jueves, 22 de septiembre de 2022

6- VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Cap. 5

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Cap. 5

En seguida habría de comenzar. Primero, el tazón y la taza favoritos de la abuela serían llevados al cementerio. Allí, miembros de la familia los utilizarían para cavar un lugar en la tierra para sepultarla. El tazón y la taza  eran viejos y frágiles; ya estaban astillados y marcados por los años de uso. Los cavadores tendrían que tener mucho cuidado al ir sacando un puñado de tierra por vez con ellos.

Llevaba horas cavar una sepultura de este modo, pero así es como debía hacerse. Así se hacía siempre. Una tumba kickapu no debe cavarse jamás con la pala del blanco, ni con ninguna herramienta de metal. Una vez que la sepultura estuviera lista, alguien se quedarla allí para Montar guardia. No se podía dejar una sepultura abierta sin guardia; un espíritu maligno podría meterse y escon­derse adentro. Y entonces podría llevarse el espíritu de la persona muerta una vez sepultada.

Dos de mis tíos se habían ido al bosque y buscaron un tronco hueco lo suficientemente grande como para colo­car el cuerpo de la abuela adentro. Lo cortaron del largo necesario y lo trasladaron hasta la casa.

Mis tías se hicieron cargo del cuerpo de la abuela. La vistieron con sus mejores ropas, y le arreglaron el pelo blanco en dos trenzas perfectas. En los dedos le pusieron sus anillos de plata y de turquesa; en los pies le pusieron un par de mocasines nuevos. En las plantas de los mocasines cosieron cuentas para indicar que estos pies no volverían a caminar por la tierra, sino que caminarían únicamente en una tierra más allá de ésta. Plegaron una frazada nueva de color rojo y se la pusieron sobre el brazo izquierdo, y en la mano derecha le pusieron algunas de sus cosas favoritas: unos dientes de castor; una pequeña punta de flecha de obsidiana; y un collar de cuentas en que estaba trabajando cuando murió, junto con suficientes cuentas para termi­narlo cuando llegara al final de su viaje.

Cuando terminaron mis tías, mis tíos levantaron suave­mente a la abuela y la colocaron en el tronco hueco. Los siete hijos la llevaron al cementerio en los hombros. Fue colocada en la tumba, y el tazón y la taza fueron destro­zados contra el tronco para que no pudieran ser usados

otra vez. Todos los presentes le echaron tierra con las manos, y luego desparramaron hojas y ramitas encima hasta que no quedó indicio alguno de la sepultura.

A mí me inundó una terrible sensación de soledad. ¡No era justo! La abuela y yo veníamos haciendo un viaje juntas. Estábamos buscando una solución, y ahora se había ido antes que acabara nuestro viaje. Se había ade­lantado sola sin la respuesta. Había muerto con miedo a la muerte.

– ¡Abuelita! ¿Dónde estás ahora? – exclamé.

Cuando me iba acercando a la casa por el sendero, vi un palo mortuorio a la entrada. Era un palo clavado en el suelo, y tenía plumas negras de cuervo prendidas, para advertir a la gente que en esta casa había habido una muerte.

Mis tías colocaron las posesiones personales de la abuela encima de la pila de ramas de cedro. Empezaron el fuego, y nos quedamos en la oscuridad y observamos cómo las llamas destruían los últimos vestigios de la vida de mi abuela aquí en la tiene. Sus posesiones le serían enviadas en el humo que subía a las estrellas. El fuego ardía estallando y crujiendo, hasta que acabó por destruir todo y sólo quedaron unas cuantas ascuas.54      Viento Sollozante

– Lo siento, abuelita – dije en voz baja –. Lamento que me haya llevado demasiado tiempo encontrar la respuesta que necesitabas.

Ella había tenido razón. Ese año la primavera no iba a venir para ella.

Parecía imposible que se hubiese ido. Entrando en esa casa fría y oscura, encendí una lámpara y me senté en el borde de la cama y eché un vistazo a mi alrededor. Todo indicio de su existencia había desaparecido. Era casi como si nunca hubiese existido. Las únicas ropas colgadas en la pared eran las mías. Las colchas que había hecho ella ya no estaban. Todas sus pertenencias habían desaparecido. Había tanto silencio que casi podía oír la nieve que caía afuera. La habitación parecía estar oscura y llena de som­bras. Levanté la mecha de la lámpara. La llama se hizo más grande, pero la habitación seguía estando oscura. Fui hasta la cocina y encendí el fuego. Tenía las manos rojas y duras, y estaba temblando de frío. Había hielo en la superficie del balde de agua, y pasó mas de una hora antes que el fuego calentara la pieza lo suficiente como para que se derritiese el hielo.

Se había levantado viento. Parecía hacer más ruido que de costumbre. Estaba enojado, y por eso estaba arreme­tiendo contra la casa. Puse más leña en el fuego, pero no lograba calentarme. Me preguntaba si volvería a sentir calor otra vez, si no estaba la abuela allí conmigo.

Me metí en la cama con la ropa puesta, porque hacía demasiado frío para sacármela. Me cubrí bien con las frazadas, pero seguía temblando de frío.

– ¡Oh, abuelita! ¡Te extraño tanto! – exclamé –. El viento está haciendo tanto ruido, el frío nunca ha estado tan frío, y la oscuridad nunca ha sido tan oscura. ¿Estás en algún lugar seguro y abrigado, o estás allí afuera en esta noche congelada, con el viento arrancándote el espíritu? Me metí los dedos en los oídos para tratar de no oír al viento. No le iba a hablar. Estaba enojada con el por haber dejado morir a abuelita. Yo quería luchar, ¿pero quién puede luchar con el viento? Silbaba y amontonaba más nieve alrededor de la casa, y se burlaba de mí. Y allí estaba yo acostada en la oscuridad, sola y temblando de frío en la cama vacía.

Apenas me desperté me di vuelta para ver si había tenido una pesadilla, con la esperanza de que la abuela estuviera durmiendo a mi lado; pero no estaba allí. No era una pesadilla; realmente se había ido.

Me pasé la mañana sentada al lado de la ventana y mirando la nieve, pero cuando se hizo mediodía me di cuenta de que tenía que buscar algo que hacer. Saqué la caja de cuentas y preparé el telar. Me hacía sentir mejor estar ocupada. Trabajé con rapidez. Pronto tenía un pe­dazo suficientemente largo como para la cintura de una mujer. Decidí que haría algunas rosetas después. Siempre se vendían bien, y necesitaría dinero para sobrevivir. No sabía si Pedernal o Nube me ayudarían, pero aunque lo hicieran, no quería tener que mendigarles cada centavo para comprar comida. Necesitaría un poco de dinero pro­pio,

Dediqué todo el día a este trabajo. Tenía el cuello y la espalda duros, y los dedos empezaban a dejar caer algu­inas de las cuentas pequeñas. El sol se estaba poniendo, y Ia casa estaba quedando a oscuras. Encendí la lámpara y la acerqué a lo que estaba haciendo. Aunque estaba cansada, no quería parar. Parecía importante seguir haciendo  algo. Así no pensaría en lo vacía y solitaria que estaba la casa.

Ya era tarde, y estaba haciendo errores. Tuve que vol­ver atrás y rehacer parte del trabajo. Tendría que dejar(lo). Lo que esperaba era que tuviera suficiente cansancio como para dormirme de inmediato,- y no quedarme despierta en la cama durante horas, con los ojos puestos en la oscuri­dad.

Por lo menos me las había arreglado sola el primer día. Me sentía orgullosa de haber podido trabajar tanto.' Al día siguiente pensaba hacer otro tanto, o más todavía. Me mantendría ocupada. Antes de acostarme cada noche haría muchos planes para el día siguiente. Así tendría algo por delante y las cosas no parecerían tan desastrosas.

Terminé la última fila de cuentas en el collar con rosetas que estaba haciendo. Este collar me había salido mejor que ningún otro hasta ahora. Me pagarían bien por el en el almacen general. Si el traficante me compraba todo lo que había hecho, tendría cuarenta dólares. Era más de lo que había alcanzado a tener en toda mi vida.

Miré el collar una vez más antes de ponerlo en la caja con las demás cosas. Tenía cansados los ojos de tanto trabajar a la luz incierta de la lámpara a kerosene. Apagué la llama y me preparé para acostarme. Cuando pasé frente a la ventana miré hacia afuera y vi la reluciente nieve.

La luna estaba llena y hermosa, y se reflejaba en la nieve con tal claridad, que podía ver perfectamente hasta el granero. Cascos Atronadores y Nube Guerrera estaban tomando agua, cuando una súbita ráfaga de viento arre­bató un poco de nieve del techo del establo y la tiró sobre los lomos de los animales. Me hizo reír ver que los dos caballos escaparon y se retiraron a cierta distancia, para entonces darse vuelta y ver qué era lo que los había asustado.

Cascos Atronadores aparecía -hermosa a la luz de la luna. Tenía el pescuezo arqueado y la cola alta y, aunque estaba demasiado lejos para verla bien, yo sabía que tenía los ojos bien abiertos y salvajes y las ventanas de la nariz ensanchadas, para resoplar de disgusto por lo que la había molestado. Tan hermosa y tan orgullosa. Era una suerte poder tenerla. Era lo único en este mundo que yo podía querer y llamar mío. La estuve mirando un rato más mientras ella corcoveaba y escarbaba la nieve con las patas.

Viento Sollozante             59

Nube Guerrera había vuelto a intentar tomar agua, pero Cascos Atronadores todavía se mantenía alejada de la iona que circundaba al granero. El viento volvió a soplar y ella movió la cabeza y trazó un círculo grande al trote. A lo mejor olía el rastro de los coyotes en el viento esa noche. Tal vez fuera por eso que estaba nerviosa.

Yo estaba demasiado cansada para seguir mirándola, de modo que arrojé otro tronco al fuego y me metí en la carpa.

Al día siguiente saldría a cabalgar. Cascos Atronadores y yo correríamos más velozmente que el viento. Con ese cuadro en la mente, me dormí en seguida.

 Capitulo Cinco

ME DESPERTÉ TEMPRANO a la mañana siguiente, y lo primero que pensé fue: Este es mi segundo día sin abuelita. Hoy será más fácil que ayer, y mañana será mejor que hoy. Tenía ganas de salir a andar a caballo.

Cascos Atronadores me haría buena compañía hoy. Me liaría sentir mejor. Quizá podríamos llegar hasta el arroyo Aguas Amargas. Podría preparar un almuerzo y pasar la mayor parte del día cabalgando. Miré por la ventana. Las nubes estaban bajas y llenas de nieve. Parecía que se avecinaba una ventisca. Tal vez no debiera intentar ir hasta las Aguas Amargas esta vez. Si nos agarra la ventisca correremos peligro. Por lo menos podríamos ir hasta la colina y volver; eso no nos llevaría demasiado tiempo. No necesitaría llevar el almuerzo para un paseo tan corto. Me puse la chaqueta de cuero y me até una bufanda alrededor del cabello y salí.

El vivo resplandor de la nieve me encegueció por unos segundos. El aire estaba tan frío que me quedé sin respira­ción. Me quedé en la entrada y miré hacia el establo. No podía ver ninguno de los caballos en el corral. Quería que estuvieran en el establo, porque no quería tener que andar caminando por todo el campo buscándolos. La nieve estaba demasiado profunda.

Metí un pie en la nieve y sentí que me llegaba más arriba de los mocasines. Hacía tanto frío que la nieve crujía bajo mis pies cuando me encaminé hacia el establo.

Recién cuando atravesé la cerca lo vi. Hielo rojo. Un río de hielo rojo alrededor del bebedero.

¿Qué podrá ser esto? — dije en alta voz. Me agaché y lo toqué con los dedos —. ¿Qué puede haber hecho que el hielo se ponga rojo? — Me sentía débil. Sangre. ¡La sangre puede hacer enrojecer el hielo!

Me levanté y caminé alrededor del establo, siguiendo al rojo río de sangre congelada.

Quise gritar cuando lo vi, pero no me salió ningún sonido de la boca abierta.

Cascos Atronadores estaba echada de lado, con tres patas enredadas en alambres de púa. Había sangre por todas partes. La nieve estaba toda roja en la parte donde estaba acostada en un charco de sangre.

Me di vuelta y salí corriendo, tambaleando y cayén­dome sucesivamente. Seguí corriendo hasta que me pa­recía que me iban a explotar los pulmones dentro del pecho. Con cada paso que daba imploraba:

¡Que se pueda salvar! ¡Que Nube la pueda salvar!

El viento y la nieve no me dejaban avanzar como yo quería. Parecían tironearme y absorberme para que tu­viera que disminuir la carrera. Vez tras vez me caí, que­dando tendida en la nieve escarchada; vez tras vez me levanté y seguí corriendo. Lo único que veía era a Cascos Atronadores echada en la nieve, enredada en los alambres, herida y sin poder hacer nada.

Por fin llegué tambaleándome a la casa de Nube y comencé a golpear la puerta.

¡Nube! — grité, y antes de que tuviera tiempo de darle un segundo golpe a la puerta, se abrió y allí estaba mi tío.

Cascos Atronadores está herida — le dije jadeante —. Está enredada en alambres de púa, está sangrando. ¡Ayúdame! . . . ¡Ayúdala!

Con toda prisa tomó su chaqueta de detrás de la puerta. ¡Vamos! —y salió corriendo en dirección al establo.

Viento Sollozante                63

Yo lo seguí como pude, pero estaba extenuada, y muy pronto me quedé atrás.

¡El la puede salvar! ¡El la puede salvar! — dije casi sin respiración. Ya lo había visto salvar a muchos animales heridos antes. Tenía un don especial para curar animales. ¡Seguro que él la salvaría!

A los pocos minutos estuvo fuera de mi vista, y yo sabía

que probablemente ya estaba al lado de Cascos Atrona­dores. Me temblaban las piernas, y tenía irritada la gar­ganta por el aire frío que tragaba.

Al fin pude ver el establo. Nube me vio venir y comenzó a salir a mi encuentro.

Nos encontramos al pie de la colina.

-- Ya es tarde. Está muerta — me dijo. Moví la cabeza negativamente.

¡¡No!! ... ¡Yo. . . corrí ... rápido ... tú puedes salvarla! — dije sin aliento.

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