viernes, 9 de febrero de 2024

ÉXODO - LEON URIS- 14-16

 ÉXODO

LEON URIS

—¡Caramba! —exclamó una voz estentórea—. En el avión ya creí reconocerle. ¡Usted es Mark Parker! Apuesto a que no me recuerda.

«Ha de encajar en uno de los siguientes escenarios —pensó Mark—: Fue en: Roma, París, Londres, Madrid... Y ahora busquemos cuidadosamente el lugar: Bar José, James Pub, Jacques Hideaway, Joe's Joint. Y en aquella ocasión yo escribía crónicas de guerra, de revolución, de insurrecciones... Y aquella noche particular yo estaba con: una rubia, una morena, una

pelirroja (o quizá con aquella descarada de las dos cabezas)».

Mark Parker tenía ahora al desconocido nariz contra nariz y burbujeando

de entusiasmo.

—Yo fui aquél que pidió un «Martini» y no tenían limones. ¿Me recuerda ahora? —Mark bebió otro sorbo de café y se dispuso a sufrir un nuevo asalto—. Ya sé que esto se lo dicen a todas horas, pero a mí me gusta de veras leer las crónicas que escribe usted. Vamos, diga, ¿qué hace en Chipre? —El desconocido guiñó el ojo y le dio un codazo en las costillas—.

Un trabajo secreto, apostaría cualquier cosa. ¿Por qué no nos vamos los dos a beber unas copas? Yo me hospedo en el «Palace», en Nicosia. —Y le plantó una tarjeta comercial en la mano—. Además, tengo aquí muy buenas relaciones. —Y volvió a guiñar el ojo.

—Eh, míster Parker. El coche le espera.

Mark dejó la taza sobre el mostrador.

—Encantado de volver a verle —le dijo al desconocido. Y se alejó a toda prisa. Al salir echó la tarjeta en una papelera.

Mientras el taxi se alejaba del aeropuerto, él se arrellanó en el asiento y cerró unos instantes los ojos. Se alegraba de que Kitty no hubiera podido ir a recibirle. ¡Había pasado tanto tiempo...! ¡Había tantas cosas que decir, tantas cosas que recordar...! Al pensar que volvería a ver a Kitty, un estremecimiento de emoción recorrió su ser. Kitty hermosa; hermosa

Kitty. Y cuando el taxi cruzaba las puertas del recinto exterior, Mark estaba ensimismado, sumergido ya en sus pensamientos.

Katherine Fremont. Era una de esas grandes tradiciones americanas, tales como el pastel de manzanas de mamá, los hot dogs y los Dodgers de Brooklyn. Porque Kitty Fremont era la proverbial «hija de los vecinos». Era el prototipo de la chica con trencitas, pecas y tirantes correctores en la dentadura; pero, de acuerdo con el modelo, un día los tirantes desaparecieron, el lápiz labial vino a remplazarlos, el suéter se puso turgente, y hete allí que el patito feo quedó convertido en un cisne. Mark sonrió. ¡Qué hermosa era Kitty en aquellos tiempos, siempre tan limpia y lozana!

Y Tom Fremont. Tom Fremont era otra de las tradiciones americanas.

Era el muchacho típico, de sonrisa infantil, capaz de correr los cien metros en diez segundos, de meter el balón en el cesto desde diez metros de

~14~ distancia, de cortar una alfombra y de montar un «Ford» modelo «A» pieza a pieza con los ojos vendados. Tom Fremont había sido el mejor compañero de Mark Parker desde tan antiguo como a éste le alcanzaba la memoria y por todo el tiempo que le abarcaba el recuerdo. «Nos debieron de destetar juntos», pensó Mark.

Tom y Kitty..., pastel de manzana y mantecado..., hot dogs y mostaza.

El muchacho americano cien por cien, la muchacha americana cien por cien, y el ambiente, cien por cien americano del Medio Oeste, en Indiana. Sí, Tom y Kitty casaban tan bien el uno al lado de la otra como la lluvia y la primavera.

Kitty había sido siempre una chica muy callada, muy profunda, muy pensativa. En sus ojos había una pincelada de tristeza. Una tristeza que quizá no viese nadie sino Mark, porque precisamente Kitty era la alegría misma para todos los que la rodeaban. Kitty había sido una de esas admirables columnas de fortaleza. Siempre estuvo con las dos manos en el timón, siempre tuvo en los labios la palabra precisa, siempre fue buena y considerada. Pero la tristeza estaba ahí... Mark Parker lo veía, si los otros no.

Se preguntaba a menudo qué era lo que la hacía tan deseable. Acaso fuera el verla fuera de su alcance. Era como el champaña en hielo... Tenía la mirada y la palabra capaces de hacer añicos de un hombre. De todas formas, Kitty siempre había sido la novia de Tom, y a él no le quedó nunca otro posibilidad que la de envidiar a su amigo.

En la Universidad del Estado, Tom y Mark ocupaban la misma habitación. El primer año Tom no podía sobreponerse al pesar de verse separado de Kitty. Mark recordaba las horas interminables pasadas escuchando los tristes lamentos de su amigo y consolándole. Llegado el

verano, Kitty se fue a Wisconsin acompañada de sus padres, los cuales, considerando que su hija todavía estaba en la edad de la segunda enseñanza, quisieron mitigar el ardor del amorío con una separación. Tom y Mark emprendieron el camino hacia Oklahoma, a trabajar en los campos petrolíferos.

Al reanudar el curso, Tom se había enfriado notablemente. Era imposible vivir en compañía de Mark sin contaminarse de su manera de ser. Las cartas de Tom y de Kitty fueron espaciándose, separadas cada vez por períodos más largos, y las citas de Tom con sus condiscípulas se hicieron más frecuentes, separadas cada vez por intervalos más cortos.

Empezó a parecer que entre el héroe estudiante y la muchacha confinada en su casa quedaba rota toda relación.

En su último año de estudios, no faltaba sino que de la mente de Tom se borrase hasta el recuerdo de Kitty. Tom se había convertido en el Bello Brummell de la Universidad, papel muy adecuado para el magnífico delantero del equipo de baloncesto. Mark, por su parte, se contentaba

~15~ calentándose al sol de la gloria de Tom y ganándose la reputación de ser uno de los peores estudiantes de periodismo en toda la historia de aquel centro docente.

Kitty ingresó entonces en la Universidad.

¡Aquello fue el rayo!

Mark la veía un millar de veces y cada vez se quedaba tan maravillado como la primera. En esta ocasión Tom la miró con el mismo entusiasmo.

Se fugaron un mes antes de que él consiguiera el título. Tom y Kitty, Mark y Ellen, un «Ford» modelo «A» y cuatrocientos dólares con diez centavos cruzaron la línea del Estado en busca de un juez de paz. La luna de miel la vivieron en el asiento trasero del «Ford», atascado en el barro de un camino de tercer orden, mientras el coche rezumaba como un tamiz bajo el aguacero. Fue un principio agorero para la pareja de americanos típicos.

Tom y Kitty mantuvieron su matrimonio secreto hasta un año después de haber conseguido él el título. Kitty se quedó en la Universidad para terminar los estudios preparatorios para enfermera. Sí, también Kitty y la profesión de enfermera parecían dos cosas inseparables, iba pensando Mark.

Tom adoraba a Kitty. El siempre había sido un poco loco y demasiado independiente, pero sentó la cabeza y se convirtió en el marido modelo, fiel y abnegado. Inició su carrera como dirigente subalterno en una gran empresa de propaganda. Tom y Kitty se trasladaron a Chicago. Kitty trabajaba en el Hospital de Niños. Ascendían paso a paso, a la manera americana típica. Primero un piso; luego una casita. Un coche nuevo, plazos mensuales, grandes esperanzas. Kitty quedó embarazada.

Las divagaciones de Mark se interrumpieron cuando el taxi aminoró la marcha en los suburbios de Nicosia, la capital asentada en la uniforme y parda llanura, entre las dos cordilleras, la septentrional y la meridional.

—¿Habla inglés, chofer? —preguntó.

—Sí, señor.

—En el aeropuerto han puesto un rótulo: «Bienvenido a Chipre». ¿Cómo dice la frase entera?

—Que yo sepa —contestó el chofer—, no se proponen otra cosa que mostrarse corteses con los turistas.

Entraron en Nicosia sin novedad. La falta de relieve, las casas de piedra amarilla con sus tejados rojos, el mar de palmeras datileras, todo le recordaba Damasco. El camino corría por la vera de la antigua muralla veneciana, construida formando un círculo perfecto, que rodeaba la vieja ciudad. Mark veía los minaretes gemelos levantándose como sendas espirales sobre la línea del horizonte en el sector turco de la población.

Eran los minaretes de Santa Sofía, la magnífica catedral de los cruzados

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