lunes, 5 de febrero de 2018
DEBÍ ACORDARME, HIJO MÍO-1943
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Debí
acordarme, hijo mío
(del «People's Home
Journal»)
Por W. Livingston Larned Condensado de un editorial
Por W. Livingston Larned Condensado de un editorial
1943
hijo mío! Quiero
hablarte mientras duermes, con una de las manecitas apretada
debajo de la mejilla; empapados los rubios rizos del sudor que te corre por la
frente. He entrado a tu cuarto en puntillas. Hace unos momentos, cuando estaba
en mi despacho leyendo el periódico, sentí el alma
llena de remordimiento. Por eso he venido a sentarme a tu cabecera.
¿Sabes, hijo mío?
Éstas son las cosas que, al recordarlas, me han traído aquí. He sido duro
contigo. Hoy por la mañana, cuando estabas arreglándote para ir a la escuela,
te regañé porque, en vez de lavarte bien la cara con agua y jabón, te pasabas
por ella una toalla húmeda. También te dije, y de mala manera, que no
debías andar con los zapatos sin embetunar. Y te pegué un grito al
notar que habías dejado algunas prendas de ropa tiradas en el suelo.
Al desayuno, seguí
en el mismo son. Que dejabas caer la comida fuera del plato; que engullías, en
vez de masticar; que ponías los codos en la mesa; que cogías la mantequilla a
trozos, en lugar de untarla en el pan. Cuando salimos, yo camino del trabajo,
tú para jugar un ratito antes de irte a la escuela, al cariñoso «¡adiós, papacito!», que acompañabas,
sonriéndome, de un ademán de despedida, correspondí secamente con un áspero:
«¡ya te he dicho que no andes encogido: saca ese pecho!»
Y esta tarde volví
a emprenderla contigo. Al regresar a casa, te encontré jugando a las bolas
con otros niños. En vez de ponerte en cuclillas, hincabas ambas rodillas en el
suelo, y te habías puesto las medias hechas una lástima. Sin reparar en que te
humillaba en presencia de tus amigos, te llamé, hice que marcharas delante de
mí, empecé a reprenderte. ¿Dónde se había visto tratar así la ropa? ¡Las medias
costaban 'dinero! ¡Bien se veía que no eras tú quien trabajaba para ganarlo! Y
era yo, tu padre, quien te reprochaba a ti, que no eres más que un niño, de esa
manera...
Después, ¿te
acuerdas?, estando yo leyendo en mi despacho, entraste tú lleno' de timidez,
con la súplica y el temor pintados en la cara. Cuando, levantando los ojos del
periódico, te lancé una mirada impaciente, quedaste como clavado en el
sitio, sin atréverte a dar un paso más. «¿Qué quieres ahora?» gruñí, más bien
que dije.
Sin responderme, te
precipitaste hacia mí en un arrebato de cariño, me besaste, me echaste los
bracitos al cuello, con esa ternura efusiva que Dios mismo ha puesto en tu
corazón de niño, y que no hay indiferencia,
ni desvío, ni dureza capaces de enfriar. Luego te fuiste, trotandito, escaleras
arriba.
Pues mira, hijo
mío, a poco de haberte ido tú, se me escurrió el periódico de las manos; fue
apoderándose de mí un miedo creciente. ¿Qué era lo que me estaba pasando?
¿Qué cambios empezaba a obrar en mí la fuerza del hábito? Ese hábito de mandar,
de encontrar faltas, de reprender. De modo que... ¡así te trataba yo, por ser
un niño! Y no era que no te quisiera, sino que esperaba de ti algo que no
podías dar a tus años; que pretendía
que se portara como
un hombre hecho y derecho quien, como tú, pobrecito mío, es sólo un niño.
Y hay tanto de
bueno y de sincero en tu modo de ser. Ese corazoncito tuyo, con todo y ser
tan pequeño, puede, como la aurora, inundar de luz el mundo entero. Así lo
he sentido, al ver cómo venías, tan espontáneamente, a precipitarte en mis
brazos y a darme, entre besos, las buenas noches. Eso es lo único que importa
en este momento, hijo de mi alma. Mira, aquí estoy; a tu cabecera, de rodillas,
avergonzado de mi dureza para contigo.
No iguala mi
arrepentimiento a mi culpa. Sé que, si te explicara esto que pasa por mí, no lo
entenderías. Pero, desde mañana, seré para ti lo que he debido ser siempre: tu
padre, tu amigo, tu compañero, el que comparta tus penas y tus alegrías de
niño. Me diré una y otra vez: «¡Pobrecito! Si no es más que una criatura... »
He pretendido,
mucho me lo temo, ver en ti lo que todavía no puedes ser: un hombre como yo. Y
ahora, viéndote así, dormido en tu cama, caigo en la cuenta de que eres sólo un
niño. Ayer no más, ¡me parece verte!, me sonreías tendiéndome los bracitos
desde el regazo de tu madre. Y hoy quería yo que te portaras como una persona
mayor. ¡Como si a un niño pudiera pedírsele que no fuera un niño!
«Debí acordarme,
hijo mío» es una de esas páginas que, escritas al calor de un momento de
sinceridad, hallan eco simpático en el corazón de tan gran número de lectores,
que las peticiones de que la reimpriman son casi constantes. Apareció en inglés
hace veinticinco años, en lasa columnas editoriales del People's Home Journal.
Quince años después, cuando ya llevaba multitud de reimpresiones y la habían
traducido a varios idiomas, THE READER's DIGEST publicó una condensación, a
instancias de muchos de sus lectores. A la redacción de SELECCIONES han estado
llegando, casi desde que se fundó esta revista, cartas de toda la América
Latina en las cuales se expresa el deseo de leer en nuestro idioma esta página
realmente afortunada.
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