sábado, 27 de febrero de 2016

"MASADA NO VOLVERÁ A CAER" Por Paul Friggens 1968

 Estando sentados  en la cumbre del Monte Masada, en Noviembre de 2006, el guia nos dió una charla...y dijo: Saben, ¿Por qué los judios españoles prefirieron ser  quemados en la inquisición española y no luchar?--Porque el Templo de Jerusalén había sido  quemado,  y ellos preferían compartir igual suerte. .
En ese momento sentí en mi corazón unos deseos de llorar por la suerte de aquellos judíos españoles..
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"Masadá
no volverá a caer"

POR PAUL FRIGGENS

  Las ruinas de esta antigua fortaleza judía,
recientemente excavadas, evocan el recuerdo de una de las
resistencias más heroicas y sublimes que registra la
historia en sus anales, y son fuente de renovada
inspiración para los amantes de la libertad.

DESPUÉS de escalar, bajo el tórrido sol del desierto, la cumbre rocosa en que se asentaba una altiva fortaleza que dominaba el yermo de Judea y el mar Muerto, puse mi planta en el lugar donde se verificó el hallazgo arqueológico más importante de los tiempos modernos: Masadá. Este peñón de cerca de 500 metros de altitud es, ciertamente, uno de los sitios de la Tierra en que con más fuerza late el corazón de los seres humanos.
"Aquí mismo, hace casi 2000 años", dijo mi guía, "un puñado de héroes ofreció la más vigorosa resistencia de que hay memoria".
Y, mientras me acompañaba por entre las ruinas, me contó la siguiente epopeya:
La historia de Masadá remonta a la era pre-cristiana. Allá por el año 35 antes de J. C., Herodes el Grande, rey de Judea, erigió aquí una enorme fortaleza. Despótico y suspicaz, Herodes temía la rebelión de su pueblo, y más aun a que Marco Antonio, soberano de Judea, pudiera entregar esta provincia a Cleopatra, reina de Egipto. Hizo, pues, que su ejército levantase una elevada muralla, con 37 torres, alrededor de la cima, de nueve hectáreas de superficie. Aquel nido de águilas era un palacio semicircular de tres plantas, excavado en el precipicio norte de Masadá. Con sus lujosos baños cubiertos de azulejos, sus cámaras de techo apoyado en suntuosas columnas y sus paredes ricamente adornadas de frescos de vivos colores, proporcionaba al monarca comodidades sin fin y protección contra el viento del desierto y el candente sol. Allí, en gustoso aislamiento y completa seguridad, gozó de una existencia regalada hasta su inuerte, ocurrida cuatro años antes del nacimiento de Cristo. Legó su ciudadela a una serie de guarniciones romanas.

Flechas contra catapultas. El año 66 de nuestra era, después de un siglo de odiada dominación romana, los judíos se levantaron en armas. Roma despachó contra los insurrectos un ejército de 80.000 hombres que, al cabo de cuatro años de combatir con fiereza, aplastó la insurrección. Los romanos saquearon y prendieron fuego por los cuatro costados a Jerusalén, arrojaron los niños a las llamas y embarcaron a los sobrevivientes para Roma, donde los pasearon, encadenados, por las calles.
Es decir, todos, menos un millar de empecinados patriotas —entre hombres, mujeres y niños— que, acaudillados por Eleazar-ben-Ya'ir, se replegaron a la abrupta Judea y ocuparon a Masadá. Convirtiendo las ruinosas estancias de la ciudadela en albergue improvisado, los patriotas resistieron tres años, con increíble y hazañoso denuedo, a las poderosas huestes romanas. Por último, se reforzó a los sitiadores con los 5000 hombres de la famosa Décima Legión, mandada por Flavio Silva, con la consigna terminante de destruir la madriguera de aquellos tenaces rebeldes. Silva mandó rodear la cumbre de una muralla paralela de asedio y asaltó la fortaleza. En vano. Los patriotas se mantuvieron firmes.
Entonces, Silva ordenó un solo asalto en masa desde el oeste y dispuso la construcción de una rampa gigantesca para subir a las alturas de Masadá. Se forzó a millares de judíos hambrientos y enfermos a trabajar en la descomunal obra desde el alba hasta la noche, y con todo el calor del desierto. Los defensores
de Masadá hacían llover piedras y flechas sobre los sitiadores, consiguiendo retrasar el progreso de la obra. Inútil esfuerzo. Los romanos, al abrigo de sus catapultas, remataron la empresa. Silva emplazó un enorme ariete y principió a martillar implacablemente las defensas de Masadá. Por una brecha penetra- ron, tea en mano, los asaltantes para pegar fuego a la fortaleza. juzgando inminente su victoria, se retiraron a su campamento a preparar el asalto final y decisivo del dia siguiente.
El relato de los últimos días de Masadá está descrito con vívidos colores en las páginas del historiador judío Flavio Josefo, que, a la caída de Jerusalén en poder de los romanos el año 70 de nuestra era, se pasó al enemigo y llegó a ser un opulento ciudadano de la soberbia urbe. La suya es la única narración contemporánea de lo que aconteció en aquella funesta noche de primavera del año 73.
Muerte por sorteo. Cuando el fuego comenzó a propagarse por los baluartes de Masadá, Eleazar-benYa'ir reunió a sus compañeros y les dijo: "Las primeras luces del día alumbrarán nuestra derrota, pero nos queda la libertad de elegir una muerte honrosa en unión (le nuestros seres queridos. Salgamos de este mundo, no como esclavos, sino como hombres libres, junto con nuestras mujeres y nuestros hijos.
"Mas antes de morir", ordenó Eleazar, "que el fuego consuma toda la fortaleza. Será un golpe terrible para los romanos, que hallarán nuestros cuerpos a salvo de sus cadenas y no cogerán un solo adarme de botín. Dejemos intacta una sola cosa: nuestras provisiones de boca, pues darán testimonio de que no hemos perecido por falta de alimentos, sino porque hemos preferido la muerte a la esclavitud".
Conmovidos por las ardientes palabras de Eleazar, sus compañeros se juramentaron para suicidarse en masa con los 960 patriotas sitiados. Cada uno de los hombres se despidió tiernamente de sus familiares y los mató. Entonces hicieron hogueras con sus bienes materiales delante de sus casas. A la temblorosa luz de las-llamas, se prepararon para su hora más trágicamente hermosa. Escuchemos a Josefo:
"Echando a suertes, escogieron diez hombres que habrían de matar a los demás. El resto se acostaron en el suelo, abrazados con sus mujeres y sus hijos, y tendieron el cuello a los encargados de ejecutar la triste misión. Luego que hubieron dado muerte a todos, sortearon el nombre de aquel de ellos que habría de quitar la vida a los otros nueve. Entonces, cuando el que quedó vivo se hubo asegurado de que todos estaban muertos, puso fuego al palacio real y, con todas sus fuerzas, se hundió en el pecho la espada".
A la siguiente mañana, la Décima, al son de las tubas, se lanzó al asalto, confiada en la victoria. Pero en vez de la resistencia que esperaban, los romanos hallaron solo ruinas humeantes y lúgubre silencio. "Entraron en el palacio", continúa Josefo, "y fue entonces cuando se toparon con la muchedumbre de los muertos. No pudieron menos de maravillarse de tan atroz resolución y desprecio a la muerte que habían mostrado".
¿Cómo pudo Josefo trazar un cuadro tan real y crispante de las últimas horas de Masadá? Pues porque hubo testigos presenciales: dos mujeres y cinco niños que se ocultaron en una cisterna durante la matanza y lo contaron después todo a los romanos. Probablemente Josefo escuchó la narración de boca de los romanos, o quizá habló con las mujeres y los niños sobrevivientes.
El sueño de Yadin. Así terminó la gesta de Masadá. Pasaron los siglos, y la fortaleza, abandonada, fue desmoronándose. Su nombre quedó  grabado en la memoria del pueblo judío, como un blasón de gloria. Y así hubiera continuado, remoto y envuelto en reverente misterio, como las ciudades bíblicas de Sodoma y Gomorra, si no hubiese sido por la voluntad indomable de un hombre: del Dr. Yigael Yadin, profesor de arqueología en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Yadin, apacible sabio cincuentón, fue cabecilla de guerrilleros en la guerra de independencia de Israel el año 1948 y sirvió como jefe de estado mayor israelí hasta que renunció en 1952. Después de su regreso a la vida civil se le despertó un interés apasionado por Masadá. Inspirado Por los palpitantes relatos de Josefo, escaló el escarpado peñón que se yergue en Judea y comenzó sus nivestigaciones arqueológicas. No tardó en convencerse de que la montaña podría guardar en su seno la codiciada verdad, amén de raros y Preciosos tesoros. Y abrazó con llusión de soñador el propósito de organizar una expedición para desenterrar las ruinas.
En 1963, tras muchos años de arduo trabajo, Yadin vio, al fin, realizado su sueño. Al frente de una expedición patrocinada por la Universidad Hebrea, el Departamento Israelí de Antigüedades, la Sociedad Israelí de Exploraciones y grupos e individuos particulares, Yadin se lanzó a una titánica empresa en la que consumió once meses, descubrió el 97 por ciento de Masadá, removió más de 40.000 metros cúbicos de tierra y llevó a feliz término una obra que, normalmente, hubiera costado 25 años de labores arqueológicas. El resultado fue revelar a un mundo atónito la historia de los valientes que prefirieron una muerte gloriosa a la vil servidumbre.
Con la ayuda del Cuerpo de Ingenieros del Ejército israelí, Yadin atacó el peñón con todas las reglas del arte militar. Desde helicópteros sus auxiliares fotografiaron y cuadricularon la fortaleza palmo a palmo. Los zapadores abrieron una carretera a través del yermo inhóspito de Judea, construyeron traídas de agua, levantaron un campamento de 50 tiendas y chozas cerca del lugar donde el general romano Silva había sentado sus reales hacía casi 1900 años. Sujetos sobre el abismo por cinturones de cuerdas, los obreros labraron una escalera en el paredón de piedra e instalaron un teleférico para trasportar cargas pesadas hasta la cumbre de Masadá.
Faltándole la mano de obra necesaria, Yadin publicó avisos en la prensa israelí y en The Observer de Londres en solicitud de obreros voluntarios, cuidándose de advertir claramente que el trabajo era rudo y el clima casi insoportable por lo cálido, que las condiciones de vida eran penosas y que los voluntarios tendrían que costearse de su propio peculio el viaje de ida y vuelta a Masadá. Y sucedió lo inesperado: llovieron miles de respuestas de jóvenes y viejos, de pobres y ricos, de judíos y gentiles, de todo el mundo.
Mudos de asombro y emoción. Fueron, en total, unas 5000 las personas de 28 países que acudieron como voluntarias. Yadin las puso a trabajar en turnos de dos meses y en equipos de a 300. Se trabajó, primero, de octubre de 1963 a mayo de 1964; después, de noviembre a abril. A las 4:45 de la madrugada se tocaba la diana, y una hora después ya estaban los voluntarios subiendo la cuesta para dar principio a sus agotadores trabajos, desplazando enormes cantos, cavando, cerniendo tierra. Repentinas y violentas tempestades del desierto obligaron más de una vez a suspender los trabajos, hicieron trizas las tiendas y anegaron el campamento. En varias ocasiones hubo que arrojar la comida a los expedicionarios desde helicópteros, por haberse cortado todos los demás medios de comunicación. El peor de los obstáculos fue, sin duda, el rigor del clima desértico. "De día nos achicharrábamos y de noche nos helábamos", recuerda un voluntario.
Pese a todo, la obra adelantaba con firmeza. Un día, hurgando en las cenizas y escombros, los obreros dieron, al fin, con algo que probaba plenamente la autenticidad de la célebre resistencia.
"Nos quedamos mudos de estupor y de emoción", cuenta Yadin en su libro Masadá, "ante lo que acabábamos de descubrir. Revivimos, pasmados, los postreros y más trágicos instantes del terrible drama. En las gradas que conducían a un estanque de la casa de baños de Herodes había tres esqueletos. Uno era de un hombre de 20 años. A su lado había muchos eslaboncillos de cotas de malla, haces de flechas, un velo litúrgico. Cerca estaba el esqueleto de una joven que conservaba el cuero cabelludo intacto por la extremada sequedad de la atmósfera. El cabello negro, cuidadosamente trenzado, parecía acabado de peinar. El tercer esqueleto era de un niño. No cabía duda: lo que nuestros ojos contemplaban eran los despojos mortales de algunos defensores de Masadá".
Yadin exhumó 25 esqueletos de hombres, niños y mujeres; pero no se han hallado los restos de los demás defensores. Acaso se los llevaron los romanos. Pero el hallazgo más sorprendente de todos fue el de once enigmáticos fragmentos de arcilla cocida, con caracteres hebraicos inscritos. Cada uno de ellos ostentaba un solo nombre o apodo: el de Ben-Ya'ir y el de cada uno de los otros diez caudillos. Los arqueólogos conjeturan que estos tejuelos hayan sido las suertes que se emplearon en la siniestra lotería de hace casi 20 siglos.
 Las excavaciones pusieron al descubierto 10 kilómetros de murallas de la fortaleza, las ruinas de un palacio herodiano con su cisterna y su sala real exornada de frescos, una sinagoga, trozos de ánforas de vino y de trigo, alimentos desecados: dátiles, sal, trigo, huesos de aceitunas y pepitas de granadas. Había también monedas de bronce y plata acuñadas durante la insurrección, pilas de proyectiles arrojados por las catapultas romanas, lámparas de barro, un vasto surtido de cosméticos y de objetos de alfarería, y hasta 14 fragmentos de rollos de cuero y de pergamino semejantes a los descubiertos en 1947, cerca de Qumran, a orillas del mar Muerto, y que tanta celebridad alcanzaron.
"El valor científico de esos hallazgos es inmenso", declara Yadin.
"Pero por grande que sea su importancia, Masadá es, ante todo y por encima de todo, un símbolo. Representa el tesón heroico de unos pocos ,contra muchos, de los débiles contra los fuertes; el postrer combate de los que prefirieron la muerte a la esclavitud y la sumisión oprobiosa".
Todos los años millares de jóvenes israelíes suben a la cima de Masadá en solemne peregrinación. Allí, en una ceremonia nocturna alumbrada por el rojizo flamear de antorchas, los reclutas israelíes juran la bandera a la voz de "¡Masadá no volverá a caer!" Porque Masadá es un santuario donde se rinde culto a la independencia y al heroísmo; es un símbolo augusto para los amantes de la libertad en toda la redondez de la Tierra.
 

viernes, 26 de febrero de 2016

EL BUEN PASTOR Por Pierre van Paassen 1941

miércoles, 2 de marzo de 2016

  Dos mundos frente a la infancia
 Golosinas nazistas
(Condensado del semanario «The New Republic»)
Por Bruce Bliven
El siguiente apunte está inspirado en una información cablegráfica que se publicó en The New  York Times.
   MAYO DE 1943

ESTA MAÑANA de octubre barren las calles de Amsterdam ráfagas de un viento cortante que sopla del Mar del Norte. Los transeúntes tiemblan de frío. También hace frío en las casas de altos tejados puntiagudos. ¡Escasean tanto la leña y el carbón!
Tambiénlos alimentos escasean. Camino de Alemania, a la cual se va todo en estos tiempos, han desaparecido las reses opulentas de Holstein. Camino de Alemania se han ido de igual modo los grandes quesos redondos con sus fundas escarlatas, las largas longanizas pálidas, los gruesos panes de tostada corteza... ¡todo!
A pesar del viento, hoy hace más calor al aire libre, donde alumbra el sol, que en las casas. Algunos chicos se han echado a la calle, enfundados en sus trajecillos llenos de remiendos. Con pasividad  de famélicos se agrupan quiete­citos en los sitios donde caliente más el sol.
Suenan al fondo de la calle acordes de música marcial. A su compás desfilan tropas de asalto alemanas. Marchan lentamente. Los chiquillos comienzan a seguir a los soldados. Al fin y al cabo, una banda siempre es una atracción.
Cuando el séquito de niños es bas­tante numeroso, la tropa hace alto. El  jefe  dirige la palabra a la chíquilleria.
Se expresa en excelente holandés. Pro­bablemente es uno de los niños ale­manes refugiados a quienes estas buenas gentes de Holanda dieron pan y alber­gue durante el período de hambre que siguió a la guerra anterior.
«¡Niños!» grita. «Hoy es un gran día. Vamos a repartir chocolates, pastas y dulces». Saca de una bolsa de papel una pastilla de chocolate y la muestra. La chiquillería aprieta el cerco. Hace meses que nadie ha visto chocolate.
«El que quiera chocolate, no tiene sino que acercarse mientras nuestros soldados cantan y marchan» continúa el jefe. « ¡Ah! otra cosa. Nada de caritas tristes» les advierte. «El que no se ría se quedará sin chocolate. Vamos, ven­gan ya, mientras cantan los soldados».
Un ansia de lograr los dulces, que solamente pueden comprender quienes se hayan visto privados de ellos por lar­go tiempo, vence al miedo en la mayo­ría de los niños. Los soldados van sa­cando chocolates, pasteles, dulces. Se los ofrecen a los chicos que, tras breve vacilación, avanzan decididos. Pero los soldados mantienen las codiciadas golosinas en alto, fuera del alcance de los pequeños.
«¡A reír!» les dicen en voz baja. «¡A reír, y a alcanzarlos!»
Un locutor describe la escena en el camión del micrófono. Sus comentarios se entremezclan con la música de la banda, el canto de los soldados y la risa de los niños.
«En estos momentos», perora, «son los niños quienes asaltan a los soldados de las tropas de asalto. Se les cuelgan de los brazos; se les trepan por el cuerpo. La escena es conmovedora: demuestra la fraternidad que reina entre las tropas de asalto alemanas y el pueblo de Ho­landa».
¡Trepa, Jan! ¡Sube, Wilhelmina! Apo­dérate de tu chocolate, pobre holande­sito; y agárralo bien fuerte y corre a buscar un escondite seguro, niño in­feliz al cual ha convertido la liberalidad de la «raza señora» en un animalito ¡asustadizo y famélico...
Sin embargo, puedes considerarte dichoso. Los soldados no correrán a darte alcance.
 Podrás devorar en paz tu chocolate. Aquí, en Holanda, no ocurre como en Grecia. En Grecia dis­tribuyen pan a la hambrienta multitud ante una cámara cinematográfica. Ape­nas han tomado la película, les arreba­tan el pan y salen para otro lugar de la ciudad a repetir la escena.
,¡Ríe, Pieter! ¡Rie Katrina! Ríe en pago de tu chocolate. A tu risa, en la cual siente uno el miedo, se une un eco, muy tenue para que tú alcances a oírlo; un eco que viene de los campa­mentos de\tortura de Noruega, de los atestados cementerios de Atenas, de los negros escombros de Varsovia, de las ruinas humeantes de Rotterdam, de las tumbas en que se ha convertido todo el pueblo de Lidice. Es un eco muy tenue, pero que aún seguirá resonando dentro de un millar de años...
 
 

jueves, 25 de febrero de 2016

LA CALAVERA DE LA TIA MALVINA Por Loren C. Eiseley 1951



La calavera de la tía Melvina
Condensado de « Harper's Magazine» Por Loren C. Eiseley
1951 
Mis colecciones de arqueólogo comprenden algunas calaveras. Alzo los ojos y veo las cuatro que descansan en la repisa. Sé que tengo dos más guardadas en el fichero. Hay, sin embargo, una calavera que nunca aceptaría yo, ni aunque su dueño me la ofreciese: la calavera que conserva en su casa el viejo Harney.
Tiene su historia, y fue la familia de Harney la que me hizo barruntarlo.
—La guarda en el chinero, con lavajilla de porcelana—apuntó alguno.
—Es la calavera de tía Melvina explicó un nieto—. Nunca ha querido enterrarla.
— ¿Eh?—dije yo, asombrado pero circunspecto.
—El viejo siente curiosidad por los estudios a que usted se dedica—insinuó otro de la familia—. Tal vez lograra que le regalase la tal calavera. Nos desagrada que la tenga en casa. No parece propio.

—EL ALAMBRE de púas acabó con nuestro mundo—afirmó el viejo Harney.
Contaba él 80 años. En la mesa ante la cual estábamos sentados reposaba la calavera. Quedamos en silencio,perdida la vista en la soleada blancura del desierto del sudoeste norteamericano. Ochenta años ... pensaba yo. Ochenta años de humeantes pistolas y de indios apaches que galopan por estrechos barrancos.
Aunque pertenece ya al hombre civilizado, la vasta y ominosa región no se verá jamás libre del fantasma de sus dueños de ayer: los montaraces apaches. De ellos son los huesos que blanquean en los innominados picachos y entre la rojiza arcilla de los aluviones. Las sombras de Cochise, de Victorio, de Nana, de Jerónimo, vagaran perpetuamente en esta región que  fue suya. Entre 1870 y 1880 muchos hombres hallaron aquí la muerte. Docenas desaparecieron sin dejar rastro: se los había tragado el desierto. Bien le constaba al viejo Harney; como que él fue uno de aquellos desaparecidos.
—Larga vida la suya ...
A estas palabras mías respondió el viejo con un suspiro. Luego principió a hablar. Su voz apagada, susurrante, parecía salir del herbazal que caía a nuestra espalda.
«Seis años en ese valle después del recorrido desde Tejas, y yo que era entonces un niño de 10 años. Mamá murió en el camino. Su hermana menor, tía Melvina, se hizo cargo de mí. Mi padre hubiera querido hacer más por nosotros, pero apenas le alcanzaba el tiempo para'andar a caballo. Era mucho lo que había que trotar para ver por la hacienda cuando no existía el alambre de cercas.
«Por de contado, todos sabíamos que había apaches en los cerros—hizo una pausa, señaló a la más cercana de las azuleantes cumbres, como queriendo tocarla con la mano, y prosiguió diciendo—: Pero la gente estaba tan apegada al lugar. Le encontraba no sé qué atractivo; tal vez las puestas de sol; tal vez aquel aire siempre tan claro; o puede que consistiese en lo que sentía uno al saber que de Tejas al Big Horn no existía una sola cerca.
«Melvina era joven, bonita, con una mata de pelo sedoso y negro como el ala del cuervo. Era tan buena conmigo como mi madre. Y lo bastante muchacha para gozar con las diversiones y las cosas que se le ocurren a un chiquillo. Cuando mi padre estaba ausente, jugaba conmigo en el corral. ¡Aaah!prolongó el viejo este ¡ah! mezcla de suspiro y gemido—poco duró esa dicha.
«Una noche no volvió papá. Nadie imagina lo que esto significaba en una situación como la nuestra. Kilómetros y kilómetros de oscuridad que parecía echársenos encima; una mujer y un niño esperando al que no volvería nunca. No encendimos luz por miedo de que atrajese a los apaches. Pasamos la noche en vela, sabiendo que no había salvación: ellos rondaban en las cercanías, al tanto de donde estábamos, dándole tiempo al tiempo.
«Fue al otro día, al romper el alba. Melvina, de pie a unos pasos de la vivienda, buscaba con la vista a papá. Un apache la divisó desde la maleza. Muchos años han pasado, pero a veces, como ahora, creo estarlo viendo: yo que me tapo la boca con la mano, el fogonazo, Melvina. Por un instante está frente a mí, tan joven, tan bonita, tendiéndome los brazos. Todo el amor que se le desbordaba del pecho parece sostenerla. Corro hacia ella sin acordarme del peligro, sin pensar en nada, sintiendo solamente, como cualquier otro niño, que al amparo de ese amor maternal estaré libre de todo peligro..---
«Y en esto deja ella escapar un suspiro ahogado y se le apaga el semblante, y da de bruces en un nopal. A poco me agarran a mí unos hombres. Por más que grito y pataleo, me llevan, me montan en un caballo. Desde ese día y hasta que tuve 15 años viví entre los indios apaches: fui uno de ellos.»
Los ojos de mi interlocutor recorren con lenta mirada el horizonte, como si en cada picacho y en cada barranco hallasen un recuerdo.
«Nos entramos por tierras de México—continúa el viejo—. Eramos de la gente de Victorio. Entre ella me hice apache. Siempre a caballo, matando, robando, viviendo de lo que cayera a la mano. Y no fiarse de nadie. Y galopar día tras día; al sur de la frontera, al norte de la frontera, lo mismo daba.
«¡Apaches ... ! Mire usted, hijo, eso de apaches es pura filfa. No éramos tales apaches; éramos hombres dados a esa vida. La mitad de la pandilla se componía de muchachos, mexicanos en su mayoría, a los que secuestraron para criarlos como apaches. No había otro modo de mantenernos fuertes.»
Enmudeció por unos instantes mientras buscaba en sus recuerdos. Luego prosiguió así :
«Acabé por no odiarlos. Empecé a ver la vida lo mismo que ellos, a sentir como ellos sentían. Los blancos habían disparado contra mí más de una vez; había visto desaparecer muchas familias y muchos niños indios que conocía. Creo que al fin me habría quedado por mi propio gusto entre los apaches. Su idioma era ya el mio—se interrumpió para murmurar, como hablando consigo mismo, varias palabras en una lengua extraña. Después siguió diciendo—: Victorio dispuso otra cosa. Tal vez pensó que nunca sacaría de mí un buen apache; tal vez me habría cobrado cariño, vaya usted a saber por qué sería que se portó así conmigo.
«Era un guerrero ese Victorio. Ni el mismo Jerónimo le daba a los talones. Una vez (tenía yo 15 años) detuvimos los caballos en lo alto de un cerro al pie del cual había un pueblecito. Destinguíamos claramente el humo de las chimeneas y las personas que transitaban por las calles. Mirábamos a esas personas como mirarán a los hombres los animales del monte: con curiosidad, con recelo, prontos a huir a la menor señal de peligro.
«Victorio emparejó su caballo con el mío.
«—Esa es tu gente—me dijo en voz queda y blanda mientras me es~cudriñaba el semblante con la mirada— ¿Te acuerdas
 «Y yo lo miré, y estando mirándoo se me apareció de pronto la cara de Melvina, y respondí entonces: «—Sí, me acuerdo.
«Y él pareció entristecerse un poco, y sacudiendo la cabeza me dijo:
«—Esa es tu gente. Ve a reunirte con ella.
«—Mi gente ... —empecé a decir, y me detuve. Porque me sobrecogió el pensamiento de que yo no conocía más gente que los apaches y era también uno de ellos.
«—Esa es tu gente—repitió Victoria con semblante impasible y señalando al pueblecito—. Nosotros dimos muerte a tu padre y a la joven de cabellos negros. Ve a los blancos que cuidarán de ti. Tú no eres de los nuestros—y con esto hizo dar media vuelta al caballo y se alejó. Nunca más volvía verlo.
«Al rato eché cerro abajo, camino del pueblecito. Recordaba sólo unas pocas palabras de inglés. Hablaba a tirones, como uña puerta gira chirriando sobre las bisagras enmohecidas. Los vecinos acudían y se quedaban mirando mis harapos y mi caballo.»
Hizo el viejo Harney evocativa pausa.
«Volvía ser uno de los blancos. Era casi la misma vida que llevé con los apaches: cabalgar, disparar, matar. En realidad no se diferenciaban gran cosa los blancos de los indios, al menos en aquel entonces.»
Entornó los ojos 'deslumbrados por la reverberación del sol de mediodía en la llanura. Temí que fuese a quedarse dormido.
La calavera, señor Harney—le dije acercándosela—. Usted iba a contarme su historia.
Entreabrió los párpados, dejó escapar ese ¡ah! prolongado que, según iba dándome ya cuenta, era señal de que empezaba a atormentarlo algún recuerdo.
«Fue al cabo de algún tiempo cuando vine a pensar en eso—me dijo—. Guié el caballo hacia el sitio donde estuvo nuestra casa. Nadie había asomado por allí en todos esos años. Encontré lo que restaba de Melvina: unos pocos huesos blanqueados por el sol, y la calavera al pie del nopal que coronaba un montecillo de arena.
«Entonces me dije que debía darle sepultura a la que había estado tantos años al rayo del sol, abandonada en el polvo, rodeada de coyotes. Pero viéndolo bien ¿qué era lo que podría sepultar? Además, en esta región tan ancha, tan despejada, abarca uno, mientras tenga ojos para ver, kilómetros y kilómetros en cada mirada. Toda la vida es así. Y a quien está acostumbrado a eso ha de hacérsele muy duro quedar bajo tierra.
«Acabé por comprender que yo no era capaz de dejarla enterrada allí. Era lo único que quedaba de mi familia. La levanté del suelo con mucho cuidado y me la llevé. Mi intención era darle sepultura como Dios manda, en un camposanto, para que se me hiciese menos duro separarme de ella. Pero fui aplazándolo, y fue creciendo en mí la   idea de que enterrarla sería abandonarla para siempre, hacer que dejase de ser real. Cuando me establecí aquí finalmente, puse a Melvina en sitio seguro, dentro del chinero. Ahí no tendría ella nada que temer y podría mirar cuanto quisiera a través del vidrio.
«Soy ya viejo, y sin embargo, nunca he podido desechar esa idea. Sé de sobra que nada ven los ojos de los muertos; que esto que hay encima de la mesa es una calavera que nada siente. Tengo mujer e hijos, y una cosa les he pedido: que al morir yo, no entierren a Melvina conmigo.»
A esto observé prontamente, por vía de consuelo:
—Tal vez no le agrade a ella quedarse detrás de los vidrios del chinero, siempre sola, viendo caras desconocidas. Deje que lo acompañe a usted cuando llegue la hora. Después de todo, hasta la claridad del sol puede cansarnos.
—iAaah! —repuso tomando en sus manos la calavera—. Bien se echa de ver que no es usted hombre de las llanuras, cuando eso dice. Es el alambre—su voz se hizo ahora un murmullo—. La cerca de alambre fue lo que lo cambió todo. No había una sola cerca desde Tejas hasta el Big Horn. Todo era campo abierto y claridad de sol en aquellos tiempos.
 DEJÉ al viejo Harney con su calavera. Se había impuesto él una responsabilidad personalísima e intrasferible.

martes, 23 de febrero de 2016

EL AVIÓN FANTASMA - Robert L. Scott, Abril de1945

  
Poco después de lo de Pearl Harbor, el piloto Robert Lee Scott solicitó el traslado a una unidad de cazas. Se denegó su solicitud. Era demasiado viejo, según se le comunicó, para tripular un caza. ¡Tenía treinta y cuatro años! Destinado al servicio de transporte en el Lejano Oriente, logró que el general Chennault le diese un P-40. En 1942, el coronel Scott, famoso ya por sus hazañas aviatorias, tomó el mando de los primeros cazas del ejército norteamericano en China. Aparte de numerosas condecoraciones y menciones en la orden del día, tenía el honor de ser el piloto del ejército que más aeroplanos enemigos había derribado.
El Times de Nueva York, dijo de su libro God Is My Co-Pilot «que era la narración individual más interesante de toda la guerra». Damned to Glory es una colección de relatos poco conocidos, compilados en homenaje a sus valientes camaradas y a sus incansables aeroplanos. El título está tomado un verso de una composición que el propio Scott escribió sobre el P-40: «Damned by words but flown to glory 
EL AVIÓN FANTASMA
 Condensado del libro «Danined to Glory »)
Por el coronel Robert L. Scott, Ir.
Autor de
God Is My Co-Pilot
 Abril de1945
               En el minúsculo campo de aterrizaje de Kienow está lloviendo sin parar. Falta todavía una hora para que cierre la noche. A través de la bruma se ven, puntiagudas cual hocico de tiburón, las proas de ocho aviones P-40. Johnny Hampshire jefe de escuadrilla, se asoma a la boca de la curva en que se halla instalada la comandancia. le echa un vistazo al cielo anubarrado. Su escuadrilla perteneciente a la escuadra área de operaciones de China, procede de Kunming. Le asignaron aquel campo como base para realizar incursiones. Pero la peertinaz cerrazón los tiene a él y a su gente desde hace una semana mano sobre mano, en forzada ociosidad, sirviendo de pasto a una epidemia de gripe.
En, aquel momento se dio la alarma. Campanillearon los teléfonos.
—    ¿Qué rayos ocurre, capitán Chow? El oficial chino fijó una banderita roja en el mapa.
No lo sé. Del R-15 avisan la presencia de un aparato desconocido que viene hacia acá volando muy bajo.
Japonés no era con seguridad. Los japoneses no se aventuraban tan adentro con aquel tiempo de perros. ¡Y un avión solo! Tampoco arriesgaban ellos así un aparato solo. Estaban harto escarmentados. De sobra sabían que lo enviaban a una destrucción segura.
Sin embargo... ¿si fuese un ardid? Por .si acaso, Johnny dio la orden: «Todo el mundo alerta. A Costello que se prepare a salir conmigo. Los otros que se queden en tierra. Que despeguen únicamente si los llamo ».
Dos aviones rodaron por la pista levantando a un lado y otro grandes salpicaduras de fango rojizo. Desaparecieron como tragados por las oscuras nubes que chorreban agua.
En la sala de radio se oyó a Johnny preguntando por la situación del aeroplano desconocido. Avisaban que se hallaba a unos 16 kilómetros al este.
Johnny contó después lo ocurrido. EStaba a unos 16 kilómetros del campo cuando avistó el aeroplano a unos 6o metros debajo del suyo. Maniobró en seguida para atacarlo. Era un aparato desconocido que venía de territorio enemigo. Las órdenes eran terminantes: debían derribarlo.
Johnny y Costello dispararon a la vez. Se acercaron tanto, que pudieron ver las insignias del aeroplano. Costello le gritó al otro por la radio: «¡Tiene la insignia norteamericana... es un P-40! ». No importaba. Ambos sospecharon un engaño. Era la insignia norteamericana, sí; pero la antigua: una estrella blanca en medio de un redondel rojo sobre fondo azul. Hacía un año casi que los Estados Unidos no la empleaban, porque el redondel rojo se confundía fácilmente con el sol naciente japonés.
Según Johnny, entre el y  Costello y él acribillaron el avión con su buen centenar de descargas antes de caer en la cuenta de que era inútil seguir disparando. El P-40 estaba ya literalmente hecho pedazos desde antes de lanzar ellos la primera ráfaga. La carlinga estaba casi desprendida a fuerza de balas. El cuerpo del avión era una criba. Al acercarse más aún, vieron que las concavidades en que entra el tren de aterrizaje retráctil, estaban vacías. Y no por obra de los proyectiles. El aparato no había tenido ruedas nunca.
Johnny y Costello, volando casi pegados al P-40, atisbaron al piloto detrás del cristal astillado del parabrisas. Tenía la cabeza caída sobre el pecho. Pudieron verle el pelo negro largo, la cara ensangrentada. Costello sostuvo después que el piloto llevaba ya un buen rato de muerto.
Al cabo de unos segundos vieron como el aeroplano fantasma se estrellaba contra el suelo y reventaba. Se fijaron bien en el lugar.
Después, acompañados del médico, orillando los arrozales, se dirigieron en un camión al aeroplano siniestrado. EL P-4o estaba materialmente deshecho por los balazos. Había recibido proyectiles de arriba, de abajo, del frente, de detrás. Se veía que habían hecho blanco en él no sólo otros aeroplanos, sino los antiaéreos también. Nadie atinaba a explicarse cómo el piloto pudo sobrevivir a aquel fuego graneado lo bastante para gobernar el aeroplano hasta allí.
Hubiera resultado imposible identificar al piloto, casi carbonizado, de no ser por unas cartas que se le hallaron en la cazadora de cuero con algunos fragmentos legibles, y por un diario chamuscado.
Sus amigos lo llamaban «Whiskey » Sherrill.*- *Este nombre es imaginario, lo mismo que en algunos casos, los de lugares, por motivos de seguridad militar.-Parece ser que había sido muy aficionado a esa bebida allá en sus buenos tiempos en la Carolina del Sur. Fue a Manila en 1937. Lo destinaron en una escuadrilla de caza. Lo pusieron después al frente del personal encargado de hacer una red de campos auxiliares. «Whiskey» era un aviador de cuerpo entero. No había lugar, por remoto y recóndito, en tódo el archipiélago, adonde él no supiese ir con rumbo certero. Nada más que con mirar el color del agua, sabía, al surgir de entre las nubes, si estaba sobre el mar de Sulú, o sobre el de Bisayas. Construyó campos de aviación por todas partes del archipiélago y se sabía de memoria la situación de cada uno. Así que hubo concluido aquella tarea, lo hicieron subcomandante de escuadrilla.
Después de la fecha luctuosa del 8 de diciembre de 1941, «Whiskey» Sherrill tomó parte en operaciones de reconocimiento y en vuelos rasantes ofensivos. Mermaban los efectivos de aviación a ojos vistas. Le tocó ir replegándose palmo a palmo, atacando y defendiéndose, hacia aquellos mismos aeródromos auxiliares que había construido en la selva.
El 5 de mayo lo halló, con unos cuantos compañeros, en Miramag, en Mindanao, aislado del resto del mundo. Batán se había rendido. Hasta donde llegaban sus noticias, Sherrill calculaba que todo el Poderío militar norteamericano, se reducía por aquellas fechas a once mecánicos que lograron escapar a las islas meridionales dando infinitos rodeos y a un P-40 inservible.
Pensaron que con su aeroplano, hecho de piezas sacadas de otros que se habían estrellado por aquellos parajes, podrían proseguir la guerra por algún tiempo. Fuera de una hélice doblada y un fuselaje medio desvencijado, el aparato, por lo demás, estaba todavía utilizable. Se pasaron dos semanas recorriendo los alrededores a caza de cuanto de aprovechable hubiera en los otros aviones. Por fin, a cosa de siete kilómetros de la base dieron con un P-4o que tenia el fuselaje en bastante buen estado. Con cuerdas y rodillos, ayudados por cuarenta indígenas, fueron llevándolo, metro a metro, hasta Miramag. ¡Pesaba una tonelada!, Cada vez que veían un aeroplano enemigo se apresuraban a tapar el fuselaje con hojas de palma.
Para el mes de agosto ya habían conseguido ajustar el ala útil del primitivo avión al fuselaje. Levantaron una cabria y pudieron izar el motor para colocarlo en su lugar. Sustituyeron el depósito de una de las alas, que se salía. Quitaron el radio y el dinamotor y pusieron un depósito de 5O galones en el compartimiento de equipajes. La gasoliNA la la hallaron en los tanques de un B-17 destrozado. Enderezaron la hélice a martillazos, con una maza pesada sobre el tocón de un árbol de madera dura.
Sólo faltaba por resolver lo del tren retráctil de aterrizaje. A uno de los sargentos se le ocurrió decir bromeando: «Si nevara, podríamos emplear esquíes». Al oírlo, Sherrill se acordó de la vez que había despegado y aterrizado en un P-6 con esquíes en un campo de yerba húmeda.
Cuanto más pensaban él y sus compañeros en los esquíes, más ganas les entraban de hacer la prueba.
Discurrieron el modo de ajustar al avión unos esquíes de bambú, y también el modo de «retraerlos»... el cual no era otro que dejarlos caer, después del despegue, tirando de un alambre. Por supuesto, una vez en el aire, no habría modo de volver a aterrizar. Y a bordo sólo podía ir un hombre.
Sacaron sus mapas y se pusieron a buscar el sitio en que podrían hacer más daño a los japoneses, con ese su único aeroplano. Se decidieron por Formosa. Había 1600 kilómetros hasta el gran apostadero naval japonés de Taihokú. En la costa china, 400 kilómetros más allá, estaba el aeródromo de Kienow. Aprovechando bien la gasolina, el piloto podría llegar allí.
El 6 de diciembre ya habían segado con cuchillos la hierba de la que debía ser la pista. Todo estaba preparado para el despegue. El P-4o hacía una extraña figura sobre sus esquíes. Tenía a bordo cuatro bombas de a 125 kilos y seis ametralladoras de calibre 5O.
Fue Sherrill el que propuso: « Qué les parece a ustedes la idea de celebrar el aniversario del día en que esos canallas nos atacaron, dándoles un susto? Saldré de aquí el 8 de diciembre por la mañana».
A las nueve dee ese día sacaron el avión de su esconditey lo llevaron al extremo alto de la pista. Quedó con la proa enfilada cuesta abajo. La pista, abierta en la yerba, remataba por el otro extremo en cl borde de una roca.
Sherrill fue estrechando la mano a todos. Al subir a la carlinga, notó que había lágrimas en los ojos de sus compañeros. Comprendió que los veía por última vez. Por encima del zumbido del motor, les gritó que arrojaría las bombas donde más daño hiciesen a los japoneses.
El caza arrancó. Fue dando tumbos por la pista, sobre sus esquíes de bambú. Con cada salto cobraba más velocidad. A poco dio un salto mayor, zumbó con más fuerza y se elevó en el aire.
A unos 300 metros de altura Sherrill enderezó el avión, dejó caer los esquíes, volvió a pasar sobre el campo para que sus compañeros, que le daban vítores, pudieran contemplar el fruto de tantos meses de trabajo; y puso rumbo a Formosa.
CINCO HORAS TARDÓ Sherrill en llegar a la isla japonesa, según ha contado después el propio enemigo. Los japoneses alardeaban de que hacía cuarenta años que ningún occidental  había podido echarle la vista encima a Formosa. Bueno, pues allí tenían ahora a uno que, paseando los ojos por aquella tierra vedada, los detenía en el espectáculo tentador de un aeródromo con hileras de bombarderos y cazas aparcados con perfecta simetría.
El teniente Sherrill voló sobre una y otra hilera vaciando cargador tras cargador de sus ametralladoras. Con el borde del ala cortó la bandera japonesa que ondeaba en el edificio de la jefatura. Arrojó la primera bomba en. el pabellón de las oficinas. Los aviones japoneses  empezaron a echar humo, a arder, a estallar.
Las descargas de los antiaéreo estremecían el aeroplano. Todo lo que Sherrill podía hacer era volar bajo para no ofrecer blanco seguido a los artilleros. Y siguió ametrallando cuanto aeroplano fue apareciendo en su mira.
Remontaron el vuelo unos cuantos zeros. Sherrill arrojó su última bomba en el cobertizo. Se lanzó sobre los cazas enemigos haciendo fuego para abrirse paso por entre ellos. Y no se sabe por qué prodigiosa alianza de la intrepidez serena de Sherrill y la insospechada resistencia del P-4o a las balas enemigas, pudo el aviador norteamericano remontarse hasta las nubes y desaparecer de la vista de sus perseguidgres rumbo a China. ¿Cómo halló, sin instrumentos, la derrota exacta? Fue volando derecho como un águila de Taihokú a Fuchau, a Kienow, como se comprobó por la red de puestos de escucha de los chinos que iban dando cuenta de su paso.
De la bruma emergió primero un aeroplano. Luego otros dos. Un tableteo de ametralladoras. Un avión y un piloto ya mortalmente heridos, que son otra vez, blanco de una granizada de proyectiles. Sherrill volvió la cara ensangrentada para dirigir una última mirada a través de la cúpula destrozada de su carlinga a aquel Caza norteamericano de afilada proa que volaba tan cerca de él. ¡Así es la vida! Ya estaba de vuelta. ¡Presente! ¡Cumplida la orden ...!


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LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY; *1-9- *1855*

  ALECK,   Y LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY ; O, INCIDENTES EMOCIONANTES DE LA VIDA EN EL OCÉANO.   SIENDO LA HISTORIA DE LA ISLA ...