martes, 20 de septiembre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO - Capítulo Cuatro

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO-

Capítulo Cuatro

DESPUÉS DE MI CUMPLEAÑOS noté que Shima Sani rengueaba, y me di cuenta de que sentía dolor. Ambas tratábamos de ignorar el problema, pero yo estaba preocupada y sabía que ella también lo estaba.

Empeoraba más y más, y no había duda de que le dolían los pies. Habían pasado varias semanas desde que se los había quemado y no habían sanado. Pasaba todo el tiempo posible acostada y evitaba caminar, salvo entre la cama y la mesa para comer.

Hacía mucho que no le veía los pies; siempre tenía los mocasines altos acordonados, y para acostarse se ponía medias gruesas.

Una vez cuando volví y la encontré sentada en una silla, empapándose los pies en una fuente con claras de huevos, me dijo que la dejara sola. Salí afuera nuevamente para darle tiempo a que terminase. Siempre usaba claras de huevo para extraer veneno de las heridas infectadas, de modo que ahora sabía que los tenía infectados.

Ella evitaba hablar de sus pies, de manera que yo hacía como que no notaba que le estaba resultando muy difícil moverse por la habitación. Yo procuraba andar afuera por lo menos una hora todas las tardes, por si ella quería usar su medicina sin que yo la viera.

Por fin no pudo ocultarlo más, y una mañana me pidió que me acercara a la cama. 48     Viento Sollozante

Los pies no se me curan – me dijo –. He usado todas las medicinas antiguas que conozco. Pero nada da resul­tado.

Retiré las mantas y, con la mayor suavidad posible, comencé a sacar las tiras de tela que se había enrollado en los pies.

Yo sabía que iba a ser grave, pero no estaba preparada para lo que vi.

El hedor era casi insoportable. La carne podrida colgaba suelta alrededor de los dedos. Tenía la piel de color azul y verde oscuro, con partes negras, y había sangre. Gan­grena. Con cuidado volví a envolverle los pies con tiras limpias, sabiendo que no quedaba mucho tiempo.

– Abuelita . . . – le dije suplicante.

– No – contestó secamente –. Yo sé lo que es, pero no voy a aceptar ningún médico, ni hospital, ni nadie que me quiera cortar el cuerpo. No quiero andar vagando para siempre buscando los pedazos sueltos de mi cuerpo. Me iré a la tumba entera, en la misma forma en que nací en este mundo, entera. Si no puedo mantenerme con vida con mis dos manos y sin ayuda, no pienso aferrarme a ella.

Las dos sabíamos que acababa de pronunciar su propia sentencia de muerte.

– ¿Me iré a mi cueva? – Sonrió con un pequeño guiño en el ojo mientras decía esto.

– No, no necesitas una cueva, me tienes a mí – le dije. Estaba recordando los viejos tiempos, cuando los ancia­nos que ya no servían y constituían una carga o un peligro para el resto de la tribu, tomaban un pedazo de charqui, un manojo de tabaco, y un poco de agua y se sentaban en una cueva a esperar la muerte. No era simplemente un modo honroso de morir; se lo consideraba una obligación. Ninguna persona tenía el derecho de poner en peligro a toda una tribu. Nadie tomaba la decisión por los demás; cada cual tenía que tomarla por su cuenta.

Salí afuera, tiré los trapos hediondos en una zanja y les

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prendí fuego. Sabía que mi abuela no me estaba haciendo una broma. Me había dado la posibilidad de verme libre del problema si la quería aceptar.

No estaba dispuesta a dejarla morir sola. No podía evitar que muriera, pero podía evitar que se muriese en la sole­dad. Sabía que tenía miedo. Tal vez si yo estaba junto a ella cuando llegara el desenlace final no tendría tanto miedo.

Era un día oscuro. Las nubes habían impedido que saliera el sol, y yo había dormido más de la cuenta. Cuando por fin me levanté, estaba preocupada porque se había hecho tan tarde, y me apresuré a preparar el desa­yuno.

Cuando ya tenía preparado el café, llamé a mi abuela. – Shima San¡, despierta. El sol durmió hasta tarde hoy, y nosotras también. Tu café está listo.

No se movió bajo su montón de frazadas.

Me acerqué y le puse la mano en el hombro. Estaba húmedo de transpiración, y tenía la piel ardiente como el fuego.

– ¿Abuelita?

Abrió apenas los ojos. Estaban cansados y ensombre­cidos. Movió los labios varias veces antes de que se oyera algún sonido. Cuando por fin habló, su voz era apenas un susurro.

– Llama a Nube – dijo con dificultad –. Quiero que mis hijos estén conmigo.

– ¿Qué pasa? – Me temblaba la voz –. ¡Abuelita!

No estoy lista para morir ... yo creía que estaba lista para morir, pero no lo estoy. . . – Los ángulos de sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas que rodaban por sus arrugadas mejillas –. ¡Ve a buscar a Nube ... tráeme a mis hijos!

– Sí, voy. Correré sin parar. No te aflijas abuelita, vol­veré en seguida con Nube y los demás. – Corrí hacia la puerta y dije por encima del hombro: – ¡Noté aflijas abue­lita, los traeré en seguida!

Cascos Atronadores estaba en el corral. Cuando me vio correr debe haber comprendido la urgencia, porque se acercó al portón y se quedó quieta mientras yo retiraba el freno del poste de la cerca y se lo puse. Salté sobre su lomo pelado y la aguijoneé insistentemente con los talones. Se lanzó hacia adelante con tal velocidad que casi caí hacia atrás. Me tomé de un manojo de crin y volví a meterle los talones en las costillas.

Antes de que pasáramos frente al granero ya estaba en pleno galope. Apenas pasamos el arroyo comencé a pe­garle con las riendas. Volvió las orejas hacia atrás, movió la cola y comenzó a correr más rápido; más rápido de lo que jamás la había obligado a andar hasta entonces; pero aun así parecía demasiado poco. Un kilómetro. Un kilómetro hasta la casa de Nube, pero parecían cien. No pudo ha­bernos llevado más de unos minutos, pero parecía una hora. Apenas tuve su cabaña a la vista, comencé a gritar llamándolo por su nombre.

- ¡Nube! ¡Nube! - No podía saber si se oiría mi voz o si el viento se estaba llevando mis palabras.

Podía ver a Nube en el patio, tirando un cuchillo contra un poste de la cerca.

Por fin oyó mis gritos y levantó la vista. Comenzó a correr hacia mí, mientras yo obligaba a mi caballo a dete­nerse de golpe.

¡Nube! - dije casi sin aliento -. La abuela ... algo le pasa... quiere que vayas ahora mismo . . . dijo que quería que fueran todos sus hijos .. .

- Ve a buscar a Pascal. Dile que se encuentre conmigo allí -dijo. Se sacó el sombrero de cowboy y le pegó a Cascos Atronadores en el anca -. ¡Ve! - gritó, y echamos a galopar nuevamente.

Nube corrió hacia su camioneta. Oí que el motor co­menzaba a andar y que las ruedas comenzaban a girar en dirección a la casa de mi abuela. Cascos Atronadores siguió corriendo otro kilómetro y medio, pero ya empezaba a aflojar. Le caía espuma de la boca, y chorreaba sudor. Yo tenía los vaqueros empapados de transpiración v el roce me hacía picar las piernas. Me dolía el costado de tanto galopar, y se me estaban acalambrando las piernas de tanto sostenerme al animal. Tenía que reducir la velo­cidad. Faltaba otro kilómetro y medio para llegar hasta la cabaña de Pascal. La obligué a dejar de correr y en cambio a caminar rápido. Relinchaba y movía la cabeza hacia arriba y hacia abajo y tropezó varias veces. El dolor en el costado comenzó a decrecer, así que la volvía hacer cabalgar por el resto del camino.

Estaba con suerte. La camioneta de Pedernal estaba frente a la cabaña de Pascal.

Llegué hasta la casa, até el caballo a un árbol, y co­mencé a golpear la puerta. Pascal y Pedernal reaccionaron de inmediato cuando les entregué el mensaje. Me dijeron quee dejara a Cascos Atronadores atada donde estaba y que me metiera en la camioneta de PedemaL Los tres volvimos de inmediato a la casa de la abuela.

Cuando llegamos, Pedernal dejó la camioneta al lado de la de Nube.

- ¡Tú quédate en la camioneta! - ordenó. El y Pascal fueron corriendo hacia la casa, dejándome sola.

- Te ruego que hagas que esté bien - le susurré repetídas  veces al viento -. Te ruego que no te lleves su aliento de  vida. Te ruego que no mandes al Caballo Espíritu a buscarla . . . - Debo haber repetido esto cientos de veces mientras esperaba que alguien volviera a salir.

Justo cuando estaba segura de que se habían olvidado de mí, se abrió la puerta y Nube salió y la cerró tras sí.

La mirada en su rostro me indicó que había ocurrido lo peor.

Se acercó a la camioneta y se apoyo      contra la puerta dándome la espalda.

- Se ha ido, Sollozo. Shima San¡ está muerta. - Respiró hondo -. Fue la fiebre. Se fue tranquilamente. No había 52        Viento Sollozante nada que pudiésemos hacer. Estaba débil, pero nos habló. Estaba contenta de tener por lo menos a tres de sus hijos con ella en los últimos instantes.

Yo tendría que haber estado allí – dije con voz ronca.

No, Sollozo. Era mejor que estuvieras aquí afuera

 – ¿Me dijo algo a mí? ¿Me dejó algún mensaje? – An­siaba desesperadamente que me hubiese dejado algo en qué apoyarme.

No. Nada. Habló un poquito nada más. – Debe ha­berse dado cuenta de lo que sentía yo, porque agregó: – Probablemente hubiera dicho algo para ti, Sollozo, pero se le acabó el tiempo.

Se dio vuelta y me miró. Pudo ver que yo estaba a punto de estallar en lágrimas. Yo trataba de evitarlo, mordién­dome el labio y parpadeando fuerte, pero me resultó imposible. Mi dolor tenía que tener un escape.

    Me voy a buscar al resto de la familia – Se encaminó a su camioneta y se fue.

Yo sabía que no habría inconveniente en que entrara a la casa ahora, pero me parecía demasiado tarde. Ella se había ido, y no parecía tener sentido entrar.

Me quedé sentada en la camioneta y esperé. Poco a poco otros autos y camiones comenzaron a llegar, y mis otros tíos y tías y primos fueron entrando en la casa. Estaba a punto de oscurecer cuando por fin me decidí a dejar la camioneta y entrar.

¿Shima San¡ muerta? No, era imposible. No podía estar muerta. No estaba lista para morir. Yo la había visto no hacía muchas horas, y ella me había dicho personalmente que no estaba lista para morir.

Miré a mis siete tíos alrededor de la pieza. Allí estaban todos, solemnes y sin lágrimas en los ojos. No habría derramamiento de lágrimas por Shima San¡, por lo menos no en público. Llorar sería demostración de debilidad.

Mi tío mayor se adelantó e hizo el anuncio.

– Escúchenme. Nuestra madre ha muerto. Shima San¡

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Se  ha ido para siempre, y su nombre no será pronunciado otra vez. – Luego, salió de la casa rápidamente, y uno por uno los demás lo siguieron.

Yo me quedé sentada en el silencio de muerte, mirando el  atado de ramas de cedro que había en el piso. Más tarde esa  noche el mismo sería quemado para que el humo pudiera guiar al espíritu de Shima San¡ al lugar donde debía ir. ¿Qué lugar, me preguntaba yo, y dónde está? ¿La ayudlarián realmente las ramas de cedro a encontrarlo? Mirando al atado de ramas, súbitamente me pareció muy pequeño. Resolví salir afuera y juntar algunas ramas más. Quería asegurarme de que tuviera una cantidad suficiente de humo. No quería que su espíritu se perdiese y andu­viese  vagando en la oscuridad.

Por un año entero su nombre no sería mencionado en voz alta por su familia. Si ella llegaba a oír su nombre, no podría descansar y regresaría. Al cabo de un año se quemarían ramas de cedro de nuevo, para el caso de que su espíritu se hubiese perdido la primera vez y necesitaba quese le diese una segunda oportunidad. Después de eso ya habría ido realmente para siempre, y su nombre podría ser pronunciado de nuevo.

 

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