CHARLIE COULSON
EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR
M.L. ROSVALLY
Cuanto más lo pensaba, peor me sentía. Por otro lado, alegaba: ¿Cómo puede ser posible que mi padre y mi madre que tanto me amaban, me hayan enseñado algo equivocado?
En mi niñez me habían enseñado a odiar a Jesús; había un sólo Dios y no tenía ningún un Hijo. Entonces, me sentí embargado por el anhelo de llegar a conocer a ese Jesús a quien los cristianos tanto amaban y adoraban. Empecé a apresurar mi paso, totalmente decidido a que si había alguna verdad en la religión de Jesucristo, yo la iba a encontrar antes de irme a dormir.
Cuando llegué a casa, mi esposa (una ortodoxa judía muy estricta) me vio algo inquieto y me preguntó dónde había estado. No me atreví a decirle la verdad, y no le iba a mentir, así que le dije:
—Mujer, por favor no me preguntes nada. Tengo un asunto muy importante que atender.
Quiero ir a mi estudio y estar solo.
Fui inmediatamente a mi estudio, puse llave a la puerta y empecé a orar, de pie con mi rostro hacia el oriente, como siempre lo había hecho. Cuanto más oraba, peor me sentía.
No podía entender el sentimiento que me embargaba. Me sentía perplejo con respecto al significado de muchas de las profecías del Antiguo Testamento que me interesaban profundamente.
Mis oraciones no me dieron ninguna satisfacción, y entonces se me ocurrió que los cristianos se arrodillaban para orar. ¿Ayudaría eso? Habiendo sido criado como un judío ortodoxo estricto, nunca me habían enseñado a arrodillarme en oración. Me embargó el temor de que si me arrodillaba podía estar en el engaño de doblar mis rodillas ante Jesús, quien, según me habían hecho creer de niño, era un impostor.
Aunque la noche era terriblemente fría, y en mi estudio no estaba prendida la chimenea (no se esperaba que yo la usaría esa noche), nunca he transpirado tanto en mi vida.
Mis filacterias estaban colgadas en la pared de mi estudio, y mi mirada se posó en ellas.
Nunca, desde los trece años en adelante, hubo un día en que no las usara, excepto los sábados y los días de fiesta judíos. Estaba muy encariñado con ellas. Las tomé en mis manos, y mientras las miraba me vino a la mente Génesis 49:10: “No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh; y a él se congregarán los pueblos”.
11
Otros dos pasajes que había leído y cavilado con frecuencia vinieron vívidamente a mi mente; el primero de estos fue Miqueas 5:2: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”. El otro pasaje es la muy conocida predicción en Isaías 7:14: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”.
Estos tres pasajes vinieron a mi mente con tanta fuerza que clamé:
—Oh Dios de Abraham, y de Isaac y de Jacob, Tú sabes que soy sincero en cuanto a esto.
Si Jesucristo es el Hijo de Dios, revélamelo esta noche, y lo aceptaré como mi Mesías.
Ni había acabado de orar cuando casi inconscientemente arrojé mis filacterias en un rincón de la habitación y en menos tiempo de lo que lleva contarlo, me encontré de rodillas orando en ese mismo rincón con las filacterias a mi lado. Arrojar las filacterias en el piso como lo había hecho yo, era un acto de blasfemia para un judío. Ahora me hallaba orando de rodillas por primera vez en mi vida, y me sentía muy intranquilo. Dudaba de la sabiduría de lo que estaba haciendo.
Mis sentimientos en esos momentos se expresan mejor en el primer himno que compuse después de mi conversión y dediqué al predicador que me había impresionado tan poderosamente:
NO ME DEJES SOLO
La oración de un judío convertido
Dedicado a mi querido amigo: E. Payson Hammond
Llena está mi vida de remordimientos,
No hay paz en mi alma, sólo hay ansiedad.
Hay brumas sombrías en mi pensamiento,
Señor, yo te ruego, ten de mí piedad.
No dejes que vague entre sombras perdido.
Quita la dureza de mi corazón,
Aviva la llama de mi amor, te pido,
Espíritu Santo, paloma divina,
No me dejes solo, mi Consolador.
Oh Dios de poder y de amor indulgente,
Tu ayuda buscando yo vengo hasta ti;
Inclina tu oído, escucha clemente,
Te ruego que muestres tu piedad en mí.
Mi ser tú renueva, dirige el camino
Que a tu trono excelso me habrá de llevar.
Mi Señor tú eres, ¡oh crucificado!
Sé siempre mi guía, mi maestro amado,
No me dejes solo, a mi lado está.
12
Mi corazón gime encogido de espanto,
Muy grande es mi carga de pecado vil,
Cubre con tus alas mi ser, como un manto,
Y así las tinieblas huirán de mí.
Tómame en tus brazos, dame tu cuidado,
Quita la dureza de mi corazón;
Cargar ya no puedo con este pecado,
Mi oración escucha como al publicano,
No me dejes solo, dame tu perdón.
Sé que de tu mano no habrás de soltarme,
Pues por mí, tu sangre vertiste en la cruz,
En ésta yo quiero morir, sumergirme,
Y de ella surgir a una vida de luz.
Mis débiles brazos a ti yo levanto,
Pues tu amor a nadie tú niegas jamás,
Sobre mí, cual alas extiende tu manto,
Y la muerte, entonces, perderá su espanto;
Ya no estaré solo… conmigo tú irás.
Nunca olvidaré mi primera oración a Jesús. Oré así: “Oh Señor Jesucristo, si en verdad eres el Hijo de Dios, si eres el Salvador del mundo, si eres el Mesías de los judíos que nosotros los judíos aún esperamos y si puedes convertir a pecadores como afirman los cristianos, puedes convertirme a mí, porque soy un pecador, y prometo servirte todos los días de mi vida”.