mi familia. La levanté del suelo con mucho cuidado y me la llevé. Mi intención era darle sepultura como Dios manda, en un camposanto, para que se me hiciese menos duro separarme de ella. Pero fui aplazándolo, y fue creciendo en mí la   idea de que enterrarla sería abandonarla para siempre, hacer que dejase de ser real. Cuando me establecí aquí finalmente, puse a Melvina en sitio seguro, dentro del chinero. Ahí no tendría ella nada que temer y podría mirar cuanto quisiera a través del vidrio.
«Soy ya viejo, y sin embargo, nunca he podido desechar esa idea. Sé de sobra que nada ven los ojos de los muertos; que esto que hay encima de la mesa es una calavera que nada siente. Tengo mujer e hijos, y una cosa les he pedido: que al morir yo, no entierren a Melvina conmigo.»
A esto observé prontamente, por vía de consuelo:
—Tal vez no le agrade a ella quedarse detrás de los vidrios del chinero, siempre sola, viendo caras desconocidas. Deje que lo acompañe a usted cuando llegue la hora. Después de todo, hasta la claridad del sol puede cansarnos.
—iAaah! —repuso tomando en sus manos la calavera—. Bien se echa de ver que no es usted hombre de las llanuras, cuando eso dice. Es el alambre—su voz se hizo ahora un murmullo—. La cerca de alambre fue lo que lo cambió todo. No había una sola cerca desde Tejas hasta el Big Horn. Todo era campo abierto y claridad de sol en aquellos tiempos.
 DEJÉ al viejo Harney con su calavera. Se había impuesto él una responsabilidad personalísima e intrasferible.

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