CHARLIE COULSON
EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR
M.L. ROSVALLY
Pero esta oración mía no llegó a destino. No era difícil saber la razón. Había intentado hacer un trato con Jesús, que si Él hacia lo que yo le pedía, yo, por mi parte, haría entonces lo que le había prometido. Permanecí de rodillas más o menos media hora, en tanto que la transpiración me corría por el rostro. También sentía la frente ardiendo, y apoyé la cabeza contra la pared para refrescarla. Estaba en agonía, pero no convertido. Me levanté y caminé de un lado a otro en mi habitación. Luego pensé que ya me había excedido y juré no volver a ponerme de rodillas. Empecé a razonar: “¿Por qué ponerme de rodillas? ¿Acaso no puede el Dios de Abraham, a quien he amado, servido y adorado todos los días de mi vida, hacer por mí lo que dicen que Jesús hace por los gentiles?” Por supuesto, consideraba el asunto desde el punto de vista judío, y seguí razonando: “¿Por qué tengo que ir al Hijo? ¿Acaso el Padre no está sobre el Hijo?”Cuanto más razonaba, peor y más perplejo me sentía. En un rincón de la habitación, seguían las filacterias en el suelo, las cuales ejercían una influencia magnética sobre mí.
Instintivamente me volví hacia ellas e involuntariamente caí nuevamente de rodillas, pero no podía pronunciar palabra. Me sentía abatido porque tenía un anhelo sincero de conocer a Cristo, si es que era el Mesías. Cambié de posición vez tras vez. Alternadamente me arrodillaba y después caminaba por la habitación. Seguí así desde las nueve cuarenta y cinco hasta la una cincuenta y cinco de la mañana. En ese momento se iluminó mi mente,
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y empecé a creer en mi alma que Jesucristo era realmente el verdadero Mesías. En cuanto acepté esto, por última vez aquella noche, me arrodillé; esta vez mis dudas se habían disipado, y empecé a alabar a Dios por el gozo y la felicidad que habían penetrado mi alma, y que nunca había sentido.
Había
encontrado mi verdadero Shiloh, el Soberano de Israel, Emmanuel—“Dios con
nosotros”—había creído la información de Isaías con respecto al verdadero
Mesías—JESÚS—que fue “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebranto”, quien fue “herido por nuestras rebeliones, molido por
nuestros pecados; el castigo de nuestra paz sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:3, 5). Había visto a aquel a
quien habían traspasado con una lanza y supe que me había convertido, y que
Dios por medio de Cristo había perdonado mis pecados.
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