sábado, 1 de enero de 2022

EL PERRO FIEL- CUENTO

¿Quién es el autor?

Años hace que los aficionados a, ani­males refieren este cuento de los montes de la región septentrional de los Estados Uni­dos; pero, aunque abundan quienes asegu­ren haberlo leído, nunca he tropezado con nadie que pudiera decirme dónde ni cuán­do se publicó. ¿Estará mejor informado alguno de los lectores de esta Revísta.

 

 Tragedia en la selva

 Por Rex Beach

Autor de «Flowing Gold », «Alaskan Adventures »,
«Personal Exposure »,
y otras obras

1942

 PEDRO DOBLEY era un joven trampero que vivía en los yermos de tierras  remotas, sin más com­pañía que Príncipe, su enorme perro de tiro, más lobo que can, de largo y tupido pelo gris. Todos los otoños salía del mon­te con su silencioso pero fiel servidor a proveerse de lo que los dos necesitaban para el invierno, y luego volvían a des­aparecer. En la primavera, regresaba con las pieles que había juntado durante la estación de caza.

Príncipe era compañero inseparable de su amo, en cuyas penalidades y peligros nunca dejaba de participar. En tanto que Pedro, a quien mucho quería, estu­viese a su lado, poco le importaba que durmiesen a  la intemperie, sin más luz que la de las estrellas ni más techo que el firmamento, o, la choza acogedora que les servía de albergue. Sus ojos amarillos miraban a su señor y amigo con un afecto reverente que poco distaba de la adora­ción. Este sentimiento tierno parecía ar­der de continuo suavemente en el cora­zón de Príncipe como una lámpara en un altar, y sólo cuando el peligro amenazaba a su dios, reaparecía el lobo feroz en el apacible perro. Entonces erizaba el pelo, mostraba los colmillos y le brillaban si­niestramente los ojos.

Hay perros en cuyo pecho no cabe más que un afecto; perros que no pueden querer sino a una persona; mas el corazón de Príncipe era tan amplio y generoso como su cuerpo era grande y fornido. Así, cuando Pedro se casó con Margarita, el noble animal la quiso a ella tanto como a él. La primavera siguiente, cuando lle­gó Pedrito y había tres personas que cuidar en vez de dos, Príncipe no sólo aceptó con gusto su trabajo y sus nuevas responsabilidades, sino que se mostró ju­biloso con la aparición del nene, a quien al punto cobró gran cariño, quizá por ver en él un objeto especial de su solici­tud.

Pero los dioses Inclemntes de los montes del Norte se pusieron celosos. Margarita, lejos de recobrar su salud y sus fuerzas, las fué perdiendo, y las primeras nieves del otoño cayeron sobre una sepultura recién abierta bajo los pinos solitarios, al lado de la cual velaban en silencio, un hombre acongojado y un perro gigantesco cabizbajo.

Pedro se dió sus trazas de hacer com­prender a Príncipe (aunque es probable que Príncipe Ya lo supiera) que en ade­lante éste no podría servir de centinela en las trampas ni participar en las emo­ciones de la caza; pues era necesario que cuidase del nene mientras el amo iba a buscar alimento para todos. Desde entonces cuando Pudro salía, Príncipe se asomaba a la ventana hasta verlo desapa­rerr , luego, lanzando un profundo sus­piro , se echaba al lado de Pedrito. Si el chiquillo despertaba o se desasosegaba, siempre encontraba una piel suave y ti­bia en que hundir las manezuelas o apo­yar la cabecita, y sentía las caricias que su fiel  guardián le hacía lamiéndolo afectuosamen te.

Un día sobrevino una fuerte ventisca cuando Pedro estaba lejos de la choza. En unos pocos minutos, la nieve cubrió el suelo con un manto que ocultó toda la vereda y aun los árboles que pudieran servir de señales. Brújula en mano, Pe­dro partió para la choza. Avanzaba lentamente, pues la marcha se hacía difícil sobre manera, y además, incierta; y al fin lo cogió la noche. Con alguna intraquilidad, pensó en Pedrito; mas estaba seguro de  Príncipe lo cuidaría bien y no dejaría que pasara frío.

El   huracán cesó al amanecer, y poco después Pedro salió tambaleando del monte al claro donde estaba la choza. Al oírlo llegar, Príncipe saltaba siempre a la ventana lleno de, júbilo a dar la bien­venida a su señor y amigo. Pero esta vez Pedro ni vió al perro en la ventana ni oyó ruido alguno. Con el corazón helado, se lanzó a saltos por la nieve, dando gri­tos roncos, como para llamar o interrogar al perro. Al lin llegó a la choza, empujó violentamente la puerta, que con sor­presa encontró a medio abrir, y entró con

precipitación, fuera de sí, enloquecido.

La camita del nene estaba desocupada. Las frazadas estaban teñidas de sangre y el suelo cubierto de manchas rojas. Mien­tras Pedro contemplaba la escena horro­rizado, Príncipe salió arrastrándose de debajo de la cama. Tenía el hocico en­sangrentado, y el pelo del pescuezo sal­picado de rojo. No miró a Pedro ni trató de acercársele, sino que permaneció tendido en el suelo, cabizbajo y con ojos vagarosos que parecían rehuir los del amo.

Con la rapidez del relámpago, Pedro formó en su imaginación un cuadro cabal de lo que había ocurrido. «Este bruto fué lobo,» se dijo a sí mismo, «v aún lo es. El hambre despertó en él los instintos feroces de sus progenitores.» Y lanzando un alarido de ira alzó en alto el hacha que llevaba  en la mano, y con toda su fuerza la descargó sobre la ancha cabeza del perro.

De repente oyó un lloriqueo que pare­cía salir de detrás del cadáver de Prín­cipe. Poniéndose en cuclillas, estiró el brazo tembloroso y sacó al nene de de­bajo de la cama. Pedrito tenía la ropa rasgada y cubierta de sangre, pero estaba perfectamente ileso. Desconcertado y casi loco, Pedro escudriñó con los ojos el resto del aposento, en que antes no se había fijado, y vió en un rincón oscuro un lobo muerto con el pescuezo desga­rrado y un jirón sangriento de la piel de Príncipe entre los dientes.

 

Cuando Adán transgredió la ley de Dios, todos los animales aborrecieron al hombre por su pecado, el perro fue el único que se quedo a su lado, dispuesto a dar hasta la vida por su amo.

 

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