Vivía en un mundo de oscuridad, silencio y dolor.
Hasta que un dia llegó el resplandor de un relámpago, el estruendo de un rayo
...Y LA LUZ SE HIZO
POR EMILY Y PER OLA D'AULAIRE
EN El, camino, los parches de hielo refulgían como placas de mercurio por el reflejo de las luces de los faros conforme "Eddie" Robinson, de 53 años, conducía su camión remolque de 19 toneladas, seguía la ruta interestatal 95 cerca de Providence, en el estado norteamericano de Rhode Island. Eran las 4 de la madrugada del 12 de febrero de 1971. Al cruzar un puente, el automóvil que lo precedía patinó de repente y quedó atravesado en la carretera. Robinson giró el volante a la derecha esperando alcanzar a pasar entre el auto y la barandilla del puente. Por el espejo retrovisor vio que su remolque comenzaba a torcerse hacia afuera de la carretera, la primera etapa de una terrible amenaza.
El
conductor del automóvil consiguió enderezarse a tiempo, pero la cabina del
camión de Robinson derribó la barandilla y quedó suspendida en el aire,
prendida del perno del remolque a doce metros de altura sobre otra carretera. Robinson había sido lanzado hacia atrás con tal violencia
que rompió el vidrio posterior con la cabeza haciéndose algunas
heridas. Empapado de sangre y del combustible
Diesel que chorreaba el tanque horadado, tuvo un solo pensamiento:
salir a toda prisa. Consiguió abrir la puerta y trepar por el costado de su
vehículo hasta el puente donde se tendió.
En un hospital cercano los doctores le suturaron las heridas, le tomaron
radiografías, lo auscultaron centímetro a centímetro, le administraron algunos
medicamentos y lo felicitaron por su buena suerte. Sus heridas sólo eran
superficiales. Al día siguiente a las 11 de la mañana viajaba en un autobús para
regresar a su casa en Falmouth, Maine, un suburbio de Portland.
Esa noche Robinson se sentó en la cama quejándose de un dolor intenso. Su
esposa Doris, de 32 años, lo llevó en la mañana siguiente a un médico de la
localidad. Robinson le explicó que lo habían examinado con cuidado en el
hospital y que no le habían encontrado lesión interna alguna, así que el médico
dedujo que el dolor era producto de los golpes. Le recetó más analgésicos y lo
envió a su casa a descansar.
Agradecido por la vida. Unos días más tarde llegó una carta del hospital, en la
cual se le informaba que hubo cierta confusión al interpretar sus radiografías.
Los médicos sospechaban que podría haber una lesión más grave y recomendaban un
nuevo examen. Las placas nuevas revelaron conmoción
cerebral, costillas fracturadas, distensión dorsal y hematoma en la cadera
izquierda. Robinson no era propenso a quejarse. Descansó y aguardó
con paciencia una mejoría para volver a trabajar.
Sin embargo, su salud empeoró. Su visión disminuyó. En ocasiones el mundo
pareció desaparecer delante de sus ojos y tuvo la sensación de perder el
conocimiento. Un día entró trastabillando a la casa y bastante alterado dijo a
su esposa: "Por un minuto dejé de ver la casa entera. Creo que me voy a
quedar ciego".
Un oftalmólogo de Portland, el Dr. Albert Moulton, hijo, comprobó que la vista
de Robinson se iba perdiendo con rapidez y lo atribuyó a un daño cerebral. Le
dijo que era probable que en unos cuantos meses se quedara ciego por completo.
Robinson tomó con calma la noticia. Al regresar a su casa llamó a la Escuela
Hadley para Ciegos en Wínnetka, en el estado norteamericano de Illinois, e hizo
arreglos para recibir lecciones de Braille y mecanografía al tacto en su
domicilio. Para diciembre de 1971 sólo podía distinguir la diferencia entre luz
y sombra. Sus brillantes ojos azules habían quedado fijos e inexpresivos, como
los de un muñeco, que aparenta estar mirando hacia adelante.
No tardaron en aparecer otros problemas. Perdió gran parte del movimiento de su
brazo derecho y para leer Braille tuvo que emplear la mano izquierda. Asimismo,
todo ese tiempo sentía un círculo de presión que ceñía su cabeza, como una
banda de acero.
Luego comenzó a perder el oído' hasta que no pudo
escuchar a Doris ni siquiera cuando le hablaba a gritos. Un audífono
especial le ayudó un poco, pero no era igual que antes. Se sintió atrapado.
Siempre había sido un hombre activo y a menudo trabajaba 70 horas a la semana.
Ahora todo era oscuridad y silencio.
Para conservar el ánimo, el fornido camionero concentró su pensamiento en la
gratitud por el mero hecho de estar vivo. Se consolaba con la idea de que, no
importaba la magnitud de su tragedia, había en el mundo otros seres menos
afortunados que él.
Animales amigos. Empezó a concurrir
a la iglesia luterana que estaba frente a su casa y dejó de sentirse
acorralado. Volvió a experimentar la sensación de tranquilidad que
solamente proviene del interior de uno mismo.
Robinson detestaba que Doris tuviera que ocuparse de sus tareas, de manera que
aprendió a realizar quehaceres fuera del hogar, mediante el tacto y la memoria.
Amarró una soga en un poste colocado en medio del jardín y la fue enrollando,
después ató el otro extremo a su podadora de césped y siguiendo una
trayectoria en espiral a medida que la cuerda se desenrrollaba pudo cortar casi
todo el pasto. Reparó una gotera en el techo de su casa, como pudo subió por
una escalera y tocando las tejas fue localizando las estropeadas.
Nunca había dejado tiempo para los animales. Ahora comenzaba a percatarse de su
presencia mientras se distraía con algún trabajo en la cochera. Alguna cualidad
en el hombre ciego hizo que pájaros, ardillas,
mofetas y mapaches perdieran su miedo y
comenzaran a acercársele. Robinson les
hablaba y los animalitos contestaban
en su lenguaje. Les traía alimento que ellos comían de su mano.
Una fría tarde de invierno, casi un año después del accidente, un camión que
trasportaba aves de corral se volcó en una carretera cercana. Una gallina
pigmea escapó de su jaula y llegó al patio de Robinson. Cuando él y Doris la
encontraron, a la mañana siguiente, tenía las patas congeladas, la recogieron y
la llevaron al sótano para calentarla. Cuando la criatura cloqueaba Robinson le
respondía con un tuc-tuc, y este fue su nombre.
Tuc-Tuc se convirtió muy pronto en la favorita de Robinson. Le construyó una
casita apoyada contra una pared y una intrincada serie de pasadizos cubiertos
para que pudiera entrar al garaje y hacerle compañía. Como él, la gallina había
tenido que sobreponerse a la adversidad. Después que
sus dedos congelados se desprendieron
aprendió a caminar con sus muñones,
esto no impedía que fuera como un ave normal.
"¡Puedo ver!"
En un día del
invierno de 1975, después de quitar la nieve de la entrada de su casa, Robinson
tomó su cena y se fue a la cama. Esa noche lo despertaron lo que él llama
"destellos de luces neón a través de mi pecho". Los síntomas
indicaban problemas cardiacos, fue hospitalizado casi un mes con el fin de ser
observado. Regresó a su casa dolorido. El menor esfuerzo le causaba molestias
en el pecho y los brazos. Incluso un ejercicio como el de subir la escalera del
sótano lo obligaba a tomar una pastilla de nitroglicerina.
Sin embargo, Eddie se rehusó a modificar su rutina cotidiana de trabajar en el
taller de su garaje, escuchar sus aparatos de radioaficionado y caminar hasta
el pueblo con Doris. Y como lo había hecho cada
noche desde que perdió la vista, salió al patio y elevó una plegaria de agradecimiento.
"Me di cuenta de que no sabemos apreciar
las cosas maravillosas que ocurren a nuestro alrededor cada día.
Vivimos con demasiada prisa. Yo reduje el paso para disfrutar mi vida y estaba
agradecido".
Lo que no sabía en ese momento era que pronto
tendría algo más por qué dar gracias. El miércoles 4 de junio de
1980 a las 3:30 de la tarde, Robinson estaba entretenido en el garaje cuando
escuchó el fragor de un trueno y el ruido repentino de la lluvia sobre el
techo. Tomó su Bastón para guiarse en torno a la pared exterior del garaje y
salió en busca de Tuc-Tuc. Suponía que no estaría bajo la tormenta, pero le
preocupaba. Se detuvo cerca de un chopo detrás del edificio para escuchar si el
animalito contestaba a sus llamados, entonces oyó un
estrépito como el chasquido de un látigo. El árbol había sido alcanzado por un rayo y la descarga eléctrica se propagó
por el suelo hasta el lugar en que se hallaba Robinson y lo derribó
dejándolo inconsciente.
Veinte minutos después, cuando recobró el conocimiento, caminó tambaleante a la
casa de un vecino y pidió un vaso de agua. "Creo
que he sido alcanzado por un rayo", dijo todavía aturdido. Las rodillas
apenas lo sostenían pero pudo regresar a su casa, donde bebió varios
vasos de agua más y se fue a acostar.
Una hora después Robinson salió del dormitorio atormentado aún por una sed
insaciable. Contó a Doris lo que le había ocurrido, bebió un par de litros de
leche y se dejó caer en el sofá. De pronto se
dio cuenta que veía en la pared la pequeña placa inscrita que le
habían regalado sus nietos. "Dios no puede
estar en todas partes y por eso creó abuelos", leyó con voz
entrecortada.
—¿Qué dijiste? —preguntó Doris desde la cocina.
—¡Puedo ver ese letrero! —exclamó
Robinson.
Incrédula, su esposa corrió hasta la sala.
—¿Qué hora es? —le preguntó, y señaló el reloj de pared.
—Las 5 —contestó—. ¡Doris, puedo ver!
Su esposa notó algo más.
—¿Dónde está tu audífono? --preguntó excitada. Robinson se llevó una mano a una
oreja, pero el aparato no estaba allí.
—¡Dios Santo —exclamó emocionado—, también puedo oír!
Celebridad instantánea. El hombre de 62
años sentía un gran cansancio y dolores en todo el cuerpo. Temerosa de que el
rayo pudiera haberle causado algún daño Doris le telefoneó a un doctor para que
lo revisara. El así lo hizo y le recomendó que si era necesario llamara al servicio
de emergencia en la noche; le dijo además que fueran a su consultorio en la
mañana. Doris pasó esa noche en vela observando la respiración de su marido,
todavía sin poder creer lo que les había ocurrido.
Al día siguiente el médico lo declaró en perfecto estado de salud. Y cuando el
Dr. Moulton examinó sus ojos verificó lo
imposible. "No puedo explicarlo", dijo. "Sólo sé que no podía ver en absoluto y ahora
puede".
Ese domingo en la iglesia, Eddie pidió permiso al ministro para dirigir unas
palabras a la congregación. Desde el accidente lo acompañaba hasta el altar su
esposa o un amigo. Pero esa ocasión, cuando el ministro lo invitó a acercarse,
Eddie avanzó por la nave con pasos de baile —su versión de una giga irlandesa—
para pronunciar en voz alta una plegaria que terminó así: "Y tengo tres
palabras más que agregar, Señor: Te
agradezco. Amén".
Entre tanto, las agencias de noticias divulgaron el caso y, poco menos que de
la noche a la mañana Robinson se convirtió en una celebridad. Recibió llamadas de los periódicos pidiendo entrevistas,
vinieron fotógrafos a Falmouth para retratarlo con su gallinita y después
llegaron las cámaras de televisión.
Robinson descubrió en forma inopinada que ya no
tenía la mirada fija hacia adelante y que sus ojos se habían abierto.
Más adelante, durante una visita a su hijo y nietos, en el estado
norteamericano de Virginía, notó que
comenzaba a tener sensibilidad en su brazo derecho. De hecho, se
sintió tan bien que hasta cortó el césped de la casa de su hijo. "No he tenido ningún dolor ni
he necesitado ninguna píldora para el corazón desde el día del rayo", comentó.
La terrible banda de dolor en torno a su cabeza
desapareció. Las venas varicosas de
su pierna derecha ya no estaban alteradas.
Los MÉDICOS que han examinado a Robinson no se explican por qué disminuyeron
sus problemas físicos inmediatamente después de
ser afectado por la descarga eléctrica, y se preguntan si su ceguera
y sordera fueron en realidad causadas por un daño cerebral. ¿Habrán sido acaso
una reacción sicológica provocada por el trauma del accidente del camión? ¿Fue
la descarga la que volvió a poner cada cosa en su lugar -Aunque hay quienes pueden polemizar sin
encontrar una explicación lógica al restablecimiento de Rddie,él y sus
familiares no tienen alguna. "Es un acto
de Dios" dice con sencillez Robinson. "¿Qué otra cosa
podría ser?"
además de sus presentaciones en teleevisión Eddie ha dado pláticas a los
estudiantes acerca de lo que signica estar ciego, su enfoque es alguien que
después de esa experienncia tuvo el privilegio de volver. "He visto más
cosas en en los últimos meses que en toda mi vida", les dice. "Ahora
aprecio las maravillas cotidianas de la vida: la
luz de la Luna filtrada a través de las hojas; las flores en el jardín, un
gusano que teje su capullo.
"Lo que es más, nunca abandoné la esperanza, y quizá lo que me ocurrió a mí le dará valor a otros para no
darse jamás por vencidos". Sus sentimientos acerca de la odisea
probablemente no podrán ser mejor resumidos que en la inscripción de un cartel
pegado en el parachoques de su automóvil: GRACIAS
A Dios
POR LOS MILAGROS.
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