LA MISA DE NAVIDAD DEL PADRE HSIA
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Diciembre de 1970
POR JEAN PASQUALINI
JEAN PASQUALINI, hijo de padre francés y madre china, estuvo recluido en un campamento de trabajos forzados en la China comunista durante siete años, acusado de actividades, contrarrevolucionaria . Fue puesto en libertad en 1964 y vive actualmente en París.
Ninguna de las funciones efectuadas aquel día en las más imponentes iglesias de la cristiandad habrá igualado los sagrados oficios celebrados en una zanja abierta en las llanuras de un campamento de trabajos forzados en la China roja
HSIA se llamaba, y, si por casualidad se halla aún con vida, ya habrá salido de cierto campamento de prisioneros situado al sur de Pekín. Fue allí donde yo lo vi por última vez, hacia fines de 1961. Pero durante los años trascurridos desde entonces su recuerdo ha acudido a mi memoria invariablemente al llegar la Navidad: la imagen de un chino anciano, endeble de cuerpo, con el rostro surcado de arrugas y una mirada de inquebrantable voluntad. Lo veo de nuevo como entonces, erguido serénamente al viento helado, sosteniendo en sus manos el pan y el vino consagrados y afirmando su unidad con Dios, a sabiendas de que se exponía a que lo fusilaran por lo que hacía.
Conocí al padre Hsia a principios de ese año de 1961, después de uno de los trasiegos colectivos de prisioneros que Yang, el jefe de brigada, ordenaba periódicamente con objeto de ponernos más nerviosos. Se me asignó entonces a una celda con cabida para 18 individuos, y nos encargaron de limpiar las pocilgas, cargar estiércol y enterrar a los muertos. Hsia dormía en la estera contigua a la que yo ocupaba.
Nadie se mostraba muy contento con la compañía del anciano. Para empezar, tenía un aspecto tan decrépito y endeble que parecía inconcebible que pudiera cumplir su parte en el trabajo. Pero el principal inconveniente era que, por haber sido monje trapense, hablaba constantemente de la ayuda de Dios, afirmando que no nos faltaría si no flaqueaba nuestra fe. La mayoría de nosotros habíamos perdido la fe hacía ya mucho tiempo. De ello se encargaron los comunistas. La religión había sido desterrada de la República Popular por juzgarse que era fuente de supersticiones y "el opio del pueblo", y
se habían dictado severos castigos contra quien se obstinara en creer que existe un poder superior al de Mao Tse-tung. Se perseguía especialmente a los cristianos, ya que pecaban doblemente al adorar al "Dios de los imperialistas".
Hsia debía comprender el peligro mejor que nadie: estaba condenado a 20 años de trabajos forzados nada más que por el delito de ser sacerdote. Y a pesar de todo, persistía en orar y en practicar su religión lo mejor que podía. Los demás evitábamos su trato o lo dejábamos solo. Bastantes cosas teníamos que temer para añadir, encima, la fe del viejo Hsia.
No obstante, nada lo hacia callar. No sé cómo, se enteró de que yo era el único católico, aparte de él, en aquella celda, y un día, durante una pausa en el trabajo, se acercó a mí y me dijo:
—Seguirás siendo un buen católico, ¿verdad, Jean ? ¿ En el fondo del corazón?
—No soy más que un preso —repliqué, fatigado—. Déjame en paz.
Aparentemente no me oyó. —Podemos orar juntos, Jean. Puedo confesarte.
—Mira, Hsia —repuse bruscamente, asaltado por un miedo mortal de que alguien oyera a aquel viejo insensato—. Si quieres que te fusilen, allá tú. Yo lo único que quiero es seguir vivo. Cállate, pues, quieres?
Hsia no pareció disgustarse.
—Está bien, hijo mío —concluyó—. Comprendo perfectamente. Pero ten presente que soy tu amigo.
Y se alejó para ir a recoger sus cestos cargados de estiércol.
A pesar de su aspecto lastimoso, Hsia se las arreglaba para avanzar, tropezando, con los cestos de estiércol que debíamos llevar sobre aquellos rastrojos. Bajo la pértiga que llevaba sobre los hombros, y de la que pendían los cestos, iba encorvado por el peso. Pero Hsia desempeñaba su tarea, y a menudo hacía también la de otros prisioneros aun más débiles que él.
—¿Qué fuerza mantendrá al viejo con vida? —se preguntó alguien en una ocasión.
—Dios --explicó uno de sus compañeros—. Cuando Yang no nos mira, Dios baja de su gloria para llevar a cuestas el estiércol de Hsia. Su observación nos hizo reír a todos de buena gana.
No teníamos, por otra parte, muchos motivos de risa, Trabajábamos desde el alba hasta el anochecer, y nuestra ración diaria consistía en pan sintético y una taza de caldo magro. Nuestras celdas eran cubiles inmundos, plagados de moscas y de pulgas, y día tras día los que componíamos el equipo de enterradores trepábamos la elevada colina para llevar hasta el cementerio el cadáver que nunca faltaba.
Por el verano de ese año creí que había llegado mi hora. Agotado por la desnutrición y la disentería, me desplomé sin sentido en el campo y tuvieron que llevarme a la enfermería. Durante días enteros estuve en estado de coma. Una noche, al recobrar el conocimiento, hallé a Hsia a mi lado, abanicándome el rostro. Luego, disimulando sus movimientos para que nadie lo viera, Hsia comenzó a darme cucharadas de un potaje caliente. Percibí el sabor de rana y de arroz con verduras, y con cada bocado sentí que me volvían las fuerzas.
—Ya pueden atormentarnos y hacernos pedazos el cuerpo, hijo mío —me susurró Hsia al oído—, que no podrán herirnos el alma si sabemos resistir.
Hsia volvió a mi lado en otras tres ocasiones, y en cada una me trajo aquel cocido vivificante. Hasta septiembre no estuve lo bastante recuperado para volver al trabajo, y entonces supe que Hsia había convencido a nuestros compañeros para que, durante el descanso de mediodía, recogieran hierbas silvestres y atraparan ranas, y que el mismo Isla había robado cantidades pequeñas de arroz hasta reunir el suficiente para llenar una taza, y que lo había cocido en un fuego que encendió furtivamente. Le di las gracias, avergonzado.
Un día Hsia me contó el motivo de su detención. Había ocurrido en 1947, cuando los comunistas invadieron la provincia de Yang-kiaping, de donde era natural. Hsia se había ausentado del monasterio aquel día, y al volver encontró asesinados a todos los monjes, sus hermanos, y arrasados por el fuego todos los edificios del monasterio. Los soldados, saciada ya su sed de sangre, se contentaron con encerrar a Hsia en la cárcel. Después de dos años pasados en un centro inquisitorial, lo sentenciaron a 20 años de regeneración por el trabajo".
—Bueno, al menos todavía estás vivo —comenté.
Hsia me miró a los ojos.
—Si sigo con vida, es porque Dios lo ha querido así. Creo firmemente que el Señor me ha asignado una misión. De otro modo, yo habría preferido compartir la suerte de mis hermanos.
En el mes de noviembre Yang me puso al frente de una sección que debía abrir arrozales en la Faja 23. Poco después me llamó para decirme que había recibido una denuncia en que se acusaba a Hsia de orar secretamente por la noche.
—¿Es verdad eso? —tronó Yang.
Con sonrisa forzada, repliqué:
—Hsia es ya un anciano. Después de todo un día de trabajo en el campo, se siente agotado y masculla entre sueños.
Yang se me quedó mirando con furor durante largo rato, y al fin me advirtió:
—Pues dile que, si me entero de que ha vuelto a pronunciar una oración, por corta que sea, él y tú lo pagaréis caro.
Apenas regresé a la celda, fui en busca de Hsia.
—Tienes que andar con cuidado — le previne—. A mí me incomunicarían durante unos meses, ¡pero tú te juegas la vida!
—¿Y qué importancia tiene mi vida? —replicó con calma.
Era imposible hacer comprender a aquel viejo.
HACIA diciembre el tiempo había. enfriado de modo inclemente y soplaba con fuerza un cruel noroeste. Cierto día a fines del mes, Hsia se me acercó trabajosamente, al extremo de los arrozales, y me pidió permiso para descansar durante unos minutos.
—Pronto lllegara el descanso reglamentario —le advertí—. ¿No podrías esperar hasta entonces?
—No, a esa hora vendrán los guardias —repuso. Y esforzándose en hallar las palabras apropiadas para decir lo que pensaba, agregó—: ¿Has olvidado qué día es hoy?
—Es lunes 25 de diciembre —respondí, irritado.
Callé bruscamente, al comprender en el acto no sólo que era día de Navidad, sino también que el anciano quería decir sus oraciones.
—Hsia —le supliqué—, estás loco, al arriesgarte de ese modo.
—Es preciso —replicó con sencillez—. Y quisiera que me acompañaras en mis oraciones. Tú y yo somos aquí los únicos que tenemos este día por sagrado.
Paseé la mirada en torno. No se veía a los guardias, y los prisioneros más cercanos se hallaban más allá de la Faja 23.
—Métete en la zanja de riego, —le dije—. Te doy 15 minutos. ¡Es todo!
—¿Y tú?
—Yo no me muevo de aquí.
Durante los minutos siguientes creí morir mil veces, oyendo, a cada cambio de tono en el rugir del viento, el grito de algún guardia. Pero hubo algo —no podría definirlo—que venció en mí al miedo y me llevó hasta la zanja. Lo que allí vi fue tan irresistible que, por primera vez en cuatro años, me olvidé de Yang y del campamento de trabajos forzados, y recordé lo que significaba la fe en algo superior al simple hecho de sobrevivir.
Hsia estaba diciendo la santa misa en el fondo de la zanja seca. Por templo tenía aquella inmensa soledad del norte de China, y un montón de tierra helada le servía de altar. El harapiento uniforme de la prisión remplazaba a las sagradas vestiduras del oficiante, y una desportillada taza de peltre hacía las veces de cáliz. De unas pocas uvas que guardaba desde hacía tiempo, Hsia había logrado extraer algo parecido al vino, y con un puñado de trigo que, sin duda, habría robado en la cosecha estival, había hecho un galleta delgada a modo de hostia. El altar de Hsia carecía de cirios; en vez de ellos ardía, sobre una pila de leña menuda, una llamita débil y vacilante. Hacía de coro el viento que soplaba del noroeste, entonando un himno. Y en aquel momento me pareció que las llamas elevaban las oraciones del valeroso anciano derechas al cielo, mientras el viento las esparcía por todos los rincones del mundo.
Me asaltó de pronto el anhelo de compartir la fe que animaba a Hsia. En ninguna parte del mundo, pensé, ni siquiera en los más espléndidos templos de la cristiandad, po dría nadie estar celebrando aquel día una misa tan significativa. Arrebatado por tan sublime momento, recité las palabras sagradas:
—Et cum spiritu tuo...
Sin manifestar sorpresa, Hsia me alentaba con un movimiento de cabeza.
—Ite, milla est —dijo él a su vez.
Y la réplica, que ya tenía yo poco menos que olvidada, acudió a mis labios:
—Deo gratias.
La misa había terminado.
—Espero que el Señor comprenda que no hemos pretendido ofenderlo —expresó Hsia—. Esta ha distado mucho de ser la forma apropíada...
Yo no acertaba a decir palabra. los firmes, los invariables principios del anciano —su temor, no de que lo pudieran fusilar, sino de que quizá hubiera ofendido a Dios—me decían claramente por fin lo que lo que Hsia había tratado de explicarme durante todos aquellos meses: que EL hombre no le basta con sobrevivir simplemente, como sobrevive la bestia, por la astucia y en terror constante. El hombre ha de tener una razón de ser superior a su propio yo: un ideal, una fe. Y entonces respondí:
—Estoy seguro de que el Señor comprenderá, padre Hsia.
—Gracias Jean. Dios te guarde, hoy y siempre.
Y por vez primera en cuatro años, creí firmemente que el Señor me guardaría.
En eso vi a Yang, que venía pedaleando enérgicamente en su bícicleta hacia la zanja. Difícilmente tuve tiempo para saltar a ella y tender las manos sobre el fuego, como para calentarme, antes de que Yang llegara hasta nosotros y nos mirase encolerizado, gritando:
—¿Qué estáis haciendo ahí?
—Este viejo chiflado quiso encender lumbre y calentarse un poco —le contesté, sonriendo con humildad.
—¡Suspenderéis el trabajo a la hora del descanso, y nunca antes! —rugió Yang—. ¡Volved a vuestro puesto ahora mismo!
Días después nos cambiaron nuevamente de celda, y Hsia y yo nos separamos. Nunca lo volví a ver. Sin embargo, desde ese día en adelante, mientras permanecí en aquel inhumano campamento, un secreto rincón de mi corazón se mantuvo a salvo de Yang y de sus guardias; a salvo y libre de temor.
Puede ser que Hsia esté aún con vida; tal vez haya muerto. Pero aunque los comunistas lo hayan matado, solo habrán destruido la envoltura material que guardaba su indomable espíritu, porque su alma estará siempre más allá del alcance de los rojos.
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