UN COLLAR DE TURQUESAS
Por Fulton Oursler
1952
EL
HOMBRE mas triste y solitario del pueblo era sin duda Pedro Richards aquel día en que Juanita
Grace entró en su tienda.
Algo de lo que voy a
contar lo leyeron ustedes probablemente en los periódicos a poco de ocurrir el incidente, mas no supieron su
nombre ni el de ella porque la prensa no los publicó, ni contó tampoco la historia completa como yo la voy
a relatar aquí.
Aquel
pequeño comercio de curiosidades lo había heredado Pedro de su abuelo. El pequeño escaparate con
vidriera a la calle estaba atestado de cosas antiguas en pintoresco desorden: brazaletes y relicarios
que estuvieron de moda por allá en los tiempos de
Maricastaña; anillos de oro y cajas de plata labrada; estatuillas de jade y de marfil; pastorcitos y damiselas de porcelana.
En
aquella tarde invernal hallabase allí una niña con la frente pegada a los cristales; la atenta mirada de sus
grandes ojos examinaba cada uno de
aquellos tesoros de desecho como si buscara algo muy especial.
Por
fin se decidió y con aire satisfecho entró en la tienda. El umbrío interior estaba aún más atestado que el escaparate.
Los estantes estaban colmados de cofres y joyeros, pistolas de duelo, relojes
y lámparas; y por el suelo yacían morrllos de chimenea, mandolinas,
e infinidad de cosas.cuyos nombres no sería fácil saber.
Detrás
del mostrador estaba Pedro en
persona: hombre no mayor de 30 años aunque sus cabellos ya habían comenzado a blanquear, con gesto desapacible contempló a la pequeña parroquiana que apoyaba las manecitas
desenguantadas sobre el mostrador.
—Señor—comenzó la niña—¿ quisiera
usted hacer el favor de mostrarme
esa sarta de cuentas azules que hay en el escaparate?
Pedro
apartó las cortinas y alzó el collar. Las turquesas brillaron con azulados
destellos sobre la palidez de la mano que extendía la
joya para enseñársela a la chiquilla.
—¡Son perfectas!—dijo
ella para sí. Y
luego en voz alta—: Tenga la bondad de envolvérmelas en un pa‑ quetito, pero
muy lindo.
Pedro
la examinó con su dura mirada.
—¿Para quién las compras?
—Son
para mi hermana mayor. Ella es quien ve por mí.
Verá usted, ésta es la primera Navidad que
pasamos desde que murió
mamá, y me he propuesto buscar el más lindo regalo que pueda encontrar para mi hermana.
—¿Cuánto
dinero traes?—le preguntó Pedro cauteloso.
Ella había estado desatando rápidamente los nudos de un pañuelo y
ahora vertió sobre el mostrador un puñado de céntimos.
—Rompí mi alcancía—explicó.
Pedro la miró pensativo. Retiró el collar cuidadosamente. La niña no había visto el precio marcado en la etiqueta. ¿Cómo se lo diría ? La confianza reflejada
en esos ojos azules removía en él el
dolor de una vieja herida.
—Espera
un momento—le dijo, y se fue a la trastienda. Parecía muy ocupado
en algo, porque apenas volviendo la
cabeza le preguntó:
— ¿ Cómo te llamas?
—Juanita Grace.
Cuando volvió donde Juanita
esperaba, traía en la mano un paquete envuelto en hermoso papel escarlata, atado con un lazo de cinta verde.
—Aquí tienes—le dijo
alargándoselo—. Y cuidado no lo pierdas en
el camino.
Juanita
le sonrió alegremente y salió de la tienda corriendo. A través de la vidriera Pedro la vio
marchar mientras llegaban a su mente en
tropel los tristes recuerdos. Juanita Grace
y su collar se le habían metido muy adentro y le habían removido una pena
que no se dejaba sepultar en
el olvido. Los cabellos de aquella niña eran rubios como el trigo maduro;sus ojos azules como el azul del mar;
y cierta vez, no hacía mucho
tiempo, Pedro había andado enamorado de una muchacha que tenía el cabello así, rubio, y los ojos así, azules ... Y el
collar de turquesas lo tenía destinado para ella.
Pero
llegó una noche lluviosa ... un camión que patina sobre el pavimento
resbaladizo . . . una vida que dasaparece ... y con ella una ilusión que se destroza.
Desde
entonces Pedro Richards vivió entregado a su dolor en la soledad.
Se mostraba atento y comedido con la clientela,
pero después de las horas de trabajo su mundo quedabase completamente
vacío.
Trataba de olvidar
sumergiéndose en una bruma de compasión de sí mismo que se espesaba
cada día más.Los ojos azules ojos de Juanita Grace despertaron en él el recuerdo
punzante lo que había perdido. El dolor que esto le produjo le hizo esquivar la
garrulería de los compradores de esos días de fiesta. En los diez días
que siguieron, las ventas fueron buenass. Mujeres parlanchinas invadían la
tienda, examinaban baratijas y regateaban. Cuando el último parroquiano hubo
salido, ya tarde de la noche la víspera de Navidad, Pedro dió, un
suspiro. Había pasado la batahola de aquel año. Pero para él la noche no había
terminado.
Se abrió la puerta y entró una joven apresuradamente. Con inexplicable sobresalto Pedro se dio cuenta de que él conocía esa cara, , pero no sabía en dónde ni cuándo la había visto antes. Tenía el cabello dorado como el trigo maduro y los grandes ojos azules. Sacó de la bolsa unpaquete medio desenvuelto, de papel escarlata y lazo de cinta verde. Otra vez la sarta de cuentas azules brilló sobre el mostrador.—¿Fue esto comprado aquí? —preguntó.
Se abrió la puerta y entró una joven apresuradamente. Con inexplicable sobresalto Pedro se dio cuenta de que él conocía esa cara, , pero no sabía en dónde ni cuándo la había visto antes. Tenía el cabello dorado como el trigo maduro y los grandes ojos azules. Sacó de la bolsa unpaquete medio desenvuelto, de papel escarlata y lazo de cinta verde. Otra vez la sarta de cuentas azules brilló sobre el mostrador.—¿Fue esto comprado aquí? —preguntó.
—Sí; en efecto—respondió Pedro con voz suave.
—¿Y las piedras ... son
legítimas?
—Sí: no de muy alta calidad, pero son
finas.
—¿Puede usted recordar a quién se las vendió?
—A una
pequeña que dijo llamarse Juanita.
—¿Cuánto valen?
—El precio—respondió Pedro
en tono solemne—es cosa confidencial entre vendedor y comprador.
—Pero es que Juanita nunca ha dispuesto
más que de unos cuantos céntimos para
sus compras. ¿Cómo pudo pagarle a
usted?
—Me pagó el precio más alto que nadie hubiera podido ofrecer por ellas: me dio cuanto tenía.
Pedro
arreglaba de nuevo el vistoso
papel escarlata y hacía otra vez el paquetito.
Se hizo
un silencio que llenó la pequeña tienda de curiosidades. En alguna torre lejana una campana comenzó
a tañer. El tañido del esquilón distante, el paquetito sobre el
mostrador, el
interrogante abierto en los ojos de la
muchacha y el sentimiento
extraño de renovación que pugnaba
ilógico en el corazón del
hombre.
todo aquello tomaba forma gracias al amor de una niña.
—¿Pero qué lo indujo a usted a hacer eso?
El tomó el regalo y se lo
ofreció.
—Ya estamos en los albores de la
Navidad—dijo—y por mi
desgracia no tengo a quién hacerle un
regalo. ¿No me permitiría usted acompañarla hasta su casa para desearle una Nochebuena
muy feliz?
Y así,
al clamor de muchas campanas y en medio de alegre multitud, Pedro Richards, acompañado de una muchacha cuyo nombre aún no sabía, entró por el amanecer de ese
gran día que a todos nos llena de esperanza.
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