Dramas de la Vida cotidiana
EL MENSAJE ESCONDIDO
Por Miss I. A. R. Wylie NACIDA en Australia, Miss I. A. R. Wylie pasó
a vivir en Inglaterra donde comenzó a los 20 una carrera
literaria de gran éxito. Desde entonces ha escrito cuentos, novelas y artículos
para las principales revistas de Inglaterra y los
Estados Unielos, además de unos 20 libros.
LA HISTORIA que voy a relatar, con unos
pocos cambios necesarios, comienza en una
pequeña aldea de las montañas del sur de Italia.Lucía Gazzoni era una de las más alegres
entre las muchachas del pueblo, una belleza de pelo oscuro y ojos de
azabache que tenía un gran encanto y una extraordinaria vivacidad.
Gozaba atormentando a los muchachos
que le ponían a los pies todas sus
esperanzas. Aceptaba las atenciones de
alguno por unos pocos, y luego,
alegremente, lo dejaba; pero así lo
maltratase, jamás dejabaen él huella de resentimiento, y ninguno de
sus pretendientes cesó de adorarla.En cambio, si por algún motivo dejaban de adularla, se sentía a su vez
herida en su amor propio. Por eso era inevitable que tarde o temprano pusiera los ojos en Giuseppe Silva,
quien parecía inmune a sus encantos,
para tratar de agregarlo al número de
sus conquistas.En apariencia, Guiseppe no pertenecía
al tipo romántico. Era corto de estatura y ancho de espaldas, y sólo el brillo
chispeante de sus ojos
salvaba su rostro moreno de ser totalmente común; pero en el pueblo se
le consideraba
como el mejor partido
entre los jóvenes porque además de ser el único sastre de la comarca,
era relativamente
acomodado. Muy hábil para
diseñar un traje, podía hacer lo que se le antojara con un par de tijeras, una aguja y un pedazo de tela. En el pueblo era parecer de todos que habría que ir hasta Nápoles para encontrar otro que se le pudiese comparar.En los primeros días tibios de la primavera comenzaron a levantarse en la
plaza del pueblo las barracas para
la feria anual. La víspera de la inauguración Lucía fue a la tiendecilla del sastre, aparentemente para comprar unos hilos; pero después de haber
hecho su compra, no se decidía a
salir, mostrando aire de timidez.¿Por qué se resigna a
vivir en un pueblucho como éste?—preguntó al sastre—. Todo el mundo reconoce
que usted es muy hábil, y si se fuera a Nápoles podría hacer fortuna ...—No necesito más de, lo que poseo, señorita.—Usted
no es hombre de aspiraciones—le
contestó Lucía despectivamente.—Me parece una tontería ambicionar lo que realmente no se desea o lo que nunca ha de poseerse.—¿Y qué es lo que usted de veras desea?Sin responder, siguió él haciendo su
costura. De pronto ella le preguntó con brusca alegría:—¿ Quiere llevarme mañana a la feria?Otro hubiera saltado de gusto. El, con toda calma, le
respondió:—Me encantaría, señorita.Ella tuvo que contentarse con esta fría
aceptación.Al menos Giuseppe tenía sobre los-
otros pretendientes una ventaja ,que no le faltaba dinero y que sabía gastarlo
generosamente. Lucía le fue llevando sin resistencia de barraca en
barraca y él le compró cuantos dulces y baratijas
exigió su capricho.' Pero pensando quizás en que ya él
era demasiado viejo para cosas semejantes,
la dejó montar sola en el carrusel, y pacientemente la esperó' entre el grupo
de los espectadores.Fue entonces cuando Lucía conoció a
Roberto Bellini. Iba en el caballito que hacía pareja al de ella y
reía de sus demostraciones de fingido
terror, mientras que la sujetaba
con mano firme. Ella lo conocía de nombre.
Tenía parientes en el pueblo, a
quienes venía a visitar en la época de
las ferias, y se sabía que era un mozo
de éxito, vendedor de vinos de los
productores de Italia y de Francia,
y que había viajado por toda Europa.
C-Tocó
en su inquieto corazón la idea de que Roberto podría ser el camino para
salir del hoyo del pueblo en que estaba metida ?
Quizás. El caso es que se sintió feliz
cuando al día siguiente fue él a
su casa. Para Lucía, como para sus padres, era obvio
á qué iba. Un joven así no hace una visita formal si no tiene serios propósitos.
Pocas semanas después Roberto hizo
su propuesta de matrimonio. Salía para América
como representante de los productores de vinos, y quería llevarse consigo a Lucía.De la respuesta no podía dudarse. Los padres de Lucía
sentían gran dolor viendo qué su hija se iba tan lejos de ellos, pero América era El Dorado
para un aldeano de Italia y se felicitaban de que ella hubiese tenido tanta suerte.La noticia del compromiso se esparció rápidamente.
Cuando Giuseppe la supo, fue a ver a los padres de Lucía y les preguntó si le permitían hacerle el traje de boda. Apresuradamente
agregó, para evitar malas
interpretaciones, que ése sería su regalo. Lo aceptaron muy agradecidos, porque eran pobres, y el traje habría
sido para ellos carga muy pesada.Así, diariamente y bien acompañada, estuvo yendo Lucía al tallercito de
Giuseppe. El se arrodillaba a sus pies e iba midiendo y
probando la rica seda, tan
fina y pesada que todos sabían que
habría tenido que ir hasta Nápoles para comprarla. Cuando el traje estuvo
terminado Lucía sonrió feliz al
mirarse en el espejo. Nunca había
sospechado que pudiera verse tan
bella.El día de la boda fue brillante. A la noche, los padres de
Lucía festejaron a todo el mundo en su casa. Hubo baile en la plaza, Sólo Giuseppe estuvo ausente. Se dijo que le habían llamado a ver a un pariente
enfermo. Lucía estaba tan alegre y emocionada que no tuvo tiempo
para pensar en él. Al día siguiente, con su marido, salió camino de América.En un principio el matrimonio anduvo
tan maravillosamente como Lucía lo
había soñado. Roberto era diez años
mayor que ella y se mostraba tan buen
esposo como era buen negociante. Compraron una casita en los
alrededores de Nueva York, y oportunamente
Dios bendijo el hogar con dos
chiquillas tan lindas y vivaces como
su madre.Durante los primeros años Lucía escribió
a su casa con toda regularidad;
luego, cada vez menos. Sobrevino la guerra. La
pequeña aldea italiana fue
borrándose gradualmente
en la niebla de sus memorias infantiles. De
Giuseppe no volvió a acordarse sino una vez: cuando guardó su traje de novia. Ya estaba pasado de moda, pero la tela era aún lindísima y cualquier día, quizás, le encontraría alguna aplicación.Luego, lenta e implacable, la marea
de la buena suerte fue bajando. Los negocios iban mal, y aunque Roberto era un buen vendedor, a poco sólo
podía ofrecer una crecida cuenta de
gastos a los productores. Después de una breve enfermedad le quitaron las representaciones. Halló otro empleo, pero había perdido la confianza
en sí mismo, y volvió a recaer, esta
vez en términos de quedar inhabilitado
para trabajar. Poco a poco fueron comiéndose sus ahorros. En un día trágico, murió de
repente.Lucía
no tenía a quién volver los ojos. Sus amigos estaban
pasando por las mismas dificultades. Sus padres habían muerto. Sus hijas, de siete y diez años, eran demasiado niñas para sostenerse a sí mismas.Atemorizada y descorazonada vendió la casa, alquiló unos cuartos en un lugar más barato y se ganaba apenas la vida enseñando italiano en una escuela de Nueva York y dando clases de inglés a los que llegaban de su patria. Muchas noches las
pasaba en vela pensando en lo que seria de ellas si cualquier día caía enferma.Además, no faltaban pequeños problemas. Lucy, la menor, iba a hacer su primera comunión. Era el primer acontecimiento grande de su vida. «¿Qué traje me voy a poner, mamá?» Lucia comprendió la preocupación
que motivaba esta pregunta. ¿También en esta
ocasión tendría la niña que
avergonzarse de sus trapos viejos, como con tanta frecuencia le ocurría ?Entonces se acordó
Lucía de su traje de
bodas. Ahí estaba, fino y rico como
siempre. Era increíble que teniendo
una cosa
tan bella, la hubiera olvidado. En seguida comenzó -a descoser el traje y a
cortarlo a la medida de Lucy. Metido en el
dobladillo del ruedo encontró, con
gran sorpresa, un papelito
cuidadosamente doblado. Un poco desteñido, pero visibles aún sus firmes rasgos, estaba allí un mensaje que la esperaba desde hacía cosa de
15 años: «Siempre te querré.»Lucía estuvo un largo rato entregada a sus recuerdos. Por primera vez, vio al hombre de piel tostada y anchas espaldas. Pensó en esa devoción sin
palabras con que Giuseppe la
había amado. Abrumada, lloró su soledad y su
pena.Esa noche escribió una carta. Estaba
dirigida a un hombre que podría ya haber muerto, y que en todo caso ya haría mucho tiempo la habría olvidado; pero íntimamente se sentía impulsada a decirle que al fin había visto su mensaje y que quería agradecerle esa devoción de que ella había hecho
tan poco caso. Más allá de
contarle que ya su marido había muerto, no hacía referencia
alguna a los infortunios que la aquejaban.Las semanas pasaron y no llegó respuesta
alguna; ni ella la esperaba. Lucy hizo
su primera comunión con su lindo
vestido y, de todas las de la clase,
ninguna estuvo tan orgullosa y feliz.
Mirándola subir al altar, Lucía le
daba gracias a Giuseppe por esa bondad
suya. Como los viñedos en las
colinas de su tierra, a
través de los años seguía dando fruto.Poco después, un día, al volver a casa,
encontró que un hombre la esperaba en el oscuro vestíbulo. Al principio
no le reconoció. Las anchas espaldas parecían ahora más anchas y un tanto encorvadas. El pelo, antes negro, ahora era gris. Luego, oyó suvoz: «¡Todavía es verdad, Lucía!»Aunque ella nada le había escrito' de
sus infortunios, el amante corazón de Giuseppe los
había adivinado y acudía presuroso por
si ella necesitaba de su ayuda.Esta historia termina como loscuentos de hadas. Giuseppe había reunido regular fortuna y pudo abrir su
negocio de sastrería en el país que era segunda patria de la mujer amada y establecer para todos un hogar feliz.Selecciones del Reader Dígest Marzo 1954
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