martes, 1 de marzo de 2016

LA CARTA QUE ESCRIBIERON LOS PAJARITOS Por John William Rogers 1952

LA CARTA QUE ESCRIBIERON
LOS PAJARITOS
Condensado del «Daily
Times Herald» de Dallas, Tejas
 Por John William Rogers
1952


Esta verídica historia fue contada al autor por la hija del abogado Daniel Upthegrove. Es tan interesante que merece catalogarse entre los insólitos y sugestivos dramas que eventualmente tienen lugar en las cortes judiciales.
DANIEL UPTHEGROVE fue un notable abogado de los días iniciales de Tejas. Por los años del 70, y cuando él sólo era un joven dedicado .a labrarse su prestigio profesional, se encontraban radicadas allí, no lejos de Greenville, dos familias prominentes, vecinas y unidas por vínculos de gran amistad. En una de ellas había un muchacho, Tomás, y en la otra una muchacha, Julia. Los dos llegaron a ser novios y tácitamente su boda contaba con la aprobación de ambas familias.
Una de las costumbres de la época, entre la gente moza, consistía en celebrar alegres fiestas durante los fines de semana en los ranchos de la comarca. Todos los jóvenes, desde luego, se presentaban armados, y con el objeto de evitar posibles complicaciones, las pistolas eran entregadas y guardadas bajo llave en un depósito, para ser devueltas una vez que los invitados iban a retirarse.
A uno de estos esparcimientos, en el cual se hallaban Tomás y Julia, concurrió cierta muchacha forastera, atractiva y vivaz, por quien Tomás pareció impresionarse en cuanto la miró. Y como además extremara sus, atenciones con. ella, Julia sufrió un acceso de celos el domingo por la, tarde, lo que dio por resultado que los novios se . enfrascaran en una violenta disputa.
Tomás, enojado, insistió en seguir galanteando a Elena, que éste era el nombre de la extraña, y esa misma noche entre los concurrentes a la fiesta cundió la alarma al caer en la cuenta de que Julia-había desaparecido. En seguida comenzaron a buscarla y a la mañana siguiente la hallaron a algunas millas de distancia del rancho, bajo un roble a la orilla  del Río Sabina. Estaba muerta de un balazo, y a su lado se encontraba una pistola ... la pistola de Tomás.
Como todos estaban enterados del disgusto ocurrido entre los novios, inmediatamente y llenos de irá hicieron sentir a Tomás sus amenazadoras sospechas, seguros de que era el asesino. Este protestó de su inocencia y del absoluto desconocimiento que tenía acerca de cómo su arma pudo llegar hasta el lado de la joven.
Así las dos familias que antes fueron tan íntimas amigas estaban ahora amargamente distanciadas. El padre de Tomás solicitó los servicios del joven Daniel Upthegrove para que asumiera la defensa del muchacho, y el abogado, después de hablar con éste, quedó convencido de su inocencia y accedió a encargarse del caso. Pero el hecho acusador de que la pistola de Tomás hubiese sido encontrada junto a la víctima, era inexplicable. Entre tanto, los resentimientos en su contra habían llegado a tales extremos que le hubiera resultado imposible aspirar a un juicio imparcial.
En semejante atmósfera, Upthegrove consideró prudente seguir una táctica de efectos dilatorios con el fin de retardar el proceso, pues si bien en 'su ánimo persistía el convencimiento de la inocencia de Tomás, no le era nada fácil invalidar la prueba circunstancial que lo señalaba como directo responsable. Y como último recurso, con la sensación de que sólo la Providencia podía iluminarle el camino, resolvió implorar su ayuda.
Entre los más humildes amigos de Daniel Upthegrove se contaba cierto indio viejo, conocido con el nombre indígena de Cuatro Dedos por faltarle uno de un pie. Cuatro Dedos era muy amigo de empinar el codo; pero sobrio o con sus tragos en la cabeza simpatizaba mucho con el joven abogado y cuando iba al pueblo solía pasar por su bufete para echar un palique.
Un día Upthegrove observó que Cuatro Dedos llevaba en la mano, con notorio respeto, un pedazo de papel sucio y desteñido.
-¿ Qué es ese papel?—le preguntó el abogado con curiosidad.
Una carta que escribieron los pajaritoscontestó el indio.
—Estás borracho; los pájaros no pueden escribir cartas.
—No estoy borracho. Esta carta la escribieron los pajaritos. La encontré en un nido de cuervos.
—Enséñamela.
Al mirarla, los ojos de Upthegrove se abrieron sorprendidos. Aunque el papel tenía un pequeño agujero en el centro, se leía con toda claridad:
Querido Tomás:
Tú sabes de mi gran amor por ti y yo creía que tú'tambiéri, me amabas, pero después de lo de anoche es obvio que la primera intrusa que llega y te coquetea puede dominarte a su capricho. Ahora veo que los dos no tenemos porvenir, y ésta es para mí la más rápida solución.
Julia
La nota era de puño y letra de la joven. Cuando se difundió la noticia de este hallazgo, los que habían encontrado el cuerpo de Julia vinieron a recordar que sobre su pecho habían visto algo que no pudieron explicarse: un pequeño trozo  de papel sujeto con un alfiler de oro,
Y aunque Cuatro Dedos pareció convencido de que la carta la habían escrito los pájaros en cuyo nido la encontrara, Daniel Upthegrove de mostró al jurado cómo antes que hallaran el cadáver de la muchacha, un cuervo curioso vio flotar con la brisa la cartá que ella se había prendido al pecho, y descendiendo sobre su presa, como acostumbran hacer estas aves, la arrancó y fue, a llevarla hasta el nido que a la sazón construía. De esta manera la carta que escribieron los pajaritos salvó la vida de un hombre en un tribunal de justicia.
 
 

domingo, 3 de abril de 2016

MAGNIFICOS VISITANTES Ann Wedgeworth--VINO UN EXTRAÑO Hermosa historia

 MAGNIFICOS VISITANTES
Ann Wedgeworth

 CAPITULO DOS
VINO UN EXTRAÑO

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Trece a la mesa
La mujer sobriamente vestida que llamó a la puerta de nuestro hogar en Newberg, Oregón,alrededor de las 10:30 una mañana, era totalmente extraña para mí.
Me sentía tan débil y enferma que apenas podía permanecer de pie, y me agarré de la puerta para sostenerme. Todo lo que capté de lo que ella dijo fue la palabra oración.
Supuse que había venido a pedir ayuda, y como mi esposo estaba ausente, celebrando reuniones evangelísticas en otra ciudad, aun cuando me sentía enferma y mareada, consideré que no debía despedirla.
La invité a entrar y me postré débilmente sobre mis rodillas al lado del sofá, mientras ella se quitaba un pañuelo mojado de su cabello empapado por la lluvia y dejaba su abrigo a un lado.
Al comenzar a preguntarle sobre su necesidad, ella dijo: — No vine para pedir oración. El Padre me ha enviado a ministrarte a ti, hija querida. El me ha enviado a ti a causa de tu aflicción y tu gran necesidad; llamaste con todo tu corazón y pediste en fe.
Al, decir eso me levantó en sus brazos, me acostó en el sofá, me tapó y me dijo: — Cuando clamaste a El en la noche, tu Padre celestial escuchó tu oración. Duerme ahora, hija mía, porque El cuida de ti.
Maravillada le dije: — Oh, gracias. Pero, ¿Cómo vino acá?
Como el cuervo vuela, así vine a ti — fue su extraña respuesta —. A causa del clamor de tu corazón en tu gran necesidad.
Me preguntó si podría usar el baño para lavarse. Cuando regresó, parecía una persona casi diferente. No había ni una muestra de haber estado en la lluvia; su abundante cabello castaño rojizo estaba hermosamente peinado, con trenzas suavemente enrolladas sobre la cabeza. Había un indescriptible resplandor sobre su brillante rostro, aunque era un rostro simple, de agradable aspecto.
Esto es lo último que recuerdo, porque yo, que no había podido dormir por varias noches, me dormí prontamente. Sólo Dios sabe cuánto lo necesitaba.
Habíamos pastoreado iglesias en los estados de California, Michigan y Iowa desde que nos casamos, pero sólo recientemente habíamos venido a Oregón, mi estado natal. El pastor de la Asamblea de Dios de Newberg me había pedido ayuda en la escuela dominical, en la obra entre la juventud y en la obra de visitación de casa en casa, de acuerdo a mis posibilidades de tiempo. Mi esposo estaba celebrando cultos en iglesias de los alrededores mientras esperaba una oportunidad de pastorear alguna iglesia.
Cuando fue llamado para las reuniones de avivamiento que estaba dando ahora, vaciló en dejarme sola. Después del nacimiento de nuestro nuevo hijo, el octavo, mi fuerza física no había retornado en plenitud. Sin embargo, no quise obstaculizar su ministerio. Le aseguré que podría arreglármelas de alguna forma, porque todos los niños habían sido enseñados a hacer su parte y eran magníficos para ayudarme.
Ese mismo lunes por la mañana, después de una noche de insomnio, me había quedado dormida a la hora que debíamos habernos levantado, y se me pasó la hora. Los niños y yo nos desayunamos a la carrera, pero dedicamos algún tiempo al devocional de la mañana. Durante toda nuestra vida matrimonial habíamos tratado siempre de tener una lectura de la Biblia y unos minutos de oración con todos los niños reunidos, inmediatamente después del desayuno.
Los dos niños mayores, Loren, estudiante de primer año de secundaria, y Delta, que estaba en el octavo año de primaria, lavaban los platos por lo general; pero esa mañana los había despedido para la escuela con mucha prisa. Delta se dio cuenta de mi situación y quería ayudarme, pero pensé que ella, no debía faltar otra vez a la escuela.
Los niños siempre ordenaban sus cuartos y hacían sus camas, pero esta lluviosa mañana todo estaba revuelto porque nos había faltado tiempo. Quedamos en que después de clases todos ayudarían en poner todo en orden.
Cuando se cerró la puerta después de salir el último niño, me sentí tan agotada, que me' pareció que no podría llegar al final del día. El montón de platos sucios, las camas sin hacer, la casa desordenada, y una gran cantidad de ropa para lavar, me abrumaban.
Me desplomé sobre el sofá, con la esperanza de descansar lo suficiente como para recuperar fuerzas para bañar a los dos pequeños, pero había sido interrumpida por la mujer que llamó a la puerta.
Tres horas más tarde, cuando desperté fortalecida, me quedé mirando con aturdida incredulidad mi transformada casa. Todos los juguetes y pertenencias de los niños habían sido recogidos, . y los pisos estaban limpios. Mi bebé de tres meses, recién bañado, dormía en su cuna. La mesa del comedor estaba extendida al máximo, cubierta con mi mejor mantelería, y puesta con mi mejor vajilla, con puestos para 13 personas; además de la silla alta para nuestra hija de 16 meses.
El aspecto de la cocina era aun más sorprendente. El montón de platos usados había sido lavado y colocado en su lugar. La niña, que por lo general no estaba quieta ni por un momento, estaba limpia y tranquilamente sentada en una silla cerca de la mesa, jugando con una cuchara. ¡Ella jamás había hecho esto! Había un bizcocho recién hecho, una gran fuente de ensalada, y otra comida preparada sobre la mesa de la cocina.
Y todavía eso no era lo más asombroso. El canasto de lavado del bebé y un cesto lleno de lavado de la familia, además de la ropa de todas las camas que había sido cambiada el sábado, había sido lavado, secado, planchado'y colocado en su lugar. Mi visitante estaba justamente en el proceso de guardar la tabla de planchar.
Yo miraba llena de incredulidad. De ningún modo mi máquina de lavar era capaz de procesar las varias tandas de toda esa carga en tres horas. Yo no tenía secadora, y estaba lloviendo. ¿Cómo había secado ella toda esa ropa?
Mis tres canastos de ropa para planchar que comúnmente yo hacía a ratos en dos días y que a menudo los niños me ayudaban a terminar, cuando llegaban de la escuela, ella los había hecho sin ayuda alguna. Descubrí más tarde que la; ropa de cada niño había sido doblada y colocada en el cajón correspondiente y que todas las camas habían sido hechas.
Cuando le expresé mi agradecimiento y mi admiración por la transformación de la casa, le pregunté: — ¿Cómo pudo hacer tanto en tan corto tiempo?
No es por mi fuerza, sino por la capacitación de Dios — dijo ella.
Le pregunté dónde vivía, dónde había pasado la noche, y otras preguntas, tratando de descubrir quién era y de dónde había venido, pero sus respuestas eran extrañas e imposibles de comprender.
Finalmente le pregunté: —¿Por qué hay tanta comida preparada y por qué la mesa del comedor está puesta? Por lo general comemos en la cocina cuando mi esposo está de viaje, y además, no somos tantos en la familia.
Su respuesta me dejó casi sin habla: — Oh, hija mía, pronto tendrás invitados.
Di un gran suspiro. —Trece personas a la mesa?
Sí — repitió ella — trece personas a la mesa.
Hablamos durante un rato en la cocina. Recuerdo muy bien la extraña sensación de reverencia que experimenté mientras ella me ministraba dulcemente con palabras de fe. Me sentía totalmente confundida respecto a todo el asunto. ¡Y todavía lo estóy!, Sin embargo, sé que sus palabras nunca se borrarán de mi memoria.
Cuando los niños regresaron de la escuela, cada uno echó una mirada a mi visita y se acercó a mí. Yo pude notar que estaban extrañados. Varios de los más pequeños susurraron: ¿Quién es ella, mamá? Ella tiene algo extraño, luce tan diferente.
Un poco antes yo le había preguntado su nombre con el fin de presentarla a mi familia. Ella me respondió: —Sencillamente di que soy una amiga, o una hija de Dios que vino causa de tu oracion. __asi les dije a los niños_Esta es una maravillosa dama que Dios envió para ayudarme hoy. Como ustedes ven, mamita oró durante la noche pidiendo ayuda, y Dios envió a esta maravillosa amiga.
Cuando mi esposo regresó, inesperadamente, poco después que los niños regresaron a casa, había cinco personas más con él. Alguien había fallecido en la iglesia, y las reuniones habían sido suspendidas por algunos días. Ya que mi esposo había dejado nuestro automóvil para mi uso, el pastor, su esposa, su hija, y otra pareja habían viajado para traerlo a casa. El regresaría posteriormente para continuar las reuniones.
Nuestra visita estaba a punto de partir cuando mi esposo entró a la cocina. Yo se la presenté a él, como lo había hecho con los niños. El dijo con dulzura: — Esto es maravilloso. Así es Jesús_
A las cinco, cuando estábamos sentados alrededor de la mesa para comer, con nuestros seis hijos mayores, nosotros dos y las cinco visitas, había trece personas a la mesa, además de la pequeña en la silla alta y el bebé en su cuna.
Nuestra visita desapareció para entonces, y descubrimos que todos los utensilios de cocinar habían sido lavados.
¿Qué podría yo haber hecho, en mi débil condición, en mi desordenada casa, sin la ayuda de esta admirable visitante? Me habría sentido desconcertada hasta las lágrimas. Mi esposo y mi familia se habrían sentido avergonzados, porque normalmente manteníamos nuestras tareas domésticas al día. Los invitados no se habrían sentido bienvenidos ni cómodos. Bajo tales circunstancias, no sé qué habría podido prepararles a ellos para comer. Cualquier mujer que haya estado desconcertada por un apuro similar, puede apreciar mi inmensa gratitud a  Dios por la ayuda de esta maravillosa visitante.
No podíamos comprender lo que nuestros ojos habían visto. Nunca habíamos oído de una visitación tal. Aunque sabíamos que era total mente imposible para ser humano alguno hacer todo lo que se había hecho en tan corto tiempo, en nuestra curiosidad e incredulidad naturales consultamos a amigos y vecinos, y aun a la policía de nuestro pequeño pueblo, acerca de la extraña. Nadie había oído hablar de tal persona, ni nadie nos podía dar pista alguna de su identidad
Nuestra única explicación es que ella era un ángel ministrador "enviado para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación" (Hebreos 1:14).
Nunca he podido hablar de esta experiencia sin deshacerme en lágrimas ante la inefable misericordia y la tierna benevolencia de mi Padre celestial en enviarme ayuda en mi extrema necesidad. Ha sido algo tan sagrado para mí, que no lo he compartido muy a menudo por temor que otros pudieran burlarse con incredulidad.    

 Yo afirmo, delante de Dios que es mi Juez, que esto sucedió tal como lo he relatado. Por días yo había estado sin ánimo ni fuerzas; había orado durante las noche-~—pidiendo fuerzas para seguir adelante; y Dios, que vive para siempre contestó mi oración. 
¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!" (Romanos 11:33).
Hay un versículo que debía ser reexaminado cuidadosamente, porque a menudo es leído superficialmente sin mucha meditación: "No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles" (Hebreos 132).
 
 
  
sábado, 28 de noviembre de 2015
EL BÚFALO VENCIDO
El búfalo vencido;
(Condensado de
«Natural History »)
Por Donald Culross Peattie
1944
PASARON tal vez de un millón los norteamericanos que invadieron lenta y penosamente las llanuras incultas del Oeste de los Estados Unidos antes que los ferrocarriles cruzaran el país. Durante medio siglo, el anfitrión más pródigo de América obsequió con largueza magnifica a esos exploradores y colonizadores. Regalábales sin medida con sustanciosa carne fresca y nutritiva leche, vestíalos de ricos abrigos, y proveíalos de abundante combustible en yermos donde no había ni una astilla de leña. Enseñábales el camino de los manantiales y los vados de los ríos, por donde los entoldados carromatos pudieran pasar. No es extraño que a este héroe de la epopeya fronteriza lo haya inmortalizado el Gobierno norteamericano estampando su imagen en las monedas de cinco centavos.
Este héroe es el bisonte, o búfalo norteamericano, el mayor de los animales del Nuevo Mundo. El macho adulto tiene, por término medio, un metro ochenta centímetros de alzada, y, contando la cola, de tres a tres metros ochenta centímetros de largo. Pesa por lo común unos 820 kilos, aunque los ha habido de cerca de 1,000. Los cuernos son relativamente cortos, pero el ancho del abultado e imponente testuz que los separa, da al animal aspecto temible y bárbaro. Armado de esos cuernos, se abría un revolcadero en el compacto, suelo, entramado y reforzado de raíces de las llanuras, enastaba y arrojaba a lo alto como pelotas toda una manada dé lobos, sajaba en canal un caballo, y lo alzaba del suelo, con jinete y todo, para llevarlo en vilo 100 metros o más, y despachurrarlo por fin, contra el suelo, coi frenética violencia. Defendiendo su ternero, la hembra es más peligrosa que el oso; es una de las bestias más feroces del: mundo. Cuando una manada de búfalos, se dispara, ¡ay de quien trate de contenerlos! No duraría vivo sesenta segundos.   
Antes de la llegada del hombre blanco a América, el bisonte era el que más abundaba de todos los grandes mamiferos terrestres. Los naturalistas no están de acuerdo en sus cálculos relativos., al número exacto que había en los Estados Unidos; pero todos convienen en,que no bajaba de 50.000.000. Los vaqueros de los primeros tiempos de la colonización del Oeste decían que los búfalos de los enormes rebaños eran incontables. El coronel Dodge, uno de los grandes llaneros norteamericanos de entonces, habla de uno que tenía 40 kilómetros de ancho y se extendía por el norte y por el sur hasta más allá del alcance de la vista. En el río Misurí, los barcos de vapor tenían que detenerse a veces varios días en puntos por donde los búfalos, en manadas consecutivas, cruzaban a nado, obstruyendo completamente el paso.   
Nunca hubo tierra alguna tan bien surtida de carne como las afortunadas pampas norteamericanas. Sólo por negligencia o glotonería o crueldad no se aprovechaba ni siquiera la tercera parte.
Algunos sibaritas sacrificaban los bufalos únicamente para cortarles la sabrosa lengua, y dejaban todo lo demás a los lobos. Otros cazadores se contentaban con el cuero. Otros cebaban a sus cerdos con tajadas de búfalo. Muchos colonos los mataban por considerarlos un estorbo.
En 1810, ya no había búfalos al este del Misisipí. Lo único que quedaba de ellos eran las veredas que habían dejado yen las selvas. La carretera abierta por Dan Boone entre Tennessee y Kentucky sigue en casi todo su trazado una de esas veredas. Muchas ciudades están hoy donde están, porque el búfalo dejó senderos que conducían a los sitios donde se fundaron.
La construcción de los ferrocarriles trascontinentales fué la muerte de los rebaños de búfalos que poblaban las praderas del Oeste. Sin embargo, el bravo animal no se entregó sin combatir. Con frecuencia las manadas derribaban los postes telegráficos, interrumpían el paso de los trenes, al atravesarse en la vía o, embistiendo contra ellos, llegaban hasta desenganchar los vagones.
El ferrocarril de Kansas y el Pacífico contrató al coronel William Cody, por el sueldo fabuloso de 500 dólares al mes, para que despejase de búfalos la vía. Con su cuadrilla de exterminadores, el coronel no sólo diezmaba las manadas sino que diariamente proveía de carne fresca a los trabajadores. Un día, por apuesta, mató 69 búfalos. En l8 meses mató 4,280. Así fue como adquirió el apodo de Búfalo Bill, bien conocido en los Estados Unidos.
Con ataques continuados como éste el trágico fin del monarca de las llanuras no se hizo esperar. El y el hombre blanco no podían coexistir. No era posible que el feroz monstruo se repartiera el dominio de la tierra con las siembras y el pacífico ganado del colono. Búfalo Jones, de Santa Fe, informó que en 1865 no quedaban en el país sino 15.000.000 de búfalos. En ese mismo año se dió muerte a 1.000.000. En 1872, el número se había reducido ya a unos 7.000.000. En 1883, dieron cuenta en pocos días de la manada más numerosa de Montana, que tenía como 10.000 cabezas. En las cercanías de todos los bebederos se apostaron tiradores que de día, bajo un sol abrasador, y a la luz de fogatas por la noche, acechaban sin cesar y mataban a cuanta pobre bestia iba en busca de agua desafiando las balas.
Muchos de estos cazadores mataban los búfalos para vender los cueros, cuyo precio subía a medida que iban escaseando. Kilómetro tras kilómetro, se veían los cueros apilados en altos montones a lo largo de la vía férrea. La caza de búfalos se convirtió,, por último, en deporte. Los cazadores ricos y muchos de sus visitantes nobles de Europa salían con frecuencia a ganarse la grande honra de haber matado «el último búfalo». El general Sheridan preparó para el gran duque Alejo, de Rusia, una fastuosa partida de caza, en la cual el general Custer y el coronel Cody (Búfalo Ball), amén de una cuadrilla de guías indios y un escuadrón de caballería del Ejército, se encargaron de ojear las pocas piezas que sobrevivían. Después de la matanza, se celebró el espléndido triunfo con una gran comilona de carne de búfalo regada con abundante champaña.
En las vastas tierras del Oeste, donde antes pacían tranquilamente millones de bisontes, no quedaban de ellos ya sino los huesos, que blanqueaban al sol, cubriendo hectárea tras hectárea de la que fué morada de la gran bestia americana. Pero aun esos esqueletos fueron de inestimable valor para los colonos. Los huesos se compraban a muy buenos precios para abono y para la refinación de azúcar. Muchos de los colonos pagaron su primer canon territorial vendiendo huesos de búfalo. Un negociante envió 3,000 vagones de ellos a Kansas City, y se hizo rico.
Y el servicial bisonte, aun después de muerto, siguió dando luz y calor al colono y al viajero. Por muchos años, cuando ya las manadas habían desaparecido, los viajeros que atravesaban los dilatados llanos donde por milagro se encontraba un árbol o un arbusto, hallaban combustible abundante y eficaz en el estiércol seco de búfalo. Muchas fueron las comidas que en esas fogatas se cocinaron; muchos los relatos de aventuras que se hicieron alrededor del improvisado fogón mientras (hervía la olla apetitosa. Para hallar agua, los primeros colonos tenían sólo que guiarse por la franja de yerba que el estiércol de innumerables manadas de búfalos, depositándose año tras año en la vereda que llevaba al bebedero, hacía crecer más verde y lozana.
Cuando, cruzadas ya las llanuras en todas direcciones por los ferrocarriles; arada, cercada y sembrada la tierra, los últimos bisontes, arrojados de sus pastaderos y perseguidos sin tregua, estaban a punto de extinguirse, el general Grant, a la sazón presidente de los Estados Unidos, opuso su veto a una ley aprobada por el Congreso para salvarlos. Muchos proyectos de ley, encaminados al mismo fin, se presentaron al Congreso, que los fué archivando uno tras otro. Hubo sin embargo, hombres que sintieran que al desaparecer el búfalo perderían los Estados Unidos un símbolo viviente de pujanza y valentía.
Walking Coyote, indio del noroeste, fué quizá el primer defensor de los búfalos, ya a punto de extinguirse. Cuatro terneros que enlazó, dos machos y dos hembras, se multiplicaron en cautividad y fueron los progenitores de grandes hatos criados en Montara, de los cuales, a su vez, descienden muchos de los bisontes de raza que hoy existen. En la Virginia del Oeste, el coronel Charles Goodnight, a instancias de su esposa, crió en su hacienda unos pocos terneros salvajes, y luego otros agricultores y ganaderos del Oeste siguieron su ejemplo.
La Sociedad Norteamericana pro Bisonte (American Bison Society), fundada en 1905 por Theodore Roosevelt y otros, recogió 50.000 dólares para establecer los Pastaderos Nacionales de Montara para Bisontes. Hay ya magníficos hatos en Nebraska, Oklahoma, Dakota del Sur y el Parque de Yellowstone. A Alaska se ha mandado uno. Actualmente, el número de bisontes que hay en los Estados Unidos pasa de 5,000. Como se multiplican con rapidez, los pastaderos de que hoy se dispone no dan abasto para todos los terneros que nacen. Muchos de estos se les venden a los jardines zoológicos y a los indios. Y los indios los compran de buena gana, pues para ellos el búfalo es criatura de origen divino, don del Grande Espíritu, v desde tiempos remotos ha  desempeñado parte importante en su' ceremonias religiosas
 
sábado, 28 de noviembre de 2015

LA DAGA DE DOS FILOS
DE YUSOF HUSSEIN
Por D. R. Halford-Watkins
Estuve a punto de matar de un tiro, dos días después de haberlo conocido, a un pequeño cabo de la policía malaya llamado Yusof Hussein bin Jaffa. Nadie me hubiera censurado porque todos habrían considerado que había matado en defensa propia. Ahora, sin embargo, suelo pensar: si lo hubiera matado ... ¿me encontraría hoy entre los vivos ?
El episodio ocurrió en 1948. Era yo a la sazón oficial en las fuerzas inglesas destacadas en Singapur cuando, a principios de aquel año, casi de la noche a la mañana, estalló en la Malaca intensa guerra de guerrillas, integradas éstas mayormente por comunistas chinos. De la península malaya procede una tercera parte del estaño mundial y casi la mitad del caucho del mundo: éste era el objetivo chino.
Como veterano de las campañas en las selvas del sudeste de Asia, recibí inmediatamente órdenes de marchar al norte y encargarme del distrito policial *de Rengam, en el turbulento estado de Johore.
 Nuestra tarea no iba a ser fácil. Los 4000 kilómetros cuadrados de traidoras selvas y pantanos en los que mis 1200 soldados, entre malayos e ingleses, tenían la misión de mantener el orden y la ley, estaban reputados como una de las zonas más aterrorizadas del país. Había un promedio de dos asesinatos políticos por día. Los incendios, las torturas, el robo, el chantaje, los secuestros y los atracos estaban a la orden del día. Los terroristas podían atacar, desvalijar y matar, volverse a la selva, enterrar las armas y salir de nuevo como si fuesen los más pacíficos caucheros. Los comunistas esperaban declarar a Malaca otra «república del pueblo,» filial de la China Roja, para el mes de agosto.
Tal era la turbia perspectiva cuando Haji, el entrecano sargento mayor malayo, me recibió en el cuartel general de la policía en Rengam y me presentó a los cabos de mis escuadras de la selva. La más distinguida de éstas, la que contaba en su haber el mayor número de comunistas muertos, era la del cabo Yusof Hussein.
Hasta en Singapur había oído yo hablar de sus proezas. Era un héroe reconocido entre sus compatriotas malayos ... y acrecentaba su reputación el hecho de ser ufano poseedor de un Kain Merah, raro presente hecho por un mulvi (sacerdote musulmán) a unos pocos individuos selectos entre los fieles más distinguidos. El Kain Merah, que significa literalmente «paño rojo,» consiste en pequeñísimos rollitos de pergamino con escritos religiosos mahometanos introducidos en una especie de funda de paño rojo; el conjunto se retuerce como una cuerda y, a manera de amuleto, se ata a lo alto del brazo izquierdo. Los malayos, todos ellos devotos mahometanos, creen que el Kain Merah libra a su poseedor de la muerte por heridas de arma blanca y de fuego; y era voz pública que el de Yusof le había sacado ileso de muchas empresas temerarias.
A decir verdad no di gran crédito a la baratija religiosa. Sea lo que fuere, Yusof Hussein me impresionó un tanto desagradablemente cuando Haji me lo presentó. Guapo mozo de 29 años con el negro cabello cortado al rape y una sonrisa deslumbradora, tenía una desenvoltura que difería por completo de las maneras altivas pero siempre corteses de los malayos. Demasiado gallito, tal vez fue eso lo que me llamó la atención. Pensé que era hombre al cual convenía vigilar. Dos días después, en nuestra primera ronda, Yusof Hussein se me reveló de cuerpo entero.
Había yo salido en un jeep con Yusof y cinco guardias de su escuadra para inspeccionar una avanzada en aislada hacienda de caucho que distaba unos 25 kilómetros, cuando, al doblar el pronunciado recodo de una cuesta, desde el verde follaje de la loma a nuestra derecha, se produjo una descarga de armas portátiles. El bloque del motor del jeep sufrió el impacto. Lanzamos en zigzag cuesta abajo el inutilizado vehículo y logramos así pasar indemnes la zona mortífera inmediata de la emboscada; en seguida nos arrojamos a un lado de la carretera donde quedamos a cubierto. Al espaciarse los tiros oímos las señales de llamada (le los chinos. Era evidente que nos querían acorralar dos partidas y que eran muchos más que nosotros.
De pronto, desde el extremo más lejano de un claro pequeño una voz gritó en malayo con marcado acento chino: W Orang melayu! «¡Eh, malayos! Entregadnos el blanco! ¡Tirad las armas y quedaréis a salvo; sólo queremos al blanco!»
Siguió un silencio terrible. Y muy pronto sonó la voz de Yusof Hussein: «Oi! Baik lah!» (Conformes, me rindo. Ahí va mi fusil.) Y una carabina fue a caer en el claro moteado de sol.
Tras aquella traición del tan admirado cabo Yusof, bien sabía yo que apenas podía contar con el apoyo de los demás guardias. Cambié la puntería del arma hacia la probable posición de Yusof Hussein y esperé con el dedo en el gatillo, ocultando mi posición hasta estar cierto de la suya. Entonces distrajo mi atención un movimiento en el extremo lejano del claro: tres terroristas avanzaban a gatas para apoderarse del arma. Casi le habían echado mano cuando Yusof gritó: Oi! ini juga! (¡Y ahí va esto también!)
En momentos de intenso pavor, las cosas más nimias se clavan en la memoria con dolorosa claridad. Todavía siento el ruido seco de la explosión en los oídos y veo el rojo fogonazo salpicado de negro fango causado por la granada de Yusof al reventar entre los tres comunistas. Y todavía me parece que cae sobre mí la ducha de barro y piedras a manera de reproche por haber juzgado mal a Yusof Hussein.
Mientras el humo flotaba en baja y fantasmal nubecilla azul sobre los muertos, Yusof corrió como una flecha a recoger su arma y estalló pavoroso tiroteo. Grité a pleno pulmón : Yusof! ... sini! (¡venga aquí!)
Regresó corriendo y hurtando el bulto hasta que vino a caer en los helechos que había a mi lado. Se sonrió de oreja a oreja y dijo: «Jefe, siento haberle hecho pasar un mal momento.»
El peligro le parecía divertido.
Reunimos entre los dos a nuestros hombres y ganamos altura, dejando a las dos partidas enemigas disparando sobre unos matorrales vacíos. Durante un rato el cabo Yusof caminó cerca de mí. Tenía un fulgor de travesura en los ojos.
—La treta ha sido hábil, cabo —le dije—. Y no tengo inconveniente eh reconocer que me ha inquietado usted breves instantes. Pero lo importante es que todos hemos salido vivos.
—Así es jefe — asintió. Se desvaneció de sus labios la sonrisa juguetona y tocó reverentemente con los dedos el paño rojo de su brazo izquierdo.
Al prolongarse nuestro interminable juego de escondite con los cómunistas de la selva, llegué a conocer bien al cabo Yusof Hussein y a confiar ciegamente en él. Era leal, valiente, ingenioso y, si su bravura me causaba admiración
causaba su fe me infundía respeto.
Oraba al alborear y al anochecer, como todo buen musulmán, en el cuartel o durante nuestras largas rondas por la manigua, cara a la Meca, arrodillado, las manos en las rodillas y a veces prosternado. Y acabé por valorar también su Kain Merah como emblema de su valor y su fe, útil para él y sus hombres en la batalla.
El Paño Rojo pasó por una prueba impresionante al finalizar aquel verano, el día que, sólo a tres cuartos de kilómetro de Rengam, vimos demasiado tarde un árbol caído que interceptaba la carretera. Volcó nuestro jeep del cual salimos despedidos; corrimos hasta pasar las líneas de fuego de las guerrillas y nos reunimos cien metros más arriba en la carretera. Allí eché de menos a Yusof y lo vi tendido e inmóvil en la carretera junto al volcado jeep.
Grité a mi gente que abriera fuego para proteger mi avance, corrí hasta el vehículo y conseguí arrastrar a Yusof hasta la seguridad de la cuneta. Estaba inconsciente y tenía una herida grande, aunque superficial, en la nuca, producida probablemente por el jeep al volcarse sobre él. Llegaron más fuerzas de Rengam al poco rato y ya habíamos dominado la situación cuando uno de los muchachos dijo: «Jefe, mire ... sangra usted por la espalda.» Una bala me había alcanzado debajo del omóplato izquierdo. Afortunadamente no interesó el pulmón, pero me tuvo hospitalizado casi dos semanas.
Entretanto Yusof, en uso de licencia y con su cabeza remendada, se marchó a su aldea natal. Casi al finalizar mi estancia en el hospital se presentó un día a la puerta de mi cuarto, resplandeciente y endomingado con un sarong largo, de color azul y plata, y un amplio baju (especie de chaqueta) de seda anaranjada con dos holgados bolsillos. Parecía extrañamente azorado mientras permanecía a la puerta, tratando infructuosamente de sonreír. «Jefe —dijo al fin tímidamente— ¿me permite entrar?»
Le indiqué con la mano que tomara asiento. Pero no quiso sentarse y continuó de pie evidentemente incómodo y nervioso. Al fin dijo: «Jefe, le estoy muy agradecido por haberme salvado la vida.»
—No vale la pena, cabo. Aquel día cayeron así las pesas —le contesté—. Usted hubiera hecho lo mismo por mí.
Jefe —insistió Yusof— usted me salvó la vida. (Hundió la mano en un bolsillo de su baju y sacó un cilindro de madera, bellamente veteada y pulida, de unos 15 centímetros de longitud.) Me sentiría honrado si usted aceptara este pequeño kris . una prenda de mi gratitud.
Abrió el cilindro y me enseñó una miniatura perfectamente construida de la famosa espada corta malaya, la temible daga (cuyo uso está prohibido en la actualidad) de ancha hoja con filo ondeado. El extremo de la hoja mortífera adherida al puño tiene una espiga delgada que entra en la preciosa empuñadura;
cuando se clava el kris al enemigo, un hábil giro de la empuñadura puede soltar la espiga y dejar la hoja hundida en el cuerpo de la víctima.
—Son contados los que saben hacer un buen kris en estos tiempos — dijo Yusof. Añadió que había encontrado un artesano muy viejo para que se lo hiciera, y que también había -Convencido al mulvi de su aldea para que lo bendijese. Me pareció comprender que me lo daba con mezcla de placer y pesar; porque si bien parecía ansioso de que yo tuviese la minúscula daga, parecía asimismo costarle trabajo desprenderse de ella.
—Llévela siempre consigo, jefe —dijo solemnemente—. Le traerá a usted suerte.
Cuando le di las gracias y charlamos unos cuantos minutos, volvió a ser el de siempre. Al fin saludó atentamente y se fue.
Iluminaban el cielo las primeras luces grises de una madrugada de fines del año 1948, cuando me desperté en mi bungalow de Rengam. Me estaban llamando por teléfono. Era el cabo malayo de servicio que me daba cuenta de haber oído tiros. Dijo también que alguien le había telefoneado que se habían oído disparos en la dirección de la hacienda de Sembrong. Había intentado comunicarse con la hacienda pero no funcionaba la línea.
Conocía yo a Sandy Grant, el director de la hacienda, a su rubia esposa y a su hijita de dos años. Me vestí a toda prisa y crucé corriendo el sendero de grava hasta los vehículos que esperaban. Tenía siempre una de las escuadras de servicio lista para marchar, y aquella mañana era la de Yusof Hussein. Salté al jeep delantero. Yusof, que siempre iba sentado inmediatamente detrás de mí, me tocó un hombro.
—¿Lleva usted el kris, jefe?
Me palpé la cartuchera de lona y contesté:
—Siempre.
—Baile! (¡Muy bien!)

Tomamos la carretera de la hacienda, de unos tres kilómetros de largo. Era imprudente hacerlo así. Deberíamos haber hecho alto y habernos desplegado, pero había una mujer y una niña en peligro y decidimos correr el riesgo. Al aproximarnos al edificio de las oficinas de la hacienda, ametralladoras apostadas en las ventanas del segundo piso empezaron a Vomitar fuego. Nos metimos en la zanja. El humo negro y oleoso que subía de los cobertizos de almacenaje a la izquierda nos advertía que estaban ardiendo balas de caucho. El bungalow de los Grant estaba a 200 metros más allá.
—Hay que acallar esas ametralladoras ...
No había terminado la frase cuando Yusof saltó de la zanja a campo abierto con una granada en la mano. Embistió hacia la puerta de la oficina y, al abrirse ésta de par en par, crepitó una ametralladora. Yusof cayó en el escalón de entrada. Fue su hermano, Abdul Rhaman, que iba corriendo tras él, quien recogió la granada y la arrojó describiendo un gran arco a través de la puerta. Luego Yusof se arrastró hasta apostarse en una esquina del edificio y empezó a cazar terroristas que huían por la trasera.
De pronto, abrieron a mi izquierda furioso tiroteo. Algunos terroristas estaban lanzando un contraataque y, cuando miré, vi a uno de ellos lanzarse velozmente por la carretera del bungalow. Si la cruzaba, flanquearía nuestra partida de la zanja. Casi sin darme cuenta, sentí que mi carabina disparaba tres veces. Las balas hicieron rodar al terrorista.
Continuaron volando las balas hasta que, por fin, dominamos el contraataque. Corrí al bungalow de los Grant, donde encontré a Sandy Grant y su familia fortificados en el cuarto de baño. La madre, temerosa de que los gritos de la niña pudiesen llamar la atención, la había metido en la bañera a medio llenar, donde seguía jugueteando con el agua sin enterarse del peligro.
Entonces llegaron tropas de Rengam y se desplegaron entre las arboledas; un distante toque de corneta anunció la retirada de los comunistas y pudimos contar nuestras pérdidas. Además de Abdul, que permanecía silencioso junto a su hermano caído, sólo otro malayo quedaba de los 15 hombres que componían la escuadra de Yusof. El cabo estaba aún en posición de hacer fuego, con la cabeza caída sobre la carabina. Cuando le quité el arma de las manos sentí desgarradora emoción. Me pareció increíble milagro que yo mismo hubiera escapado con vida.
En Rengam, el sargento mayor Haji me saludó impasible. Me dejé caer en una silla y describí la acción de aquella mañana.
—Ha sido una desdicha —acabé diciendo tristemente— que el Paño Rojo no haya librado esta vez a Yusof Hussein.
—Nada tiene de sorprendente, jefe —contestó Haji con mucha simpatía en su atronadora voz— puesto que era usted quien lo llevaba.

Levanté hacia él los asombrados ojos y pregunté:
—¿Qué demonios quiere usted decir ?
—El kris que Yusof le dio a usted ... ¿No lo ha abierto? El Paño Rojo está en la empuñadura del cuchillo.
Aturdido saqué el pequeño kris y descubrí que la empuñadura se soltaba fácilmente de la espiga. Dentro, apretadamente recogido, estaba el Kain Merah de Yusof Hussein bin Jaffa. Me quedé mirando, casi sin creer a mis ojos, mientras en la palma de mi mano el Kain Merah se convertía en borrosa mancha carmesí y comprendía por vez primera la plena significación del acto de Yusof.
Yo era cristiano y no creía en su Kain Merah, pero Yusof Hussein era musulmán y creía en él. Y «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.»
 

martes, 5 de abril de 2016

ENTRAÑABLES HISTORIAS DE PERROS- Cadera rota, preciosas piernas

Helen la cruzó con el perro, yendo por delante. Observar el andar de la hermosa mujer 

 ENTRAÑABLES HISTORIAS DE PERROS

 James Herriot

Mayo de 1989-Selecciones deñ Reader´s Digest
Cadera rota, preciosas piernas

 Había una vez un joven veterinario, llamado James Herriot, que se fue a vivir y a trabajar a la pequeña población de Darrowby, en Yorkshire, Inglaterra.
DESDE que era yo niño, en Glasgow, Escocia, los perros me fascinaban. ¿Por qué eran tan adeptos a la raza humana? ¿Por qué les gustaba tanto nuestra compañía y salían a recibirnos con tales muestras de gozo? Los había de muchas y diferentes formas tamaños y colores, pero todos presentaban las mismas características fundamentales. ¿Por qué? ¿Por qué,

"¿PODRÍA el señor Herriot ver a mi perro?"
Las palabras me eran bastante familiares, procedentes de la sala de espera de Skeldale House; pero fue el timbre de esa voz lo que me hizo detenerme en seco antes de trasponer el dintel de la puerta.
No era posible; no; no podía ser posible, pero creí oír la voz de Helen Alderson. De puntillas, volví a la puerta entreabierta y, sin vacilar, pegué el ojo a ella. Allí estaba Tristan, de pie, bajando los ojos hacia algo o alguien que se hallaba fuera de mi campo visual. Apenas alcanzaba a ver una mano posada sobre la cabeza de un perro pastor, la orla de una falda de lana y un par de piernas enfundadas en medías de seda.
Las piernas eran preciosas. Merecían ser las de Helen.
Mis cavilaciones se interrumpieron al ver una cabeza que se inclinaba a hablarle al animal, y que me presentó un perfil en primer plano; un bello perfil de elegante nariz recta y de cabellera oscura, que caía sobre la nívea suavidad de la mejilla.
Aún estaba yo espiando, absorto, cuando Tristan salió como tromba de la pieza contigua y tropezó conmigo. Reprimió una mala palabra, me asió del brazo y me llevó por el pasillo hasta el consultorio. Cerró la puerta y, en un ronco susurro, me dijo:    1
¡Es ella! ¡La chica Alderson! ¡Y quiere hablar contigo! ¡No con Siegfried, ni conmigo! ¡Contigo! ¡Con el señor Herriot! —mi colega me miró un momento con los ojos muy abiertos, y, como yo titubeaba, abrió la -puerta e hizo ademán de empujarme hacia el pasillo—. ¿Qué esperas? —me apremió.
—Es que. . . Para mí resulta algo vergonzoso' — Digo, después del baile aquel. La última vez que me vio le habré parecido "encantador" . . . Estaba yo tan achispado, que no podía ni hablar.
Tristan se dio una palmada en la frente.
—¡Por Dios! ¡No te fijes en bagatelas! Es a ti a quien quiere ver. . . ¿Qué más quieres? ¡Anda, hombre!
Pasé, pues, a la sala de espera. Helen alzó la vista y sonrió con la misma sonrisa que tenía cuando la conocí, y que se reflejaba en su firme mirada. Nos quedamos mirándonos uno al otro, en silencio.
—Se trata de Dan, nuestro perro pastor —explicó la bella, al fin,
El animal movió la cola variás veces al oír su nombre, pero al avanzar hacia mí lanzó un ladrido. Me incliné a darle unas palmadas en la cabeza.
—Veo que no baja una de las patas traseras --comenté.
—Esta mañana saltó una barda, y así ha estado desde entonces. No puede apoyar esa pata.
—Ya veo. Tráigalo usted a la pieza contigua, y le echaré un vistazo. Pero llévelo usted delante de mí, para que pueda observar-cómo anda,
Abrí la puerta, y Helen la cruzó con el perro, yendo por delante. Observar el andar de la hermosa mujer me distrajo a lo largo de varios metros, pero el pasillo era largo, y cuando llegamos al segundo recodo, ya había logrado volver mi atención hacia mi paciente.
 
Dan tenía la cadera dislocada; se nota ba a leguas, ya que la pata lesionada apenas tocaba el suelo. Era un caso difícil, pero lo más probable era que pudiera yo curar pronto al can, y así me congraciaría con Helen.
Ya en la sala de ope raciones, subí a Dan a la mesa y le examiné la cadera.
No había duda: el cóndilo del fémur estaba desplazado.
¿Cuándo podrá comenzar a tratarlo? —me preguntó Helen.
Ahora mismo. Llamaré a Tristan. Es labor que requiere de un ayudante.
¿No podría ayudarlo yo? Me gustaría mucho.
La miré fijamente y titubeé.
—Tal vez no le gustará forcejear conmigo, con el perro tendido entre los dos.
—Soy bastante fuerte y nada melindrosa —aseguró Helen.
—De acuerdo. Póngase esta bata limpia, y ¡manos a la obra!
El perro no se estremeció siquiera cuando le hundí la aguja hipodérmica en la vena, y a tiempo que le entraba el anestésico, fue dejando caer la cabeza sobre el brazo de Helen. No tardó en quedar tendido, inconsciente, sobre un costado. Sujeté. la pata lesionada y recomendé a Helen, que se hallaba al lado opuesto de la mesa: "Ponga las manos enlazadas bajo la cadera de Dan y, cuando yo tire de ella, trate de conservarlo inmóvil. ¿De acuerdo?"
Hace falta mucha fuerza para tirar de la cabeza de un fémur desplazado sobre el borde de la cadera. Helen cumplió eficazmente con su parte, echándose hacia atrás para resistir el tirón y frunciendo los labios hacia adelante, en mueca de concentración. Intenté todo género de giros en aquel fláccido miembro, tratando de no pensar en cómo quedaría yo si no lograba que encajara en la cavidad articular. Me preguntaba qué pensaría Helen de esa lucha que sosteníamos, cuando percibí el leve clic que esperaba. Fue un sonido muy grato de escuchar.
Moví varias veces la articulación coxofemoral, que ya no presentaba resistencia. La cabeza del fémur giraba de nuevo suavemente en la cavidad. " ¡Ya está! ", comenté. "Esperemos que ya no se salga de su lugar, como a veces sucede, pero casi estoy seguro de que en esta ocasión funcionará bien".
Durante el forcejeo con la cadera de Dan había podido observar a Helen muy de cerca. Descubrí que las comisuras de sus labios se levantaban levemente, como si la joven quisiera sonreír. También había observado que el oscuro y cálido azul de sus ojos, bajo el suave arco de las cejas, armonizaba perturbadoramente con el color castaño oscuro de sus cabellos. Soñando aún despierto, alcé a Dan en brazos y lo llevé hasta el asiento trasero del auto de Helen. El animal, que sólo sacaba los ojos y la nariz por debajo de la manta que lo cubría, parecía estar en paz total con el mundo. 
   HELEN me telefoneó esa misma noche para informarme que Dan ya estaba en pie y caminando. Siguió luego una pausa en aquel extremo de la línea, y a continuación Helen añadió:
¡Muchas gracias por lo que ha hecho!
—No hay de qué —repuse—. Su perro es magnífico —y vacilé por un momento ... Pero tenía que ser entonces, o nunca—. Ah ... ¿Recuerda usted que esta mañana estuvimos hablando de Escocia? Pues bien, por la tarde pasé por el Cine Plaza y vi que están exhibiendo una película sobre las Hébridas. Y pensé que tal vez ... Quizá le interesara a usted ir a verla conmigo ...
Hubo otra pausa, durante la cual sentí que el corazón se, me salía del pecho.
—¡Ah, muy bien! __contestó Helen—. Sí; me gustaría mucho. ¿Qué día? ¿El viernes por la noche? Perfectamente. Muchas gracias ... Hasta entonces.
Con mano temblorosa, colgué el teléfono.

sábado, 9 de enero de 2016

Hace algunos años leí esta historia. Desde entonces me motivó mucho en lo personal. Ahora tengo la oportunidad de compartirla
Es interesante como la diligencia de anotar la información en  cuadernos de  apuntes, y una agudeza mental lo llevaron a convertirse en acaudalado.
___UN HOMBRE PERSEGUIDO POR EL ÉXITO
1950
Curiosa historia de un hombre
de negocios que no pudo hacer
carrera de la holgazanería
Por Edmund Love
EDMUND LOVE, ex maestro de escuela, se vio obligado, a raíz de conflictos de carácter particular, a llevar la vida de un vago du­rante más de tres años. Así logró una inusita­dada visión del mundo poco conocido de esos parias de la humanidad. En su libro Subways are for sleeping, habla de los vagabundos que conoció.
JORGE SPOKER era un hombre de talla mediana y labios finos. Usaba gafas sin aro, ca­misa azul de género, corbata roja de lazo y un viejo y arrugado terno de paño. Pretendía ser un vagabundo profesional y habla vivido como tal durante siete años. Acostumbraba sentarse en un banco de Madison Square, en Nueva York, donde fra­ternizaba con los otros vagos que frecuentaban esa plazuela. Dormía en posadas miserables o en los por­tales y gastaba tan poco como le era posible en alimentación. Mas, en ciertos aspectos, Spoker era diferen­te de otros holgazanes.

En efecto, Jorge Spoker había si­do banquero en cierta ciudad vecinade San Francisco hasta un buen día en que los inspectores hallaron un desfalco en sus libros y lo mandaron a la cárcel por dos años y medio. Nunca volvió a su casa después de cumplida la condena. Su mujer ha­bía pedido y obtenido el divorcio. Sus bienes se habían liquidado; nin­gún amigo lo había vuelto a visitar.
«Para todos era un gandul, ún tu­nante —dijo una vez— y resolví ser­lo de verdad: el más sucio, el más haraposo de los vagabundos que an­dan por el mundo.»
Desde el comienzo, sin embargo, cierta falta de esa incuria, que es dis­tintivo del verdadero vago, lo dife­renció de sus colegas. El se dedicó a la holgazanería con el empeño de un hombre de negocios, cazcaleando con gran diligencia en busca de in­formación acerca de la nueva vida, y cuando llegaba a averiguar algo que no había ensayado, se apresuraba a experimentarlo.
Había otra gran diferencia : Jorge Spoker tenía dinero. Mientras estu­vo preso, murió su abuela, que le de­jó una renta de 78 dólares mensua­les. Gracias a esto pudo viajar en el ferrocarril de California a Nueva York.
Llegado a la gran metrópoli, le pareció que, como buen vago, lo in­dicado era dormir en las posadas de mala muerte donde estos se alojan. Ensayó, pues, unas cuantas en el Bowery, pero no pudiendo aguantar las chinches se trasladó un poco más al norte de la ciudad, donde la ca­ma le costaba 50 centavos por noche en vez de 25.' Trató de comer en los fonduchos más económicos; tampo­co pudo acostumbrarse a su bazofia y los cambió por el Automático.
Eligió como taberna habitual —centro de toda gandulería— la de Beany, que era un bar de mostrador donde se bebía de pie, siempre lleno de tipos de mala catadura, en cuya compañía comenzó a sentirse como el recluta entre un corro de foguea­dos veteranos.
Yo era un dilettante —recuerda Jorge—; dormía todas las noches sobre un camastro y me felicitaba por las penalidades que estaba sufrien­do. En cambio, para mis compañe­ros de taberna un dormitorio con camas era un lujo. Esos sí que eran vagabundos de verdad: pasaban la noche en los ferrocarriles subterrá­neos, se acurrucaban en los portales, se aposentaban en edificios desocu­pados, descabezaban un sueño en la Estación Grand Central o se estira­ban sobre los bancos del parque.
Convencido de que estaba fraca­sando en la carrera que se había pro­puesto seguir, decidió intensificar los medios de coronarla en toda for­ma. Comenzó a llevar un cuaderno de apuntes y en él fue anotando to­dos los extraños lugares que, según sus averiguaciones, servían para dormir. En seguida comenzó a ensayar­los. Muy pronto se convenció de que el banco del parque es cama inso­portable y volvió a sus dormitorios de 25 y 50 centavos. Cada vez que esto acontecía, crecía su disgusto consigo mismo y poco a poco fue llegando a la conclusión de que ca­recía del valor necesario para ser un buen holgazán. Le quedaba so­lamente un medio, infalible, para no darse por vencido : regalar su dine­ro. Y así comenzó a hacerlo, repartiéndolo a diestro y siniestro.
Llegadas las cosas a este punto, se reafirmó el verdadero carácter de Jorge Spoker. Como banquero que era no podía tolerar el hecho de dar algo en cambio de nada y decidió entonces dar su dinero a trueque de informes. Redujo las dádivas a mo­nedas de 10 centavos. Así, cada vez que le alargaba una moneda a un compañero le preguntaba dónde ha­bía dormido últimamente y apunta­ba la información cuidadosamente en su cuaderno de notas. Llenó uno y comenzó otro más grande.
Los cuadernos de Spoker conte­nían listas de edificios desocupados, excavaciones y túneles, patios donde se venden automóviles usados y otros sitios adecuados para pernoctar. Más de un año durmió Jorge en un lugar diferente cada noche. De los que no alcanzó a experimentar personal­mente obtuvo informaciones detalla­das y fidedignas, tales como los hábitos de los guardas y policías, formas de ingreso y egreso y horas más apro­piadas de la noche en que se podían disfrutar.
Una tarde se le acercó un com­pañero, le contó que acababan de echarlo de su dormitorio habitual y le dijo que necesitaba otro nuevo. Con mucho gusto le pagaría 25 cen­tavos por una simple ojeada a la lis­ta de lugares disponibles que él, Jor­ge, debía de tener. Spoker le aconse­jó un sitio donde le garantizaba dos semanas de sueño tranquilo.
Este encuentro constituyó una re­volución en la vida de Jorge Spoker. El negocio de vender por 25 centa­vos los informes que le habían costa­do 10 no le había pasado aún por la mente. Hizo saber que se le podría encontrar todas las tardes en cierto banco de Madison Square, y a poco vendía informaciones sobre acomo­do nocturno a siete u ocho vagos diariamente. Por entonces tenía ya una lista que fluctuaba entre 2000 y 3000 dormideros.
Recibía también informes que no tenían nada que ver con alojamien­to. Los vagos le contaban cómo ha­bían comido gratis en tal o cual par­te, o que tal o cual institución de ca­ridad no servía para maldita la cosa. También supo de restaurantes que necesitaban lavaplatos o de boliches que buscaban muchachos para aco­modar los bolos, y de otros empleos por el estilo. Todo lo apuntaba mi­nuciosamente en sus cuadernos y pronto se convirtió en una especie de compendio de un nuevo movimien­to sociológico. Corrió la voz: todos cuantos necesitaban algún dinerillo podían acudir a Spoker; él no se lo daba, pero sí les indicaba dónde y cómo podían conseguirlo.
 Más tarde, en el otoño de 1948, Jorge Spoker tropezó con algo muy bueno.. Llovía a cántaros, él estaba en el vestíbulo de un gran edificio, charlando con el jefe de los ascenso­ristas. A tiempo de marcharse dijo con indiferencia que daría una vuel­tecita por la vecina Calle 23 para to­marse una taza de café. El ascenso­rista le pidió que le trajese una a él.
—Lo estuve pensando durante to­do el camino, mientras atravesé el parque —recuerda Spoker—. Me ha­bía dado 25 centavos para que le comprara el café y me había insi­nuado que podría quedarme con la vuelta. Parecía un buen negocio.
Al cabo de una semana Spoker te­nía ya permiso del administrador del edificio para llevar refrigerios y tentempiés a sus empleados a ciertas horas, y se empeñó en que las ofici­nas le aceptaran una solicitud para prestar los mismos servicios a los ofi­cinistas, que pasaban de 600. Calcu­laba Spoker que, entre las 25.000 o 30.000 personas que trabajaban en las cuatro manzanas que rodean la plazuela, se beberían por lo menos 12.000 tazas de café y se comerían otros tantos bocadillos por día. Con cinco centavos de propina por cada cliente se podrían ganar 600 dólares diarios (1948) ... y decidió ganarse él mis­mo esas propinas.
' Por entonces acudían a él en gran numero los vagabundos* que busca­ban empleo o alojamiento. La Socie­dad de Socorros Spoker (como él llamó a su institución) vino a ser la clave del nuevo servicio de abas­tecimiento que iba a establecer y que comenzó a funcionar de la mane­ra siguiente: Planeaba un recorrido que mantuviera ocupado a un indi­viduo durante el término de ocho horas y que dejara de $10 a $15 dia­rios en propinas. Después le asigna­ba la ruta a alguno de los vagos que venían a solicitarle ayuda, al cual le cobraba tres dólares de comisión. Andando el tiempo, tuvo cerca de 20 individuos trabajando diariamen­te bajo sus órdenes.
Inicialmente, él y sus «empleados» compraban el café ya preparado en alguno de los muchos restaurantes de mostrador que hay en aquellos contornos. Más tarde Spoker tomó en arrendamiento un sótano barato donde armó su cocina. Sus ganan­cias subieron muy pronto a los $600 semanales.
En 1952 el ex presidiario Jorge Spoker, hoy ciudadano escrupulosa­mente honrado, anotaba entradas anuales de $31.000 en su declaración de impuestos sobre la renta. Todavía se sentaba en sus bancos del parque, dormía en los subterráneos y seguía gastando su camisa azul, su corbata roja de lazo y su eterno traje de pa­ño arrugado. Era el hombre feliz, el negociante próspero que vivía como un vagabundo.
Una mujer —el eterno enemigo—vino a frustrarle su carrera. Nuestro hombre había proscrito toda conjun­ción con el elemento femenino des­de que estuvo en la cárcel. Tenía ahora 50 años, los pelos desertaban de su cabeza, estaba lejos de ser un Adonis y no se hacía ilusiones de que su figura fuera capaz de llega a despertar una pasión amorosa. Sin embargo, una mañana se le presentó de pronto una chica; una pelirroja como de 30 años que le contó una historia triste y bastante gastada en Nueva York: Se llamaba Sara Haddon, habla llegado a la ciu­dad en busca de una carrera teatral, no había encontrado trabajo y aque­lla misma mañana la habían echado del cuarto que tenía arrendado, por falta de pago. Un amigo le había aconsejado que acudiera a Spoker, y esto era precisamente lo que ella hacía ahora.
Sara Haddon no era en realidad lo que aparentaba, sino una atrevi­da periodista que intentaba escribir un artículo relativo a la vida y mila­gros de Jorge Spoker.
—Había pasado yo cinco años en Madison Square —contaba más tar­de Spoker— y esta era la primera mujer que se me presentaba en bus­ca de ayuda; ni siquiera sabia que existiera el tipo de holgazanas entre el bello sexo. ¿Qué hacer? Lo pri­mero sería conseguirle alojamiento, pero al punto cal en la cuenta de que no tenía en todas mis listas un sitio apropiado para alojar a una da­ma. Le dije que volviera a verme después de almuerzo.
Entre tanto consiguió un departa­mento para la señorita Haddon en la Calle 27. Pagó un mes adelantado de arrendamiento y le surtió la des­pensa con provisiones de boca por valor de $20. Los motivos que lo indujeron a hacer esto fueron pura­mente caritativos. Sara representaba simplemente la X en una ecuaciónque Jorge iba a resolver y él se enor­gullecía de encontrarle solución a los problemas. Cuando la señorita Had­don regresó esa tarde, Jorge la tomó del brazo y la condujo triunfante a su nueva residencia.
Ella, como es de suponerse, tenía su buen departamento donde vivir. Y, aunque se asustó un poco de lo que había hecho, decidió aceptar el caritativo ofrecimiento por no herir la susceptibilidad de su bienhechor.
De ahí en adelante, durante va­rias semanas, Sara pasaba las tardes en su nueva casa de la Calle 27 con­versando con Spoker, que había ad­quirido la costumbre de visitarla después de la comida para enterarse cómo marchaban las cosas. Cuando él se iba a dormir en sus sótanos, ella volvía a su propia casa.
Al cabo de un mes, Cupido co­menzó a embrollar aquellas relacio­nes que al principio fueron pura­mente caritativas.
A pesar de que Spoker se tuviera en poco, no le faltaban sus atracti­vo; y Sara era realmente graciosa. Cayeron en las redes del amor. Se casaron y, como entre marido y mu­jer no debe haber secretos, el de la verdadera vida de Jorge Spoker dejó de serlo para su esposa. Apenas se enteró ella de la verdad, lo instó pa­ra que se mudaran a una residencia campestre del estado de Connecti­cut. La historia que pretendía escri­bir se quedó, naturalmente, inédita.
Por entonces Jorge Spoker tomaba el tren que lo llevaba a Nueva York todas las mañanas. Iba a sentarse en su banco del Madison Square desde
donde seguía dirigiendo su negocio de abastecimientos, conservando cui­dadosamente la apariencia de vaga­bundo. Nadie hubiera podido decir exactamente a cuánto ascendía su fortuna: era muy grande. Se decía que tenía una renta de $12.000 anua­les, proveniente de inversiones úni­camente. Llegadas las cosas a este punto, difícil le hubiera sido seguir sosteniendo su papel de holgazán.
Finalmente, en enero de 1954, se dio por vencido. Vendió el negocio a una compañía abastecedora, con muy buena utilidad, y se retiró al campo. Tanto los atractivos de Sara Haddon como el aburrimiento de los viajes en tren le hacían abando­nar por fin su amado banco del parque.
—No veo nada malo en ser vaga­bundo profesional —le decía a uno de sus amigos— pero cuándo tiene usted que viajar 80 kilómetros en tren todos los días para poder ser­lo ... ya no vale la pena.
 martes, 6 de diciembre de 2016

JUICIO EN EL MAIZAL- POR ERNEST SHUBIR

 Me merecía una buena
paliza
JUICIO EN EL MAIZAL
POR ERNEST SHUBIR
 
AQUELLA CALUROSA  mañana de verano, yo había perdido la noción del tiempo. Estaba recargado en mi azada, echando a volar la fantasía. De pronto vi que mi abuelo se acercaba de prisa entre las hileras de matas, agitando una larga vara de arce. Líos  la vista, pensé.
En aquel verano de mis 11 años aún se respiraban en Tennessee los aires difíciles de la Gran Depresión. Como mi padre había conseguido un empleo en la construcción de carreteras, mi abuelo se hizo cargo de la mayor parte de los trabajos de labranza para que, además del sueldo de papá, tuviéramos maíz, chícharos, nabos, tomates y quimbombó. Esa mañana me tocaba ayudar a escardar.
—No lo dejes haraganear —había dicho mi padre a mi abuelo—. Si es necesario, dale una buena tunda. Últimamente le ha dado por andar en la luna.
Yo conocía a mi abuelo. Jamás azotaba a sus mulas como hacían otros. A nadie azotaba a decir verdad; ni siquiera a uno de mis traviesos primos, que les arrojaba tierra y mazorcas a las gallinas cuando estaban buscando lombrices e insectos en los campos recién arados. Y mi abuelo era uno de los pocos hombres a los que yo había visto llorar. Lloró cuando Bruce, nuestro perro, estuvo a punto de morir por una mordedura de serpiente, y también cuando la mula se enterró las púas de una cerca de alambre. Un día.le pregunté por qué a veces se le humedecían los ojos, y me contestó: "Es bueno llorar de tiempo en tiempo. Según la Biblia, hasta Jesús lloró".
Después de casarse, se volvió un miembro muy activo de su iglesia. Mi abuela me contó que Dios lo había ayudado a dominar su pésimo carácter y lo había vuelto sensible ante la gente y los animales. Siempre me extrañó que los señores que se sentaban a charlar fuera del templo se pusieran de pie para estrechar su mano cuando lo veían pasar. Uno de los momentos más bellos de mi infancia fue aquel en que lo oí decirle a un predicador que quizá yo iba a ser su mejor nieto, porque me atraían "las cosas de la mente".
Y fueron las cosas de la mente las que se apoderaron de mí aquella mañana. Mientras estaba apoyado en la azada, manoteando de vez en vez para espantar las abejas, mis pensamientos andaban por el arroyo, en el lugar preciso donde planeaba construir una represa. Levantaría un bordo con tierra, hojas y piedras, y luego haría barquitos con tapas de baldes y cajas de puros, para formar una armada que arrostrara la mar embravecida. Absorto en mi proyecto de ingeniería, no me había percatado de que mi abuelo había dejado de gritarle a la mula en la parcela contigua. Pero, al oír sus pasos y el roce de las matas con sus piernas, me puse a escardar rápidamente con la azada, sin atreverme a levantar la vista.
—Oye, hijo —me dijo amablemente—. ¿Cómo está tu azada el día de hoy?
—Bien, abuelo.
—No lo creo. Déjame verla.
Le di la azada de mango corto que él había hecho especialmente para mí, y empezó a hablarle sosteniéndola frente a sus ojos con el brazo estirado.
Mira, azada, te envié aquí esta mañana con mi nieto para que trabajen la tierra. Tú sabes de sobra que necesitamos la cosecha en el otoño, pero te niegas a obedecer. Así pues, debo corregirte.
Entonces azotó el mango de la azada hasta que la vara de arce se rompió.
—A ver si ahora sí quiere colaborar —dijo, y me entregó la azada.
—Yo creo que sí —le aseguré, y me puse a desyerbar el surco con una energía jamás vista en mí—. Ahora va a trabajar mucho mejor.
Mi abuelo se alejó. A unos cuantos metros se detuvo y dio media vuelta, con sus ojos azules arrasados en lágrimas.
—Le avisé a tu madre que hoy vas a comer con nosotros. No te entretengas. Tu abuela está preparando una tarta muy grande de durazno, y se ofendería si llegáramos tarde a la mesa. 

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