CHARLIE COULSON
EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBORM.
L. ROSSVALLY (1828-1892)
La mañana siguiente recibí un telegrama que decía:“Querido esposo, ven a casa inmediatamente. Creía que tú estabas equivocado y que yo tenía razón, pero he descubierto que tú tenías razón y que yo estaba equivocada. Tu Cristo es mi Mesías; tu Jesús, mi Salvador. Anoche, a las once y diecinueve minutos, estando de rodillas por primera vez en mi vida, el Señor Jesús salvó mi alma”.
Después de leer el telegrama, por un momento sentí que ya no me importaba nada el gobierno al cual servía. Dejé mis asuntos sin terminar y tomé el primer tren expreso, emprendiendo el regreso a Washington. En aquel entonces, mi casa era bien conocida, especialmente entre los judíos (debido a que cantaba frecuentemente en la sinagoga), no quería despertar la curiosidad, por lo que telegrafié a mi esposa diciéndole que no me fuera a
buscar a la estación, porque al llegar a Washington tomaría un coche para que me llevara directamente a casa. Cuando llegué frente a mi casa, vi a mi esposa parada en la puerta esperándome. Su rostro irradiaba gozo. Corrió hacía mí cuando bajé del coche y me dio un gran abrazo y me besó. Su papá y su mamá también estaban en la puerta en la casa de enfrente, y cuando nos vieron abrazados empezaron a maldecirnos tanto a mí como a ella.
Diez días después de que mi esposa aceptara al Señor Jesucristo como su Salvador, se convirtió mi hija. Ella es ahora esposa de un cristiano y colaboradora con su esposo en la viña de Cristo. Mi hijo (¡ojalá pudiera decir lo mismo que de su hermana!) aceptó la promesa de sus abuelos maternos, que si nunca volvía a llamarme padre y a su mamá madre, le dejarían todos sus bienes, y hasta ahora la ha cumplido.
Un año y nueve meses después de su conversión, falleció mi esposa. El anhelo de su corazón
antes de morir era ver a su hijo, que vivía como a siete minutos de nuestra casa. Lo mandé llamar una y otra vez, rogándole que viniera a ver a su madre moribunda. Uno de los ministros de la ciudad, junto con su esposa, fueron a ver a mi hijo, y trataron de persuadirlo que concediera a su madre su último deseo, pero su única respuesta fue:
—Maldita ella, déjenla morir, ella no es mi madre.
El jueves a la mañana (el día de su muerte), mi esposa me pidió que mandara llamar a cuentos miembros de su congregación pudieran venir, para estar con ella en la hora de su muerte. A las diez y media le pidió a la Sra. Ryle, esposa del pastor, que era una de sus muy queridas amigas, que le tomara la mano izquierda, y que todas las damas en la habitaciónse tomaran de la mano. Yo me ubiqué de pie al otro lado de la cama y tomé su mano derecha,y los caballeros se tomaron de la mano y, a petición de ella, formamos un círculo de unas treinta y un personas, y cantamos:
Cariñoso Salvador, huyo de la tempestad
A tu seno protector, fiándome de tu bondad.
Sálvame, Señor Jesús, de la furia del turbión;
Hasta el punto de salud, guía tú mi embarcación.
Otro asilo no he de hallar, indefenso acudo a ti;
Voy en mi necesidad, porque mi peligro vi.
Solamente tú, Señor, puedes dar consuelo y luz;
A librarme del temor corro a ti, mi buen Jesús.
Muy suavemente comenzamos a cantar:
Cristo, encuentro todo en ti, y no necesito más;
Débil, me pusiste en pie; triste, tu amor me das;
Al enfermo das salud; guías tierno al que no ve;
Con amor y gratitud tu bondad ensalzaré.
Justo y Santo es tu nombre
Yo soy todo iniquidad
Mil vilezas mi alma esconde
Tú eres gracia, amor y verdad.
Mientras cantábamos, mi esposa en una voz débil pero clara dijo: “Sí, es todo lo que quiero, es todo lo que tengo. Ven, Señor Jesús, llévame a mi hogar”, y quedó dormida.
Ella, a quien desde su infancia, le habían enseñado a odiar el nombre de Jesús, había por gracia aprendido a valorar aquel “Nombre que es sobre todo nombre”, quien tan recientemente había salvado su alma preciosa, le había dado felicidad y se la había mantenido durante esos últimos meses de prueba, y le había dado, estando nosotros allí, un éxodo triunfal de este mundo de pecado y sufrimientos a las moradas eternas preparadas para Abraham, Isaac y Jacob y todos los redimidos, ya sean judíos o gentiles.
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