sábado, 30 de diciembre de 2017

UN COLLAR DE TURQUESAS Por Fulton Oursler

UN COLLAR DE TURQUESAS
 Por Fulton Oursler

1952
 EL HOMBRE mas triste y solitario del pueblo era sin duda Pedro Richards aquel día en que Juanita Grace entró en su tienda.
Algo de lo que voy a contar lo leyeron ustedes probablemente en los periódicos a poco de ocurrir el incidente, mas no supieron su nombre ni el de ella porque la prensa no los publicó, ni contó tampoco la historia completa como yo la voy a relatar aquí.
Aquel pequeño comercio de curiosidades lo había heredado Pedro de su abuelo. El pequeño escaparate con vidriera a la calle estaba atestado de cosas antiguas en pintoresco desorden: brazaletes y relicarios que estuvieron de moda por allá en los tiempos de Maricastaña; anillos de oro y cajas de plata labrada; estatuillas de jade y de marfil; pastorcitos y damiselas de porcelana.
En aquella tarde invernal hallabase allí una niña con la frente pegada a los cristales; la atenta mirada de sus grandes ojos examinaba cada uno de aquellos tesoros de desecho como si buscara algo muy especial.
Por fin se decidió y con aire satisfecho entró en la tienda. El umbrío interior estaba aún más atestado que el escaparate. Los estantes estaban colmados de cofres y joyeros, pistolas de duelo, relojes y lámparas; y por el suelo yacían morrllos de chimenea, mandolinas, e infinidad de cosas.cuyos nombres no sería fácil saber.
Detrás del mostrador estaba Pedro en persona: hombre no mayor de 30 años aunque sus cabellos ya habían comenzado a blanquear, con gesto desapacible contempló a la pequeña parroquiana que apoyaba las manecitas desenguantadas sobre el mostrador. 
Señor—comenzó la niña—¿ quisiera usted hacer el favor de mostrarme esa sarta de cuentas azules que hay en el escaparate?
Pedro apartó las cortinas y alzó el collar. Las turquesas brillaron con azulados destellos sobre la palidez de la mano que extendía  la joya  para  enseñársela a la chiquilla.
—¡Son perfectas!—dijo ella para sí. Y luego en voz alta—: Tenga la bondad de envolvérmelas en un pa‑ quetito, pero muy lindo.
Pedro la examinó con su dura mirada.
—¿Para quién las compras?
—Son para mi hermana mayor. Ella es quien ve por mí. Verá usted, ésta es la primera Navidad que
pasamos desde que murió mamá, y me he propuesto buscar el más lindo regalo que pueda encontrar para mi  hermana.
—¿Cuánto dinero traes?—le preguntó Pedro cauteloso.
Ella había estado desatando rápidamente los nudos de un pañuelo y ahora vertió sobre el mostrador un puñado de céntimos.
—Rompí mi alcancía—explicó.
Pedro la miró pensativo. Retiró el collar cuidadosamente. La niña no había visto el precio marcado en la etiqueta. ¿Cómo se lo diría ? La confianza reflejada en esos ojos azules removía en él el dolor de una vieja herida.
—Espera un momento—le dijo, y se fue a la trastienda. Parecía muy ocupado en algo, porque apenas vol­viendo la cabeza le preguntó:
— ¿ Cómo te llamas?
—Juanita Grace.
Cuando volvió donde Juanita es­peraba, traía en la mano un paquete envuelto en hermoso papel escarlata, atado con un lazo de cinta verde.
—Aquí tienes—le dijo alargándo­selo—. Y cuidado no lo pierdas en el camino.
Juanita le sonrió alegremente y salió de la tienda corriendo. A través de la vidriera Pedro la vio marchar mientras llegaban a su mente en tropel los tristes recuerdos. Juanita Grace y su collar se le habían metido muy adentro y le habían removido una pena que no se dejaba sepultar en el olvido. Los cabellos de aquella niña eran rubios  como el trigo maduro;sus ojos azules como el azul del mar; y cierta vez, no hacía mucho tiempo, Pedro había andado enamorado de una muchacha que tenía el cabello así, rubio, y los ojos así, azules ... Y el collar de turquesas lo tenía destinado para ella.
Pero llegó una noche lluviosa ... un camión que patina sobre el pavi­mento resbaladizo . . . una vida que dasaparece ... y con ella una ilusión que se destroza.
Desde entonces Pedro Richards vivió entregado a su dolor en la sole­dad. Se mostraba atento y comedido con la clientela, pero después de las horas de trabajo su mundo quedabase completamente vacío. 
Trataba de olvidar sumergiéndose en una bruma de compasión de sí mismo que se  espesaba  cada día más.Los ojos azules ojos de Juanita Grace despertaron en él el recuerdo punzante lo que había perdido. El dolor que esto le produjo le hizo esquivar la garrulería de los compradores de esos  días de fiesta. En los diez días que siguieron, las ventas fueron buenass. Mujeres parlanchinas invadían la tienda, examinaban baratijas y regateaban. Cuando el último parroquiano hubo salido, ya tarde de la noche  la víspera de Navidad, Pedro dió, un suspiro. Había pasado la batahola de aquel año. Pero para él la noche no había terminado.
Se abrió la puerta y entró una joven apresuradamente. Con inexplicable sobresalto Pedro se dio cuenta de que él conocía esa cara, , pero no sabía en dónde ni cuándo la había visto antes.
Tenía el cabello dorado como el trigo maduro y los grandes ojos azules. Sacó de la bolsa  unpaquete medio desenvuelto, de papel escarlata y lazo de cinta verde. Otra  vez la sarta de cuentas azules brilló sobre el mostrador.—¿Fue esto comprado aquí? —preguntó.
Sí; en efecto—respondió Pedro con voz suave.
—¿Y las piedras ... son legítimas?
Sí: no de muy alta calidad, pero son finas.
¿Puede usted recordar a quién se las vendió?
—A una pequeña que dijo lla­marse Juanita.
¿Cuánto valen?
—El precio—respondió Pedro en tono solemne—es cosa confidencial entre vendedor y comprador.
Pero es que Juanita nunca ha dispuesto más que de unos cuantos céntimos para sus compras. ¿Cómo pudo pagarle a usted?
Me pagó el precio más alto que nadie hubiera podido ofrecer por ellas: me dio cuanto tenía.
Pedro arreglaba de nuevo el vis­toso papel escarlata y hacía otra vez el paquetito.
Se hizo un silencio que llenó la pequeña tienda de curiosidades. En alguna torre lejana una campana comenzó a tañer. El tañido del es­quilón distante, el paquetito sobre el mostrador, el interrogante abierto en los ojos de la muchacha y el senti­miento extraño de renovación que pugnaba ilógico en el corazón del hombre.
todo aquello tomaba forma gracias al amor de una niña.
¿Pero qué lo indujo a usted a hacer eso?
El tomó el regalo y se lo ofreció.
Ya estamos en los albores de la Navidad—dijo—y por mi desgracia no tengo a quién hacerle un regalo. ¿No me permitiría usted acompa­ñarla hasta su casa para desearle una Nochebuena muy feliz?
Y así, al clamor de muchas cam­panas y en medio de alegre multi­tud, Pedro Richards, acompañado de una muchacha cuyo nombre aún no sabía, entró por el amanecer de ese gran día que a todos nos llena de esperanza.
    


 


 




 





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