De cuantas rutas llevaron al Oeste de los Estados
Unidos, ninguna ofrece en su historia episodios de tan
subido y novelesco interés corno ésta.
LA TROCHA DE
SANTA FE
(Condensado de «The Yale Review»
Por Donald Culross Peattie
FABULOSA como Sarnarkanda, inaccesible como Lhasa y vedada como la
ciudad interior del antiguo Pequín, la
población de Santa Fe atraía
tentadora a los ciudadanos de la flamante república norteamericana. No obstante lo grande de tal atracción, sólo un puñado de americanos de
habla inglesa había estado hasta 1820 en la ciudad que los
españoles fundaron doscientos años antes.
Porque Santa Fe se encontraba más allá de las praderas vírgenes y el ardiente desierto Cimarrón, en la vertiente opuesta de las montañas Rocosas. Para llegar a ella era preciso cruzar más de 1100 kilómetros de tierras de indios—habitadas por las tribus guerreras de los paunis y las
tribus rapaces de los osages. Bandas de chayenos
podían atravesarse por el norte en el camino del osado explorador, mientras
que por el sur tenía la amenaza de los comanches,
y en los pasos de la montaña, la de
los temidos apaches que estaban siempre allí en actitud belicosa.
Los pocos exploradores que, gracias a su buena suerte y a su mucha resistencia, lograron concluir la jornada y contemplar desde los cerros
vecinos la pequeña ciudad de tejados planos, se vieron poco después encerrados en una cárcel española. O expulsados y
devueltos a las Grandes Llanuras, sin
armas ni caballos las más de las veces. Los que no morían en el viaje de
regreso contaban historias de penalidades y
actos de hostilidad como para dejar
sin ánimo de intentar la aventura a otros exploradores.
Pero también narraban historias maravillosas
de barras de plata y monedas de oro; de minas de turquesas,
y de cueros primorosamente labrados.
Describían la ciudad hecha enteramente de adobe e impregnada por el aroma del incienso de pino y la música de las campanas. Hablaban,
además, de
la fascinación ejercida por la melódica lengua española y la gracia de las
mujeres.
Los
gobernadores españoles vigilaban con profundo recelo la expansión hacia
el oeste de la joven nación gigante que se llamaba
los Estados Unidos. Los comerciantes de la ciudad de México temían por el monopolio que siempre habían ejercido en el mercado de Santa Fe, donde
podían fijar los precios que mejor les convinieran, sin ninguna competencia.
Pero ahora los gringos, los negociantes yanquis, tenían los
artículos manufacturados—batistas y percales, terciopelos y crespones, chales
de seda y lana, cuchillos, hachas, trampas,
ollas y sartenes—que Santa Fe necesitaba y podía pagar con ricas pieles y metales preciosos,
ansiosamente solicitados en los mercados estadounidenses. Los españoles se obstinaban en poner trabas a
ese comercio.
Los vecinos de Santa Fe resentían tales trabas, y no menos que ellos, los chasqueados mercaderes yanquis, que se internaban más y más hacia el Oeste, para hacer negocios de cambalache con los indios. En el otoño de 1821, el
destino escogió para el cumplimiento de sus designios a uno de aquellos
mercaderes, Guillermo Becknell, y a su partida de traficantes en pieles. Becknell había llegado hasta el pie de las
montañas Rocosas y sabía muy bien que estaba en
territorio español, cuando topó con una compañía de soldados y se dispuso resignadamente a
dejarse llevar a la cárcel, y a ver confiscadas
sus mercaderías.
Grande fue, pues, el asombro suyo al escuchar
una cortés invitación a continuar el viaje hasta Santa Fe en calidad de huésped del «Imperio Mexicano», que hacía sólo dos meses se había
declarado
independiente de España. Apenas librado del yugo colonial, Nuevo México se
daba prisa a abrir sus puertas a los mercaderes gringos. Becknell aceptó con entusiasmo la invitación, y cuatro días después
sus carros entraban en la ciudad misteriosa que los recibió con gritos de bienvenida. La carga se vendió a magníficos
precios.
A su regreso a los Estados Unidos, Becknell hizo alto con su caravana en la población fronteriza de Franklin, Misurí. Cuando la gente se hubo
congregado en torno suyo, abrió de un tajo los
pellejos que traía en su carro, dejando que las onzas de oro españolas de que venían
llenos rodasen en chorro a la calle. Los vecinos de Franklin se quedaron con la boca abierta. En aquel tiempo, la moneda metálica escaseaba en los
Estados Unidos. La gran mayoría de los negocios se hacían en papel
moneda, cuyo poder adquisitivo flotaba a merced de las brisas económicas.
La población de Franklin no desperdició la oportunidad. Todo el que tenía un dólar
corrió a invertirlo en mercaderías. Una joven invirtió 90 dólares en artículos, y poco después recibía de su hermano
900 dólares en monedas de oro por la parte que le correspondía en las
ganancias obtenidas. Cuatro años después, en 1826, cuando cierto muchacho aventurero llamado Kit Carson* *Su
verdadero nombre era Cristopher Carson. Fue
comerciante de pieles, guía y expedicionario distinguido. Durante la guerra
civil de los Estados Unidos
prestó grandes servicios contra los indios y recibió el grado honorario
de general de brigada.-abandonaba el
banco del taller donde aprendía en
Franklin el oficio de talabartero, para
tomar parte en las expediciones
al oeste, el importe de las
exportaciones de Misurí ascendía a 90,000
dólares. En dos años más, llegaba 150.000 dólares.
No era posible que comercio tan importante
permaneciese secreto o fuese monopolio de una población. Así, hubo de
extenderse en breve, y Franklin fue el primero de los pintorescos «puertos de la pradera», nombre que ellos mismos se dieron, situados casi todos cerca de la gran curva que el río Misurí describe al Este, en su marcha hacia el mar. Los barcos
llevaban las mercaderías hasta esos puntos,
pero de allí en adelante había que hacer uso de recuas y carros
toldados. De este modo fueron surgiendo «puertos » como Westport, Independence,
Fort Leavenworth y, andando el tiempo,
Kansas City.
Cada uno de ellos tuvo su época de auge y despidió con salvas de fusilería la fila de carros que partían
todas las primaveras cargados de telas y
ferretería para la venta, y con una buena provisión de
comida y armas de fuego para el viaje. Luego
acogían con entusiasmo el retorno de la expedición que traía mantas de
bisonte, lana, pieles lujosas y onzas de oro que enloquecían a todos con su alegre retintín. Los negociantes hacían fortunas de la noche a la
mañana y los carretoneros gastaban alegremente sus pesos españoles,
como marineros en puerto. Florecían las tabernas,
no se cerraban las casas de juego, los
matones cobraban el barato y las mujeres ligeras hacían su
agosto.
Pero todos los «puertos de la pradera» fueron desapareciendo o transformándose en algo diferente. El voraz Misurí se tragó a Franklin. Kansas
City absorbió a Westport. Independence borró su alegre pasado para transformarse en una población respetable.
EL NEGOCIO con Santa Fe
tuvo dos resultados tangibles inmediatos
en los Estados Unidos. El más notorio fue el caudal de oro y
plata que Irrumpió en los negocios como una transfusión de
sangre nueva. Durante el pánico de 1837, muchos
pueblos fronterizos se salvaron gracias a la moneda española.
Cuarenta y cinco mil
dólares en metálico, llegados a última hora, permitieron al banco de Misurí hacer frente al pánico de depositantes más peligroso de
su historia. Pero
nadie puede calcular el valor que tuvo el segundo de aquellos resultados: los machos y las mulas
de Santa Fe, origen de la mundialmente
famosa mula de Misurí, cuya
importancia fue decisiva para el agricultor de los Estados Unidos hasta
la invención del tractor. Más fuerte que el caballo y más rápida
que el buey, la mula llevó a los traficantes de Santa Fe por los peores caminos, desde las hostiles arenas del
desierto Cimarrón hasta los fieros pedregales del Paso del Ratón.
Todas la primaveras salían las caravanas para Santa Fe, con los carros atestados de mercancías y los corazones encendidos
por la ilusión de las aventuras.
«¡Arriba!
¡Arriba!» era el primer grito de la madrugada, la señal para
empacar y enganchar. «¡Todo listo!» era la
respuesta que volaba luego de carro en
carro, como un toque de clarín.
«¡Adelante!, era el tercer grito de mando; y cien látigos de cuero restallaban en los
lomos de las bestias que se esforzaban por arrancar y poner en movimiento las enormes ruedas. «¡A formar!» era la última voz, la señal de emparejar los carros en fila doble para la marcha. Esta formación permitía
a las dos columnas hacer rápidamente un círculo
en caso de verse atacadas por los indios.
Hacia el tercer día, la caravana dejaba atrás el último bosque del este, en Council Grove, y los carros entoldados navegaban, como galeones cubiertos de velas, por el mar de una llanura rasa de 65O kilómetros
de anchura,
engalanada a trechos
con vistosas flores, serena a
veces bajo el dosel delicadamente azul del cielo, o azotada por nubes de granizo, rugientes ciclones y
tormentas ululantes. En ocasiones abundaban por todo el camino los antíílopes
y bisontes para regalo de los expedicionarios que durante las horas
de reposo los asaban en grandes hogueras chisporroteantes.
Pero otras veces había la temporada
de penitencia, sin
otra esa que tocino salado y harina agria para matar el hambre. No era raro el tormento de la sed que desesperaba a los viajeros hasta
hacerlos cortar las orejas de las mulas para
chupar la sangre, o matar un Bisonte para beber el agua inmunda de su estómago. Y en todo lugar donde hubiese agua, el peligro
de un indio al acecho.
Sin embargo, sólo once expedicionarios perdieron la vida a manos de los indios en aquella región, desde 1821 hasta 1843. Y es que los que entonces negociaban con los indios, lo mismo que quienes primero trajinaron la trocha de Santa Fe, no disparaban sobre los indios que veían, ni asaltaban sus tierras, ni sacrificaban toda la caza, como hicieron los brutales
colonos que llegaron en gran número a la región veinticinco
años después, y cuya conducta para con los naturales fue tan abusiva
que, agotada su paciencia, las tribus se lanzaron bravamente a la lucha en defensa de sus tierras y sus vidas.
LA HISTORIA dice
discretamente que la mayoría de las caravanas llegaron a las
montañas. Pero esta afirmación no significa
que el ganado no pereciese, que los indios no lo robaran durante la
noche, que los carros no se rompiesen, que
las armas de fuego no se dispararan por accidente y mataran a alguno, ni que los apéndices no reventasen
a 65O kilómetros de todo
auxilio médico. Las
penalidades, el agotamiento, el dolor y hasta la muerte eran
ocurrencias comunes en la trocha de Santa Fe.
Por eso, ni el expedicionario más curtido podía dominar su emoción cuando al final de la llanura inclemente
sin agua ni sombra, divisaba las montañas con sus cumbres nevadas que
se alzaban, primero, como trémulos
espejismos, para trocarse luego en
deliciosa realidad—masas de verdura
con dombo de hielo que se destacaban sobre el fondo azul del horizonte. Ya era tiempo de poner rumbo al Sur, siguiendo el curso del río Purgatorio, y dirigirse hacia el Paso del Ratón, donde hasta los trenes de nuestros días trepan jadeantes por entre los pinares. Muchos
ejes se rompieron en aquel terrible camino pedregoso donde tres kilómetros por día eran una buena jornada. Pero al otro lado esperaba Nuevo México con sus mesetas rojizas como la cara de un indio viejo, y sus aires suaves como la risa de una
muchacha hispana.
Y cuando los ojos alcanzaban, por fin, a divisar la
fabulosa Santa Fe, los expedicionarios solían hacer alto y pasaban medio
día en «adecentarse»—lavándose, vistiendo la ropa de fiesta, alisándose el
cabello y sacando brillo a las guarniciones de
las caballerías. Luego desfilaban en gran
parada hasta entrar en la polvorienta plaza. Allí se alzaba el hermoso palacio del
gobernador, de más de dos siglos de
antigüedad, que todavía se conserva; allí
estaba el presidio con su cuartel y campo de ejercicio que resistieron el gran
cerco indio de 1680. También estaba allí la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en cuyo penumbroso interior brillaba el oro de
los ornamentos, mientras que arriba la plata cantaba en sus campanas.
Cerrando el cuadro, La Fonda abría sus puertas hospitalarias.
En torno a la plaza se apiñaba la pequeña ciudad que la
cal y la mica hacían resplandecer de blancura. Tal vez pareciese cálida
y polvorienta durante el día, o lánguida a la hora de la siesta. Pero, cuando
llegaba la noche, Santa Fe se animaba y
embellecía. Las puertas se abrían en las estrechas callejuelas, dejando escapar la luz anaranjada de las velas y la música de bien tañidas guitarras que guiaban a los barbudos extranjeros en la búsqueda de sus
placeres preferidos. Las mesas de monte
esperaban a los jugadores; los
fandangos a los bailarines. No faltaban
mujeres a quienes enamorar; y los hogares de las familias aristocráticas acogían a los yanquis refinados, sirviéndoles
manjares en
vajilla de plata y regalándoles con delicados vinos.
LA LUNA DE MIEL de
Misurí y Santa Fe no podía ser larga. México y los Estados
Unidos estaban fatalmente destinados a un choque de
intereses. Una docena de causas y dos de errores cometidos
por ambas partes llevaron a ambas naciones a la guerra de 1846. La
trocha se transformó en el
camino que siguió Esteban Kearny con sus legiones de misurianos en su marcha hacia Nuevo México. Muchos de sus soldados conocerían detalladamente todos los
pozos y vados, todos los pasos y emboscadas. Con dramática celeridad, Kearny se encontró a las puertas de las
montañas; los jóvenes oficiales
de Nuevo México, a las órdenes del general Armijo, le hicieron saber que no pelearían contra los yanquis. Kearny entró en Santa Fe sin disparar un tiro.
El viajero de nuestros días recorre casi la misma ruta que siguieron los esforzados expedicionarios de los primeros tiempos,, porque por razones prácticas el ferrocarril transcontinental Atchison, Topeka & Santa Fe tendió sus rieles a lo largo del camino histórico. Pero por encima de los senderos que los hombres de la trocha recorrían ayer, a cinco kilómetros por hora y entre nubes de polvo, vuelan hoy los ferrocarriles de aire
acondicionado, a 16o kilómetros por hora.
Muchas de la cosas que contemplaron los expedicionarios no han cambiado ni, gracias
a Dios, son susceptibles de cambiar. Entre ellas están el amplio dosel
del cielo sobre las altas planicies, la emocionante elevación de los picos nevados y las pintorescas mesetas rojas
de Nuevo México. En la ciudad de Santa Fe se percibe todavía el delicioso aroma del incienso de pino y sigue llevando regocijo a las almas el tañido de las campanas que cantan a
todas horas.
SELECCIONES
DEL READER'S DIGEST OCTUBRE 1946
Anécdota ilustrativa
SIR JOSIAH STAMP, el famoso
estadista y banquero inglés fallecido en 1941,
expresó durante uno de sus
discursos el temor de estar hablando demasiado, y agregó: «No me gustaría verme en la misma situación del párroco que en
medio de un sermón interminablemente
largo se detuvo para decir con tono de reprimenda: <~ Saben? A mí no me choca que miren su reloj para ver qué
horas son: lo que realmente me fastidia es que se lo lleven al
oído para ver si no se ha parado> ».
The Laughter Library (Maxwell Druke)
Dramas de la Vida cotidiana EL MENSAJE ESCONDIDO Por Miss I. A. R. Wylie NACIDA en Australia, Miss I. A. R. Wylie pasó
a vivir en Inglaterra donde comenzó a los 20 una carrera
literaria de gran éxito. Desde entonces ha escrito cuentos, novelas y artículos
para las principales revistas de Inglaterra y los
Estados Unielos, además de unos 20 libros.
LA HISTORIA que voy a relatar, con unos
pocos cambios necesarios, comienza en una
pequeña aldea de las montañas del sur de Italia.Lucía Gazzoni era una de las más alegres
entre las muchachas del pueblo, una belleza de pelo oscuro y ojos de
azabache que tenía un gran encanto y una extraordinaria vivacidad.
Gozaba atormentando a los muchachos
que le ponían a los pies todas sus
esperanzas. Aceptaba las atenciones de
alguno por unos pocos, y luego,
alegremente, lo dejaba; pero así lo
maltratase, jamás dejabaen él huella de resentimiento, y ninguno de
sus pretendientes cesó de adorarla.En cambio, si por algún motivo dejaban de adularla, se sentía a su vez
herida en su amor propio. Por eso era inevitable que tarde o temprano pusiera los ojos en Giuseppe Silva,
quien parecía inmune a sus encantos,
para tratar de agregarlo al número de
sus conquistas.En apariencia, Guiseppe no pertenecía
al tipo romántico. Era corto de estatura y ancho de espaldas, y sólo el brillo
chispeante de sus ojos
salvaba su rostro moreno de ser totalmente común; pero en el pueblo se
le consideraba
como el mejor partido
entre los jóvenes porque además de ser el único sastre de la comarca,
era relativamente
acomodado. Muy hábil para
diseñar un traje, podía hacer lo que se le antojara con un par de tijeras, una aguja y un pedazo de tela. En el pueblo era parecer de todos que habría que ir hasta Nápoles para encontrar otro que se le pudiese comparar.En los primeros días tibios de la primavera comenzaron a levantarse en la
plaza del pueblo las barracas para
la feria anual. La víspera de la inauguración Lucía fue a la tiendecilla del sastre, aparentemente para comprar unos hilos; pero después de haber
hecho su compra, no se decidía a
salir, mostrando aire de timidez.¿Por qué se resigna a
vivir en un pueblucho como éste?—preguntó al sastre—. Todo el mundo reconoce
que usted es muy hábil, y si se fuera a Nápoles podría hacer fortuna ...—No necesito más de, lo que poseo, señorita.—Usted
no es hombre de aspiraciones—le
contestó Lucía despectivamente.—Me parece una tontería ambicionar lo que realmente no se desea o lo que nunca ha de poseerse.—¿Y qué es lo que usted de veras desea?Sin responder, siguió él haciendo su
costura. De pronto ella le preguntó con brusca alegría:—¿ Quiere llevarme mañana a la feria?Otro hubiera saltado de gusto. El, con toda calma, le
respondió:—Me encantaría, señorita.Ella tuvo que contentarse con esta fría
aceptación.Al menos Giuseppe tenía sobre los-
otros pretendientes una ventaja ,que no le faltaba dinero y que sabía gastarlo
generosamente. Lucía le fue llevando sin resistencia de barraca en
barraca y él le compró cuantos dulces y baratijas
exigió su capricho.' Pero pensando quizás en que ya él
era demasiado viejo para cosas semejantes,
la dejó montar sola en el carrusel, y pacientemente la esperó' entre el grupo
de los espectadores.Fue entonces cuando Lucía conoció a
Roberto Bellini. Iba en el caballito que hacía pareja al de ella y
reía de sus demostraciones de fingido
terror, mientras que la sujetaba
con mano firme. Ella lo conocía de nombre.
Tenía parientes en el pueblo, a
quienes venía a visitar en la época de
las ferias, y se sabía que era un mozo
de éxito, vendedor de vinos de los
productores de Italia y de Francia,
y que había viajado por toda Europa.
C-Tocó
en su inquieto corazón la idea de que Roberto podría ser el camino para
salir del hoyo del pueblo en que estaba metida ?
Quizás. El caso es que se sintió feliz
cuando al día siguiente fue él a
su casa. Para Lucía, como para sus padres, era obvio
á qué iba. Un joven así no hace una visita formal si no tiene serios propósitos.
Pocas semanas después Roberto hizo
su propuesta de matrimonio. Salía para América
como representante de los productores de vinos, y quería llevarse consigo a Lucía.De la respuesta no podía dudarse. Los padres de Lucía
sentían gran dolor viendo qué su hija se iba tan lejos de ellos, pero América era El Dorado
para un aldeano de Italia y se felicitaban de que ella hubiese tenido tanta suerte.La noticia del compromiso se esparció rápidamente.
Cuando Giuseppe la supo, fue a ver a los padres de Lucía y les preguntó si le permitían hacerle el traje de boda. Apresuradamente
agregó, para evitar malas
interpretaciones, que ése sería su regalo. Lo aceptaron muy agradecidos, porque eran pobres, y el traje habría
sido para ellos carga muy pesada.Así, diariamente y bien acompañada, estuvo yendo Lucía al tallercito de
Giuseppe. El se arrodillaba a sus pies e iba midiendo y
probando la rica seda, tan
fina y pesada que todos sabían que
habría tenido que ir hasta Nápoles para comprarla. Cuando el traje estuvo
terminado Lucía sonrió feliz al
mirarse en el espejo. Nunca había
sospechado que pudiera verse tan
bella.El día de la boda fue brillante. A la noche, los padres de
Lucía festejaron a todo el mundo en su casa. Hubo baile en la plaza, Sólo Giuseppe estuvo ausente. Se dijo que le habían llamado a ver a un pariente
enfermo. Lucía estaba tan alegre y emocionada que no tuvo tiempo
para pensar en él. Al día siguiente, con su marido, salió camino de América.En un principio el matrimonio anduvo
tan maravillosamente como Lucía lo
había soñado. Roberto era diez años
mayor que ella y se mostraba tan buen
esposo como era buen negociante. Compraron una casita en los
alrededores de Nueva York, y oportunamente
Dios bendijo el hogar con dos
chiquillas tan lindas y vivaces como
su madre.Durante los primeros años Lucía escribió
a su casa con toda regularidad;
luego, cada vez menos. Sobrevino la guerra. La
pequeña aldea italiana fue
borrándose gradualmente
en la niebla de sus memorias infantiles. De
Giuseppe no volvió a acordarse sino una vez: cuando guardó su traje de novia. Ya estaba pasado de moda, pero la tela era aún lindísima y cualquier día, quizás, le encontraría alguna aplicación.Luego, lenta e implacable, la marea
de la buena suerte fue bajando. Los negocios iban mal, y aunque Roberto era un buen vendedor, a poco sólo
podía ofrecer una crecida cuenta de
gastos a los productores. Después de una breve enfermedad le quitaron las representaciones. Halló otro empleo, pero había perdido la confianza
en sí mismo, y volvió a recaer, esta
vez en términos de quedar inhabilitado
para trabajar. Poco a poco fueron comiéndose sus ahorros. En un día trágico, murió de
repente.Lucía
no tenía a quién volver los ojos. Sus amigos estaban
pasando por las mismas dificultades. Sus padres habían muerto. Sus hijas, de siete y diez años, eran demasiado niñas para sostenerse a sí mismas.Atemorizada y descorazonada vendió la casa, alquiló unos cuartos en un lugar más barato y se ganaba apenas la vida enseñando italiano en una escuela de Nueva York y dando clases de inglés a los que llegaban de su patria. Muchas noches las
pasaba en vela pensando en lo que seria de ellas si cualquier día caía enferma.Además, no faltaban pequeños problemas. Lucy, la menor, iba a hacer su primera comunión. Era el primer acontecimiento grande de su vida. «¿Qué traje me voy a poner, mamá?» Lucia comprendió la preocupación
que motivaba esta pregunta. ¿También en esta
ocasión tendría la niña que
avergonzarse de sus trapos viejos, como con tanta frecuencia le ocurría ?Entonces se acordó
Lucía de su traje de
bodas. Ahí estaba, fino y rico como
siempre. Era increíble que teniendo
una cosa
tan bella, la hubiera olvidado. En seguida comenzó -a descoser el traje y a
cortarlo a la medida de Lucy. Metido en el
dobladillo del ruedo encontró, con
gran sorpresa, un papelito
cuidadosamente doblado. Un poco desteñido, pero visibles aún sus firmes rasgos, estaba allí un mensaje que la esperaba desde hacía cosa de
15 años: «Siempre te querré.»Lucía estuvo un largo rato entregada a sus recuerdos. Por primera vez, vio al hombre de piel tostada y anchas espaldas. Pensó en esa devoción sin
palabras con que Giuseppe la
había amado. Abrumada, lloró su soledad y su
pena.Esa noche escribió una carta. Estaba
dirigida a un hombre que podría ya haber muerto, y que en todo caso ya haría mucho tiempo la habría olvidado; pero íntimamente se sentía impulsada a decirle que al fin había visto su mensaje y que quería agradecerle esa devoción de que ella había hecho
tan poco caso. Más allá de
contarle que ya su marido había muerto, no hacía referencia
alguna a los infortunios que la aquejaban.Las semanas pasaron y no llegó respuesta
alguna; ni ella la esperaba. Lucy hizo
su primera comunión con su lindo
vestido y, de todas las de la clase,
ninguna estuvo tan orgullosa y feliz.
Mirándola subir al altar, Lucía le
daba gracias a Giuseppe por esa bondad
suya. Como los viñedos en las
colinas de su tierra, a
través de los años seguía dando fruto.Poco después, un día, al volver a casa,
encontró que un hombre la esperaba en el oscuro vestíbulo. Al principio
no le reconoció. Las anchas espaldas parecían ahora más anchas y un tanto encorvadas. El pelo, antes negro, ahora era gris. Luego, oyó suvoz: «¡Todavía es verdad, Lucía!»Aunque ella nada le había escrito' de
sus infortunios, el amante corazón de Giuseppe los
había adivinado y acudía presuroso por
si ella necesitaba de su ayuda.Esta historia termina como loscuentos de hadas. Giuseppe había reunido regular fortuna y pudo abrir su
negocio de sastrería en el país que era segunda patria de la mujer amada y establecer para todos un hogar feliz.Selecciones del Reader Dígest Marzo 1954
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