jueves, 20 de julio de 2017
TESTIMONIO DE MADRE DE FAMILIA Y SACERDOTE
50 AÑOS EN LA IGLESIA DE ROMA
Por Sacerdote Charles Chiniquy
C A P I T U
L O 25
Cuando por
suerte llegué a ser el primer capellán del hospital marinero de Qüebec, estaba
seguro que Dios había ordenado esto para mi bien y para su propia gloria y
resulta que tenía razón. A principios de noviembre de 1834, el director llamado
Sr. Glackmayer vino a decirme que había un extraordinariamente alto número de
enfermos dejado por la armada del otoño. Por el peligro de la muerte, me
llamaban día y noche. En secreto, me avisó que varios de ellos ya habían muerto
de la peor especie de viruela y que muchos también morían de la terrible Cólera
Morbo que todavía hacía estragos entre los marineros.
Estas
tristes noticias me llegaron como una orden del cielo a acudir al rescate de
mis queridos marineros enfermos. El primer hombre que conocí era el Dr. Douglas
quien confirmó el número de enfermos y añadió que las enfermedades
prevalecientes eran de las más peligrosas.
El Dr.
Douglas era uno de los fundadores y directores del hospital como también uno de
los cirujanos mejor capacitados de Qüebec. Aunque era un fiel Protestante, me
honraba con su confianza y amistad desde el primer día que nos conocimos. Diré
que nunca conocí un corazón más noble, una mente más abierta, ni un filántropo
más auténtico.
Después de
agradecerle la triste pero útil noticia, le pedí al Sr. Glackmayer una copa de
brandy, la cual tragué de inmediato.
—¿Qué está
haciendo? —preguntó el Dr. Douglas.
—¿No ve,
—respondí, —que he tomado una copa de brandy excelente?
—Pero, por
favor, dígame, ¿Por qué?
—Porque es
un buen preservativo contra el medio ambiente que respiro todo el día,
—repliqué, —tengo que oír las confesiones de toda esa gente muriendo de la
viruela o de la Cólera Morbo y respirar el aire pútrido alrededor de sus
almohadas. ¿No me advierte el sentido común que debo tomar alguna precaución
contra el contagio?
—¿Será
posible, —respondió, —que un hombre a quien estimo tanto sea tan ignorante de
los efectos mortales del alcohol en el cuerpo humano? Lo que usted ha tomado no
es más que veneno y lejos de protegerlo contra el peligro, ahora está más
expuesto a ello que antes de tomarlo.
—Pobre de
ustedes Protestantes, —respondí de broma, —son una banda de fanáticos con sus
doctrinas extremosas de abstinencia. Nunca me convertirá usted a su punto de
vista sobre ese tema. ¿Será para el uso de los perros que Dios creó al vino y
al brandy? ¿No es para el uso de hombres que lo tomen con moderación e
inteligencia?
—Mi querido
Sr. Chíniquy, usted bromea, pero yo le hablo en serio cuando le digo que se ha
envenenado con esa copa de brandy, —dijo el Dr. Douglas.
—Si los
buenos vinos y brandy fueran veneno, —respondí, —pronto sería usted el único
médico en Qüebec, porque usted es el único del cuerpo médico que conozco que se
abstiene. Pues, aunque me agrada mucho su plática, con su permiso voy a visitar
a mis queridos marineros enfermos cuyo clamor por ayuda espiritual suena en mis
oídos.
—Una palabra
más, —dijo el Dr. Douglas, —mañana por la mañana haremos una autopsia de un
marinero que acaba de morir repentinamente aquí. ¿Tendrá usted alguna objeción
de venir y ver en el cadáver de ese hombre lo que su copa de brandy ha hecho en
su propio cuerpo?
—No, señor,
no tengo ninguna objeción, —contesté, —desde hace mucho tiempo he tenido la
inquietud de hacer un estudio especial de la anatomía. Esta será mi primera
lección; no podría tener un mejor maestro.
Me despedí
de él y fui con mis pacientes con los cuales pasé lo que restaba del día y la
mayor parte de la noche. Cincuenta de ellos querían hacer confesiones generales
de todos los pecados de su vida y di los últimos sacramentos a veinticinco que
morían de viruela o de Cólera Morbo. A la mañana siguiente a la hora citada,
estaba al lado del cadáver del hombre muerto. El Dr. Douglas amablemente me
prestó un microscopio potente.
—No tengo la
menor duda, —dijo, —que este hombre fue matado instantáneamente por una copa de
ron. Ese ron ha causado la rotura de la aorta.
Mientras
hablaba así, el cuchillo hacía su obra tan rápido que el espectáculo horrible
de la arteria rota estaba delante de nuestros ojos casi al salir las últimas
palabras de su boca.
—Fíjese
aquí, —dijo el doctor, —por toda la arteria verá usted miles y tal vez millones
de puntos rojos que son los muchos hoyos perforados por el alcohol. Igual como
los ratones almizcleños del río Mississippi cavan hoyos pequeños en las presas,
desatando las aguas y llevando desolación y muerte por todas sus riberas, así
el alcohol, cada día, causa la muerte repentina de miles de víctimas,
perforando las venas de los pulmones y de todo el cuerpo. Mire a los pulmones y
cuente si puede los miles y miles de puntos rojos, oscuros y amarillos y las
pequeñas úlceras. Cada uno de ellos es la obra del alcohol causando corrupción
y muerte en todos estos órganos maravillosos. El alcohol es uno de los venenos
más peligrosos; ha matado a más hombres que todos los demás venenos juntos.
—El alcohol
no puede ir a ninguna parte del cuerpo humano sin llevar desorden y muerte con
él. Porque no puede de ninguna manera unirse a ninguna parte de nuestro cuerpo.
El agua que tomamos y la comida nutritiva que comemos son enviados a los
pulmones, el cerebro, los nervios, los músculos y los huesos. Dondequiera que
van reciben, por decirlo así, cartas de ciudadanía que los permite quedar ahí
en paz y trabajar para el bien público. Pero no es así con el alcohol; al
momento mismo que entra al estómago trae desorden, ruina y muerte según la
cantidad ingerida.
—Mire aquí
con el microscopio y verá que dondequiera que el rey alcohol ha puesto su pie,
el cuerpo se ha convertido en un campo de batalla produciendo ruina y muerte.
Por la obra tan extraordinaria de la naturaleza o más bien por orden de Dios,
cada vena y arteria por el cual el alcohol tiene que pasar, de repente se
contrae como para impedir su paso o para ahogar a su enemigo mortal. Cada vena
y arteria evidentemente ha escuchado la voz de Dios, diciendo: “¡El vino es
escarnecedor, muerde como la serpiente y como el áspid da dolor!” Cada nervio y
músculo que toca el alcohol, tiembla y se estremece como en presencia de un
enemigo implacable e invencible. Sí, ante la presencia del alcohol cada nervio
y músculo pierde su fortaleza, igual que el hombre más valiente que en
presencia de un monstruo horrible o demonio, de repente pierde su fuerza
natural y se estremece de cabeza a pies.
No puedo
repetir todo lo que oí ese día de los labios del Dr. Douglas y lo que vi con
mis propios ojos de los horribles efectos del alcohol por cada miembro de ese
cadáver; sería demasiado largo. Basta con decir que me horrorizaron mi propia
necedad y la necedad de tantas personas que usan bebidas intoxicantes.
Durante los
cuatro años que duré como capellán del hospital marinero, más de cien cadáveres
fueron abiertos delante de mí. Es mi convicción que la primera cosa que un orador
sobre la abstinencia debe hacer es estudiar anatomía; examinar los cadáveres
tanto de bebedores templados como de borrachos incurables y estudiar ahí los
efectos del alcohol en los varios órganos del cuerpo humano. Esos cadáveres
eran libros escritos por la mano de Dios mismo y me hablaron como ningún hombre
puede hablar. Pero ahora es el momento para contar cómo Dios me obligó casi a
pesar de mí mismo a abandonar para siempre el uso de bebidas intoxicantes.
Entre mis
penitentes había una dama joven que pertenecía a una de las familias más
respetadas de Qüebec. Tenía una niña de casi un año de edad y por supuesto la
joven madre la adoraba. Desgraciadamente esa dama, como ocurre con demasiada
frecuencia aun entre las familias más refinadas, había aprendido en la casa de
su padre y por el ejemplo de su propia madre a beber vino en la mesa y cuando
visitaba a sus amigas. Poco a poco empezó a tomar, cuando se encontraba sola,
unas gotas de vino, al principio por consejo de su médico, pero pronto
solamente para saciar un apetito descontrolado que crecía más fuerte cada día.
Con la excepción de su marido, yo era el único que sabía este hecho. El era un
íntimo amigo mío y varias veces con lágrimas escurriendo por sus mejillas me
había suplicado en el nombre de Dios que la persuadiera a abstenerse de tomar.
Ese varón
vivía muy feliz con su esposa elegante y su niña incomparablemente hermosa. Era
rico, tenía una posición elevada en el mundo, amigos sin número y su hogar era
un palacio. Cada vez que hablé con esa dama, sea a solas o en presencia de su
marido, ella derramaba lágrimas de arrepentimiento, prometía reformarse y tomar
únicamente lo poquito que su médico le había recetado. Pero, ¡Ay! esa receta
mortal del médico era como aceite derramado sobre ascuas ardientes. Estaba
encendiendo un fuego que nadie pudo apagar.
Un día, el
cual nunca olvidaré, un mensajero llegó apresuradamente y me dijo: —El Sr. A.
quiere que vaya usted a su casa inmediatamente. Una desgracia terrible acaba de
suceder. Su hermosa hija acaba de morir. Su esposa está media loca y él teme
que se suicide.
Subí de un
salto a la calesa elegante jalado por dos caballos finos y en pocos minutos
estaba en la presencia del espectáculo más angustioso que jamás había visto. La
joven señora, destrozando su vestido, arrancando los cabellos con sus manos y
rasguñando su cara con sus uñas, estaba gritando: —¡Ay, por amor de Dios, denme
un cuchillo para cortarme la garganta! ¡He matado a mi hija! ¡Mi querida está
muerta! ¡Soy la asesina de mi propia querida Lucy! ¡Mis manos están teñidas con
su sangre! ¡Déjenme morir con ella!
Yo me quedé
horrorizado y al principio permanecí mudo e inerte. El joven esposo junto con
otros dos caballeros, el Sr. Blanchet y Pannet, el juez de primera instancia,
intentaban detener las manos de su esposa desgraciada. Por fin, la mujer,
fijando sus ojos en mí, dijo: —Oh, querido Padre Chíniquy, por amor de Dios
déme un cuchillo para que pueda cortarme la garganta. Estando borracha, levanté
a mi preciosa hija para besarla. Pero me caí y su cabeza pegó contra la esquina
puntiaguda de la estufa. ¡Sus sesos y sangre están esparcidos en el suelo! ¡Mi
hija, mi propia hija está muerta! ¡Yo la he matado! ¡Maldito licor, maldito
vino! ¡Mi hija está muerta, estoy condenada! ¡Maldita bebida!
Yo no podía
hablar, pero sí podía verter lágrimas y llorar. Lloré y mezclé mis lágrimas con
las de aquella madre desgraciada. Luego con una expresión de desesperación, que
penetró mi alma como una espada, dijo: —Pase usted a verla.
Entré al
cuarto contigua y ahí vi a esa una vez hermosa niña, muerta con su cara
cubierta de su sangre y sesos. Había un boquete en la sien derecha. La madre
embriagada, cayéndose con su niña en sus brazos, golpeó su cabeza contra la
estufa con una fuerza tan terrible que volcó la estufa al suelo.
Los carbones
encendidos estaban esparcidos por todos lados y por poco se había encendido la
casa. Pero ese golpe y la muerte espantosa de su hija, de repente la volvió en
sí y puso fin a su intoxicación. De un vistazo comprendió la totalidad de su
desgracia. Su primer pensamiento era correr al aparador, agarrar un agudo
cuchillo largo y cortarse la garganta. Providencialmente, su esposo llegó en
ese instante. Con gran dificultad y después de una lucha terrible logró quitar
el cuchillo de sus manos y lo tiró a la calle por una ventana.
Para
entonces eran como las cinco de la tarde. Después de pasar una hora de agonía
indescriptible de mente y de corazón, intenté salir para regresar a la casa
parroquial. Pero mi joven amigo desgraciado me suplicó en el nombre de Dios que
pasara la noche con él. —Usted es el único, —me dijo, —quien nos puede ayudar
en esta noche horrible. Mi desgracia es bastante grande sin destruir nuestro
buen nombre difundiéndola públicamente. Quiero guardarlo lo más secreto
posible. Aparte del médico y el juez de primera instancia, usted es el único
hombre sobre la tierra en quien confío para ayudarme. Por favor, quédese con
nosotros.
Me quedé,
pero en vano intenté calmar a la desgraciada madre. Constantemente quebrantaba
nuestros corazones con sus lamentaciones y sus esfuerzos convulsivos de
quitarse la vida. Cada minuto gritaba: —¡Mi hija, mi querida Lucy! Justo cuando
tus pequeños brazos me acariciaban tan suavemente y tus besos angélicos eran
tan dulces a mis labios, te degollé. Cuando me abrazabas a tu corazón amante y
me besabas, yo tu madre embriagada te di el golpe mortal... ¡Mis manos están
teñidas de tu sangre y mi pecho cubierto de tus sesos! ¡Ay, por amor de Dios,
querido esposo, quítame la vida! No puedo consentir en vivir un día más.
Querido Padre Chíniquy, déme un cuchillo para poder mezclar mi sangre con la de
mi hija. ¡Ojalá me enterrasen en el mismo sepulcro con ella!
En vano
intenté hablarle de la misericordia de Dios hacia los pecadores. No escuchaba
nada de lo que le decía; estaba absolutamente sorda a mi voz. Como a las diez
de la noche, tuvo el ataque más terrible de angustia y desesperación. Aunque
éramos cuatro hombres que la cuidábamos, ella era más fuerte que todos
nosotros. Tenía la fuerza de un gigante. Ella se zafó de nuestras manos y
corrió al cuarto donde la niña muerta yacía en su cuna. Asiendo del cadáver
frío con sus manos, rompió las vendas blancas puestos alrededor de la cabeza
para cubrir la herida horrible y con gritos de desolación apretó sus labios,
mejillas y sus mismos ojos sobre el boquete que rezumaba sesos y sangre, como
queriendo sanarlo y hacer volver la vida a la pobrecita.
—Mi querida,
mi amada, mi pobre querida Lucy, —gritó, —abre tus ojos y mira nuevamente a tu
madre. ¡Dame un beso, abrázame nuevamente a tu pecho! Pero tus ojos están
cerradas; tus labios fríos ya no sonríen; estás muerta y yo tu madre te
degollé. ¿Puedes perdonarme tu muerte? ¿Puedes pedir a Jesucristo nuestro
Salvador que me perdone? ¿Puedes pedir a la bendita Virgen María que ruegue por
mí? ¿Nunca volveré a verte? ¡Ay no, estoy perdida, estoy condenada, soy una
madre borracha que ha asesinado a su propia querida Lucy! ¡No hay misericordia
para una madre borracha, la asesina de su propia hija!
Cuando
hablaba así a su hija, a veces se arrodillaba, pero luego corría como huyendo
de un fantasma. Pero siempre abrazaba al cadáver inerte a su pecho o
convulsivamente pasaba sus labios y mejillas sobre la herida horrible a tal
grado que sus labios, toda su cara, su pecho y manos estaban embadurnados de la
sangre que fluía de la herida. ¿Diré que todos estábamos “derramando lágrimas y
llorando”? Pues la palabras “derramando lágrimas y llorando” no pueden expresar
la desolación y horror que sentimos.
Como a las
once, cuando ella estaba de rodillas abrazando a la niña muerta, levantó sus
ojos hacia mí y dijo: —Querido Padre Chíniquy, ¿Por qué no he seguido su
consejo cariñoso cuando más con sus lágrimas que con sus palabras, tantas veces
intentó persuadirme a abandonar esos malditos vinos intoxicantes? ¡Cuántas
veces me ha dado usted las palabras que vienen del mismo cielo: “El vino es
escarnecedor, muerde como serpiente y como áspid da dolor”! ¡Cuántas veces me
rogó usted en el nombre de mi querida hija, en el nombre de mi querido esposo y
en el nombre de Dios, abandonar el uso de esas malditas bebidas! Pero ahora,
escucha mi petición. Vaya usted por todo Canadá; mande a todos los padres que
nunca pongan ninguna bebida intoxicante ante los ojos de sus hijos. Fue en la
mesa de mi padre donde primero aprendí a tomar ese vino que maldeciré por toda
la eternidad. Mande a las madres a nunca probar esas bebidas abominables. Fue
mi madre quien primero me enseñó a beber ese vino que maldeciré mientras Dios
exista.
—Lleva la
sangre de mi hija y tiñe el dintel de las puertas de cada casa en Canadá y
anuncie a todos sus habitantes que esa sangre fue derramada por la mano de una
madre homicida cuando estaba borracha. Con esa sangre escriba en los muros de
cada casa de Canadá que el vino es escarnecedor y diga a los canadienses
franceses cómo sobre el cadáver de mi hija he maldecido a ese vino que me ha
hecho despreciable, miserable y culpable.
Se detuvo un momento para respirar un poco; luego añadió: —Dígame en el nombre de Dios, ¿Puede mi hija perdonarme su muerte? ¿Puede ella pedir a Dios que me mire con misericordia? ¿Podrá ella hacer que la bendita Virgen María ruegue por mí y obtenga mi perdón?
Se detuvo un momento para respirar un poco; luego añadió: —Dígame en el nombre de Dios, ¿Puede mi hija perdonarme su muerte? ¿Puede ella pedir a Dios que me mire con misericordia? ¿Podrá ella hacer que la bendita Virgen María ruegue por mí y obtenga mi perdón?
Pero antes
que pude contestar, ella nos horrorizó con sus gritos desesperados: —¡Estoy
perdida! ¡Borracha, maté a mi hija! ¡Maldito vino!— Luego cayó un cadáver en el
suelo. Torrentes de sangre fluían de su boca sobre su hija muerta que abrazaba
en su pecho aún después de su muerte.
Ese drama terrible nunca fue revelado a la gente de Qüebec. El veredicto del juez de primera instancia fue que la muerte de la niña era accidental y que la madre angustiada murió de un corazón quebrantada seis horas después. Dos días después, la madre desgraciada fue enterrada con el cadáver de su hija agarrado en sus brazos.
Ese drama terrible nunca fue revelado a la gente de Qüebec. El veredicto del juez de primera instancia fue que la muerte de la niña era accidental y que la madre angustiada murió de un corazón quebrantada seis horas después. Dos días después, la madre desgraciada fue enterrada con el cadáver de su hija agarrado en sus brazos.
Después de
una tempestad tan terrible, yo necesitaba soledad y descanso, pero sobre todo,
necesitaba oración. Me encerré en mi pequeño cuarto durante dos días y ahí a
solas en la presencia de Dios meditaba en la terrible justicia y retribución de
las cuales él me hizo testigo. Esa mujer desgraciada había sido mi penitente;
ella y su esposo contaban entre mis más queridos y devotos amigos. Solamente en
días recientes se había esclavizado a la borrachera. Antes de eso su piedad y
sentido de honor eran de la clase más exaltada que se conoce en la Iglesia de
Roma.
Sus últimas
palabras no eran expresiones comunes proferidas por pecadores ordinarios al
confrontarse con la muerte; para mí, esas palabras tenían una solemnidad que
casi transformaron a ella en el oráculo de Dios a mi mente.
Esa noche
memorable, en medio de la profunda oscuridad y temible quietud, si estaba
despierto o dormido no lo sé, pero vi la calmada forma hermosa de mi querida
madre, de pie a mi lado, tomada de la mano de la difunta asesina todavía
cubierta de la sangre de su hija. Sí, mi amada madre estaba delante de mí y me
dijo con tal poder y autoridad que cada una de sus palabras quedaron grabados
en mi alma como si fueran escritas con letras de lágrimas, sangre y fuego: —Ve
por toda Canadá, manda a cada padre de familia a nunca poner ninguna bebida
intoxicante delante de sus hijos. Manda a las madres a nunca probar ni una gota
de esas bebidas malditas. Manda a todo el pueblo de Canadá a nunca tocar ni
mirar a la copa envenenada y tú, mi amado hijo, abandona para siempre el uso de
esas bebidas detestables que son malditas en el infierno, en el cielo y en la
tierra y muerden como serpiente y dan dolor como el áspid.
Cuando cesó
el sonido de esa voz tan dulce y poderosa y mi alma dejó de ver esa extraña
visión, me quedé muy agitado e inquieto. Dije a mí mismo: —¡Tal vez las cosas
terribles que he visto y oído en estos días pasados destruirán a mi mente y me
mandarán al manicomio! Me caí de rodillas a llorar y orar. Esto me hizo bien y
pronto me sentí más fuerte y calmado.
Elevando nuevamente mi mente a Dios, dije: —Oh Dios mío, hazme saber tu
santa voluntad y concédeme la gracia para hacerla. ¿Provienen de ti las voces
que acabo de escuchar o son nada más los sueños vanos de mi mente afligida?
¿Será tu voluntad, oh Dios mío, que yo vaya a decir a mi país lo que tan
providencialmente me has revelado de los horribles daños insospechados que
causan el vino y bebidas alcohólicas tanto al cuerpo como al alma del hombre o
será tu voluntad ocultar de los ojos del mundo las cosas maravillosas que tu me
has revelado y que las entierre yo conmigo en el sepulcro?
Rápido como un relámpago me vino la respuesta: —¡Lo que te he enseñado en
secreto, predícalo desde las azoteas!
Rebosando de una emoción indecible y mi corazón lleno de un poder que no era
mío, levanté mis manos hacia el cielo y dije a mi Dios: —¡Por amor a mi querido
Salvador Jesús, y por el bien de mi país, oh Dios mío, te prometo que nunca
volveré a usar bebidas intoxicantes; además haré todo lo que haya en mi poder
para persuadir a otros sacerdotes y a toda la gente a hacer el mismo
sacrificio!
Cincuenta años han pasado desde que hice esa
promesa y gracias a Dios, la he guardado.
Durante los próximos dos años, yo era el único sacerdote en Canadá quien se
abstuvo del uso del vino y de otras bebidas alcohólicas; y sólo Dios sabe
cuántos desprecios, reprensiones e insultos de toda clase tuve que soportar.
Cuántas veces los apodos de fanático, hipócrita, reformador, y medio hereje
fueron susurrados en mis oídos no sólo por los sacerdotes, sino también por los
obispos.
Pero yo estaba seguro que mi Dios conocía los motivos de mis acciones y por
su gracia permanecí calmado y paciente. En su infinita misericordia, él se fijó
en su siervo inútil y escogió el día en que mis humillaciones se convirtieran
en gran gozo. Llegó el día en que vi a esos sacerdotes y obispos a la cabeza de
sus congregaciones recibiendo la promesa y la bendición de abstinencia de mis
manos. Los mismos obispos que al principio me condenaron, pronto invitaron a
los ciudadanos principales de sus ciudades a presentarme una medalla de oro
como muestra de su aprecio, después de darme oficialmente el título de “Apóstol
de Abstinencia de Canadá.”
Por la voluntad de Dios vi con mis propios ojos a mi querido Canadá hacer
promesas de abstinencia y abandonar el uso de bebidas intoxicantes. Cuántas
lágrimas se secaron en esos días. Miles y miles de corazones fueron consolados
y colmados de gozo. Felicidad y abundancia reinaron en muchos hogares
anteriormente desolados y el nombre de nuestro Dios misericordioso fue
bendecido dondequiera en mi amado país.
¡Esto, ciertamente, no fue obra del pobre Chíniquy! Fue la obra del Señor,
porque el Señor, quien es maravilloso en todos sus hechos, escogió nuevamente
el instrumento más débil para mostrar su misericordia a los hijos de los
hombres. ¡El llamó al más inútil de sus siervos para hacer la mayor obra de
reforma que jamás se ha visto en Canadá, para que la alabanza y la gloria sean
atribuidos a él y solamente a él!
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