*En la Unión norteamericana el condado» es división política y administrativa, siguiente en categoría a
los estados. El gobierno del «condado» corresponde al ,,sheriff; sus límites pueden coincidir o no con los del municipio
.
El
porcentaje de reincidentes entre los menores salidos de esta cárcel era 42;
hoy no llega
a diez. He aquí la razón.
HAY
QUE TRATARLOS COMO SERES HUMANOS
(Condensado de « Chrithian Herald»)
Por Karl Detzer
SELECCIONES
DEL READER'S DIGEST Mayo 1948
PEPIN, jovenzuelo de pésima
conducta, se enorgullecía de que los
diarios de Chicago lo calificaran de
precoz y empedernido malhechor.
Cierta noche lo sorprendió la policía
asaltando una taberna. Al otro día
entraba el preso con aire fanfarrón
en el juzgado, y recibía con despreciativa
mueca las palabras del juez que lo condenó a un año de reclusión en la cárcel
del condado* de Cook, en la misma
ciudad de Chicago.
Acertaba a suceder esto el mismo día en que el
reo cumplía 17 años. Uno después, el Pepín
que sale de la cárcel es otra persona: un joven
pundonoroso, animado de nobles ambiciones. Llamado a filas, su comportamiento
militar le vale los gaIones de
cabo, y honrosa hoja de servicios cuando
lo licencian. En la actualidad, a los 22
años, es un mozo de provecho, que se gana la vida
decentemente.
La
persona a quien se debe en gran medida la enmienda de Pepín—y la de miles de otros delincuentes menores de edad—es Frank Sain, hombre corpulento y de palabra reposada, que
desempeña, desde hace 13 años, el cargo de alcaide de la vasta cárcel del condado de Cook.
Por regla general, las
cárceles de los condados
estadounidenses son establecimientos en los que reina
la suciedad, pululan
las ratas, hallan campo abonado las enfermedades y
escuela la inmoralidad y el delito. Con la suma que se les asigna no es posible en la mayoría de los casos alimentar decentemente a los presos. Para colmo
de males, no es raro que los sheriffs y
alcaides se embolsen parte de esa exigua cantidad.
No constituía la cárcel del condado de Cook excepción de la regla cuando Frank Sain tomó posesión del cargo de alcaide en 1934.
El infame -sindicato»
de- que era jefe Al Capone
extendía su influencia hasta esa
cárcel, donde todo marchaba a gusto
suyo. En la actualidad, imperan allí el aseo, el orden y la tranquilidad. La disciplina
es rigurosa, pero justa. Las sumas
destinadas a alimentación siguen siendo
exiguas, pero se destinan íntegramente a su objeto. Lo más importante y significativo:
el departamento de menores ha conseguido grandes resultados en la enmienda de los delincuentes.
La población de menores de la
cárcel del condado de Cook fluctúa
entre 100 y 175 muchachos de 14 a 20
años. Según estudio•llevado a cabo por la Secretaría del Trabajo poco antes de encargarse Frank Sain de la alcaldía, el porcentaje de reincidentes era 42;
hoy no llega a diez.
El alcaide a cuyas reformas se deben resultados
tan satisfactorios, no es hombre versado en criminología ni en sociología. Frank Sain nació en Chicago hace 52 años.
Durante la primera guerra mundial sirvió en la policía militar. Fue después guarda en « Brldewell », la antigua y desacreditada cárcel municipal de Chicago. Allí le tocó presenciar abusos
y latrocinios que, a
más de malversar el dinero
de los contribuyentes, convertían
en suplicio la vida de los presos. «El día que yo llegara a mandar en
una cárcel decíase Sain—andarían las cosas de otra manera.»
Le llegó la ocasión de mandar, y fue de este
modo: tal extremo alcanzaron las cosas en la cárcel del condado de Cook, que la prensa toda de Chicago
empezó a pedir que se les pusiese
inmediato remedio. Un día el sheriff llamó a Frank Sain, lo nombró alcaide, y le dijo: «Tiene usted carta blanca. ¡Acabe con
ese desorden ¡ »
Por primera providencia,
el nuevo alcaide prohibió a los guardas el uso de cachiporras y garrotes. Los pesimistas auguraron que habría evasiones y motines.
¿A quién se le ocurría creer que Pudiera tratarse con guante blanco a gente tan desalmada
como la que en Chicago iba a dar a la cárcel? «Lo único que haré será tratar a mis presos como seres humanos,» repuso Frank Sin sin alterarse.
Así los trató; y no ha habido desde entonces en esa cárcel perturbaciones que valgan la pena.
La siguiente medida fue
abolir el calabozo, castigo que condenaba a los presos recalcitrantes—muchos de los cuales más necesitados estaban del alienista que de medidas disciplinarias —a vegetar en la soledad, la inmundicia y la lobreguez, y a recibir raciones de hambre.
En los 13 años
que Frank Sain lleva de alcaide, no ha habido día que
no se frieguen los pisos de celdas, comedores, salas, talleres y cocinas; ni semana en que no se
limpien, cuando menos una vez, techos
y paredes. De esta suerte se ha conseguido que la cárcel del condado de Cook no huela a cárcel. Por su aseo aventaja
a más de un hospital y
por el modo como la gobierna su alcaide es un establecimiento que tiene
de hospital, de escuela y de taller
moderno.
La rehabilitación moral de los presos es empeño
que merece a Frank Sain especiales
cuidados; particularmente la de los menores de edad, en quienes, por cuanto son más
susceptibles de enmienda, ve una responsabilidad mayor que lo llama a mayores
y más diligentes esfuerzos. Estima
que una constancia, a la vez ingeniosa
y paciente, puede lograr la regeneración de gran número de esos muchachos. Los medios de que se vale el alcaide Sain difieren bastante de lo acostumbrado: a
más del aula y de la lectura; del taller de
carpintería, pintura e imprenta, echa mano
del cultivo de hortalizas y de
la cría de animales domésticos. «El mejor remedio para estos chicos,» suele decir, «es
sol, aire libre y conciencia de la propia
responsabilidad. Aquí hallan todas las tres cosas.»
En otro tiempo no había separación entre los menores de
edad y los demás presos. Hoy forman los muchachos grupo aparte del resto de los
encarcelados. Cuando Frank Sain tomó posesión del cargo, la cárcel contaba solamente con un mal llamado salón de clase; un
maestro que no podía humanamente dar
abasto; y ni un centavo para material de enseñanza. habló Sain del caso con el director de Instrucción
Pública, y no tardó en disponer
de personal suficiente.
Remediada esta necesidad, pensó en la biblioteca. La de la cárcel del condado de Cook se
compone actualmente de 4000 volúmenes, y comprende desde obras filosóficas
o de economía política, hasta novelas.
Están, empero, rigurosamente excluidas las policíacas. Un estante portalibros
circula con frecuencia por los corredores
principales, a fin de recoger los libros ya leídos y entregar otros. Uno de los más solicitados es la Biblia. Al preso que manifiesta deseos de leerla, le
regalan un ejemplar.
Para 1938
había logrado el alcaide Sain trasformar
su cárcel de puertas adentro. Dirigió entonces su atención hacia las dos hectáreas de terreno adyacentes al establecimiento.
En ese espacio, circundado de altos muros, se habían ido amontonando
trastos viejos y cuanta cosa inútil no cabía en otra parte. Una mañana de verano el alcaide hizo formar a sus muchachos, los llevó allí, les dijo que pensaba convertir
aquello en patio de recreo, y fue entregándoles a
éste una pala; a aquél un
rastrillo; al de más allá un azadón.
Un par de meses se emplearon en dejar concluida
la faena. Los muchachos trabajaban
desnudos de la cintura para arriba. Advertían con orgullosa complacencia cómo iba ese ejercicio ensanchándoles el pecho y fortaleciéndoles los músculos. El lugar que
fue basurero se convirtió al cabo,
parte en campo de ejercicios gimnásticos y atléticos, parte en jardín y huerta. De ésta, la mitad se destinó a la cría de conejos,
patos, gallinas, cerdos y cabras, para todo lo cual fabricaron los juveniles obreros los corralillos,
chiqueros y demás cosas necesarias.
En ese ambiente de patio de hacienda, puso el
alcaide Sain a prueba su idea de
que el sol, el aire libre y la conciencia de la propia responsabilidad eran el mejor remedio para volver al buen camino
a los jóvenes descarriados. A cada uno se le confió el cuidado de un animal,
o se le asignó puesto en el grupo de muchachos que debía cuidar de varios animales. Pronto nacieron las
emulaciones. Cerdos y gallinas eran tratados con mimo y regalo. Las cabras cuidadas con cariñoso esmero. Tanto se desvivían todos los muchachos por que sus respectivos animales fuesen los mejor cuidados, que llegaron a guardar,
para dársela, parte de la no muy abundante comida que les servían a ellos.
«Muchos de estos niños no habían sabido en su vida lo que es cuidar de un animal—observa Frank Sain—El ver que éstos
que les hemos entregado los necesitan
para que les echen de comer,
les pongan agua y los tengan como es debido,
les aprovecha muchísimo. Notan que hay seres que confían
en ellos, y eso es de la mayor importancia para mis muchachos.
»
A más de cuidar de los animales, cada muchacho responde por la parte de la huerta que se le ha señalado. A los que así lo piden, se les encarga también de parte del jardín. «No olvidemos—apunta el alcaide—que buen número de estos jovencitos
no habían visto nunca crecer una col ni abrirse una flor. La
novedad que eso encierra para ellos los
entusiasma; les parece más divertida e
interesante que aquellas
reuniones en las esquinas de su barrio para alborotar y soltar palabrotas. Sentir que ocupan el pensamiento y las manos
en ayudar a que crezca algo que tiene vida, les hace ver el mundo de
otra manera.»
Efectivamente, a tal punto se encariñan los muchachos con su huerta y sus animales, que no pocos, una vez recobrada la libertad, vuelven a la cárcel los días de visita para cerciorarse de que
todo está bien cuidado.
En
1938, varios jóvenes que habían
cumplido condena quisieron sentar plaza
en la milicia del estado de Illinois, que los rechazó por tener antecedentes penales.
Frank Sain montó en
cólera al saberlo.
«No pretendo que
se admitan criminales en las filas de la milicia—dijo
a las autoridades—Pero esos jóvenes no son criminales. Son muchachos que
incurrieron en un error y lo han
expiado. La manera más segura de que vuelvan a descarriarse
será humillarlos; hacerles ver que no se confiará ya nunca en ellos; que se quiere tenerlos aislados.»
Ganó el pleito Frank Sain.
Durante toda la guerra pasada se veían llegar a la cárcel, como visitantes, soldados que cumplieron allí condena. No
pocos ostentaban las insignias de
sargento y las estrellas ganadas en el
campo de batalla.
El alcaide, a quien
se debe sin duda alguna que la cárcel del condado de Cook sea lo que es hoy, atribuye gran parte del buen
éxito allí logrado a la media docena de capellanes—católicos,
protestantes, judíos—que se turnan para velar por el bien espiritual de los penados. «Un capellán celoso que tome por su cuenta una sección de la cárcel, vale por cien guardas armados que vigilen puertas y muros—asegura Frank Sain—La religión convence más que el garrote, y es muchísimo
más eficaz
para inclinar a un preso a observar
buena conducta.»
No se circunscribe el interés del alcaide Sain por la juventud a procurar la enmienda de los menores confiados a su custodia; tiende también a evitar que la delincuencia
lleve a la cárcel a niños y jóvenes. A este fin destina algunas noches de la
semana a exhibir en clubes de padres y maestros, sociedades cívicas, y otras, una película tomada dentro de la cárcel.
A
propósito de lo que aparece en la pantalla,
hace notar que esos muchachos que hoy están en
la cárcel no vivieron en un mundo diverso
del que rodea a los hijos de los señores allí presentes.
Más del 98 por ciento son estadounidenses
de nacimiento. No predominan entre ellos los de determinada raza. Proceden
de todos los puntos de la ciudad, sin que pueda decirse
que en ningun barrio sea mayor que
en otro la proporción de delincuentes menores
de edad.
Para
demostrar cuánto influye la vida de hogar en un joven, añade que de esos
presos menores de edad, ni siquiera la mitad
vivían bajo un mismo techo con el padre y la madre. Veintinueve por ciento
eran hijos de matrimonios desavenidos
que vivían con uno de los cónyuges; cerca de 25 por ciento
vivían apartados tanto del
padre como de la madre. Observa,
además, que de
cada 20 delincuentes menores de edad, 17 eran aficionados a la bebida antes de ir a la cárcel. Hace la acusación de
que tanto el hogar como la escuela—por la escasa importancia que conceden al
aspecto moral de la educación—son en cierta medida culpables de que en
Chicago, vaya a dar anualmente a la cárcel uno de cada 148 menores de edad.
En las conferencias que
acostumbra dictar en los salones de actos de los establecimientos
de segunda enseñanza, invita Frank Sain a los alumnos a que tengan siempre muy presente cuán corto,
pendiente y resbaladizo es el camino que lleva de las primeras infracciones leves de la ley al crimen y a la silla eléctrica.
El otoño pasado, la elección de
un nuevo sheriff, debida a circunstancias políticas, hizo correr la voz de que estaba pensando
en nombrar otro alcaide en reemplazo
de Frank Sain. Grande e inmediata fue la conmoción causada
por tal noticia.
La junta de inspectores penales de Chicago, lo mismo que gran
número de asociaciones religiosas, sindicatos obreros, y sociedades patronales, firmaron manifestaciones
en que se pedía que el alcaide Sain continuara en su empleo. Para satisfacción general,
el nuevo sheriff no dio paso alguno en el sentido de reemplazar a un alcaide que había trasformado en establecimiento modelo una de las peores cárceles de los Estados Unidos.
Todas las mañanas, un grupo de presos que han cumplido ya sus condenas se disponen
a partir. En el taller de sastrería, otros presos aplanchan los trajes de esos compañeros, y se cercioran
de que la ropa interior que llegó del
taller de lavado esté en buen orden. En su despacho el alcaide Sain no da reposo a la mano escribiendo dedicatorias en los libros
con que obsequiará a los que se van. Esas dedicatorias recuerdan, por los
términos en que están concebidas, las que escribe un
maestro en los libros que, como recuerdo del plantel, entrega a los alumnos que terminaron sus estudios.
«Verán ustedes—explica Frank Sain —queremos que al marcharse de aquí los muchachos
parezcan y se sientan hombres de bien. Eso les ayuda a recomenzar la vida y a no delinquir de nuevo. Ser pundonoroso es muy importante para un hombre; y en esta cárcel se aprende a serlo.»