CHARLIE COULSON
EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR
Dos o tres veces en mí vida, Dios en Su misericordia, tocó mi corazón, y dos veces antes de mi conversión me sentí bajo profunda convicción de haber pecado.
1. El muchacho
Durante la Guerra Civil de los Estados Unidos era yo cirujano del ejército, y después de la Batalla de Gettysburg, había en el hospital muchos cientos de soldados heridos, veintiocho de los cuales habían recibido heridas tan graves que necesitaban mis servicios inmediatamente; algunos cuyas piernas tenían que ser amputadas, algunos sus brazos, y otros tanto el brazo como la pierna. Uno de estos últimos era un muchacho que apenas había estado tres meses en el ejército, y siendo demasiado joven para alistarse como soldado, se había alistado para tocar el tambor. Cuando mi cirujano asistente y uno de mis ayudantes quisieron administrarle cloroformo antes de la amputación, volteó la cabeza y se negó rotundamente a que se lo dieran. Cuando el ayudante le dijo que era orden del doctor, dijo:
—Tráigame al doctor.
Cuando llegué hasta su cama le dije:
—Muchacho, ¿por qué rechazas el cloroformo? Cuando te encontré en el campo de batalla estabas tan grave que pensé que no valía la pena levantarte, pero cuando abriste esos grandes ojos azules pensé que tendrías una madre en alguna parte que en ese preciso momento estaría pensando en su muchacho. No quería que murieras en ese campo, así que ordené que te trajeran aquí; pero has perdido tanta sangre que estás demasiado débil para soportar una operación sin cloroformo. Por tanto, deja que te dé un poco.
Puso su mano sobre la mía y mirándome a los ojos me dijo:
—Doctor, un domingo a la tarde en la escuela dominical, cuando tenía nueve años y medio, acepté al Señor Jesucristo como mi Salvador. En ese momento aprendí que podía confiar en Él. He confiado en Él desde entonces, y sé que puedo confiar en Él ahora. Él es mi fuerza y mi refugio; Él me sostendrá mientras usted me amputa el brazo y la pierna.
Entonces, le pregunté si podía darle un poco de brandy. Nuevamente me miró a los ojos diciendo:
—Doctor, cuando tenía unos cinco años, mi madre se arrodilló a mi lado poniendo su brazo alrededor de mis hombros y dijo: “Charlie, estoy orando al Señor Jesús para que nunca pruebes el licor, tu querido padre murió como un borracho, y le prometí a Dios, que si era su voluntad que llegaras a adulto, que advertirías a los jóvenes contra la copa amarga”: ahora tengo diecisiete años, pero nunca he probado nada más fuerte que té y café, y en mi condición, es muy probable que esté a punto de partir a la presencia de mi Dios, ¿me llevaría usted allí con olor a brandy?
Nunca olvidaré la mirada que me dio aquel muchacho. En aquella época yo odiaba a Jesús, pero respetaba la lealtad del muchacho a su Salvador, y cuando vi cómo amaba y confiaba en Él hasta lo último, me conmovió el corazón, e hice por aquel muchacho algo que nunca había hecho por ningún otro soldado, le pregunté si quería ver a su capellán.
—¡Oh, sí señor! —fue la respuesta.
Cuando llegó el capellán, reconoció enseguida al muchacho por haber conversado con
él en las reuniones de oración que se realizaban en una de las carpas, y tomando su mano,
dijo:
—Charlie, cuánto siento verte en esta triste condición.
—Oh, yo estoy bien señor, —contestó—. El doctor me ofreció cloroformo, pero se lo rechacé, luego quería darme brandy, que también rechacé, y ahora, si mi Salvador me llama,
estoy listo, y puedo irme con Él estando lúcido.
—Quizá no mueras, Charlie, pero si el Señor te lleva a Su presencia, ¿hay algo que pueda hacer por ti después de que hayas partido?
—Capellán, por favor ponga su mano bajo mi almohada y tome mi pequeña Biblia, en
la que encontrará la dirección de mi madre. Por favor mándesela a ella, y escríbale una carta, y dígale que desde el día que me fui de casa, no he dejado pasar un solo día sin leer una porción de la Palabra de Dios, y sin orar pidiendo que Dios bendijera a mi querida madre, no importando si me encontraba marchando, en el campo de batalla o en el hospital.
—¿Puedo hacer algo más por ti, jovencito? —preguntó el capellán.
—Sí, por favor escriba una carta al director de la escuela dominical de la calle Sands, Brooklyn, Nueva York, y dígale que no he olvidado sus palabras bondadosas, sus muchas oraciones y sus buenos consejos; me han acompañado en medio de los peligros de la batalla y ahora, en la hora de mi muerte, le pido a mi Salvador que bendiga a mi querido y anciano director. Eso es todo.
Volviéndose hacia mí, me dijo:
—Ahora, doctor, estoy listo, y le prometo que ni siquiera me quejaré mientras me amputa el brazo y la pierna, siempre y cuando no me ofrezca cloroformo.
Se lo prometí, pero no tenía la valentía de tomar el bisturí en mi mano para realizar la operación sin ir primero a la habitación contigua y tomar un pequeño estimulante a fin de armarme de valor para poder cumplir con mi deber. Mientras cortaba su carne, Charlie Coulson no se quejó para nada, pero cuando tomé el serrucho para separar el hueso, tomó una esquina de su almohada y se la puso en la boca, y lo único que lo escuché murmurar fue:
—¡Oh Jesús, bendito Jesús, acompáñame en este momento!
Cumplió su promesa, no se quejó ni una vez.
Esa noche no pude dormir, porque cada vez que me daba vuelta en la cama, veía esos suaves ojos azules, y cuando cerraba los míos, las palabras “Bendito Jesús, acompáñame en este momento” resonaban insistentemente en mis oídos. Entre las doce y la una, me levanté y fui al hospital, algo que nunca antes había hecho a menos que me llamaran especialmente,
tanto era mi deseo de ver a aquel muchacho. Al llegar, los ayudantes nocturnos me
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informaron que dieciséis de los heridos desahuciados habían muerto y habían sido llevados
a la morgue.
—¿Cómo está Charlie Coulson? ¿Fue uno de los que murieron? —pregunté.
—No señor, —contestó el ayudante—, está durmiendo como un angelito.
Cuando me acerqué a la cama donde dormía, una de las enfermeras me informó que a eso de las nueve dos socios de la Asociación Cristiana de Jóvenes habían recorrido el hospital para leer y cantar un himno. Estaban acompañados por el capellán, quien se arrodilló junto a la cama de Charlie Coulson y elevó una ferviente y conmovedora oración, después de lo cual cantaron, todavía de rodillas, el más dulce de los himnos: “Sol de mi ser, mi Salvador” que Charlie también cantó. Yo no podía entender como ese muchacho, que había pasado por un dolor tan insoportable, podía cantar.
Cinco días después de que le amputé el brazo y la pierna al querido muchacho, me mandó llamar y fue por boca de él que escuché el primer sermón del evangelio.
—Doctor, —dijo—, ha llegado mi hora, y no espero ver otro amanecer, pero, a Dios gracias, estoy listo para partir, y antes de morir quería agradecerle de todo corazón por su bondad para conmigo. Doctor, usted es judío, no cree en Jesús. ¿Podría por favor quedarse aquí de pie y verme morir, confiando en mi Salvador hasta el último instante de mi vida?
Traté de quedarme pero no pude, porque no tenía el valor de quedarme y ver morir a un muchacho cristiano regocijándose en el amor de aquel Jesús que me habían enseñado a odiar, por lo que me apresuré a retirarme de la habitación. Unos veinte minutos después, un ayudante que me encontró sentado en mi consultorio privado, con el rostro escondido entre las manos, me dijo:
—Charlie Coulson quiere verlo.
—Acabo de verlo, —contesté—, y no puedo volver a verlo.
—Pero, doctor, dice que tiene que verlo una vez más antes de morir.
Decidí ir a verlo, decirle una palabra cariñosa y dejarlo morir, pero estaba decidido a no dejar que alguno de sus comentarios sobre Jesús influyera para nada en mí. Cuando llegué al hospital noté que se moría, así que me senté junto a su cama. Pidiéndome que lo tomara de la mano, dijo.
—Doctor, lo amo porque usted es judío; el Mejor Amigo que he encontrado en este mundo era judío. Le pregunté:
—¿De quién se trata?
Él contestó:
—Jesucristo, a quien le quiero presentar antes de morir, y ¿me promete, doctor, que
nunca olvidará lo que le voy a decir?
Se lo prometí y dijo:
—Hace cinco días, mientras usted me amputaba el brazo y la pierna, oré al Señor Jesucristo que salvara su alma.
Estas palabras penetraron muy hondo en mi corazón. No podía entender cómo, mientras le estaba causando el más intenso dolor, podía olvidarse totalmente de sí mismo, y no pensar en nada más que su Salvador y mi estado inconverso. Lo único que pude decir fue:
—Bien,
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