miércoles, 2 de julio de 2025

LA CIUDAD DE SANTA FE

 A veces estando en mi trabajo, evoco esta lectura, porque es una de mis preferidas, especialmente estos pasajes " Describían la ciudad hecha enteramente de adobe e impregnada por el aroma del incienso de pino y la música de las campanas. Habla­ban, además, de la fascinación ejercida por la melódica lengua española y la gracia de las mujeres" "En torno a la plaza se apiñaba la pe­queña ciudad que la cal y la mica hacían resplandecer de blancura. Tal vez pare­ciese cálida y polvorienta durante el día, o lánguida a la hora de la siesta. Pero, cuando llegaba la noche, Santa Fe se ani­maba y embellecía. Las puertas se abrían en las estrechas callejuelas, dejando esca­par la luz anaranjada de las velas y la música de bien tañidas guitarras" Miercoles  2 de Julio de 2025

 viernes, 4 de septiembre de 2020

LA TROCHA DE SANTA FE

 De cuantas rutas llevaron al Oeste de los Estados Unidos, ninguna ofrece en su historia episodios de tan subido y novelesco interés corno ésta.
                                   LA TROCHA DE SANTA FE
 (Condensado de «The Yale Review»
                        Por Donald Culross Peattie

FABULOSA como Sarnarkanda, inacce­sible como Lhasa y vedada como la ciudad interior del antiguo Pequín, la población de Santa Fe atraía tentadora a los ciuda­danos de la flamante república norteame­ricana. No obstante lo grande de tal atracción, sólo un puñado de americanos de habla inglesa había estado hasta 1820 en la ciudad que los españoles fundaron doscientos años antes.
Porque Santa Fe se encontraba más allá de las praderas vírgenes y el ardiente desierto Cimarrón, en la vertiente opues­ta de las montañas Rocosas. Para llegar a ella era preciso cruzar más de 1100 kiló­metros de tierras de indios—habitadas por las tribus guerreras de los paunis y las tribus rapaces de los osages. Bandas de chayenos podían atravesarse por el norte en el camino del osado explorador, mien­tras que por el sur tenía la amenaza de los comanches, y en los pasos de la montaña, la de los temidos apaches que estaban siempre allí en actitud belicosa.
Los pocos exploradores que, gracias a su buena suerte y a su mucha resistencia, lograron concluir la jornada y contem­plar desde los cerros vecinos la pequeña ciudad de tejados planos, se vieron poco después encerrados en una cárcel españo­la. O expulsados y devueltos a las Gran­des Llanuras, sin armas ni caballos las más de las veces. Los que no morían en el viaje de regreso contaban historias de penalidades y actos de hostilidad como para dejar sin ánimo de intentar la aven­tura a otros exploradores.
Pero también narraban historias mara­villosas de barras de plata y monedas de oro; de minas de turquesas, y de cueros primorosamente labrados. Describían la ciudad hecha enteramente de adobe e impregnada por el aroma del incienso de pino y la música de las campanas. Habla­ban, además, de la fascinación ejercida por la melódica lengua española y la gracia de las mujeres.
Los gobernadores españoles vigilaban con profundo recelo la expansión hacia el oeste de la joven nación gigante que se llamaba los Estados Unidos. Los comer­ciantes de la ciudad de México temían por el monopolio que siempre habían ejercido en el mercado de Santa Fe, don­de podían fijar los precios que mejor les convinieran, sin ninguna competencia.
Pero ahora los gringos, los negociantes yanquis, tenían los artículos manufactu­rados—batistas y percales, terciopelos y crespones, chales de seda y lana, cuchillos, hachas, trampas, ollas y sartenes—que Santa Fe necesitaba y podía pagar con ricas pieles y metales preciosos, ansiosa­mente solicitados en los mercados esta­dounidenses. Los españoles se obstinaban en poner trabas a ese comercio.
Los vecinos de Santa Fe resentían tales trabas, y no menos que ellos, los chas­queados mercaderes yanquis, que se int­ernaban más y más hacia el Oeste, para hacer negocios de cambalache con los indios. En el otoño de 1821, el destino escogió para el cumplimiento de sus de­signios a uno de aquellos mercaderes, Guillermo Becknell, y a su partida de traficantes en pieles. Becknell había lle­gado hasta el pie de las montañas Rocosas y sabía muy bien que estaba en territorio español, cuando topó con una compañía de soldados y se dispuso resignadamente a dejarse llevar a la cárcel, y a ver con­fiscadas sus mercaderías.
Grande fue, pues, el asombro suyo al escuchar una cortés invitación a conti­nuar el viaje hasta Santa Fe en calidad de huésped del «Imperio Mexicano», que hacía sólo dos meses se había decla­rado independiente de España. Apenas librado del yugo colonial, Nuevo Méxi­co se daba prisa a abrir sus puertas a los mercaderes gringos. Becknell aceptó con entusiasmo la invitación, y cuatro días después sus carros entraban en la ciudad misteriosa que los recibió con gritos de bienvenida. La carga se vendió a magnífi­cos precios.
A su regreso a los Estados Unidos, Becknell hizo alto con su caravana en la población fronteriza de Franklin, Mi­surí. Cuando la gente se hubo congregado en torno suyo, abrió de un tajo los pelle­jos que traía en su carro, dejando que las onzas de oro españolas de que venían llenos rodasen en chorro a la calle. Los vecinos de Franklin se quedaron con la boca abierta. En aquel tiempo, la moneda metálica escaseaba en los Estados Unidos. La gran mayoría de los negocios se hacían en papel moneda, cuyo poder adquisitivo flotaba a merced de las brisas económicas.
La población de Franklin no desperdi­ció la oportunidad. Todo el que tenía un dólar corrió a invertirlo en mercaderías. Una joven invirtió 90 dólares en artícu­los, y poco después recibía de su hermano 900 dólares en monedas de oro por la parte que le correspondía en las ganancias obtenidas. Cuatro años después, en 1826, cuando cierto muchacho aventurero lla­mado Kit Carson* *Su verdadero nombre era Cristopher Carson. Fue comerciante de pieles, guía y expedicionario distinguido. Durante la guerra civil de los Estados Unidos prestó grandes servicios contra los indios y recibió el grado honorario de general de brigada.-abandonaba el banco del taller donde aprendía en Franklin el oficio de talabartero, para tomar parte en las expediciones al oeste, el importe de las exportaciones de Misurí ascendía a 90,000 dólares. En dos años más, llegaba 150.000 dólares.
No era posible que comercio tan im­portante permaneciese secreto o fuese monopolio de una población. Así, hubo de extenderse en breve, y Franklin fue el primero de los pintorescos «puertos de la pradera», nombre que ellos mismos se dieron, situados casi todos cerca de la gran curva que el río Misurí describe al Este, en su marcha hacia el mar. Los bar­cos llevaban las mercaderías hasta esos puntos, pero de allí en adelante había que hacer uso de recuas y carros toldados. De este modo fueron surgiendo «puertos » como Westport, Independence, Fort Lea­venworth y, andando el tiempo, Kansas City.
Cada uno de ellos tuvo su época de auge y despidió con salvas de fusilería la fila de carros que partían todas las prima­veras cargados de telas y ferretería para la venta, y con una buena provisión de comida y armas de fuego para el viaje. Luego acogían con entusiasmo el retorno de la expedición que traía mantas de bi­sonte, lana, pieles lujosas y onzas de oro que enloquecían a todos con su alegre retintín. Los negociantes hacían fortunas de la noche a la mañana y los carretoneros gastaban alegremente sus pesos españoles, como marineros en puerto. Florecían las tabernas, no se cerraban las casas de juego, los matones cobraban el barato y las mujeres ligeras hacían su agosto.
Pero todos los «puertos de la pradera» fueron desapareciendo o transformándose en algo diferente. El voraz Misurí se tragó a Franklin. Kansas City absorbió a Westport. Independence borró su alegre pasado para transformarse en una pobla­ción respetable.
EL NEGOCIO con Santa Fe tuvo dos resultados tangibles inmediatos en los Estados Unidos. El más notorio fue el caudal de oro y plata que Irrumpió en los negocios como una transfusión de sangre nueva. Durante el pánico de 1837, muchos pueblos fronterizos se salvaron gra­cias a la moneda española. Cuarenta y cinco mil dólares en metálico, llegados a última hora, permitieron al banco de Misurí hacer frente al pánico de deposi­tantes más peligroso de su historia. Pero nadie puede calcular el valor que tuvo el segundo de aquellos resultados: los ma­chos y las mulas de Santa Fe, origen de la mundialmente famosa mula de Misurí, cuya importancia fue decisiva para el agricultor de los Estados Unidos hasta la invención del tractor. Más fuerte que el caballo y más rápida que el buey, la mula llevó a los traficantes de Santa Fe por los peores caminos, desde las hostiles arenas del desierto Cimarrón hasta los fieros pedregales del Paso del Ratón.
Todas la primaveras salían las carava­nas para Santa Fe, con los carros atesta­dos de mercancías y los corazones encen­didos por la ilusión de las aventuras.
 «¡Arriba! ¡Arriba!» era el primer grito de la madrugada, la señal para empacar y enganchar. «¡Todo listo!» era la respues­ta que volaba luego de carro en carro, como un toque de clarín. «¡Adelante!, era el tercer grito de mando; y cien láti­gos de cuero restallaban en los lomos de las bestias que se esforzaban por arrancar y poner en movimiento las enormes ruedas. «¡A formar!» era la última voz, la señal de emparejar los carros en fila doble para la marcha. Esta formación permitía a las dos columnas hacer rápida­mente un círculo en caso de verse ataca­das por los indios.
Hacia el tercer día, la caravana dejaba atrás el último bosque del este, en Coun­cil Grove, y los carros entoldados nave­gaban, como galeones cubiertos de velas, por el mar de una llanura rasa de 65O kilómetros de anchura, engalanada a tre­chos con vistosas flores, serena a veces bajo el dosel delicadamente azul del cielo, o azotada  por nubes de granizo, rugientes ciclones y tormentas ululantes. En ocasiones abundaban por todo el camino los antíílopes y bisontes para regalo de los expedicionarios que durante las horas de reposo los asaban en grandes hogueras chisporroteantes. Pero otras veces había la temporada de penitencia, sin otra esa que tocino salado y harina agria para matar el hambre. No era raro el tormento de la sed que desesperaba a los viajeros hasta hacerlos cortar las orejas de las mulas para chupar la sangre, o matar un Bisonte para beber el agua inmunda de su estómago. Y en todo lugar donde hu­biese agua, el peligro de un indio al acecho.
Sin embargo, sólo once expediciona­rios perdieron la vida a manos de los in­dios en aquella región, desde 1821 hasta 1843. Y es que los que entonces nego­ciaban con los indios, lo mismo que quie­nes primero trajinaron la trocha de Santa Fe, no disparaban sobre los indios que veían, ni asaltaban sus tierras, ni sacrifi­caban toda la caza, como hicieron los brutales colonos que llegaron en gran número a la región veinticinco años des­pués, y cuya conducta para con los natu­rales fue tan abusiva que, agotada su pa­ciencia, las tribus se lanzaron bravamente a la lucha en defensa de sus tierras y sus vidas.
LA HISTORIA dice discretamente que  la mayoría de las caravanas llegaron a las montañas. Pero esta afirmación no significa que el ganado no pereciese, que los indios no lo robaran durante la noche, que los carros no se rompiesen, que las armas de fuego no se dispararan por acci­dente y mataran a alguno, ni que los apéndices no reventasen a 65O kilómetros de todo auxilio médico. Las penalidades, el agotamiento, el dolor y hasta la muerte eran ocurrencias comunes en la trocha de Santa Fe.
Por eso, ni el expedicionario más cur­tido podía dominar su emoción cuando al final de la llanura inclemente sin agua ni sombra, divisaba las montañas con sus cumbres nevadas que se alzaban, pri­mero, como trémulos espejismos, para trocarse luego en deliciosa realidad—masas de verdura con dombo de hielo que se destacaban sobre el fondo azul del hori­zonte. Ya era tiempo de poner rumbo al Sur, siguiendo el curso del río Purgato­rio, y dirigirse hacia el Paso del Ratón, donde hasta los trenes de nuestros días trepan jadeantes por entre los pinares. Muchos ejes se rompieron en aquel te­rrible camino pedregoso donde tres kiló­metros por día eran una buena jornada. Pero al otro lado esperaba Nuevo Mé­xico con sus mesetas rojizas como la cara de un indio viejo, y sus aires suaves como la risa de una muchacha hispana.
Y cuando los ojos alcanzaban, por fin, a divisar la fabulosa Santa Fe, los expedi­cionarios solían hacer alto y pasaban medio día en «adecentarse»—lavándose, vistiendo la ropa de fiesta, alisándose el cabello y sacando brillo a las guarniciones de las caballerías. Luego desfilaban en gran parada hasta entrar en la polvo­rienta plaza. Allí se alzaba el hermoso pa­lacio del gobernador, de más de dos siglos de antigüedad, que todavía se conserva; allí estaba el presidio con su cuartel y campo de ejercicio que resistieron el gran cerco indio de 1680. También estaba allí la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en cuyo penumbroso interior brilla­ba el oro de los ornamentos, mientras que arriba la plata cantaba en sus campanas. Cerrando el cuadro, La Fonda abría sus puertas hospitalarias.
En torno a la plaza se apiñaba la pe­queña ciudad que la cal y la mica hacían resplandecer de blancura. Tal vez pare­ciese cálida y polvorienta durante el día, o lánguida a la hora de la siesta. Pero, cuando llegaba la noche, Santa Fe se ani­maba y embellecía. Las puertas se abrían en las estrechas callejuelas, dejando esca­par la luz anaranjada de las velas y la música de bien tañidas guitarras que guiaban a los barbudos extranjeros en la búsqueda de sus placeres preferidos. Las mesas de monte esperaban a los jugado­res; los fandangos a los bailarines. No faltaban mujeres a quienes enamorar; y los hogares de las familias aristocráticas acogían a los yanquis refinados, sirvién­doles manjares en vajilla de plata y rega­lándoles con delicados vinos.
LA LUNA DE MIEL de Misurí y Santa Fe no podía ser larga. México y los Estados Unidos estaban fatalmente des­tinados a un choque de intereses. Una docena de causas y dos de errores come­tidos por ambas partes llevaron a ambas naciones a la guerra de 1846. La trocha se transformó en el camino que siguió Esteban Kearny con sus legiones de misurianos en su marcha hacia Nuevo México. Muchos de sus soldados cono­cerían detalladamente todos los pozos y vados, todos los pasos y emboscadas. Con dramática celeridad, Kearny se encontró a las puertas de las montañas; los jóvenes oficiales de Nuevo México, a las órdenes del general Armijo, le hicieron saber que no pelearían contra los yanquis. Kearny entró en Santa Fe sin disparar un tiro.
El viajero de nuestros días recorre casi la misma ruta que siguieron los esforzados expedicionarios de los pri­meros tiempos,, porque por razones prácticas el ferrocarril transcontinental Atchison, Topeka & Santa Fe tendió sus rieles a lo largo del camino histórico. Pero por encima de los senderos que los hombres de la trocha recorrían ayer, a cinco kilómetros por hora y entre nubes de polvo, vuelan hoy los ferrocarriles de aire acondicionado, a 16o kilómetros por hora.
Muchas de la cosas que contemplaron los expedicionarios no han cambiado ni, gracias a Dios, son susceptibles de cam­biar. Entre ellas están el amplio dosel del cielo sobre las altas planicies, la emocio­nante elevación de los picos nevados y las pintorescas mesetas rojas de Nuevo México. En la ciudad de Santa Fe se percibe todavía el delicioso aroma del incienso de pino y sigue llevando regocijo a las almas el tañido de las campanas que cantan a todas horas.
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST OCTUBRE 1946
Anécdota ilustrativa
 SIR JOSIAH STAMP, el famoso estadista y banquero inglés fallecido en 1941, expresó durante uno de sus discursos el temor de estar hablando demasiado, y agregó: «No me gustaría verme en la misma situación del párroco que en medio de un sermón interminablemente largo se detuvo para decir con tono de repri­menda: <~ Saben? A mí no me choca que miren su reloj para ver qué horas son: lo que realmente me fastidia es que se lo lleven al oído para ver si no se ha parado> ».
The Laughter Library (Maxwell Druke)
  Dramas de la Vida cotidiana EL MENSAJE ESCONDIDO Por Miss I. A. R. Wylie NACIDA en Australia, Miss I. A. R. Wylie pasó a vivir en Inglaterra donde comenzó a los 20 una carrera literaria de gran éxito. Desde entonces ha escrito cuentos, novelas y artículos para las principales revistas de In­glaterra y los Estados Unielos, además de unos 20 libros. LA HISTORIA que voy a relatar, con unos pocos cambios nece­sarios, comienza en una pequeña al­dea de las montañas del sur de Italia.Lucía Gazzoni era una de las más alegres entre las muchachas del pue­blo, una belleza de pelo oscuro y ojos de azabache que tenía un gran en­canto y una extraordinaria vivacidad. Gozaba atormentando a los muchachos que le ponían a los pies todas sus esperanzas. Aceptaba las atenciones de alguno por unos pocos, y luego, alegremente, lo dejaba; pero así lo maltratase, jamás dejabaen él huella de resentimiento, y nin­guno de sus pretendientes cesó de adorarla.En cambio, si por algún motivo dejaban de adularla, se sentía a su vez herida en su amor propio. Por eso era inevitable que tarde o tem­prano pusiera los ojos en Giuseppe Silva, quien parecía inmune a sus encantos, para tratar de agregarlo al número de sus conquistas.En apariencia, Guiseppe no perte­necía al tipo romántico. Era corto de estatura y ancho de espaldas, y sólo el brillo chispeante de sus ojos salva­ba su rostro moreno de ser totalmen­te común; pero en el pueblo se le consideraba como el mejor partido entre los jóvenes porque además de ser el único sastre de la comarca, era relativamente acomodado. Muy há­bil para diseñar un traje, podía hacer lo que se le antojara con un par de tijeras, una aguja y un pedazo de tela. En el pueblo era parecer de to­dos que habría que ir hasta Nápoles para encontrar otro que se le pudiese comparar.En los primeros días tibios de la primavera comenzaron a levantarse en la plaza del pueblo las barracas para la feria anual. La víspera de la inauguración Lucía fue a la tiende­cilla del sastre, aparentemente para comprar unos hilos; pero después de haber hecho su compra, no se decidía a salir, mostrando aire de timidez.¿Por qué se resigna a vivir en un pueblucho como  éste?—preguntó al sastre—. Todo el mundo reconoce que usted es muy hábil, y si se fuera a Nápoles podría hacer fortuna ...—No necesito más de, lo que po­seo, señorita.—Usted no es hombre de aspira­ciones—le contestó Lucía despectiva­mente.—Me parece una tontería ambicio­nar lo que realmente no se desea o lo que nunca ha de poseerse.—¿Y qué es lo que usted de veras desea?Sin responder, siguió él haciendo su costura. De pronto ella le pregun­tó con brusca alegría:—¿ Quiere llevarme mañana a la feria?Otro hubiera saltado de gusto. El, con toda calma, le respondió:—Me encantaría, señorita.Ella tuvo que contentarse con esta fría aceptación.Al menos Giuseppe tenía sobre los- otros pretendientes una ventaja ,que no le faltaba dinero y que sabía gastarlo generosamente. Lucía le fue llevando sin resistencia de barraca en barraca y él le compró cuantos dulces y baratijas exigió su capricho.' Pero pensando quizás en que ya él era demasiado viejo para cosas seme­jantes, la dejó montar sola en el carrusel, y pacientemente la esperó' entre el grupo de los espectadores.Fue entonces cuando Lucía conoció a Roberto Bellini. Iba en el caballito que hacía pareja al de ella y reía de sus demostraciones de fingido te­rror, mientras que la sujetaba con mano firme. Ella lo conocía de nom­bre. Tenía parientes en el pueblo, a quienes venía a visitar en la época de las ferias, y se sabía que era un mozo de éxito, vendedor de vinos de los productores de Italia y de Fran­cia, y que había viajado por toda Europa.

C-Tocó en su inquieto corazón la idea de que Roberto podría ser el ca­mino para salir del hoyo del pueblo en que estaba metida ? Quizás. El caso es que se sintió feliz cuando al día siguiente fue él a su casa. Para Lucía, como para sus padres, era ob­vio á qué iba. Un joven así no hace una visita formal si no tiene serios propósitos.

Pocas semanas después Roberto hizo su propuesta de matrimonio. Salía para América como represen­tante de los productores de vinos, y quería llevarse consigo a Lucía.De la respuesta no podía dudarse. Los padres de Lucía sentían gran dolor viendo qué su hija se iba tan lejos de ellos, pero América era El Dorado para un aldeano de Italia y se felicitaban de que ella hubiese tenido tanta suerte.La noticia del compromiso se es­parció rápidamente. Cuando Giu­seppe la supo, fue a ver a los padres de Lucía y les preguntó si le permi­tían hacerle el traje de boda. Apre­suradamente agregó, para evitar ma­las interpretaciones, que ése sería su regalo. Lo aceptaron muy agrade­cidos, porque eran pobres, y el traje habría sido para ellos carga muy pesada.Así, diariamente y bien acompa­ñada, estuvo yendo Lucía al tallerci­to de Giuseppe. El se arrodillaba a sus pies e iba midiendo y probando la rica seda, tan fina y pesada que todos sabían que habría tenido que ir hasta Nápoles para comprarla. Cuando el traje estuvo terminado Lucía sonrió feliz al mirarse en el espejo. Nunca había sospechado que pudiera verse tan bella.El día de la boda fue brillante. A la noche, los padres de Lucía feste­jaron a todo el mundo en su casa. Hubo baile en la plaza, Sólo Giusep­pe estuvo ausente. Se dijo que le ha­bían llamado a ver a un pariente enfermo. Lucía estaba tan alegre y emocionada que no tuvo tiempo pa­ra pensar en él. Al día siguiente, con su marido, salió camino de América.En un principio el matrimonio anduvo tan maravillosamente como Lucía lo había soñado. Roberto era diez años mayor que ella y se mos­traba tan buen esposo como era buen negociante. Compraron una casita en los alrededores de Nueva York, y oportunamente Dios bendijo el ho­gar con dos chiquillas tan lindas y vivaces como su madre.Durante los primeros años Lucía escribió a su casa con toda regulari­dad; luego, cada vez menos. Sobre­vino la guerra. La pequeña aldea italiana fue borrándose gradualmen­te en la niebla de sus memorias infantiles. De Giuseppe no volvió a acordarse sino una vez: cuando guardó su traje de novia. Ya estaba pasado de moda, pero la tela era aún lindísima y cualquier día, quizás, le encontraría alguna aplicación.Luego, lenta e implacable, la ma­rea de la buena suerte fue bajando. Los negocios iban mal, y aunque Ro­berto era un buen vendedor, a poco sólo podía ofrecer una crecida cuenta de gastos a los productores. Después de una breve enfermedad le quita­ron las representaciones. Halló otro empleo, pero había perdido la con­fianza en sí mismo, y volvió a recaer, esta vez en términos de quedar in­habilitado para trabajar. Poco a poco fueron comiéndose sus ahorros. En un día trágico, murió de repente.Lucía no tenía a quién volver los ojos. Sus amigos estaban pasando por las mismas dificultades. Sus pa­dres habían muerto. Sus hijas, de sie­te y diez años, eran demasiado niñas para sostenerse a sí mismas.Atemorizada y descorazonada ven­dió la casa, alquiló unos cuartos en un lugar más barato y se ganaba apenas la vida enseñando italiano en una escuela de Nueva York y dando clases de inglés a los que llegaban de su patria. Muchas noches las pasaba en vela pensando en lo que seria de ellas si cualquier día caía enferma.Además, no faltaban pequeños problemas. Lucy, la menor, iba a hacer su primera comunión. Era el primer acontecimiento grande de su vida. «¿Qué traje me voy a poner, mamá?» Lucia comprendió la pre­ocupación que motivaba esta pre­gunta. ¿También en esta ocasión tendría la niña que avergonzarse de sus trapos viejos, como con tanta fre­cuencia le ocurría ?Entonces se acordó Lucía de su traje de bodas. Ahí estaba, fino y rico como siem­pre. Era increíble que teniendo una cosa tan bella, la hubiera olvidado. En seguida comenzó -a descoser el traje y a cortarlo a la medida de Lucy. Metido en el dobladillo del ruedo encontró, con gran sorpresa, un papelito cuidadosamente dobla­do. Un poco desteñido, pero visibles aún sus firmes rasgos, estaba allí un mensaje que la esperaba desde hacía cosa de 15 años: «Siempre te querré.»Lucía estuvo un largo rato entre­gada a sus recuerdos. Por primera vez, vio al hombre de piel tostada y anchas espaldas. Pensó en esa devo­ción sin palabras con que Giuseppe la había amado. Abrumada, lloró su soledad y su pena.Esa noche escribió una carta. Esta­ba dirigida a un hombre que podría ya haber muerto, y que en todo caso ya haría mucho tiempo la habría ol­vidado; pero íntimamente se sentía impulsada a decirle que al fin había visto su mensaje y que quería agra­decerle esa devoción de que ella ha­bía hecho tan poco caso. Más allá de contarle que ya su marido había muerto, no hacía referencia alguna a los infortunios que la aquejaban.Las semanas pasaron y no llegó respuesta alguna; ni ella la esperaba. Lucy hizo su primera comunión con su lindo vestido y, de todas las de la clase, ninguna estuvo tan orgullosa y feliz. Mirándola subir al altar, Lucía le daba gracias a Giuseppe por esa bondad suya. Como los viñedos en las colinas de su tierra, a través de los años seguía dando fruto.Poco después, un día, al volver a casa, encontró que un hombre la es­peraba en el oscuro vestíbulo. Al principio no le reconoció. Las anchas espaldas parecían ahora más anchas y un tanto encorvadas. El pelo, antes negro, ahora era gris. Luego, oyó suvoz: «¡Todavía es verdad, Lucía!»Aunque ella nada le había escrito' de sus infortunios, el amante cora­zón de Giuseppe los había adivinado y acudía presuroso por si ella necesi­taba de su ayuda.Esta historia termina como loscuentos de hadas. Giuseppe había reunido regular fortuna y pudo abrir su negocio de sastrería en el país que era segunda patria de la mujer ama­da y establecer para todos un hogar feliz.Selecciones del Reader Dígest Marzo 1954

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