La calavera de la tía
Melvina
Condensado de « Harper's Magazine» Por Loren C. Eiseley
Condensado de « Harper's Magazine» Por Loren C. Eiseley
1951
Mis
colecciones de arqueólogo comprenden algunas calaveras. Alzo los ojos y veo las
cuatro que descansan en la repisa. Sé que tengo dos más guardadas en el
fichero. Hay, sin embargo, una calavera que nunca aceptaría yo, ni aunque su
dueño me la ofreciese: la calavera que conserva en su casa el viejo Harney.
Tiene
su historia, y fue la familia de Harney la que me hizo barruntarlo.
—La
guarda en el chinero, con lavajilla de porcelana—apuntó alguno.
—Es
la calavera de tía Melvina explicó un nieto—. Nunca ha querido enterrarla.
—
¿Eh?—dije yo, asombrado pero circunspecto.
—El
viejo siente curiosidad por los estudios a que usted se dedica—insinuó otro de
la familia—. Tal vez lograra que le regalase la tal calavera. Nos desagrada que
la tenga en casa. No parece propio.
—EL
ALAMBRE de púas acabó con nuestro mundo—afirmó el viejo Harney.
Contaba
él 80 años. En la mesa ante la cual estábamos sentados reposaba la calavera.
Quedamos en silencio,perdida la vista en la soleada blancura del desierto del
sudoeste norteamericano. Ochenta años ... pensaba yo. Ochenta años de humeantes
pistolas y de indios apaches que galopan por estrechos barrancos.
Aunque
pertenece ya al hombre civilizado, la vasta y ominosa región no se verá jamás
libre del fantasma de sus dueños de ayer: los montaraces apaches. De ellos son
los huesos que blanquean en los innominados picachos y entre la rojiza arcilla
de los aluviones. Las sombras de Cochise, de Victorio, de Nana, de Jerónimo, vagaran
perpetuamente en esta región que fue suya. Entre 1870 y 1880 muchos
hombres hallaron aquí la muerte. Docenas desaparecieron sin dejar rastro: se
los había tragado el desierto. Bien le constaba al viejo Harney; como que él
fue uno de aquellos desaparecidos.
—Larga
vida la suya ...
A
estas palabras mías respondió el viejo con un suspiro. Luego principió a
hablar. Su voz apagada, susurrante, parecía salir del herbazal que caía a
nuestra espalda.
«Seis
años en ese valle después del recorrido desde Tejas, y yo que era entonces un niño de 10 años. Mamá
murió en el camino. Su hermana
menor, tía Melvina, se hizo cargo de mí. Mi padre hubiera
querido hacer más por nosotros, pero apenas le alcanzaba el tiempo para'andar a
caballo. Era mucho lo que había que trotar para ver por la hacienda cuando no
existía el alambre de cercas.
«Por
de contado, todos sabíamos que había apaches en los cerros—hizo una pausa,
señaló a la más cercana de las azuleantes cumbres, como queriendo tocarla con
la mano, y prosiguió diciendo—: Pero la gente estaba tan apegada al lugar. Le
encontraba no sé qué atractivo; tal vez las puestas de sol; tal vez aquel aire
siempre tan claro; o puede que consistiese en lo que sentía uno al saber que de
Tejas al Big Horn no existía una sola cerca.
«Melvina era joven, bonita, con una mata de pelo sedoso y
negro como el ala del cuervo. Era
tan buena conmigo como mi madre. Y lo bastante muchacha para
gozar con las diversiones y las cosas que se le ocurren a un chiquillo. Cuando
mi padre estaba ausente, jugaba conmigo en el corral. ¡Aaah!—prolongó
el viejo este ¡ah! mezcla de suspiro y gemido—poco duró esa
dicha.
«Una
noche no volvió papá. Nadie imagina lo que esto significaba en una situación
como la nuestra. Kilómetros y kilómetros de oscuridad que parecía echársenos
encima; una mujer y un niño esperando al que no
volvería nunca. No encendimos luz por miedo de que atrajese a los
apaches. Pasamos la noche en vela, sabiendo que
no había salvación: ellos rondaban en las cercanías, al tanto de
donde estábamos, dándole tiempo al tiempo.
«Fue
al otro día, al romper el alba. Melvina, de pie
a unos pasos de la vivienda, buscaba con la vista a papá. Un apache la divisó desde la maleza. Muchos
años han pasado, pero a veces, como ahora, creo estarlo viendo: yo que me tapo
la boca con la mano, el fogonazo, Melvina. Por un
instante está frente a mí, tan joven, tan bonita, tendiéndome los brazos. Todo
el amor que se le desbordaba del pecho parece sostenerla. Corro
hacia ella sin acordarme del peligro, sin pensar en nada, sintiendo solamente,
como cualquier otro niño, que al amparo de ese amor maternal estaré libre de
todo peligro..---
«Y
en esto deja ella escapar un suspiro ahogado y se le apaga el semblante, y da
de bruces en un nopal. A poco me agarran a mí unos hombres. Por más que grito y
pataleo, me llevan, me montan en un caballo. Desde
ese día y hasta que tuve 15 años viví entre los indios apaches: fui uno de
ellos.»
Los
ojos de mi interlocutor recorren con lenta mirada el horizonte, como si en cada
picacho y en cada barranco hallasen un recuerdo.
«Nos
entramos por tierras de México—continúa el viejo—. Eramos
de la gente de Victorio. Entre ella me hice apache. Siempre a caballo, matando,
robando, viviendo de lo que cayera a la mano. Y no fiarse de nadie. Y galopar
día tras día; al sur de la frontera, al norte de la frontera, lo mismo daba.
«¡Apaches
... ! Mire usted, hijo, eso de apaches es pura filfa. No éramos tales apaches;
éramos hombres dados a esa vida. La mitad de la
pandilla se componía de muchachos, mexicanos en su mayoría, a los que
secuestraron para criarlos como apaches. No había otro modo de
mantenernos fuertes.»
Enmudeció
por unos instantes mientras buscaba en sus recuerdos. Luego prosiguió así :
«Acabé
por no odiarlos. Empecé a ver la vida lo mismo que
ellos, a sentir como ellos sentían. Los blancos habían disparado contra
mí más de una vez; había visto desaparecer muchas familias y muchos niños
indios que conocía. Creo que al fin me habría quedado por mi propio gusto entre
los apaches. Su idioma era ya el mio—se
interrumpió para murmurar, como hablando consigo mismo, varias palabras en una lengua extraña.
Después siguió diciendo—: Victorio dispuso otra cosa. Tal vez pensó que nunca
sacaría de mí un buen apache; tal vez me habría cobrado cariño, vaya usted a
saber por qué sería que se portó así conmigo.
«Era
un guerrero ese Victorio. Ni el mismo Jerónimo le daba a los talones. Una vez
(tenía yo 15 años) detuvimos los caballos en lo alto de un cerro al pie del
cual había un pueblecito. Destinguíamos claramente el humo de las chimeneas y
las personas que transitaban por las calles. Mirábamos a esas personas como mirarán
a los hombres los animales del monte: con curiosidad, con recelo, prontos a
huir a la menor señal de peligro.
«Victorio
emparejó su caballo con el mío.
«—Esa es tu gente—me dijo en voz queda y blanda
mientras me es~cudriñaba el semblante con la mirada—
¿Te acuerdas
«Y
yo lo miré, y estando mirándoo se me apareció de
pronto la cara de Melvina, y respondí entonces: «—Sí, me acuerdo.
«Y
él pareció entristecerse un poco, y sacudiendo la cabeza me dijo:
«—Esa es tu gente. Ve a reunirte con ella.
«—Mi gente ... —empecé a decir, y me detuve.
Porque me sobrecogió el pensamiento de que yo
no conocía más gente que los apaches y era también uno de ellos.
«—Esa es tu gente—repitió Victoria con
semblante impasible y señalando al pueblecito—. Nosotros
dimos muerte a tu padre y a la joven de cabellos negros. Ve a los blancos que cuidarán de ti. Tú no eres de los nuestros—y con esto hizo
dar media vuelta al caballo y se alejó. Nunca más volvía verlo.
«Al
rato eché cerro abajo, camino del pueblecito. Recordaba sólo unas pocas
palabras de inglés. Hablaba a tirones, como uña puerta gira chirriando sobre
las bisagras enmohecidas. Los vecinos acudían y se quedaban mirando mis harapos
y mi caballo.»
Hizo
el viejo Harney evocativa pausa.
«Volvía ser uno de los blancos. Era casi la misma vida que
llevé con los apaches: cabalgar, disparar, matar. En realidad no se
diferenciaban gran cosa los blancos de los indios, al menos en aquel entonces.»
Entornó
los ojos 'deslumbrados por la reverberación del sol de mediodía en la llanura. Temí
que fuese a quedarse dormido.
—La calavera, señor Harney—le dije acercándosela—. Usted iba
a contarme su historia.
Entreabrió
los párpados, dejó escapar ese ¡ah! prolongado
que, según iba dándome ya cuenta, era señal de que empezaba a atormentarlo algún
recuerdo.
«Fue
al cabo de algún tiempo cuando vine a pensar en eso—me dijo—. Guié el caballo
hacia el sitio donde estuvo nuestra casa. Nadie había asomado por allí en todos
esos años. Encontré lo que restaba de Melvina: unos
pocos huesos blanqueados por el sol, y la calavera al pie del nopal que
coronaba un montecillo de arena.
«Entonces
me dije que debía darle sepultura a la que había estado tantos años al rayo del
sol, abandonada en el polvo, rodeada de coyotes. Pero viéndolo bien ¿qué era lo
que podría sepultar? Además, en esta región tan ancha, tan despejada, abarca
uno, mientras tenga ojos para ver, kilómetros y kilómetros en cada mirada. Toda
la vida es así. Y a quien está acostumbrado a eso ha de hacérsele muy duro
quedar bajo tierra.
«Acabé
por comprender que yo no era capaz de dejarla enterrada allí. Era lo único que quedaba de mi familia. La levanté del suelo
con mucho cuidado y me la llevé. Mi intención era darle sepultura
como Dios manda, en un camposanto, para que se me hiciese menos duro separarme
de ella. Pero fui aplazándolo, y fue creciendo en mí la idea de que
enterrarla sería abandonarla para siempre, hacer que dejase de ser real. Cuando
me establecí aquí finalmente, puse a Melvina en sitio seguro, dentro del
chinero. Ahí no tendría ella nada que temer y podría mirar cuanto quisiera a
través del vidrio.
«Soy
ya viejo, y sin embargo, nunca he podido desechar esa idea. Sé de sobra que
nada ven los ojos de los muertos; que esto que hay encima de la mesa es una
calavera que nada siente. Tengo mujer e hijos, y una cosa les he pedido: que al
morir yo, no entierren a Melvina conmigo.»
A
esto observé prontamente, por vía de consuelo:
—Tal
vez no le agrade a ella quedarse detrás de los vidrios del chinero, siempre
sola, viendo caras desconocidas. Deje que lo acompañe a usted cuando llegue la
hora. Después de todo, hasta la claridad del sol puede cansarnos.
—iAaah! —repuso tomando en sus manos la calavera—. Bien se echa
de ver que no es usted hombre de las llanuras, cuando eso dice. Es el alambre—su
voz se hizo ahora un murmullo—. La cerca de alambre fue lo que lo cambió todo.
No había una sola cerca desde Tejas hasta el Big Horn. Todo era campo abierto y
claridad de sol en aquellos tiempos.
DEJÉ
al viejo Harney con su calavera. Se había impuesto
él una responsabilidad personalísima e intrasferible.
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