Ni en la historia militar, ni en la más fantástica de las novelas, podrá hallarse un caso de espionaje comparable a éste.
LA TRAICIÓN DEL CAPITÁN TANAMA
(Condensado de «The North American Review»)
Por William C. White Autor de « These Russians»
Junio de 1943
Por William C. White Autor de « These Russians»
Junio de 1943
NO ES MÍA esta historia. La refiero tal como la oí de labios del general Yablonsky. Era éste el tipo clásico del emigrado de la Rusia zarista. Pobre, viejo y nostálgico, su vida se hundía en el ayer, como una raíz en la tierra jugosa.
El general Yablonsky iba todas las noches a un cafetín ruso situado en la Nollendorfplatz de Berlín. Sentado en un rincón, permanecía hora tras hora, con el alma llena de recuerdos y el pecho constelado de condecoraciones. A veces, cuando el vodka le soltaba la lengua, refería la historia del capitán Tanama.
«La revolución rusa y el desastre bolchevique se debieron exclusivamente a un hombre, a un japonés...» empezaba diciendo el general Yablonsky.
«Si no hubiera sido por el capitán Tanama», continuaba luego, «tendríamos un Zar en Rusia. Pero los japoneses nos derrotaron en 1905, y esa derrota fué el origen de la revolución que años después acabaría con el trono, con todo lo que era Rusia... ,
«Y ¿sabe usted por qué nos derrotaron los japoneses?» me preguntó aquella noche en que yo le servía de auditorio. « ¡Por culpa de un bellaco, del capitán Tanama!» dijo en seguida, contestando él mismo su pregunta. « ¿No ha oído nunca hablar de él?»
Le dije que no.
Y he aquí lo que, evocando los recuerdos del tiempo en que pertenecía al Servicio de contraespionaje zarista, me refirió entonces, el general Yablonsky:
El general Yablonsky iba todas las noches a un cafetín ruso situado en la Nollendorfplatz de Berlín. Sentado en un rincón, permanecía hora tras hora, con el alma llena de recuerdos y el pecho constelado de condecoraciones. A veces, cuando el vodka le soltaba la lengua, refería la historia del capitán Tanama.
«La revolución rusa y el desastre bolchevique se debieron exclusivamente a un hombre, a un japonés...» empezaba diciendo el general Yablonsky.
«Si no hubiera sido por el capitán Tanama», continuaba luego, «tendríamos un Zar en Rusia. Pero los japoneses nos derrotaron en 1905, y esa derrota fué el origen de la revolución que años después acabaría con el trono, con todo lo que era Rusia... ,
«Y ¿sabe usted por qué nos derrotaron los japoneses?» me preguntó aquella noche en que yo le servía de auditorio. « ¡Por culpa de un bellaco, del capitán Tanama!» dijo en seguida, contestando él mismo su pregunta. « ¿No ha oído nunca hablar de él?»
Le dije que no.
Y he aquí lo que, evocando los recuerdos del tiempo en que pertenecía al Servicio de contraespionaje zarista, me refirió entonces, el general Yablonsky:
El CAPITÁN TANAMÁ fué a San Petersburgo, en 1901, en calidad de Agregado Militar a la Embajada japonesa. Debía de ser vástago de algún linaje extraordinario, porque, lejos de tener la corta talla de sus paisanos, era un hombrón de un metro y ochenta y dos centímetros de estatura. Tenía la tez bronceada, y era feo como una de esas caretas litúrgicas que usan los tibetanos para representar al diablo. Mas, a pesar de su fealdad, se veía arrogante vestido de uniforme, y las mujeres no lo miraban con malos ojos.
Era yo, por aquellos mismos días, capitán ayudante del jefe del servicio de contraespionaje. Como ya supondrá usted, no le perdíamos pie ni pisada a Tanama. Se trataba de un agregado militar... eufemismo con que ha convenido la cortesía internacional en designar a los espías. Era descendiente de una de las familias de más claro abolengo en su país, y su padre figuraba entre los consejeros íntimos del Mikado. Producto de una educación esmerada y de su larga permanencia en el extranjero, eran la simpática distinción y la urbanidad refinada que hacían descollar a Tanama en los círculos sociales y militares. Para serle a usted franco, le diré que nos preocupaba bastante la presencia en la capital de un hombre dotado de tales prendas. Sabíamos que era una mera cuestión de tiempo la guerra con el Japón en el Lejano Oriente. Además, nuestros agentes de Tokio nos habían avisado una y otra vez que al Ministerio de la Guerra del Japón llegaban constantemente informes acerca de nuestros secretos militares. No hacía falta ser muy zahorí para adivinar que Tanama sabía perfectamente por qué ocultas vías se filtraban esos secretos.
Tenía el tal capitán un don especial ptra hacer amigos; y lo aprovechaba, sobre todo con oficiales, actrices y funcionarios públicos. No reparaba en la categoría social ni en la reputación moral de sus relaciones. Y sabido es que de hacer amigos a valerse de ellos no hay más que un paso. Disponía Tanama de mucho dinero, y era un jugador contumaz. Perdía siempre, sin que se eclipsara jamás su cautivadora sonrisa...,ni aún cuando tuviera que desembolsar sumas muy crecidas. Sé de un par de colegas míos que regalaron a sus queridas magníficos brillantes comprados con dinero que le ganaron a Tanama.
Nos pasamos un año entero acechándolo, y no sacamos nada en limpio. Aunque no perdimos,de vista a ninguno de los oficiales rusos con quienes tenía amistad, nada hubo que justificara la menor sospecha. Las aventuras galantes del japonés, que eran muchas y notorias, tampoco pasaban de ser lo que parecían. Lo sabíamos muy bien, pues las heroínas estaban a sueldo del contraespionaje. Y con todo, de Tokio seguían avisándonos que nuestros secretos militares continuaban filtrándose, y en proporción cada vez mayor...
Nos quedaba un recurso: sacar 'Tanama de Rusia en la confianza de que su sucesor no fuera tan mañoso ni supiera crearse tantas simpatías y desempeñar el peligroso oficio con tan singular habilidad. Decidimos, pues, suspender sobre Tanama la amenaza de un escándalo deshonroso, que no le dejase mas camino que el de largarse para siempre de Rusia o el de suicidarse. Lo mismo nos daba que escogiese uno u otro camino, con tal de vernos libres de tan molesto y dañino huésped.
No nos fue difícil tenderle una celada. Fuimos a ver a una de sus amigas, la actriz Ilyinskaya, y le manifestamos lo que pretendíamos de ella. Encrespóse un poco y tuvimos que apelar a ciertas amenazas para conseguir que se prestase a hacernos el juego. ¡Me figuro que estaba enamorada de veras de aquel infame! Por fin, prometió que haría lo que le indicábamos.
En efecto, una noche se presentó en el departamento del capitán Tanama y le pidió, entre las lágrimas y los aspavientos del caso, que se casara con ella cuanto antes. El capitán se negó, caballerosa, pero resueltamente, aduciendo que los oficiales japoneses que contrajeran matrimonió con extranjeras tenían que retirarse del servicio. Esto sin contar con que él, Tanama, era casado. Su esposa lo aguardaba en el Japón. Terminó ofreciéndole a Ilyinskaya una gruesa suma, que la ofendida no aceptó. ¡O se casaba con ella... o el escándalo!— Le doy veinticuatro horas para pensarlo —le dijo al despedirse—. Volveré mañana por la noche a saber su respuesta.
Al día siguiente sonó el timbre de mi teléfono: era el capitán Tanama que deseaba verme inmediatamente, a solas, y para un asunto «urgentísimo».
Fuí a su casa. Debo reconocer que procedió con toda franqueza. Abrió la conversación preguntándome:
—¿Sabe usted lo de la llylnskaya... Como que no podía corresponder a su franqueza, le dije que no.
Era yo, por aquellos mismos días, capitán ayudante del jefe del servicio de contraespionaje. Como ya supondrá usted, no le perdíamos pie ni pisada a Tanama. Se trataba de un agregado militar... eufemismo con que ha convenido la cortesía internacional en designar a los espías. Era descendiente de una de las familias de más claro abolengo en su país, y su padre figuraba entre los consejeros íntimos del Mikado. Producto de una educación esmerada y de su larga permanencia en el extranjero, eran la simpática distinción y la urbanidad refinada que hacían descollar a Tanama en los círculos sociales y militares. Para serle a usted franco, le diré que nos preocupaba bastante la presencia en la capital de un hombre dotado de tales prendas. Sabíamos que era una mera cuestión de tiempo la guerra con el Japón en el Lejano Oriente. Además, nuestros agentes de Tokio nos habían avisado una y otra vez que al Ministerio de la Guerra del Japón llegaban constantemente informes acerca de nuestros secretos militares. No hacía falta ser muy zahorí para adivinar que Tanama sabía perfectamente por qué ocultas vías se filtraban esos secretos.
Tenía el tal capitán un don especial ptra hacer amigos; y lo aprovechaba, sobre todo con oficiales, actrices y funcionarios públicos. No reparaba en la categoría social ni en la reputación moral de sus relaciones. Y sabido es que de hacer amigos a valerse de ellos no hay más que un paso. Disponía Tanama de mucho dinero, y era un jugador contumaz. Perdía siempre, sin que se eclipsara jamás su cautivadora sonrisa...,ni aún cuando tuviera que desembolsar sumas muy crecidas. Sé de un par de colegas míos que regalaron a sus queridas magníficos brillantes comprados con dinero que le ganaron a Tanama.
Nos pasamos un año entero acechándolo, y no sacamos nada en limpio. Aunque no perdimos,de vista a ninguno de los oficiales rusos con quienes tenía amistad, nada hubo que justificara la menor sospecha. Las aventuras galantes del japonés, que eran muchas y notorias, tampoco pasaban de ser lo que parecían. Lo sabíamos muy bien, pues las heroínas estaban a sueldo del contraespionaje. Y con todo, de Tokio seguían avisándonos que nuestros secretos militares continuaban filtrándose, y en proporción cada vez mayor...
Nos quedaba un recurso: sacar 'Tanama de Rusia en la confianza de que su sucesor no fuera tan mañoso ni supiera crearse tantas simpatías y desempeñar el peligroso oficio con tan singular habilidad. Decidimos, pues, suspender sobre Tanama la amenaza de un escándalo deshonroso, que no le dejase mas camino que el de largarse para siempre de Rusia o el de suicidarse. Lo mismo nos daba que escogiese uno u otro camino, con tal de vernos libres de tan molesto y dañino huésped.
No nos fue difícil tenderle una celada. Fuimos a ver a una de sus amigas, la actriz Ilyinskaya, y le manifestamos lo que pretendíamos de ella. Encrespóse un poco y tuvimos que apelar a ciertas amenazas para conseguir que se prestase a hacernos el juego. ¡Me figuro que estaba enamorada de veras de aquel infame! Por fin, prometió que haría lo que le indicábamos.
En efecto, una noche se presentó en el departamento del capitán Tanama y le pidió, entre las lágrimas y los aspavientos del caso, que se casara con ella cuanto antes. El capitán se negó, caballerosa, pero resueltamente, aduciendo que los oficiales japoneses que contrajeran matrimonió con extranjeras tenían que retirarse del servicio. Esto sin contar con que él, Tanama, era casado. Su esposa lo aguardaba en el Japón. Terminó ofreciéndole a Ilyinskaya una gruesa suma, que la ofendida no aceptó. ¡O se casaba con ella... o el escándalo!— Le doy veinticuatro horas para pensarlo —le dijo al despedirse—. Volveré mañana por la noche a saber su respuesta.
Al día siguiente sonó el timbre de mi teléfono: era el capitán Tanama que deseaba verme inmediatamente, a solas, y para un asunto «urgentísimo».
Fuí a su casa. Debo reconocer que procedió con toda franqueza. Abrió la conversación preguntándome:
—¿Sabe usted lo de la llylnskaya... Como que no podía corresponder a su franqueza, le dije que no.
Explicóme, entonces, brevemente la situación, y me dijo al concluir:
— ¿Se da usted bien cuenta de cuál es la única salida que tengo si esa mujer cumple sus amenazas ? No me crea usted cobarde. No le temo al escándalo, ni siquiera al suicidio. Pero pertenezco a una familia antiquísima muy pagada de su abolengo. Mi padre, que ocupa un puesto en el Consejo Privado del Emperador, está ya muy anciano. No me perdonaría yo nunca el haber amargado sus últimos días. Al enterarse de mi deshonra, se creería obligado a suicidarse, como habría de hacerlo yo mismo. Otro tanto pensaría mi tío. Ustedes no nos conocen bien a nosotros los Japoneses...
Al llegar aquí, se interrumpió bruscamente, me miró con fijeza al rostro y me dijo:
—Monsieurr le capitaine: usted, si quiere, puede sacarme de este atollade,ro. Fije sus condiciones:."
Regocijábame interiormente aquel triunfo que me parecía logrado a tan poca costa. Fingí, sin embargo, vacilación.
—No sé si podré sacarlo a usted del embrollo... Por lo pronto tendrá usted que salir de Rusia...
—Desde luego... ¿qué más?
Me sentí súbitamente tan confundido por todo lo que aquella pregunta implicaba, que no atiné a pensar con claridad en la respuesta que debía darle, y, a duras penas, pude decir:
—Bueno... vea usted... tengo que hablar con mis superiores...
Fui volando a mi despacho y conté a mis colegas, ce por be, lo que había hablado con el japonés y lo que éste había querido darme a entender al final de la entrevista. Celebramos, riéndonos a mandíbula batiente, el hecho sin paralelo de que todo uu oficial japonés, y de elevada alcurnia por añadidura, ofreciese su complicidad traidora al servicio de contraespionaje de un presunto enemigo, con tal de desenredarse de las mallas en que lo había hecho caer una vulgar calaverada.
—Nos juzga bien obtusos y cándidos —sentenció mi superior, el Comandante 0blomof—. El Japón debe de estar muy ansioso de engañarnos con algunos informes falsos. Pero sería vergonzoso de nuestra parte, no hacerle el juego. Pidámosle, pues, al capitán Tanama que nos facilite copias de los planes de las operaciones que se harán en caso de guerra, alrededor de Puerto Arturo y en el sur de la Manchuria. Tengo gran curiosidad de saber lo que el Estado Mayor japonés nos tiene preparado. Con toda seguridad podremos creer que hará todo lo contrario de lo que esos planes indiquen.
Nos pareció una idea luminosa, y resolvimos hacerle el juego a Tanama. Salió éste de San Petersburgo al día siguiente. Era a fines del verano de 1902, y estábamos engolfados en los preparativos para una guerra que ya considerábamos inevitable. Borróse Tanama de nuestra memoria hasta que, un día del mes de diciembre de 1902, nos trajo la valija diplomática un paquete de nuestro agregado militar en Tokio. Contenía el paquete los planos en que se precisaban hasta el detalle más nimio, los movimientos que habían de realizar las tropas japonesas en Puerto Arturo, puntualizando los lugares de desembarco, la distribución de las fuerzas y lós objetivos concretos de cada unidad.
Examinamos los planos con el mayor detenimiento. Ofrecían ciertas novedades tácticas que nos produjeron sorpresa. Se había trazado y previsto todo.
— ¿Se da usted bien cuenta de cuál es la única salida que tengo si esa mujer cumple sus amenazas ? No me crea usted cobarde. No le temo al escándalo, ni siquiera al suicidio. Pero pertenezco a una familia antiquísima muy pagada de su abolengo. Mi padre, que ocupa un puesto en el Consejo Privado del Emperador, está ya muy anciano. No me perdonaría yo nunca el haber amargado sus últimos días. Al enterarse de mi deshonra, se creería obligado a suicidarse, como habría de hacerlo yo mismo. Otro tanto pensaría mi tío. Ustedes no nos conocen bien a nosotros los Japoneses...
Al llegar aquí, se interrumpió bruscamente, me miró con fijeza al rostro y me dijo:
—Monsieurr le capitaine: usted, si quiere, puede sacarme de este atollade,ro. Fije sus condiciones:."
Regocijábame interiormente aquel triunfo que me parecía logrado a tan poca costa. Fingí, sin embargo, vacilación.
—No sé si podré sacarlo a usted del embrollo... Por lo pronto tendrá usted que salir de Rusia...
—Desde luego... ¿qué más?
Me sentí súbitamente tan confundido por todo lo que aquella pregunta implicaba, que no atiné a pensar con claridad en la respuesta que debía darle, y, a duras penas, pude decir:
—Bueno... vea usted... tengo que hablar con mis superiores...
Fui volando a mi despacho y conté a mis colegas, ce por be, lo que había hablado con el japonés y lo que éste había querido darme a entender al final de la entrevista. Celebramos, riéndonos a mandíbula batiente, el hecho sin paralelo de que todo uu oficial japonés, y de elevada alcurnia por añadidura, ofreciese su complicidad traidora al servicio de contraespionaje de un presunto enemigo, con tal de desenredarse de las mallas en que lo había hecho caer una vulgar calaverada.
—Nos juzga bien obtusos y cándidos —sentenció mi superior, el Comandante 0blomof—. El Japón debe de estar muy ansioso de engañarnos con algunos informes falsos. Pero sería vergonzoso de nuestra parte, no hacerle el juego. Pidámosle, pues, al capitán Tanama que nos facilite copias de los planes de las operaciones que se harán en caso de guerra, alrededor de Puerto Arturo y en el sur de la Manchuria. Tengo gran curiosidad de saber lo que el Estado Mayor japonés nos tiene preparado. Con toda seguridad podremos creer que hará todo lo contrario de lo que esos planes indiquen.
Nos pareció una idea luminosa, y resolvimos hacerle el juego a Tanama. Salió éste de San Petersburgo al día siguiente. Era a fines del verano de 1902, y estábamos engolfados en los preparativos para una guerra que ya considerábamos inevitable. Borróse Tanama de nuestra memoria hasta que, un día del mes de diciembre de 1902, nos trajo la valija diplomática un paquete de nuestro agregado militar en Tokio. Contenía el paquete los planos en que se precisaban hasta el detalle más nimio, los movimientos que habían de realizar las tropas japonesas en Puerto Arturo, puntualizando los lugares de desembarco, la distribución de las fuerzas y lós objetivos concretos de cada unidad.
Examinamos los planos con el mayor detenimiento. Ofrecían ciertas novedades tácticas que nos produjeron sorpresa. Se había trazado y previsto todo.
—Los japoneses son muy minuciosos —comentó Oblomof—hasta en obras de arte falsas, como es ésta.
—Tal vez sea legítima—insinuó un oficial.
—¡Absurdo!... Claro está que son maestros consumados en la doblez y saben comunicarle a una artimaña como ésta el aspecto inconfundible de lo real y verdadero.
Nos sumamos todos a ese parecer, y relegamos los planos al polvo de los archivos, donde quedaron durmiendo el sueño del olvido.
Al cabo de seis meses, en el verano de 1903, recibimos por el mismo conducto otro juego de planos. En ellos pudimos advertir el mismo minucioso cuidado en el detalle, la misma previsora prolijidad. Se trataba esta vez de la acción ofensiva que el Estado Mayor japonés se proponía desarrollar al sur de la península de la Manchuria, con Mukden por objetivo general. La pulcra nimiedad con que estaban hechos los planos, y que a todos nos pareció sospechosamente exagerada, sirvió para confirmar nuestras dudas acerca de su legitimidad. No obstante, hubo dos o tres oficiales que admitieron la posibilidad de que fueran planes auténticos de campaña y que, fundados en esa suposición, propusieron que los estudiásemos con profunda atención y rectificásemos de acuerdo con ellos, nuestros propios proyectos. Pero eso hubiera exigido la total revisión de nuestra proyectada táctica defensiva, por lo que los planos japoneses de la segunda remesa, siguiendo el mismo destino de los anteriores, fueron a dormir en los archivos.
A fines de diciembre de aquel mismo año recibimos otro juego de planos relativos a la campaña a orillas del río Yalú. Esta vez no hubo tiempo para los comentarios y las discusiones de rigor. Un día o dos después de la llegada del tercer paquete, comunicaron de Tokio una noticia que nos hubiera parecido engendro de la fantasía, si no certificase su veracidad nuestro agregado militar: Tanama, sorprendido en el momento de robar unos planos del Estado Mayor, había sido pasado por las armas.
Al principio, nos pareció el notición una estratagema más de los japoneses. Todas las fuentes de información a que acudimos garantizaban, sin embargo, la verdad del suceso. Y si algún resto de duda quedaba en el ánimo de los escépticos recalcitrantes, la disipó a los pocos días una información cablegráfica que publicó la prensa del mundo entero: el Príncipe Tanama, Consejero Privado del Emperador, se había suicidado al conocer la muerte infamante de su hijo.
¡Y en nuestros archivos había tres juegos de planos! Día y noche con actividad febril, nos pusimos a estudiar los preciosos documentos, a rectificar nuestras directivas, a sacar la máxima ventaja posible de las órdenes de movilización que obraban en nuestro poder. Entonces, en febrero de 1904, estalló la guerra: aquella guerra que incubaría la revolución de 1905 y abonaría el terreno para la de 1917•
En abril nos vimos forzados a replegarnos a nuestras posiciones de Chiulienchén, a orillas del río Yalú. La batalla que se dió allí el 30 de abril de 1904 fué una de las más importantes del mundo. Por primera vez en la historia moderna, un ejército de amarillos derrotó a un ejército de blancos. Quienes ven hoy a los japoneses haciendo lo que les da la real gana en el Lejano Oriente, deben recordar el descalabro de los rusos a orillas del Yalú, hace treinta años.
—Tal vez sea legítima—insinuó un oficial.
—¡Absurdo!... Claro está que son maestros consumados en la doblez y saben comunicarle a una artimaña como ésta el aspecto inconfundible de lo real y verdadero.
Nos sumamos todos a ese parecer, y relegamos los planos al polvo de los archivos, donde quedaron durmiendo el sueño del olvido.
Al cabo de seis meses, en el verano de 1903, recibimos por el mismo conducto otro juego de planos. En ellos pudimos advertir el mismo minucioso cuidado en el detalle, la misma previsora prolijidad. Se trataba esta vez de la acción ofensiva que el Estado Mayor japonés se proponía desarrollar al sur de la península de la Manchuria, con Mukden por objetivo general. La pulcra nimiedad con que estaban hechos los planos, y que a todos nos pareció sospechosamente exagerada, sirvió para confirmar nuestras dudas acerca de su legitimidad. No obstante, hubo dos o tres oficiales que admitieron la posibilidad de que fueran planes auténticos de campaña y que, fundados en esa suposición, propusieron que los estudiásemos con profunda atención y rectificásemos de acuerdo con ellos, nuestros propios proyectos. Pero eso hubiera exigido la total revisión de nuestra proyectada táctica defensiva, por lo que los planos japoneses de la segunda remesa, siguiendo el mismo destino de los anteriores, fueron a dormir en los archivos.
A fines de diciembre de aquel mismo año recibimos otro juego de planos relativos a la campaña a orillas del río Yalú. Esta vez no hubo tiempo para los comentarios y las discusiones de rigor. Un día o dos después de la llegada del tercer paquete, comunicaron de Tokio una noticia que nos hubiera parecido engendro de la fantasía, si no certificase su veracidad nuestro agregado militar: Tanama, sorprendido en el momento de robar unos planos del Estado Mayor, había sido pasado por las armas.
Al principio, nos pareció el notición una estratagema más de los japoneses. Todas las fuentes de información a que acudimos garantizaban, sin embargo, la verdad del suceso. Y si algún resto de duda quedaba en el ánimo de los escépticos recalcitrantes, la disipó a los pocos días una información cablegráfica que publicó la prensa del mundo entero: el Príncipe Tanama, Consejero Privado del Emperador, se había suicidado al conocer la muerte infamante de su hijo.
¡Y en nuestros archivos había tres juegos de planos! Día y noche con actividad febril, nos pusimos a estudiar los preciosos documentos, a rectificar nuestras directivas, a sacar la máxima ventaja posible de las órdenes de movilización que obraban en nuestro poder. Entonces, en febrero de 1904, estalló la guerra: aquella guerra que incubaría la revolución de 1905 y abonaría el terreno para la de 1917•
En abril nos vimos forzados a replegarnos a nuestras posiciones de Chiulienchén, a orillas del río Yalú. La batalla que se dió allí el 30 de abril de 1904 fué una de las más importantes del mundo. Por primera vez en la historia moderna, un ejército de amarillos derrotó a un ejército de blancos. Quienes ven hoy a los japoneses haciendo lo que les da la real gana en el Lejano Oriente, deben recordar el descalabro de los rusos a orillas del Yalú, hace treinta años.
Era verdad que teníamos en nuestro poder los planes de los japoneses, pero... donde íbamos a situar nosotros un regimiento, para anticiparnos a los japoneses, nos encontrábamos con que éstos habían apostado ya dos, y donde nos disponíamos a emplazar una batería, había ya dos japonesas. Acabó la batalla con la huida general de nuestras tropas y con el aniquilamiento completo de nuestra retaguardia, cuya ala izquierda, al emprender la retirada, siguió la dirección contraria a la que debió haber tomado. Y ¿por qué equivocamos la dirección? ¡Ah! yo lo sabía muy bien, y el espíritu del capitán Tanama, si éste, en realidad, había sido fusilado, lo sabía aún mejor que yo.
Mas era ya demasiado tarde para cambiar de táctica. Descansaba ésta en los datos que contenían los planos enviados por Tanama. Fuimos derrotados en Nashan, en Mukden, en Puerto Arturo. La Historia dirá que perdimos la guerra porque el ferrocarril transiberiano no pudo transportar al teatro de las operaciones con suficiente rapidez los hombres y las provisiones que necesitábamos ¡Mentira! Teníamos hombres de sobra, más que los japoneses... pero los teníamos, indefectiblemente, en donde no nos servían para nada, o a la hora en que ya no los podíamos utilizar.
Estuve en la línea de fuego, y allí, en diciembre de 1904, oí de labios de un oficial japonés prisionero, el final de la aventura. Al preguntarle por Tanama, me contestó:
—Es un grande y glorioso héroe nacional. El Emperador le ha concedido, a él y a su familia, la Orden del Sol Naciente.
— ¿No lo fusilaron, entonces ?
—¡Oh, sí! Lo degradaron y lo fusilaron por espía. Pero hace pocos meses se ha publicado la verdad del asunto: Tanama aceptó con patriótico celo el deshonor y la muerte con tal de engañarlos completamente a ustedes, los rusos. Fué un magno honor para él.
—.¿Y su padre?
- —Se suicidó, ¡qué duda cabe! Y fué también un extraordinario honor para él.
Así perdimos la guerra rusojaponesa. Y dígame ahora, honradamente, ¿qué íbamos a hacer contra hombres que no temen el fusilamiento o que se suicidan con tal de engañar al enemigo?
El autor hace este comentario a la anterior narración: «La primera vez que se la oí a un oficial ruso, la creí pura fábula; pero, después, tuve ocasión de hablar con otros rusos que habiendo militado en el Ejército Imperial habían oído contarla y aseguraban que eran muchos los que la tenían por verdadera ».
Mas era ya demasiado tarde para cambiar de táctica. Descansaba ésta en los datos que contenían los planos enviados por Tanama. Fuimos derrotados en Nashan, en Mukden, en Puerto Arturo. La Historia dirá que perdimos la guerra porque el ferrocarril transiberiano no pudo transportar al teatro de las operaciones con suficiente rapidez los hombres y las provisiones que necesitábamos ¡Mentira! Teníamos hombres de sobra, más que los japoneses... pero los teníamos, indefectiblemente, en donde no nos servían para nada, o a la hora en que ya no los podíamos utilizar.
Estuve en la línea de fuego, y allí, en diciembre de 1904, oí de labios de un oficial japonés prisionero, el final de la aventura. Al preguntarle por Tanama, me contestó:
—Es un grande y glorioso héroe nacional. El Emperador le ha concedido, a él y a su familia, la Orden del Sol Naciente.
— ¿No lo fusilaron, entonces ?
—¡Oh, sí! Lo degradaron y lo fusilaron por espía. Pero hace pocos meses se ha publicado la verdad del asunto: Tanama aceptó con patriótico celo el deshonor y la muerte con tal de engañarlos completamente a ustedes, los rusos. Fué un magno honor para él.
—.¿Y su padre?
- —Se suicidó, ¡qué duda cabe! Y fué también un extraordinario honor para él.
Así perdimos la guerra rusojaponesa. Y dígame ahora, honradamente, ¿qué íbamos a hacer contra hombres que no temen el fusilamiento o que se suicidan con tal de engañar al enemigo?
El autor hace este comentario a la anterior narración: «La primera vez que se la oí a un oficial ruso, la creí pura fábula; pero, después, tuve ocasión de hablar con otros rusos que habiendo militado en el Ejército Imperial habían oído contarla y aseguraban que eran muchos los que la tenían por verdadera ».
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