LINCOLN DEFIENDE
A UN REO
DE 15 AÑOS
Mary Raymond Shipman
Andrews
Abril de 1943
Abril de 1943
Un episodio de la vida de Lincoln en
el que resplandecen la generosidad de su carácter y su sagacidad
para juzgar a los hombres.
El venerable anciano de cuyos labios
se tuvo el relato que va a leerse, había conocido casualmente a su
interlocutor, un caballero norteamericano, en un hotel de Bermuda. De esto hace
ya años. Alto, erguido, de mirada penetrante, el
narrador revelaba al punto, aun ante el más superficial observador, distinción
y refinamiento.
Hablaba de episodios, viajes,
aventuras, pero con más entusiasmo que todo, de su propia profesión: la
abogacía. Bríllábanle los negros ojos cuando evocaba el recuerdo de los grandes
juristas...
—Es una necedad—exclamaba
golpeando el brazo de la silla con su gran mano huesosa de erudito—esa idea
de que el Derecho vuelve a los hombres duros de corazón, de que los abogados no
tienen más aliciente en la vida que el bolsillo de sus clientes. Viejo soy ya;
he visto actos nobilísimos realizados por médicos y sacerdotes; mas ninguno tan
notable como el de cierto abogado, en el ejercicio de su profesión.
Y sin más preámbulo, dió así comienzo
a su relato:
El presidente del comité político
local se detuvo ante la puerta del despacho para observar a sus anchas al
candidato a diputado que en ese momento estaba embebido, al parecer, en la
lectura de una carta. Podía compararse el rostro de este hombre al de un
granítico picacho de la montaña: recio, inexpugnable, ceñudo, solitario y, sin
embargo, amable, con la hermosura de las cosas ingenuas. Plegó, por fin, la
carta y, revolviéndose en su silla, se dirigió al visitante:
_Siento haberle hecho esperar, Tom.
Trataba de descubrir si hay algún medio para estar en dos sitios a la vez. Pero
no lo hallo; y parece que no podré hablar aquí el viernes.
— ¿Que
no puede pronunciar su discurso? Seguramente lo dice usted en broma...
—No; no estoy bromeando—replicó
el candidato subrayando sus palabras con un movimiento negativo de cabeza.
Púsose luego en pie y empezó a medir la habitación a grandes zancadas. El
presidente del comité político lo acosaba con argumentos de peso:
—Bien sabe usted que Cartright nos
puede derrotar. No hay que desperdiciar esta oportunidad; la elección está ya
encima
Detuvo entonces el candidato sus
enormes pasos, y con enigmática sonrisa en los labios y cierto fulgor especial
en los ojos vivaces de idealista, puso punto final a la discusión:
—No puedo explicarle el motivo,
Tom, y preferiría que no me lo preguntara; mas ello es que no podré hablar aquí
el viernes.
En efecto, al amanecer del
viernes, la
alta figura del candidato atravesaba las calles desiertas de aquella ciudad del
Oeste, antes que hubieran salido de sus casas los más madrugadores habitantes. Marchando siempre a pie,
ganó pronto la campiña; continuó andando con paso rápido y soltura infatigables
hasta llegar,
justamente en el momento en que daban las nueve de la mañana, a una pequeña población,
distante treinta y dos kilómetros de su punto de partida.
Había comenzado ya la audiencia, a
puerta abierta, en una sala colmada de espectadores. Era una tibia mañana de
verano. El candidato a diputado entró sin ser notado y ocupó asiento en la
última fila.
Familiarizado con el ambiente, el
recién llegado no había de sorprenderse gran cosa ante el interior
excesivamente modesto del salón, con sus paredes blanqueadas, tablas sin
pintura y duros bancos de madera. . Prestó, en cambio, mucha atención a los
abogados y al juez, como si los estuviera estudiando, y no perdió una sílaba de
los comentarios del público en torno a un juicio por hurto que se ventilaba en
aquellos momentos. Terminado el caso, el fiscal del distrito pidió al tribunal
que se iniciara inmediatamente el juicio por asesinato contra John Wilson.
¿Tienes abogado?—le preguntó. El muchacho movió
negativamente la desordenada cabeza rubia:
No—balbució—. No conozco... a nadie... No tengo... con qué... pagar.
— ¿Quieres que el tribunal te
nombre un defensor?
El rumor de una pesada bota que
raspaba el piso rompió el profundo silencio del salón. El candidato a diputado
hablase levantado de su puesto en la última fila para dirigirse lentamente
hacia el estrado del juez.
..Con
la venia de Su Señoría.
—dijo—. Soy abogado. Gustoso serviré como
representante de la defensa.
El magistrado contempló por un momento
la figura desgarbada y altísima de quien así hablaba.
— ¿Cómo
se llama usted?—le preguntó. A lo que él contestó tranquilamente:
Abrahám Lincoln.
Unos pocos espectadores volviéronse a
mirar al abogado. Conque ¡aquél era el candidato a una curul en el Congreso!
Más allá de esta trivial
consideración, nada les importaba el recién llegado.
Ninguno de aquellos
campesinos, ninguno de esos vigorosos taladores de los grandes bosques del
Oeste que vestían de
dril tejido en el hogar, ni las mujeres en sus trajes de zaraza y tocadas con
papalinas, podrían haber soñado, al oír aquel
nombre, que correspondía al de quien estaba destinado a llenar una de las
páginas más grandes de la historia.
Lo conozco de nombre, señor Lincoln—replicó el juez—, y tengo mucho
gusto en nombrarlo defensor del acusado.
Se sortearon los jurados. A cada uno
lo observaba detenidamente Lincoln con esa su mirada penetrante, pero no quiso
recusar a ninguno. El público comenzaba a mostrar impaciencia, porque si bien
es cierto que la opinión estaba ya formada y era definitivamente adversa al
acusado, los circunstantes querían, a pesar de
todo, que hubiera alguna lucha en su favor.
El fiscal del distrito abrió el
juicio, como agente del Ministerio Público, narrando en pocas palabras los
hechos del caso. El acusado había estado trabajando en la finca de un tal Amos
Berry, en el otoño anterior, en 1845. Trabajaba allí también un irlandés
llamado Shaughnessy, que se complacía siempre en molestar al muchacho, hasta
que llegó a hacerse odiar de éste. El 28 de octubre, iba el chico conduciendo
una carreta cargada de heno, destinada a la hacienda vecina. En la puerta
encontró a Shaughnessy, Berry y otros dos hombres. El muchacho le pidió a Berry
que le abriera la puerta, y cuando éste iba a complacerlo, intervino
Shaughnessy para impedirlo, afirmando que el conductor del carro debía bajarse
y abrir él mismo la puerta, para que aprendiera a no ser perezoso. El irlandés, no contento con esto, le arrebató al muchacho la
horquilla del heno, y lo pinchó con ella para obligarlo a saltar al suelo. El
muchacho, enfurecido, logró quitarle la horquilla a su agresor, y lanzándose
sobre él le enterró una de las puntas del arma en la cabeza. El irlandés murió
al cabo de una hora. Tal era la historia.
A mediodía se suspendió el juicio
oral. El juez y los abogados se encaminaron a la fonda que quedaba al cruzar la
calle. Nadie reparó en que el abogado defensor, que no los había acompañado,
echaba calle abajo, con la infeliz mujer pobremente vestida que, durante toda
la audiencia, había permanecido llorando en silencio en un rincón de la sala.
—Esa es la madre del acusado—murmuró una mujer cuando, reanudada
la audiencia, el abogado de la defensa la acompañó hasta un escaño, antes de
dirigirse a ocupar su propio puesto. El fiscal del distrito hizo comparecer a
los testigos presenciales del hecho, quienes corroboraron los detalles del
crimen. Al parecer, no había la menor duda de la culpabilidad del acusado.
Este, mientras tanto, permanecía en silencio, descolorido a consecuencia de los
largos meses de encierro, hundido en la desesperanza: ¡Un asesino de quince
años!
La tarde pasaba. La voz nasal del
agente del Ministerio Público se alzaba y descendía por turnos, a medida que
examinaba a los testigos. Pero el abogado defensor permanecía sentado,
sin despegar los labios, ni siquiera para refutar algunas declaraciones en
extremo perjudiciales para su cliente. Contentabase con observar al juez y a
los jurados, como si tratara de adivinar el carácter de cada uno. Por fin, el
fiscal dio por terminada su intervención en nombre del Estado, y el juicio se suspendió
nuevamente, mientras los protagonistas iban a cenar.
La opinión estaba de acuerdo en que el
chico sería condenado irremediablemente. Ni siquiera un abogado «hábil» lo
podría salvar ya, después de semejantes atestaciones no desmentidas.
Según esa opinión general,
el curioso y altísimo personaje no debía de ser buen abogado, porque, de otro
modo, ya hubiera intervenido muchas veces en defensa de su cliente, siquiera
para ir preparando el terreno en su favor.
Por lo demás, el público estaba convencido de la necesidad de condenar al
acusado. Matar, a los quince años, revelaba una perversión tal, que era mejor
para la sociedad librarse de una vez de un sujeto tan peligroso.
Tornó a abrirse la sala a las 7:30. No
había un solo asiento desocupado. La infeliz madre, que vestía un traje de
zaraza raído, se sentó esta vez próxima al foro, para estar cerca de su hijo.
El juez entró; y luego Abraham Lincoln atravesó lentamente entre el silencio de
los espectadores, para poner una inmensa mano sobre el hombro débil del
acusado. El chico tembló nerviosamente. Lincoln se inclinó y le dijo
pausadamente, pero en tono que pudo oír toda la concurrencia:
—Nada temas, chiquillo. Voy a
sacarte de este enredo. Trata de tener valor para alentar a tu madre.- El
muchacho volvió a mirar a la desconsolada mujer, que forzó una sonrisa para
darle ánimo, y entonces trató también él de sonreír. El
público se .dió cuenta del esfuerzo de ambos; también lo vió el juez y lo
comprendieron los jurados. Y la rápida
mirada de Lincoln, que todo lo captaba bajo sus cejas pobladas,
observó en más de un rostro una expresión de piedad. El abogado de la defensa
se quitó la chaqueta, que colgó en el espaldar de una silla, para quedarse en
mangas de camisa.
«Señores del jurado» comenzó
Lincoln: «Voy a hacer la defensa de este caso en una forma no acostumbrada
ante los tribunales
No voy a llamar testigos; no quiero
más testigo que este pequeño reo.
Tampoco presentaré argumentos. Voy a limitarme a contarles a ustedes un
cuento y a dejar luego el caso en sus manos.»
Hubo sensación entre los oyentes. La
voz del abogado, dura y desagradable en un principio, continuó así:
«Usted, Jim
Beck... usted, Jack Armstrong»,
señalando con el índice nudoso a dos de los miembros del jurado, «ustedes
dos recordarán... y usted también, Luke Green, que hace quince años, allá en 1831, llegó a
estas tierras desde Indiana un individuo largo y desaliñado. Tan estrafalaria
era su facha, que me atrevo a asegurar que quienes lo vieron entonces no han
podido olvidarlo. Vestía cutí de fabricación casera y llevaba los pantalones atollados dentro de unas
grandes botas de cuero crudo. Señores del jurado, creo que algunos de ustedes
se acordarán de ese joven. Se llamaba Abraham Lincoln. »
El orador se detuvo un momento para
arremangarse un poco más las mangas de la camisa, exhibiendo a la vista de los
jurados las velludas muñecas y los acerados músculos de la mano y el antebrazo.
i Oh!, sí! Algunos de ellos recordaban
bien al gigante, campeón de todas las proezas fisicas Permanecieron en
expectativa.
«Lo mejor en la
vida de un hombre son sus amistades» _prosiguió la fuerte voz del orador, mientras se hacía más
suave su mirada, como si estuviera observando un largo camino recorrido. «Por
estos contornos no faltan los buenos amigos. Aquel joven que vino de Indiana
toscamente vestido de cutí azul, encontró unos cuantos. Lo que les voy a
contar se refiere a una familia que lo ayudó.
«El joven Abraham Lincoln dejó el
hogar a los veintidós años para ganarse la vida. En aquellos tiempos dificiles,
no siempre encontraba trabajo. Cierto día de otoño,
al caer la tarde y después de haber caminado muchas leguas buscando qué hacer, oyó el ruido de un hacha que le orientó hacia una cabaña. Era bien pobre aquella choza, aun para ser de
colonos; en las ventanas, a guisa de vidrios, se extendían pedazos de tela.
Sólo había una habitación, con un desván encima. Abraham avanzó hasta la
cabaña, con la esperanza de encontrar abrigo.»
Otra vez hizo una pausa la voz, y
apuntó en los labios una sonrisa de grato recuerdo.
. «Señores del jurado, jamás se dio a un rey mejor bienvenida. El propietario de
la cabaña puso cuanto tenía a la disposición del visitante. Dos niños jugaban en el suelo, mientras
una mujer de pequeña estatura arrullaba al chiquitín, sentada cerca del hogar.
El visitante subió por una escalerilla al desván, después de la cena.
«A la mañana siguiente, después de
ayudar a las faenas domésticas, preguntó si no habría algún oficio que él
pudiera desempeñar. El propietario le contestó afirmativamente; siempre que
fuera capaz de rajar madera y hacer otras labores no menos suaves, no
faltaría qué hacer. Y luego le preguntó: ¿Le gusta a usted trabajar?
«Abraham tuvo que confesarle que no
podía entusiasmarlo tanto el trabajo como acabar con las culebras, por ejemplo,
pero sin embargo... En fin, el resultado de todo aquello fué que se quedó y
demostró que era capaz de ejecutar el trabajo de un hombre.
«Cinco semanas vivió Abraham en la
cabaña, ayudando al padre a cortar árboles, a la madre en las faenas domésticas,
y hasta jugando a menudo con el chiquitín alegre de cabellos de oro. Ninguna
época de su vida había sido más alegre que aquélla.»
El abogado tomó la chaqueta, y
mientras todos los ojos del salón se fijaban en él, buscó en los bolsillos
hasta dar con una carta.
«El joven que tan
obligado quedó con esa familia, prosperó años después. Con buena suerte y con
la bendición de Dios, logró conquistar cierta posición en la comunidad. Hasta donde ha podido,—o he podido—me
he mantenido en contacto con esos viejos amigos. Mas, llevado y traído por los
azares de una vida agitada, no había tenido
últimamente noticia de ellos. Apenas el lunes pasado me llegó esto—y enseñó la carta que tenía en la
mano—me llegó esto a Springfield.
«Es una carta de la
madre que acogió en su humilde cabaña al fatigado joven de hace quince años. Su marido murió ya, seguido poco
después por los dos hijos mayores. La madre que arrullaba a
su chiquitín aquella tarde—el
abogado giró rápidamente sobre los
talones para señalar a la pequeña mujer hundida en un banco de la
primera fila—esa madre está allí.»
Dejó caer el brazo. Su mirada
luminosa se dirigió hacia la inclinada cabeza rubia del
pequeño criminal. Sílaba por sílaba
escucharon todos los asistentes la frase siguiente , dicha
con honda voz conmovedora:
«El chiquitín es el niño que ahora
ocupa el banquillo de los acusados.»
En la atmósfera caldeada
del salón repleto de gente, el silencio, turbado apenas por el leve roce de un
traje femenino o la tos contenida de algún varón, debía completar el trabajo del
abogado defensor, modelando la opinión de los circunstantes mejor que lo
hubieran hecho las palabras. En todo el ámbito
de la sala, hombres y mujeres se movían y suspiraban, acaso vencidos sus ánimos
por la solemnidad del silencio.
En el momento culminante volvió a
oírse la voz del abogado de la defensa, que tuvo
entonces el efecto de recoger en un haz las puntas crispadas de los nervios
de todos, asi como el cochero recoge con fuerte puño las varias riendas de
sus indómitos caballos.
«Muchas veces,» hablaba
como si estuviera pensando en alta voz, «muchas veces he recordado aquellas semanas en
que fuí objeto de tantas bondades por parte de esa
pobre gente, y le he rogado a Dios que me deparara el momento de demostrar mi
gratitud. Cuando recibí el lunes la carta en que se me pedía
auxilio, comprendí que Dios había oído mi ruego.
«La respuesta a una oración
suele venirnos acompañada de la exigencia de un sacrificio.
Así ocurrió en este caso. Esta noche debía haberme llegado el momento culminante de muchos años de ambición. Esta noche debía haber pronunciado un discurso decisivo
de mi carrera. Pero esa ambición y el
posible fracaso que he de sufrir como consecuencia, los depongo gustoso en aras de la seguridad de este
muchacho
Les corresponde a ustedes,» agregó mirando fijamente a los
miembros del jurado, “garantizarle esa seguridad.
«Señores del jurado: al
comenzar hice a ustedes la advertencia de que defendería al acusado en una
forma no acostumbrada ante los tribunales, que no presentaría argumento alguno.
No he hecho más que narrar un episodio. Ustedes
saben que en la edad en que las manos de este niño debieran estar entretenidas
con la cartilla o el anzuelo de pescar, estaban manejando el
instrumento de trabajo de un adulto, y eso fué su perdición ustedes saben bien
cómo el chico se vió acosado por un hombre hasta que, desesperado, hizo uso del
apero que en la mano tenía. Todo eso lo saben tan bien como yo. Lo único que
les pido es que traten a este niño como quisieran que los demás hombres
trataran a los hijos de ustedes en su propio hogar.
Confío su vida a esa prueba. Señores
del jurado, he dicho.
» Abraham Lincoln se sentó.
Poco después salían los miembros del
jurado para instalarse a deliberar en una habitación del hotelito cercano.
Transcurrió media hora. Luego, los espectadores que habían abandonado el salón
de audiencia La madre del acusado, casi exhausta, mantenía las enjutas
manos entrelazadas nerviosamente. Los miembros del jurado tomaron a ocupar sus
puestos, y el secretario del tribunal les dirigió las preguntas consabidas —Señores
del jurado ¿han acordado ustedes el veredicto:--Sí--contestó el que
presidía.
— ¿Cuál es el veredicto, culpable o
inocente?
Durante un segundo quizás, todo el
mundo contuvo la respiración. La pequeña mujer sostenía los ojos fijos en el
vocero del jurado, centro en aquel momento de todas las miradas. Sólo el chico
de la cabeza de oro permanecía agachado, como si no estuviera oyendo.
—¡Inocente!--declaró el jurado.
Al oír este veredicto se
desbordaron las reprimidas emociones del público. Los hombres hablaban a
gritos, golpeaban el suelo, agitaban los brazos y aun tiraban por alto los sombreros; las mujeres lloraban,
una o dos lanzaban gritos de júbilo.
Abraham Lincoln alcanzó a ver que el pequeño prisionero se caía de bruces; en
dos zancadas estuvo a su lado para tomarlo en los brazos vigorosos y pasarlo,
por encima de la barandilla, a los de la madre, quien pareció querer devorarlo
a besos y caricias. Todo el mundo se agolpó en torno del grupo, pero Lincoln
los contuvo, diciendo:
—Este chico se ha desmayado. Dénle
aire—. Y luego, con una sonrisa, agregó—: Ya la madre ha recobrado a su
hijo. Todo está bien, amigos míos, pero traigan un vaso de agua para el niño.
Así terminó el anciano su
relato. Dejó transcurrir unos minutos en silencio, para tornar a hablar, como si quisiera anticiparse a alguna objeción de su interlocutor.
—Claro está--dijo—que un caso como
el que le acabo de relatar no podría ocurrir hoy día, ni hubiera ocurrido
tampoco en esa época en esa época en ningún tribunal del Este del país. Quizás
se necesitaba un Lincoln para poder realizar esa proeza. Lo cierto es que él sí conocía el corazón del pueblo y de
los jurados, y aquilató exactamente el carácter del juez. El episodio sucedió tal como se lo he narrado. Es un hecho real.
El que escuchaba miró con gran
curiosidad al anciano. Al fin le interrogó:
—Permítame usted que le pregunte cómo llegó a su conocimiento este episodio. Lo
ha narrado usted con tanta Precisión de detalle y tanta emoción como si lo
hubiera presenciado. ¿Será posible
que usted hubiera tomado parte en aquel juicio?
Con un fulgor en los negros ojos y una
sonrisa de añoranza, como si estuviera sonriendo a través de medio siglo de su
vida a rostros que ha mucho tiempo volvieron al polvo, el anciano abogado
contestó simplemente:
—¡yo era el juez!