Domingo, 3 de enero de 2016
Reñido duelo aéreo entre norteamericanos y japoneses relatado por un corresponsal que estuvo en esa peligrosísima acción.
TESTIGO DE COMBATE DE DOS ACORAZADOS DEL AIRE-Por Ira Wolfert Junio de 1943
Combate de dos acorazados del aire
(Condensado del libro «Battle for the Solomons»)
Por Ira Wolfert
Junio de 1943
IRA WOLFERT es hoy, a los treinta y tres años de edad,
uno de los mejores corresponsales de la North American Newspaper
Alliance, en la cual ingresó en 1929. Ha desempeñado misiones
importantes. Es hombre que posee el don de hallarse en el lugar de los
acontecimientos siempre que hay algo que comunicar. La única batalla
naval que, por haberse dado muy cerca de la costa, pudo presenciarse
desde tierra, tuvo a Ira Wolfert entre sus espectadores, y no así como
se quiera, sino en luneta de primera fila, como quien dice. (Véase La
gran tragedia naval de los japoneses en SELECCIONES, mayo de 1943).
Cuando los Franceses Libres tomaron a St. Pierre y Miquelón, allí estaba
Ira Wolfert, y él fué el primero en dar la noticia. Yendo en una
fortaleza volante que sólo había salido a cruzar, le tocó verse en uno
de los combates más singulares: el que relata en estas páginas.
AL TENIENTE Ed Loberg se le había dado
orden de salir de Guadalcanal en su B-17, añosa Fortaleza Volante, a
practicar un reconocimiento. Resolví acompañarlo.
Loberg es un muchacho campesino de
Wísconsin. Su segundo era el teniente Bernays K. Thurston, de veintitrés
años, muy aficionado a la contabilidad, a la guitarra y a las canciones
sentimentales. El teniente Robert D. Spitzer, de veintiséis años, iba
de navegante. El alférez Robert A. Mitchell, de veinticuatro años, de
bombardero. Cinco suboficiales completaban la dotación.
Despegamos a mediodía, con un calor tropical y barruntos amenazadores de mal tiempo. La superficie vidriosa y humeante del mar espejeaba, a trechos, herida por el sol.
Allá, a lo lejos, se veían las olas levantadas por las ráfagas y las
oscuras cortinas con que la lluvia cerraba el horizonte. Estuvimos
volando bajo por un rato. Subimos luego a 2000 metros, para dar al avión
japonés que lo quisiera la oportunidad de escurrirse por debajo del
nuestro.
Repentinamente, el teniente Loberg ordenó zafarrancho de combate. Miré por las ventanillas de proa, donde hube de permanecer mientras duró el combate. Allá, muy abajo, alcancé a ver uno de los aviones PBY de la Armada. Dió una voltereta, subió un poco y, por fin, se abatió como un pájaro herido. Cerca de él estaba un Kawanishi 97, el
mejor cuatrimotor aeronaval japonés. También parecía un ave, una gran
ave de rapiña cobrando ímpetu para caer sobre su presa. Las hélices le brillaban como garras metálicas. Nos precipitamos instantáneamente al ataque.
Nuestro avión picó con tanta rapidez, que caí de rodillas y no pude volver a levantarme. Cuando
salimos del picado me sentí como si la cara se me estuviese adelgazando
y alargando y todas las vísceras se me apiñaran. Pronto me dí cuenta de
que los cañones de las torrecillas inferiores estaban escupiendo fuego.
Los disparos hacían trepidar la proa del avión. Luego empezó a nublárseme la vista. Todo me parecía vago, indistinto y lejano: era que principiaba a perder el sentido.
Cuando el avión se enderezó, pude
levantarme otra vez y ver lo que ocurría afuera. Estábamos en medio de
un chubasco. La lluvia tamborileaba sobre el avión. Se zarandeaba éste
tanto que tuve que asirme a la mesa del navegante con ambas manos para
sostenerme en pie.
«¡Se nos fué » gritó el teniente Spitzer. «Se metió en una nube».
Y nosotros nos metimos también en ella
de cabeza, casi verticalmente, como un avión de picado. Todos mirábamos
ansiosamente a través de los cristales, tratando de perforar con los
ojos el movible velo gris de la lluvia, batido por el viento. Salimos de
la nube a un sol cegador, Allí nos topamos con el avión japonés que
volaba a unos 15 metros del nuestro.
Los dos aviones se disparaban estruendosas andanadas. Llovían las balas de lado y lado, cruzándose en el corto espacio que los separaba. Los aeroplanos volaban en líneas paralelas.
Era un espectáculo fantástico. Vibrábamos sacudidos por impacto tras
impacto. El movimiento de retroceso de nuestros propios cañones nos
hacía estremecernos y bailar casi sobre los pies.
Las explosiones que se sucedían sin interrupción sonaban como una descarga prolongada, incesante. Yo distinguía claramente un cañón japonés, con su boca humeante. Veía a los artilleros que lo disparaban. Veía nuestras rojas trazadoras rebotar contra el blindaje del avión enemigo.
Nuestros combatientes y los nipones, más empeñados en dar la muerte que
temerosos de recibirla, permanecían atareados en sus puestos, sin
celar.
Los japoneses dieron una vuelta brusca y
nos asestaron sus cañones de cola. A fin de evitar su fuego devastador y
poner nuestra artillería de proa y flanco en mejor posición de ataque,
dimos también una vuelta brusca y pronunciada, Maniobra
en extremo peligrosa, pues de no ejecutarse con suma habilidad, podía
hacer saltar el avión en pedazos. El teniente Loberg la ejecutó limpia y
brillantemente.
Todo desapareció bajo un torrente de agua que de súbito se desencadenó sobr
El teniente Spitzer, sudando a chorros y
jadeando, se apartó unos pasos de su puesto, se arrancó la camisa y
exclamó: «¡Ay, qué calor!» Lo miré, sorprendido de oírlo prorrumpir en
interjecciones mujeriles
1 jeriles en aquellas circunstancias y
de verlo forcejeando con la camisa como una vieja gorda y desesperada
por el rigor del verano. Pero él, sin decir más, arrojó al suelo la
camisa y volvió prontamente a su puesto.
Los japoneses habían bajado picando y se
habían metido en el turbión, no sé si para escapar de nosotros, o para
situarse de suerte de poder acabar con nuestro avión. Cinco veces los
perdimos de vista durante el combate, en ocasiones hasta por tres o
cuatro minutos. Luchaban con gran valor y suma habilidad, pero los
tenientes Loberg y Thurston los aventajaban en todo. Contaban estos
oficiales, además, con la ayuda eficaz de toda la tripulación, que sin
cesar les avisaba hasta los más ligeros movimientos del enemigo. Cada
vez que el avión japonés se zambullía en una nube para escudarse tras
ella, nosotros le seguíamos la pista y casi siempre lo alcanzábamos al
salir de nuevo al claro.
Los japoneses volaban lo más cerca
posible del agua, a fin de impedir que atacáramos por debajo su avión,
que no ,tenía cañones en la parte inferior. Los de nuestras torres
superiores, en cambio, podían destrozar el piso de su fuselaje.
Naturalmente, también teníamos que volar a poca altura. Un tiro que
rompiera o inutilizara los mandos acabaría con todos nosotros.
No habría tiempo para salvarse en paracaídas, ni para salir por la
escotilla de escape des- pués de caer al agua. Había que vencer o
morir.
Yo meditaba
en esto, y confieso que a veces deseaba que, cuando el avión japonés se
perdiese en una nube, no volviéramos a encontrarlo.. Con gusto me
despediría de él, dejándolo metido en su nube. No se trataba solamente
de sortear el mal tiempo ni de tener que volar en toda posición, picando
a menudo y pirueteando con una gigantesca fortaleza volante como si
fuera uno de esos avioncillos diminutos hechos a propósito para tales
acrobacias. Había que recordar también las características de este
espectacular avión japonés que nos había suministrado el Servicio de
Información, para atacarlo en sus partes más vulnerables y evitar en lo
sumo posible el fuego de sus piezas más potentes y eficaces. Y en todo
esto tenían que pensar nuestros dos pilotos mientras un sargento
disparaba dos cañones cuyos proyectiles les pasaban continuamente por
delante.
Candentes pedazos de metralla le rozaron cinco veces, las piernas al teniente Spitzer, aunque sin perforarle la piel.
Las balas
silbaban sin cesar por todas partes, y el ruido continuo que hacían al
dar en nuestro avión se asemejaba al redoble de un tambor.
Recuerdo que una vez Spitzer se enderezó y ahuecó los labios como si
fuera a gritar o a quejarse; pero, en medio del estruendo, no oí nada.
Volvió él a su cañón; me olvidé del episodio.
Al alférez Mitchell lo hirieron varios
fragmentos de una bala perforante que se incrustó en su ametralladora
con un fuerte rechinido. Yo lo miré alarmado.
Estaba él de pie detrás de la
ametralladora, aturdido, con la cabeza inclinada y los músculos de la
cara relajados. Quise ir a auxiliarlo, pero las sacudidas del avión eran
tan fuertes, que no hubiese podido atravesar, sin caerme, el corto
espacio que nos separaba. Mitchell hacía grandes esfuerzos por conservar
el equilibrio. Se le bamboleaba la cabeza. Trató de hacer funcionar el
disparador; pero el arma no dió fuego. Forcejeó, entonces, por levantar
la tapa; pero inútilmente, porque también estaba averiada.
Al verlo tratando de arreglar la
ametralladora, supuse que no estaría gravemente herido. Al cabo de un
rato (no sé cuánto sería) lo vi de pie a mi lado. Acercándoseme, me dijo
al oído con voz muy suave: «Dígame dónde me han herido ».
La sangre le manaba de cerca de un ojo
y, corriéndole por la mejilla y la barba, le caía en el vello rubio del
pecho. Se la restañé con un dedo, y vi que no tenía más que desgarrones
de la carne, de poca profundidad. «También me duele un pie », dijo el
alférez. «No puedo sostenerme en él». Agregó quejumbrosamente que era
gran desgracia que el enemigo hubiera puesto fuera de combate el único
cañón de proa que se podía manejar acostado.
Dos veces pasamos por encima del avión
japonés, y tan cerca, que podíamos ver los agujeros de bordes dentados
que nuestras balas le habían hecho. En estas ocasiones yo miraba con alarma al suelo, esperando a cada segundo que lo atravesaran las balas y granadas enemigas. La
segunda vez, oí que el teniente Spitzer gritaba: « ¡Está echando humo!
¡Le hemos inutilizado uno de los motores!» Y, en efecto, la hélice
correspondiente había dejado de girar.
Miré mi
reloj, y vi que era exactamente la una y un minuto. No pude menos de
pensar en la relatividad del tiempo y en la fatuidad de medir con las
unidades ordinarias de horas y minutos el que entonces transcurría.
En ocasiones y circunstancias como aquéllas, los segundos son
eternidades que no corren parejas con los sucesos comunes del universo.
Un momento después, el teniente Spitzer, que aún estaba disparando sus dos cañones, gritó: «¡Derribado!» El
alférez Mitchell estaba sentado en un lío de paracaídas, sin decir
nada. Preguntéle si quería asomarse a una ventanilla. Él, limpiándose la
sangre que aún le brotaba de sus heridas, contestó que sí. Lo ayudé a
levantarse y lo sostuve mientras contemplaba el siniestro espectáculo que se desarrollaba a nuestros pies, en la superficie del mar. El
teniente Spitzer había abandonado sus cañones y se ocupaba en tomar
vistas cinematográficas para llevar a sus jefes la prueba de lo que
había pasado. En el avión parecía reinar un silencio profundo;
pues el estruendo de la artillería nos había ensordecido, y apenas si
oíamos zumbar la incansable hélice.
Los dos oficiales y yo presenciábamos
los últimos momentos de la máquina enemiga. Ardía ésta como un buque
tanque. Envolvíala una hoguera ovalada de color rojizo amarillento, que
parecía brotar de la superficie del agua, entonces tranquila y tersa, y
ondeaba como una inmensa'bandera, despidiendo nubes espesas de un humo
negro,
El fuego, cuando pasamos sobre él, se
extendía por gran espacio. En el centro estaba el avión, inerte y
descarnado como un esqueleto. En el borde del óvalo se discernían dos
objetos pequeños, negruzcos, que quizá fuesen hombres tratando de
escapar de las llamas, quizá fragmentos desprendidos del avión y
arrastrados por las corrientes debidas al calor.
Describimos un círculo alrededor de la
hoguera y volvimos a colocarnos sobre ella, esta vez a unos 150 metros
de altura. El humo formaba nubes que se disipaban gradualmente arriba de
nosotros. Los últimos vestigios del avión japonés habían desaparecido
por completo, y también los dos objetos negruzcos que habíamos visto;
pero las llamas, continuaban ardiendo.
Hicimos luego rumbo a nuestra base, con
un motor perforado por una bala, dos agujeros en las alas, tamaños como
platos, un sinnúmero de agujeros más pequeños, y cinco cañones fuera de
combate. El avión, que era de uno de los modelos más antiguos que aún se usan en esta guerra, había
hecho, en condiciones atmosféricas capaces de desbaratar mejores
aviones, algunas de las maniobras más difíciles y arriesgadas:
espirales, picados, etc. Quizá el contralmirante John McCain no anduviese muy lejos de la verdad cuando declaró que la fortaleza volante es el mejor avión de combate para aquellas regiones.
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