viernes, 23 de junio de 2023

MI ÚLTIMA GUARDIA EN EL YAMATO Por Mitsuru Yoshida

  Un oficial japonés describe la furia de los ataques aéreos que destruyeron el acorazado más grande del mundo.

MITIURU YOSHIDA se graduó en la Escuela de Derecho de la Unversidad Imperial de Tokio en marzo, de 1945. Ingresó luego en la Armada Imperial Japonesa y prestó servicio en el Yamato hasta que fue hundido. Desde que terminó la guerra se ha distinguido como escritor

MI ÚLTIMA GUARDIA EN EL YAMATO

Por Mitsuru Yoshida

Traducido del japonés por Xinsaru Chikunmi y revisado por Roger Pineau

Condensado de
«Un¡ted States Naval Institute Proceedings»

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Noviembre 1952

EL 1° DE ABRIL de 1945 el superacorazado Yamato de la Armada Imperial Japonesa se hallaba anclado en el puerto naval de Kure, aguardando reparaciones y mejo­ras. El gigante buque de guerra, pintado de plata y gris, surgía del mar como una in­mensa roca, dominando todo lo que lo ro­deaba. Yo era oficial de radar, el de menor graduación a bordo.

Súbitamente el altavoz rompió la calma del aire matinal: «Comenzar operaciones de navegación a partir de las 0815; levamos anclas a las 1000.»

¡Tropas norteamericanas habían desem­barcado en Okinava! ¿Iríamos a atacarlas, en  lo que acaso pudiera resultar la batalla decisiva del área del Mar del Sur?

A las 1000 en punto el Yamato partió. Al caer la noche anclamos en las playas de Mitajiri, lugar de reunión de la flota.

Todo el personal fue llamado a cubierta. Metidos en caquis de ba­talla, y en posición de firmes, 3000 marinos escuchamos una breve aren­ga del capitán Kosaku Ariga en que expresaba la ardiente esperanza de que todos nos comportáramos ejem­plarmente. Luego el segundo oficial, capitán Nomura, gritó:

—¡Que el Yamato («Japón,» nom­bre sentimental), como el Kamikaze (Viento divino), honre debidamente su nombre!

A la mañana siguiente divisa­mos un bombardero norteamericano B-29. Nos lanzó una bomba media­na que no causó daños pero que des­vaneció toda esperanza de guardar el secreto.

Alcancé a oír decir a mis superio­res que nuestro ataque estaría com­binado con ataques de aviones Kamikaze contra el enemigo en el área de Okinava. Los contraataques de cazas enemigos superiores contra nuestra pobre aviación suicida, sobre­cargada de explosivos, habían sido paralizantes. Ahora se hacía necesario atraer con engaño a los aviones enemigos de suerte que nuestros ka­mikazes pudieran operar con mayor efectividad. Esto requería algo que atrajera al mayor número de aviones y resistiera sus ataques el mayor tiempo posible.

El Yamato, con su escolta, resulta­ba la mejor carnada. Y así, mientras nuestra flota atraía sobre sí el peso de la presión de las fuerzas aéreas enemigas, quedaría despejado el ca­mino para que nuestros aviones suicidas se apuntaran grandes éxitos sobre el blanco enemigo.

Si sobrevivíamos a esta fase de la operación, nuestro objetivo sería avanzar por el centro del enemigo y realizar el máximo de destrucción. A este fin el Yamato estaba cargado a plena capacidad de municiones pa­ra todas las armas que llevaba. ¡Sus tanques, sin embargo, sólo llevaban el combustible necesario para el via­je de ida a Okinava! Lo que era un suicidio, dictado por la desespera­ción.

Bien entrada la tarde del 5 de abril, el altavoz anunció: «Listos pa­ra una ración de sake ... ¡Cantina abierta!» Se invitó a los guardiama­rinas para el brindis final. Pero cuan­do el oficial navegante levantó su copa de sake, la copa se le escapó de la mano trémula y se rompió contra la cubierta. Miradas de escarnio con­vergieron sobre su cabeza, abatida por la vergüenza. Todos compren­dimos que la muerte era el destino inevitable . - . y probablemente cer­cano. Y que cuando llegara, cada uno de nosotros tendría que salu­darla con valor y corazón ligero.

A la tarde siguiente la insignia de combate del Yamato batía el aire. Armas y equipos estaban listos. A las 1600 el resto de lo que fue la gran flota japonesa navegaba hacia Oki­nava. El crucero ligero YahagÍ y ocho destructores servían de escolta al poderoso Yamato.

A las 1800 tocaron a asamblea y el segundo oficial leyó las solemnes pa­labras que nos dirigía el comandante en jefe de la flota unida: «¡Haced de esta operación el punto decisivo de la guerra!» Seguidamente se toca­ron el himno nacional del Japón y otros aires marciales, y por último se dieron tres vivas a Su Majestad Imperial.

Yo tenía el encargo en el puente de recoger los informes de los vigías y retrasmitirlos al capitán Ariga y sus ayudantes. A mi izquierda esta­ba el vicealmirante Seiichi Ito, co­mandante de las fuerzas navales; su jefe de estado mayor, el contraalmirante Nobuei Morishita, se hallaba a mi derecha. Yo me sentía afortu­nado y muy orgulloso.

Al romper el alba del 7 de abril interceptamos mensajes enemigos que daban nuestro rumbo y veloci­dad con exactitud. Seguían nuestra posición minuto a minuto. A poco aparecieron dos aviones Martín de patrullaje. Volaron en círculo fuera del alcance de nuestros antlácreos y continuaron siguiéndonos.

El almuerzo fue simple y mísero: arroz acompañado de un té negro caliente, que bebimos hasta llenar el estómago.

A las 1220 el radar anunció una formación aérea. La tensión aumen­tó, y cada vigía forzó la vista sobre los aviones que se anunciaban. Súbi­tamente una gran formación irrum­pió estrepitosamente de las nubes y giró en amplio círculo de izquierda a derecha.

«¡Más de cien aviones!» gritó 'el oficial navegante.

La orden de «¡Fuego!» dada por el capitán fue seguida de un vivo estrépito producido por 24 cañones antiaéreos y 150 ametralladoras, a los cuales hicieron coro las principa­les baterías de los destructores de la escolta.

Un hombre que estaba cerca de mí cayó abatido por un fragmento de bomba. En medio del ruido en­sordecedor de las explosiones oí el que producía su cráneo al rebotar contra el mamparo, y aspiré olor de sangre fresca en el palio de humo que formaban las bombas al estallar.

En nuestro flanco derecho el des­tructor Hamakaze había sido alcan­zado y empezaba a hundirse. Su po­pa sobresalía, alta, en el aire. En 30 segundos desapareció bajo las aguas dejando sólo un círculo de arremo­linada espuma.

Plateadas venas de torpedos veíanse converger sobre nosotros desde todas las direcciones. Marchando a la velocidad máxima de 26 nudos, zigzagueábamos desesperadamente. El balanceo y la vibración eran te­rribles. Bombas y balas de ametralla­dora disparadas por los aviones ba­rrían el puente.

Una y otra vez escapamos de los torpedos, a menudo por un pelo, pero al fin a las 1245 nos alcanzó uno por la parte delantera, a babor.

 Luego recibimos dos impactos de bomhas a popa. En este momento la pri­mera oleada enemiga se retiró.

Se me entregó una orden: «El cuarto de radar a popa dañado por las bombas. Inspecciónelo inmedia­tamente.» Penetré la cortina de humo hacia la cubierta de popa. A pesar de sus fuertes mamparos de acero, el cuarto de radar había sido partido en dos y su mitad superior volada en peda­zos. ¡Fragmentos de lo que habían sido ocho seres humanos se hallaban esparcidos aquí y allá! Yo estaría en­tre ellos, a no haber sido mi turno de guardia en el puente.

Un ruido estruendoso se nos iba acercando. Miré hacia arriba y vi aparecer la segunda oleada de avio­nes enemigos. Pensé para mi capote: «No es éste el lugar donde debo morir.» Corrí a mi puesto en el puen­te. Y cuando ya iba a trepar la es­calera una explosión me obligó a entrecerrar los ojos. Cuando los abrí, una nube de humo blanco se alzaba del sitio donde había estado la torre de control de incendios. Trepé la es­calera oyendo rebotar las balas de las ametralladoras sobre las planchas de acero, cerca de mí.

En este segundo ataque tres tor­pedos alcanzaron el costado de ba­bor, cerca de la arboladura de popa. Aun el invulnerable Yamato resulta­ba incapaz de resistir golpes tan du­ros, y nuestra tremenda capacidad de fuego parecía inútil. Tan pronto lanzaban sus mortales cargas, los aviones giraban evitando nuestro fuego y barriendo el puente con sus ametralladoras.

De vez en cuando caía al mar un avión incendiado, pero ya su misión quedaba cumplida. La precisión y serenidad con que esos pilotos repe­tían sus ataques eran buena prueba de la increíble fortaleza del enemigo.

Una tras otra las torrecillas de los cañones del Yamato fueron volando por el aire bajo el impacto de las bombas. Las que erraban el blanco, estallaban elevando grandes colum­nas de agua a través de las cuales pasábamos lentamente. La segunda oleada de ataque se retiró; pero en cosa -de segundos ya estaba encima la tercera como una tronada pavoro­sa que hizo cinco impactos en el cos­tado de babor. El clinómetro comen­zó a registrar una leve inclinación a la banda.

«¡Todo el mundo a equilibrar el buque!» ordenó el capitán por el al­tavoz. Teníamos que corregir la es­cora a cualquier precio, y se ordenó bombear agua del mar en los cuartos de máquinas y calderas de estribor. Telefoneé apresuradamente para prevenir a estos compartimientos; pero ya era demasiado tarde. Por las brechas que abrieran los torpedos y las válvulas de inundación el agua penetró impetuosamente, segando la vida de los hombres que estaban en sus puestos, cientos de ellos en total.

A cosa de 3000 metros adelante, el crucero Yahagí yacía inerte en el agua. Un grupo de aviones que se preparaban para picar sobre el Yamato invirtieron la marcha y acribi­llaron el Yahagí con más de diez torpedos. Un torbellino de espumas grises giró en torno suyo al hundir­se. El destructor Isokaze, también detenido, emitía bocanadas de humo negro. Lo único que quedaba intac­to de la escolta de nueve buques eran los destructores Fuyutzuki y Ytiki­kaze. Los otros siete yacían inertes, escorando torpemente o hundidos.

La cuarta oleada de ataque venía ahora por la proa, a babor ¡y eran más de 150 aviones! Los torpedos abrieron nuevas brechas en la banda de babor, mientras que las bombas caían sobre el palo de mesana y el alcázar. Los grandes cañones queda­ron reducidos al silencio y sólo unas pocas ametralladoras permanecían intactas. Un grupo de hombres tra­taba desesperadamente de extinguir un violento incendio en el alcázar.

Súbitamente el teléfono trasmitió un alarmante informe: «¡Inunda­ción inminente!» Una detonación que se produjo a popa reverberó a través del buque; terminaron los in­formes.

Emitiendo columnas de llamas, la popa pareció elevarse considerable­mente en el aire durante un momen­to. Grandes nubes de humo negro emergían de un punto vecino a la chimenea. Hubo un súbito aumento de 35 grados en nuestra inclinación y la velocidad se redujo a sólo siete nudos. El enemigo surgió de las nubes para darnos el golpe de gracia.

Tendido sobre la cubierta, me ase­guré para resistir los efectos del es­tallido de las bombas. La aguja del clinómetro seguramente continuaba avanzando, porque oí que el segun­do oficial informaba: «Es imposible corregir la escora.»

Los hombres se mezclaban desor­denadamente en la cubierta inclina­da, pero un grupo de oficiales de es­tado mayor salieron del tumulto y treparon hasta donde se hallaba el comandante en jefe. El jefe de esta­do mayor lo saludó. Luego el comandante cambió significativamente apretones de manos con los oficiales y entró en su camarote. Fue ésta la última vez que vimos al comandan­te de la segunda flota, el vicealmi­rante Ito.

Del personal del puente quedába­mos menos de diez sobrevivientes.

Vimos al oficial navegante y a su ayudante atarse a la bitácora para evitar la vergüenza de sobrevivir cuando el buque se hundiera. Nos­otros comenzamos a hacer lo mismo. Pero el jefe de estado mayor nos or­denó que nos lanzáramos al agua, y acompañó la orden con un buen pu­ñetazo a cada uno para obligarnos a obedecer. Yo me escurrí por la por­tañola del vigía cuando el barco he­rido alcanzaba una increíble inclina­ción de 80 grados.

El Yamato comenzaba a hundirse ya. Y al desaparecer bajo las aguas se oyó un ruido y choque de muni­ciones que estallaban y de comparti­mientos que reventaban por presión del aire. Boqueando en busca de aire yo era succionado hacia abajo, lan­zado hacia arriba, sacudido de aquí para allá, restregado contra todo. So­focado y tirando puntapiés me abrí paso hacia la única luz que podía ver: un resplandor gris verdoso arri­ba. Y luego, de modo sorprendente, me hallé en la luz del día.

Cuando el buque zozobrado se su­mergió, enormes dedos de llama se alzaron relampagueantes y a modo de cohetes hacia las negras nubes.

El aceite de los tanques de com­bustible rotos me produjo escozor en los ojos. Me enjugué la cara y tragué aire. Cerca de mí había racimos de nadadores, cuerpos flotantes, paños de residuos astillados y carboniza­dos: era todo lo que quedaba del buque de guerra más poderoso del mundo.

Caía una lluvia caliginosa cuando terminó una batalla y comenzó otra: esta vez contra las heridas, el aceite y el agua fria. Algunos se volvieron locos y se ahogaron. Otros con heri­das profundas gemían de dolor, aun­que el aceite negro servía para con­tener el desangre.

De pronto el Fuyutzuki  se dirigió hacia nosotros; viró de popa hacia la izquierda y se quedó inerte, como a 200 metros de distancia, mientras sus cañones continuaban disparando inútilmente contra los aviones ene­migos. En el esfuerzo prolongado por llegar hasta el buque, el negro aceite se hacía sentir por lo espeso como caramelo derretido. Pocos lle­garon hasta el barco.

Desde la cubierta gritaban algu­nas voces: «¡Apúrense!» Yo me aba­lancé y agarré una escala de cuerdas. Chorreando sangre y aceite me bam­boleaba precariamente mientras iza­ban lentamente la escala. Dos hom­bres de a bordo me asieron por las manos. Me eché sobre la cubierta ex­tenuado.

Me quitaron el uniforme y me me­tieron los dedos hasta la garganta para hacerme vomitar el aceite que había ingerido. Alguien dijo: «Está herido en la cabeza, señor.» No me había dado cuenta de que tenía una incisión en el cuero cabelludo. Bam­boleándome me abrí paso hasta la enfermería, llena de cadáveres.

CUANDO desperté en la mañana del 8 de abril el sueño me había restau­rado las fuerzas. Sobre cubierta, el sol primaveral me inundó los ojos. La inútil salida del Yamato había terminado. Ibamos de regreso al ho­gar. Pronto estuvieron a la vista las montañas del Japón. Su belleza me contuvo el aliento y suspiré de ale­gría. Al fin y al cabo ¡qué maravilla es vivir!

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