jueves, 22 de febrero de 2024

CHARLIE COULSON -3-

CHARLIE COULSON

EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR

M.L. ROSVALLY

Le agradecí su atención y consideración, y después de darle mi tarjeta, dije en un tono algo burlón:

—No creo que jamás correré el peligro de ser cristiano.

Entonces, él me dio su tarjeta diciendo:

Por favor, envíeme una nota o una carta si Dios contesta mis oraciones por usted.

Sonreí con incredulidad y dije:

—Por supuesto que sí.

No me imaginaba que dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, Dios en Su misericordia, contestaría la oración del barbero. Le di la mano con entusiasmo y dije “adiós”.

Pero a pesar de mi aparente indiferencia, él me había impresionado profundamente,

como lo demuestra lo que sucedió luego.

Como es bien sabido, los coches ferroviarios americanos son mucho más largos que los británicos. Además, tienen un solo compartimento, con capacidad para setenta a ochenta personas. Como hacía muchísimo frío, había pocos pasajeros en el tren; el coche al cual subí; no estaba ni medio lleno y, sin darme cuenta, en menos de diez o quince minutos

había probado todos los asientos vacíos en él.

8

Los pasajeros comenzaron a mirarme con desconfianza al verme cambiar de asiento tantas veces en tan poco tiempo sin ninguna razón. Por mi parte, en ese momento no pensaba que el pecado habitaba en mi corazón, aunque no podía explicar mis movimientos erráticos. Finalmente, me quedé en un asiento en un rincón del coche, con la firme intención de dormirme. Pero, en el mismo instante que cerré los ojos sentí que me encontraba en dos fuegos. Por un lado, estaba el barbero cristiano de Nueva York y, por el otro, el muchacho de Gettysburg que tocaba el tambor, ambos hablándome de Jesús, justamente del Nombre que yo aborrecía. Me fue imposible conciliar el sueño, tampoco pude librarme de la impresión que me habían causado aquellos dos fieles cristianos, uno de los cuales me había dicho adiós hacía apenas una hora, mientras que el otro hacía casi diez años que había fallecido, por lo que seguí inquieto y perplejo el resto del viaje.

3. La iglesia

Al llegar a Washington compré un periódico matutino, y una de las primeras cosas que me llamó la atención fue el anuncio de cultos de evangelización en la iglesia del Dr. Rankin, la iglesia más grande de Washington. En cuanto vi el anuncio, una voz interior pareció decirme: ve a esa iglesia. Nunca había estado en una iglesia cristiana mientras se celebraba un servicio religioso, y en otra ocasión hubiera descartado tal pensamiento como

procedente del diablo. Era la intención de mi padre, cuando yo era chico, de que llegara a ser un rabino, por lo que le prometí que nunca entraría a ningún lugar donde “Jesús el impostor” fuera adorado como Dios; y que nunca intentaría leer un libro conteniendo Su Nombre. Hasta ese momento había cumplido fielmente mi palabra.

En conexión con las reuniones de evangelización mencionadas, el anuncio decía que un coro unido de las diversas iglesias de la ciudad cantaría en cada uno de los cultos. Siendo un apasionado de la música, esto atrajo mi atención, y esa fue mi excusa para visitar la iglesia durante el culto de evangelización esa noche.

Cuando entré en el edificio, que estaba lleno de fieles, uno de los porteros, sin duda, atraído por mi charretera dorada (porque no me había cambiado el uniforme), me guio a la primera fila, justo delante del predicador, un evangelista reconocido tanto en Inglaterra como en Norteamérica. Me fascinaron los hermosos cantos, pero el evangelista apenas había hablado cinco minutos cuando llegué a la conclusión de que alguien le había informado quién era yo, porque parecía señalarme con el dedo. Siguió mirándome y de vez en cuando parecía que me amenazaba con el puño. Pero a pesar de todo eso, me interesaba profundamente lo que decía. Y eso no era todo, porque resonaban aún en mis oídos las palabras de mis dos predicadores anteriores—el barbero cristiano de Nueva York y el muchacho de Gettysburg que tocaba el tambor—enfatizando lo que decía el evangelista. Mentalmente veía con claridad a esos dos queridos amigos repitiendo también sus mensajes. Al ir interesándome más y más en las palabras del predicador, sentí que me brotaban las lágrimas.

Esto me sorprendió, y empecé a sentir vergüenza de que yo, un judío ortodoxo, fuera tan infantil como para derramar lágrimas en una iglesia cristiana, las primeras que jamás había vertido en un lugar así.

 

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