martes, 12 de marzo de 2024

EL MUCHACHO DEL TAMBOR -15

  CHARLIE COULSON

EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR

 M. L. ROSSVALLY (1828-1892)

 Nunca fueron más ciertas para mí las siguientes líneas de Cowper:

Dios obra de maneras misteriosas para mostrar Sus grandes maravillas;

planta Sus huellas en la arena y puede cabalgar en la tormenta.

Porque fue por medio de la desobediencia de mi hija que se convirtió mi esposa. Mi hija era la menor de nuestros dos hijos; por lo general, era considerada como la mimada de papá. Después de mi conversión a Cristo su sentido de lealtad hacia su madre por un lado, y el amor que sentía por su padre por el otro, la mantenían constantemente preocupada.

Cincuenta y tres noches después de mi partida soñó que veía morir a su padre.

Sintió mucho miedo y decidió que, pasara lo que pasara, no destruiría la próxima carta de él. La mañana siguiente esperó en la puerta al cartero. Cuando él le entregó las cartas, tomó la de su padre, y la escondió rápidamente en la blusa, corrió a su habitación en la planta alta y abrió el sobre. La leyó una vez, y luego tres veces más. Aquella carta le causó tanta tristeza que, cuando bajó, su madre notó que había estado llorando, y le preguntó por qué.

—Mamá, si te digo, te ofenderás; pero si me prometes que no te enojarás te lo contaré

todo.

—¿Qué es, hija mía? —preguntó su madre. Sacando la carta de la blusa, le contó el

sueño que había tenido la noche anterior, y agregó:

—Abrí esta mañana la carta de mi papá, y ahora no puedo ni quiero creer a mi abuelo,

mi abuela o cualquiera que diga que mi papá es un hombre malo, porque un hombre malo no escribiría una carta así a su esposa e hijos. Te ruego que la leas, mamá  terminó diciendo a la vez que le extendió la carta.

Mi esposa tomó la carta, la llevó a la habitación contigua y la puso bajo llave en su escritorio.

Esa tarde se encerró en su habitación y, abriendo el escritorio, tomó la carta y comenzó a leerla. Cuanto más leía, peor se sentía. Me contó más adelante que leyó toda la carta cinco veces. Después de la última lectura la volvió a poner en el escritorio y regresó a la habitación de la que acaba de salir. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, y ahora le tocaba a mi hija preguntar:

—Mamá, ¿por qué lloras?

—Hija, siento un dolor que me oprime el pecho —fue su respuesta—, quiero recostarme

en la sala.

Así lo hizo. La sirvienta le preparó una taza de té, pensando que eso era todo lo que necesitaba para quitarle el malestar que la aquejaba. En muchos casos, sin duda, una taza de té ayuda, pero no alivió para nada a mi pobre esposa.

Al rato, la madre de mi esposa cruzó a nuestra casa. Pensando que mi esposa estaba muy enferma, le dio unos sencillos remedios caseros, como suelen hacer las madres. Esto tampoco le dio alivio alguno. A las siete y media de la noche, mi suegra hizo llamar a un

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doctor. Vino al instante y le dejó una receta, pero su medicamento tampoco le quitó el dolor. Mi suegra se quedó esa noche atendiéndola hasta las once quince. Mi esposa comentó luego, que el deseo de su corazón era que su madre se fuera de la habitación, porque había decidido arrodillarse (como yo lo había hecho antes), en cuanto su madre se retirara.

Por lo tanto, cuando ésta se fue, mi esposa puso llave a la puerta y se arrodilló junto a su cama. En menos de dos minutos, Cristo, el Gran Médico, la encontró, la sanó y la salvó.

Tal como sucedió conmigo, en cuanto dejó de depender del esfuerzo humano, de la sabiduría del mundo y de las vanas tradiciones, y se entregó cuerpo, alma y espíritu a Dios, descubrió que el Espíritu Santo estaba listo para abrir sus ojos para llevarla de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios (Hch. 26:18). En el instante que contempló al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, pudo decir con Felipe de la antigüedad: “Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret”, y agregar con Natanael: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el

Rey de Israel” (Jn. 1:29, 45, 49).

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