VIENTO SOLLOZANTE
1 LIBRO- (3)
Muchas veces quise hacerle preguntas a mi abuela sobre la muerte, pero tenía miedo de iniciar el tema. Luego, un día, cuando estábamos sentadas juntas haciendo collares de cuentas, junté todo mi coraje y comencé a hablar tan súbitamente que la alarmé.
–Abuelita, ¿qué nos pasa cuando nos morimos? Levantó la cabeza, y esos ojos encapuchados tenían el aspecto de dos pedazos de pedemal negro.
– Cuando uno se muere, se muere – dijo sencillamente, y siguió trabajando con sus cuentas.
– No, abuela. Quiero decir, ¿qué pasa después de la muerte?
Esta vez no se molestó en levantar la vista. – Cuando uno se muere, lo entierran, y el cuerpo se pudre. Tragué saliva. ¿Estaría insistiendo demasiado? ¿Se enojaría si le hacía otras preguntas sobre el tema? Si el cuerpo se pudre, ¿qué pasa con No sabía qué palabra usar –. ¿Qué pasa con lo demás de la persona, quiero decir, el espíritu?
Volvió a levantar la vista, pero en lugar de mirarme a mí, miraba mucho más atrás, hacia algún punto en el pasado.
– Yo solía creer que había un lugar que el Gran Espíritu había hecho nada más que para los indios. Era un lugar hermoso donde todos los de piel roja vivían siempre felices, y donde había abundancia de comida para todos, y nadie se volvía viejo ni se cansaba. El fuego de las chozas jamás se apagaba, y era siempre verano.
Se quedó en silencio por un buen rato, pero yo sabía que no había terminado de hablar. Esperé. Por fin volvió a hablar.
– Yo hacía las mismas preguntas que tú me estás haciendo ahora. Preguntaba: "¿Cómo se llega a ese lugar?" Pero nadie me contestaba. Nadie parecía saber. Me decían: "Pregúntale a los viejos." Yo les preguntaba, pero movían la cabeza y me decían: "Los nuestros lo sabían, antes que vinieran los blancos, pero lo hemos olvidado y ahora nadie sabe cómo se llega allí." Ahora yo soy vieja, y tú me preguntas a mí. Y tengo que decirte: "No sé." Ya soy demasiado vieja para seguir viviendo, y estoy cansada.
Tengo ganas de morirme. – Y agregó con amargura: – Y podrirme.
Bajó la vista de nuevo, pero alcancé a ver un algo en sus ojos. Yo sabía que debía estar equivocada, porque me pareció que era temor; pero mi abuela no le tenía miedo a nada. No tendría miedo de morir cuando llegara el momento.
Terminamos en silencio lo que estábamos haciendo, y me alegré cuando pude salir afuera y estar a solas. No me gustaba la contestación que me había dado.
Así que, pensé tristemente, apoyada en la cerca del corral, así que no hay ningún lugar a donde pueda ir el piel roja cuando se muere. Nos podrimos.
Me quedé observando a una hormiga que subía hasta la punta del palo de la cerca. "¿Acaso somos iguales tú y yo? ¿No valgo más que un insecto?" Con el dedo la hice caer al suelo. Cayó sin hacerse nada y se alejó apresuradamente, pero no la vi porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Recordé la mirada en el rostro de mi abuela. Sabía que tenía miedo, y eso me hacía tener miedo a mí también. Si la muerte era algo que ella no se atrevía a afrontar, sabía que yo tampoco podría hacerlo. Sentí como si la oscura sombra hubiera vuelto a posesionarse de mi vida, y sentía deseos de que pudiese hacer que el tiempo se moviese hacia atrás, hasta llegar a la época anterior a aquella en que comencé a aprender acerca de la vida y la muerte.
En las cálidas y serenas noches de verano a veces podía oír a Nube que tocaba canciones indias en su flauta de madera. La suave música venía flotando por el valle como si fuese niebla, y luego se desvanecía. No eran muchos los hombres jóvenes que todavía tocaban la antigua flauta indígena, pero Nube sí. La tocaba mejor que nadie. La verdad es que podía hacer casi cualquier cosa mejor que todos los demás. Yo sonreía al pensar cuántas indias jóvenes querrían que Nubé fuera a sus casas y las cortejara tocándoles la flauta; pero no lo hacía nunca. Muchas de
muchachas habían tratado de atraerlo, pero parecía que ya nadie iba a poder agarrarlo. Algunas veces se reía y hacía bromas sobre las muchachas que trataban de atraer su atención, dejándole comida en la puerta de su casa, o que por casualidad se encontraban montando sus caballos justamente en el lugar por donde tenía que pasar él camino del almacén general. Siempre conseguía hacer reír a los demás con sus cuentos, pero cuando creía que nadie estaba mirándolo, su rostro sonriente se volvía grave. Sus ojos tenían una mirada solitaria, distante. Me preguntaba si era que no quería asentarse realmente, sino que quería a alguien que no fuera una de esas muchachas tontas que andaban rondando.
A veces Nube me hablaba cuando estábamos solos; me hablaba como a una verdadera amiga y no simplemente como a una sobrina o a un niño. Yo siempre me sentía importante cuando me hablaba, como si hubiésemos compartido un secreto de alguna clase, y que realmente éramos parecidos en muchas formas. A veces su música sonaba tan triste, que me preguntaba si el también tendría sombras oscuras en su vida. Algún día tenía que preguntarle.
El otoño apareció tarde, pero cuando vino, recuperó el tiempo perdido, ofreciéndose más hermoso que nunca. Nadie podía recordar un otoño mejor. Nunca habían visto hojas con tonos dorados y rojos tan brillantes. Me pasaba horas mirando los álamos temblorosos en los montes que nos rodeaban. Cuando cabalgaba mi yegua, Cascos Atronadores, por los montones de hojas secas y ruidosas, y veía cómo se desparramaban a nuestro paso, me sentía fuerte y hermosa, y sabia, todo lo que no era. Los árboles dejaban caer sus hojas sobre mi cuerpo cuando iba pasando, como si dijeran: "Tú eres parte de nosotros, parte de los árboles, de la tierra, del viento." Me hacía sentirme bien; pero se acabó muy pronto.
La nieve vino temprano. Era nieve pesada, mojada, que
Viento Sollozante 27
se apilaba en los árboles que no habían desechado sus hojas todavía, y les arrancaba las ramas. Las hojas doradas se volvieron pardas y luego negras. Ese otoño encantador se fue para siempre, porque no volvería a haber un otoño tan hermoso como ése.
La nieve llegó temprano y se fue quedando y quedando. Pasaron meses sin que se pudiera ver el suelo.
Parecía como si el mes de enero no habría de volver jamás. Nubes grises, frías, pendían sobre las montañas, y cada día caía más nieve desde el cielo. El viento estaba furioso y nos pegaba en la cara, y nos hacía arder las manos cada vez que teníamos que salir a buscar más leña para el fuego o un balde de agua del pozo.
Mi abuela se quejó del frío y comentó que le dolían los huesos. Pasaba la mayor parte del tiempo en la cama envuelta en todas las colchas que podía encontrar.
–No te aflijas, abuelita – le decía yo, mientras ponía más leña en el fuego. Pronto llegará la primavera, y el sol va a brillar con fuerza y nos va a calentar; la nieve y el hielo se van a derretir, y la Madre Tierra va a poder respirar de nuevo. Esta primavera voy a conseguir semillas del almacén, para que salgan flores de azulejo. Vi algunas en el jardín de una mujer el verano pasado, y tenían un color azul vivo, y algunas era rojas. Te van a gustar, y van a alegrar el patio.
Me froté las manos rojas y entumecidas cerca del fuego.
– Ya va a llegar la primavera – repetí.
–Es mejor que se apure. Soy vieja, y el invierno me hace doler. Me pongo dura, y me resulta difícil moverme – dijo una voz apagada que procedía de detrás de la pila de frazadas.
–Je gustaría que caliente el estofado de conejo de nuevo? Tal vez te ayudaría a calentarte – le dije.
– Sí, creo que me gustaría – me contestó. Se sentó en la cama por primera vez desde la hora del desayuno.
Llevé la marmita de hierro hasta el, fuego. No quedaba mucho, así que le agregué agua para que alcanzara. Tendría que ir caminando hasta la casa del tío Nube para decirle que necesitaríamos más alimentos para el día siguiente. Tenía ganas de que pudiera darnos algo que no fuera conejo. Ya estaba harta del estofado de conejo. Hacía cinco días que no comíamos otra cosa.
A mi abuela no parecía importarle volver a comer lo mismo, porque comió todo el contenido de un tazón grande, y parecía sentirse más fuerte después. Se levantó y anduvo caminando por la habitación y miró la nieve por la ventana. Había nieve amontonada por todas partes.
(imagen ) El viento había desgarrado el papel
alquitranado que cubría
la casa.
- Tal vez la primavera no venga este año - dijo, mientras el viento hacía sonar las ventanas y hacía entrar más nieve por las hendiduras alrededor de la puerta.
- Siempre viene la primavera - le dije.
- Pero tal vez para mí no venga este año. - Lo dijo dándome las espaldas.
Verás muchas primaveras más. Este verano vamos a arreglar la casa. Vamos a poner una puerta más nueva, y tus hijos pueden componer las grietas en las paredes para que no entre el frío. ¿Recuerdas que el invierno pasadoestuvo más abrigada porque teníamos ese papel alquitranado en el exterior de la casa, antes que el viento lo destruyese durante esa tormenta fuerte que tuvimos?
Se dio vuelta y dijo riéndose:
- El viento estaba celoso porque teníamos una casa calentita, y cuando vio que no lo íbamos a invitar a pasar, arrancó el papel y se lo llevó. Todos andaban afuera corriendo de un lado para otro, tratando de agarrar los pedazos de papel en la tormenta, pero quedaron tan destrozados que ya no servían más.
Ella tenía mejor ánimo ya, y yo quería lograr que siguiera así.
- Bueno, esta vez lo vamos a clavar mejor, y entonces el viento no va a poder llevárselo, por más que trate - dije confiadamente, pero esperando que el viento no me hubiese oído, porque de lo contrario me castigaría por intentar desafiarlo.
- Puede costar veinte o más dólares comprar suficiente papel para nuestra casa. ¿Dónde vamos a conseguir tanto dinero? - preguntó moviendo la cabeza negativamente.
- Podemos vender las cosas que hacemos con las cuentas, en la factoría. Si empezamos a trabajar ahora, quizá para el verano ya tengamos lo suficiente para comprar lo que necesitamos.
- Tal vez - dijo -. Pero cuando está tan frío se me enfrían las manos y no puedo trabajar bien. - Se miró las manos.
- Yo no tengo los dedos duros. Yo puedo hacer muchas cosas aunque esté nevando, y cuando venga la primavera v se ponga más templado, tú podrás sentarte en el sol y me ayudarás a hacer collares. Seguro que podemos hacerlo le dije para entusiasmarla.
Estaba oscureciendo. Tendría que apurarme si quería darle de comer a los caballos y todavía tener tiempo para ir hasta la casa de mi tío.
- Tengo que ir a hacer algunas cosas - le dije a la abuela —. Traeré más leña cuando vuelva, así que no hace falta que salgas tú.
No tenía por qué preocuparme. Ya se estaba metiendo entre las frazadas nuevamente.
Me puse el abrigo de cuero y me até una bufanda en la cabeza. No podía encontrar más que un guante, así que me lo puse y metí la otra mano en el bolsillo del abrigo. Si me dedicaba a buscar el otro guante no tendría tiempo de ir a la casa de Nube.
En el momento que salí de la casa una ráfaga de aire frío me quitó la respiración y me hizo doler el pecho. Me ardían los ojos a causa de la temperatura congelante, y tuve que pestañear para que las lágrimas no me impidieran ver. Me encaminé apresuradamente por la nieve hacia el corral.
El cielo tenía un color rosado débil en el oeste, y donde se reflejaba el sol poniente, la nieve también aparecía rosada.
Los caballos me vieron cuando bajaba la pendiente y se pusieron en fila cerca de la empalizada y comenzaron a relinchar. Tuve que hacerlos a un lado porque se arremolinaban alrededor de mí. Les salía vapor de los lomos y me llegaba el calor de sus cuerpos mientras iba caminando entre ellos.
En el granero siempre había un cálido olor a caballos, y el aire parecía siempre estar cargado de polvo y de olor a heno. Los caballos me siguieron, uno a uno. Yo sabía que Nube Guerrera era el último en entrar, porque nunca levantaba el pie izquierdo trasero lo suficiente como para no golpear el tablón de la entrada.
Daban vueltas ansiosamente, y Cascos Atronadores mordisqueó a Nube Guerrera para obligarlo a moverse a fin de que ella pudiera acercarse. Les tiré un poco de heno y me quedé mirándolos comer apresuradamente. Cascos Atronadores dejó de masticar un momento y me miró, y luego siguió comiendo su cena. Decidí darle a cada uno un poco de cereal, a pesar de que no quedaba mucho, y lo habíamos estado reservando para cuando nos faltara heno. Cuando oyeron el ruido de la cebada que caía en los cubos, comenzaron a relinchar y a piafar. Raras veces les dábamos cereales. Sabían que se trataba de algo especial. Le pasé la mano por la nariz a Cascos Atronadores y le -0 acaricié el pescuezo. De mala gana me alejé del establo, dejando a los caballos bien alimentados y abrigados.
Cascos Atronadores ... ¿Habrá habido alguna vez una yegua más hermosa? Tenía un pelaje que brillaba como el sol de la mañana. Su crin y su cola eran como blancas nubes. Mi tío Nube me la había dado cuando todavía era una potranca. Yo nunca iba a ser pobre ni estaría desamparada mientras tuviera un animal como ella.
Primero polvo, meses y meses de polvo caliente y seco; luego lluvia y barro, barro por todas partes; y ahora nieve, nieve en cualquier cantidad.
Nieve. Casi no me había dado cuenta. Saqué la mano y los limpios y blancos copos se asentaron en mis dedos. 4 Contemplé esos pequeños y suaves copos. Nunca observado la nieve realmente, no tan cerca por lo menos. En realidad nunca le había hecho caso mayormente. Cada copo, complejo, perfecto y hermoso. Dicen que no hay dos copos iguales. Volvía sacar la mano y recibí unos cuantos copos más en la mano. Se parecían tanto a las personas, cada uno hermoso según el diseño que le había tocado, todos diferentes. Luego los copos comenzaron a derretirse y, en un instante, habían desaparecido para siempre. Igual que las personas, presentes un instante y luego ausentes para siempre. ¿Para siempre? ¿Sería así realmente? Resultaba difícil imaginar que uno no existiría en alguna parte, en alguna forma. Tal vez la gente volvía a vivir pero transformada en alguna otra cosa. A lo mejor hasta volvían en forma de copos de nieve. Si esto fuera cierto, volvían por un tiempo nada más y volvían a desaparecer. ¿Sería así la vida? ¿Vivir y morir y luego volver a vivir para morir de nuevo?
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